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La extradición

 

 

 

Como siempre, Montoya envía a Carmelo al Magdalena Medio a reunirse con El Mellizo, que sigue en la clandestinidad haciendo todo tipo de esfuerzos para negociar con el gobierno y desmovilizarse.

Pero Carmelo, que en el pasado había tenido contacto con el narcotraficante, encuentra a un Mellizo empecinado en reconstruir las Autodefensas y en rearmarse. Para hacerlo, le dice al visitante, que está dispuesto a utilizar fuerzas de derecha y de izquierda. Las palabras de Mejía le hace recordar a Carmelo que Antonio López, alias Job —el mismo que en septiembre del 2008 se haría famoso por haber ingresado a la Casa de Nariño por el sótano— había visitado a Diego con ese propósito pues necesitaban a los viejos amigos para volver a la refriega, que esta vez estaría centrada en luchar contra un enemigo común: la extradición.

Vicente Castaño está a la cabeza de esta nueva estrategia de guerra y desde Ralito intenta unir a todas las fuerzas ilegales del país. Por eso envía a Job a visitar a todos los grupos y movimientos interesados en el tema, en un intento desesperado por recuperar el poderío que se le escapaba de las manos.

La intención de Montoya al enviar a Carmelo es escuchar las propuestas porque ya en ese momento tiene claro que más adelante tendrá que tomar la drástica decisión de entregarse a las autoridades norteamericanas, una posibilidad que empezaba a acariciar por los mensajes que le llegaban de vez en cuando, y en los que le hacían saber que a la justicia estadounidense le interesan más los jefes paramilitares y del narcotráfico que los mandos medios que están con él, pues no representan mayor valor para los intereses de Washington. Si no hay dirigentes de peso no hay negociación posible, decían otros mensajes que llegaban a oídos del capo por medio de su hermano Juan Carlos, encarcelado en una prisión de alta seguridad de Estados Unidos.

Montoya le ofrece al Mellizo todo su apoyo para el rearme y de paso propone que su hermano Eugenio cumpla el objetivo al lado de Víctor, conocido en las Autodefensas como Sebastián, para tenerlos controlados, quien ya domina zonas donde antes reinaban otros paramilitares que optaron por recluirse en Ralito. Con esa jugada, el capo pretende mantener el control sobre Pablo Arauca y Sebastián. En el fondo su idea consistía en tener ubicados a los dos Mellizos en caso de que su acercamiento con Estados Unidos tome forma y él se vea forzado a entregar dos cabezas visibles e importantes del narcoparamilitarismo de Colombia.

Aún y pese a todas las prevenciones, el rearme paramilitar se inicia con 500 fusiles de asalto soviéticos AK-47, obtenidos en un trueque por cocaína suministrada por Montoya.

Este tema había desviado momentáneamente la atención del capo sobre la pérdida de los cinco millones de dólares en el frustrado asesinato de Varela en Venezuela. Pero él no olvida esos rencores y no quita el dedo del renglón. Por eso, un día decide encontrar a los responsables y pocas horas después los localiza.

Los ojos del capo se posan entonces sobre Mono Teto, que por aquellos días había asumido el control militar del Bloque Central Bolívar y de inmediato se alió con El Flaco Rogelio Aguilar, un peligroso hombre que fungía como mano derecha de Don Berna. Los dos nuevos capos fueron citados a Zarzal a una reunión extraordinaria con Montoya, urgido de redefinir el futuro de la organización. Una vez allí, les enseña el video que contiene la confesión de Alicate.

Al calor de la conversación, los dos hombres le revelan al capo la intención de asesinar al comisionado de paz, Luis Carlos Restrepo, sin importar si pasaban diez o 20 años en la cárcel porque, según ellos, los había engañado al prometerles beneficios que jamás cumplió.

La alianza de Montoya con El Mellizo se inicia con la expansión de su territorio a algunas zonas coqueras cerca del puerto de Guapi, en el Pacifico colombiano, desde donde planean producir y exportar cocaína a gran escala.

Job, que ejerce de relacionista público de Don Berna y de Vicente Castaño, visita a los capos para ponerlos de acuerdo en torno a los nuevos estatutos del paramilitarismo. Pero su trabajo se ve truncado cuando El Flaco Aguilar acusa a Vicente Castaño de traidor y no asiste a una reunión de emergencia que Montoya y El Mellizo habían planeado para limar las asperezas entre los dos capos y evitar así mayores consecuencias.

El gesto de El Flaco Aguilar produce escozor en la nueva organización, pero la disciplina militar de Pablo Arauca vuelve las cosas a su cauce cuando dice que no importa si los capos se matan entre ellos o se amenazan porque la lucha debe continuar, pues los espera un futuro promisorio en el que podrán disfrutar de sus riquezas, una vez superados los malos momentos.

Superado el escollo, es programado un nuevo encuentro con los cabecillas, pero esta vez Diego decide movilizarse por tierra en el vehículo oficial de un coronel del Ejército que en alguna ocasión transportó a su hermano Eugenio desde su guarida hasta Zarzal.

Carmelo, con varios carros más, va detrás como escolta para prevenir malos ratos y esquivar retenes. Pero como se trata de un viaje largo, encuentran innumerables escollos en la vía hasta que el apacible sueño del capo es interrumpido por el rechinar de llantas, que frenan intempestivamente al encontrarse de frente con un retén de la Policía Vial.

—Nos sapearon, le echaron mano a ese man —dice Carmelo en voz alta, angustiado.

Pero la patrulla sólo intentaba prevenirlos de una colisión con una tractomula mal ubicada en la carretera. Nervioso, el capo cambia de vehículo y continúa la marcha por una trocha hasta llegar a su propiedad. Camisa y Capachivo lo esperan con su ejército, pero los invitados tienen contratiempos para llegar y él se dedica a la bebida, su deporte favorito.

Los días pasan y Carmelo mantiene su preocupación por la seguridad de Montoya, hasta que una mañana recibe una de las noticias más malas de su vida: su hermano, Orlando Sabogal, El Mono, ha sido capturado en España por la Guardia Civil. El hombre, considerado uno de los barones de la droga colombiana, fue detenido en un exclusivo centro comercial a 13 kilómetros de la capital española, donde residía desde 2004. Según las autoridades, fue detenido mientras esperaba a su esposa, acompañado de un guardaespaldas. Tres agentes encubiertos de la unidad central operativa lo inmovilizaron y se lo llevaron sin mediar palabra alguna.

Es un golpe muy duro para Carmelo, pues se trata de la persona con quien compartió los mejores y peores momentos de su vida delictiva. El Mono era el segundo hombre después de Rasguño y además su hermano del alma, su maestro y compañero inseparable desde la niñez. Carmelo se derrumba y entra en un estado de depresión enorme cuando se entera de los detalles de la captura, que son publicados con amplios espacios en todos los medios de comunicación.

La DEA se había adjudicado grandes triunfos en esos días por medio de un agente que tenía como única misión perseguir a estos hombres: Rasguño duerme ahora en una prisión de La Habana; Johny Cano acaba de ser extraditado y ahora España les entrega a uno de los hombres más buscados en la historia del narcotráfico mundial.

Carmelo llora por los rincones su derrota y no encuentra la forma de aproximarse a su hermano para ayudarlo o al menos decirle cuánto lamenta su situación.

Entre tanto y mientras Carmelo y su familia hablan sin cesar de cómo superar esta terrible situación, debe sacar tiempo para llevar a cabo la reunión en la cual Montoya intentaría mediar entre El Flaco Aguilar y Vicente Castaño para que cesen su enfrentamiento y mantengan el objetivo de crear un bloque unido contra la extradición.

Aguilar es un hombre de carácter inestable que unas veces se acercaba y otras se alejaba de Varela y por lo tanto no era una persona de fiar. Así las cosas y mientras Montoya ahogaba sus problemas en alcohol y parranda, se dieron las condiciones para reunirse nuevamente.

Salvados todos los obstáculos, la lista de invitados, muy amplia por cierto, requería de gente especializada en el combate y el cuerpo de vigilancia del capo tenía en sus filas a los más experimentados y bravos hombres. El primer círculo estaba conformado por aquellos que en otra ocasión fueron entrenados por el mercenario judío Yair Klein, quien trabajó a órdenes del capo del cartel de Medellín, Gonzalo Rodríguez Gacha, uno de los pioneros en el narcotráfico y destacado por su carácter violento y extremadamente sanguinario.

Camisa, por su parte, manejaba un grupo de ex guerrilleros que ahora, sin ninguna intención política, prestaban sus servicios al mejor postor y ejercían de sicarios uniformados con brazaletes de las fuerzas del narcotráfico y de las Autodefensas, que variaban acorde con el proceso vigente. Si había combate, era rojo, o en ocasiones azul cuando bajaba el grado de intensidad de la guerra o blanco, como ese día de la cumbre en la que se buscaba la paz entre dos contendientes. La cita es en una de las fincas de Diego Montoya.

Las reuniones de enemigos siempre están revestidas del miedo a una emboscada de cualquiera de los dos grupos, y el nerviosismo de los vigilantes se mantiene en su más alto nivel, lo cual puede derivar en situaciones trágicas. Fue así cuando varios carros sin previo aviso ingresan intempestivamente y a gran velocidad por la entrada principal de la finca donde Montoya y sus hombres esperan a los invitados. Las alarmas se prenden y los hombres del primer anillo de seguridad le informan al capo sobre el peligro inminente.

El repliegue empieza de inmediato. Un caballo, siempre listo para casos extremos es traído para que el jefe inicie la huida por tierra, tal como se tiene planeado. El reencuentro con sus escoltas se daría en un lugar con un espeso bosque atrás donde se mimetizaría, como un camaleón, con su uniforme camuflado de combate.

Pero una vez pasa el primer vehículo, Carmelo se da cuenta de que se trata de la seguridad del Mellizo, pero ellos creen que están en la mira de demasiados fusiles y que les tendieron una trampa. Fue cuestión de segundos, pero el temor de una balacera hacía temblar las manos de todos los protagonistas. Aclarada la confusión, y cuando unos y otros conversaron después de mostrar sus identificaciones, el llanero solitario abandonó el caballo y la prisa por galopar.

El helicóptero, con uno de los invitados, se posa poco después en los alrededores y comienza el protocolo del almuerzo, que incluye un sancocho típico preparado en enormes ollas por experimentadas cocineras contratadas en el pueblo más cercano.

Después de comer hasta la saciedad, los más de 100 invitados ingresan a un salón donde se da comienzo a la lectura de los nuevos estatutos de las Autodefensas, que Job lleva en una carpeta llena de papeles en desorden. Algunos de los puntos de la proclama paramilitar sorprendieron a los presentes porque contemplaban no atacar más a la guerrilla sino unirla a sus fuerzas en un gran frente para atacar al Estado.

Los nuevos capos habían revivido las intenciones de Pablo Escobar, aquellas que finalmente le costaron la vida: se debía luchar con todas las fuerzas contra el tratado de extradición que el gobierno aplicaba con todo rigor. Ahora se reunían para el gran proyecto y se alimentaban como si fuera la última vez. Es una de las formas más reales de sentirse vivos porque en esta clase de trabajo nunca se sabe lo que ocurrirá en el minuto siguiente o a la vuelta de la esquina. Son muchos hombres y cada uno tiene su propia idea de negociación y su propia manera de imponerla a como dé lugar.

El discurso de Job es largo y con preguntas tendenciosas para Montoya, quien había comido y bebido tanto que apenas atinaba a responder con coherencia alguna. Pero en esta ocasión Carmelo no puede ayudarlo porque sus propios problemas lo mantenían alejado de la sala de negociaciones. Su hermano se había convertido en prioridad de sus pensamientos y sus preocupaciones, pues en ese momento ya lo estaban trasladando a una corte de Nueva York, donde lo esperaba todo el peso de la ley estadounidense.

Terminada la lectura del discurso de Job, Montoya se reúne en privado con Camisa, Capachivo, El Flaco Aguilar y El Mellizo, y le pide a Carmelo que se quede afuera porque no tiene plena confianza en Camisa, quien puede intentar cualquier movimiento extraño que debe ser detectado inmediatamente.

Al final de la reunión, Montoya se proponía hacer un fondo común de cinco millones de dólares para asesinar a Combatiente y al general Naranjo, en un plan que debía ser ejecutado a la mayor brevedad posible, pues uno y otro, desde orillas distintas, eran los mayores peligros que enfrentaba la nueva estructura criminal.

Aguilar se niega de entrada porque la experiencia le había demostrado que meterse con un alto mando los pondrá en una situación insalvable, tal como ocurrió con Pablo Escobar, quien se puso en La Picota después de ordenar los asesinatos de importantes oficiales.

—Le puedo asegurar, Don Diego, que ahí sí se nos acaba el mundo —dice Aguilar en tono grave.

El Mellizo guarda silencio mientras Capachivo y Camisa se muestran de acuerdo con el plan, pues al fin y al cabo ellos serían sus ejecutores.

En esas reuniones se habla de todo, se esclarecen rumores y se toman decisiones, y eso es lo que hacen acto seguido cuando le piden a Carmelo que ingrese para aclarar una historia según la cual su hermano, El Mono, habría asesinado al Botija, uno de los empleados de confianza de Don Berna. Carmelo no sólo desmiente el rumor sino que va más allá al aclarar que su hermano está preso y que si continúan los rumores para desprestigiarlo, él se verá en la necesidad de reaccionar.

El mensaje es captado por los presentes y El Flaco promete intermediar para resolver el malentendido. Montoya agrega que quien se meta con la familia de Carmelo se mete con él pues se trata de su propia sangre.

Sin llegar a un acuerdo, la reunión termina a las 4 de la tarde, pues una decisión del tamaño de la sugerida sólo puede darse con un consenso de los asistentes. Pero queda abierta la posibilidad de una siguiente cita para poner de acuerdo a todas las partes.

Los invitados empiezan a abandonar la finca y el primero que lo hace es Aguilar, en el mismo helicóptero en que había llegado, ya que decían que su escolta estaba integrada por un grupo antisecuestros de Medellín que debía reintegrarse a su trabajo. Job también abandona los predios de la finca de Montoya pero El Mellizo se queda un día más para conversar con su amigo.