Guerra fría
El hombre asesinado es el mismo que años atrás había dirigido la masacre de Trujillo y a quien Diego Montoya consideraba como su propio padre. Según la versión oficial del episodio, una noche regresaba ebrio a su casa cuando un desconocido intentó robarle el carriel y en el forcejeo se disparó el arma. Tras el impacto fue llevado a un hospital cercano, donde murió horas después. Montoya recibió la noticia en la madrugada y no alcanzó a llegar para ver a su tío con vida.
El capo da rienda suelta a su furia y desata una atroz venganza. Con varios de sus hombres recorre Roldanillo hasta llegar a una calle de pésima reputación conocida como Marquetalia, allí dirige la tortura y posterior asesinato de varios sospechosos, uno de los cuales le da un dato que lo conduce a otro hombre que acaba de huir hacia Cali.
Dos meses después los sabuesos del capo localizan a un individuo, lo secuestran y lo llevan a una bodega donde lo someten a golpes y maltratos que terminan cuando el hombre confiesa que el asesino es alguien conocido como Alicate, quien dirige un grupo de sicarios en la calle Marquetalia y trabaja directamente para Varela.
Montoya envía a 20 hombres bien armados para que secuestren a Alicate, pero este se defiende como una fiera y los recibe a bala. Después de media hora de intenso tiroteo, Alicate es herido en las piernas por un proyectil de fusil AK-47 y como pueden lo meten en la cajuela de un carro. Los sicarios de Montoya deben esforzarse en atender al herido para que no fallezca. Cuando ya está fuera de peligro suspenden los antibióticos y las medicinas y se proponen darle otra clase de tratamiento, no precisamente médico.
Al cabo de varias sesiones de tortura, Alicate señala a otro hombre, Lagarejo, según él, viejo colaborador del coronel Danilo González, y quien en noviembre de 1995 habría disparado contra el ex candidato presidencial Álvaro Gómez. La decisión de asesinar al pariente de Montoya habría provenido de Varela, quien les pagó 10.000 dólares a quienes ejecutaron el crimen. El capo sabía de sobra que esa muerte le produciría mucho dolor a su enemigo.
Una vez descubiertos los autores materiales e intelectuales del homicidio de su familiar, Montoya comprendió que aún firmada la paz, en adelante la guerra sería de otro tipo: guerra fría.
Pero no todos los empleados piensan como Montoya y algunos sí creen firmemente en la paz. Piña, por ejemplo, es uno de ellos. Al punto de que baja la guardia y se dedica a montar en bicicleta para fortalecerse físicamente. Está seguro de que el cumplimiento de los términos del acuerdo de Ralito traerá tranquilidad.
Pero sus enemigos no piensan lo mismo y ya lo tienen en la mira. El acecho termina un día en que Piña deja su pistola en el asiento del carro, mientras descarga la bicicleta y se pone el uniforme de ciclista. Dos sicarios llegan al lugar y le propinan ocho disparos que lo matan en el acto. Uno de los escoltas que lo protege no alcanza a defenderlo de la balacera. Piña queda tendido en el piso al lado de su vehículo y así Varela salda una vieja deuda porque nunca le perdonó la muerte de Fofe.
Los asesinos escapan por entre matorrales, pero la Policía logra capturar a uno de ellos. No obstante, 12 horas después y sin mayor explicación, el sicario queda libre. A Montoya también lo afecta la muerte de Piña, uno de sus matones preferidos y se pone en la tarea de averiguar por la identidad del sicario que las autoridades dejaron libre. El autor intelectual del crimen de Piña, según le cuentan al capo sus informantes en el bajo mundo, es Ramón Quintero, uno de los aliados más fuertes de Varela en Colombia.
Montoya se sienta a pensar y no le queda duda de que la muerte de su tío y de Piña lo deben llevar a buscar la manera de vengarse. Está convencido de que Varela, desde Venezuela, está detrás de los dos hechos, pese a que en el caso de su tío las autoridades manejan la hipótesis del robo por delincuentes comunes. Pero Montoya cree firmemente que es Varela, quien sabía qué botones hundir para afectar a su enemigo.
El capo no espera a que terminen las indagaciones y convoca de inmediato una reunión extraordinaria para planear el asesinato de Varela. Montoya ha recibido datos parciales sobre el paradero de su enemigo, con algunas fotografías que lo muestran en un centro comercial de Caracas. También sabe detalles sobre los documentos que utiliza para identificarse e incluso que tiene un carné de periodista. Las pistas llegaron en un sobre por el que un desconocido recibió un millón de dólares, a la vez que pide otros cuatro por asesinarlo.
Entre tanto, Ramón Quintero envía un mediador para demostrarle a Montoya que él no tiene nada que ver en el asesinato de Piña y le pide el video en el que Alicate incrimina a Varela en el crimen del tío de Montoya, según el relato de Legarejo. El capo se muestra dispuesto a suministrar la cinta y pide tiempo para enviarla. Luego da varias órdenes: agilizar el atentado contra Varela y reforzar su escolta con 20 hombres más. Confiado en que el ataque en Venezuela a Varela ocurrirá en pocos días, se dedica a sus negocios de narcotráfico.
Ese corto periodo de relajamiento es aprovechado por Carmelo, que se somete a una operación en la que le implantan el balón gástrico, en un esfuerzo por rebajar los 150 kilos de peso que tiene por aquellos días y que ya le empiezan a producir serios problemas de movilidad.
No lejos del escondite del capo, las autoridades detectan a Capachivo en un sitio conocido como La Casita, pero él se entera a tiempo de que planean una operación en su contra y escapa horas antes. Luego contrata a un soplón para que les lleve información a la Policía y al Ejército sobre el lugar donde él supuestamente se encuentra.
Desde Bogotá, la Policía envía a sus mejores hombres de la Dijín, quienes se desplazan hasta La Casita, punto intermedio hacia el refugio de Capachivo, vestidos de civil y acompañados por el informante. Cuando llegan al sitio indicado, encañonan al portero, pero no lejos de ahí está apertrechada una columna del Ejército encabezada por el coronel Byron Carvajal, quien llegó al sitio atraído por los datos del informante que en ese momento está con la Policía.
Carvajal cree que los hombres que están en la puerta de La Casita pertenecen al cordón de seguridad de Capachivo y les ordena a los soldados abrir fuego. En el lugar quedan muertos todos los integrantes de la Dijín, así como el informante, que paga caro el haberse dedicado al oficio de delator.
La colegial estrategia de Capachivo de enfrentar a unos con otros da resultado. El fuego amigo entre Ejército y Policía golpea duramente a las dos instituciones, al tiempo que el delincuente se escabulle nuevamente.
Alarmado, Carmelo se entera del incidente y de inmediato se asegura de que ninguno de sus infiltrados cayó allí. Luego corre a informarle a Montoya, quien ya sabe que Capachivo estuvo detrás de esa matanza. Luego lo llaman y le preguntan, pero él niega tener información del hecho. Meses más tarde el propio Capachivo terminará aceptando su responsabilidad en el episodio, que calificará como algo natural en una guerra como la que vivimos.
—Si no eran ellos, era yo y no me iba a dejar matar de esos hijueputas —le diría a Montoya tiempo después.
Carmelo, entre tanto, se recupera del bypass gástrico, cuando de repente recibe una llamada en la que le dicen que Varela ha sido asesinado en un balneario en Venezuela. Montoya recibe con júbilo la noticia y confirma que valió la pena ofrecer cuatro millones de dólares por la muerte de su archienemigo. Si hubiera sido Presidente, con seguridad decreta día cívico. Por fin, Wilber Varela yace frío en una morgue del vecino país.
Los sicarios llaman y exigen 500.000 dólares más y el capo, en su euforia sin fin, no duda en autorizar que los entreguen. Por razones estratégicas el capo hace correr el rumor de que el clan de los Herrera se ha adjudicado el crimen. Al mismo tiempo, la Policía confía en que el cadáver que está en Venezuela es el de Varela, pero no tardan en recibir el chisme de que el capo sigue vivo y que su supuesta muerte fue un estratagema para escapar de las autoridades y de sus enemigos.
Preocupado, Montoya contacta a algunos aliados en la Policía y consigue una copia de las huellas dactilares de Varela. Tras examinarla con un médico forense que trabaja para él, confirma que en efecto lo engañaron porque el cadáver tiene los diez dedos completos mientras que a Varela le falta una falange.
Preso de la ira, Montoya se dispone a rearmar el plan contra su enemigo, pero es detenido por una llamada telefónica en la que le piden hablar con un emisario de Miguel Ángel Mejía Múnera, uno de Los Mellizos.