¿Cómo le fue con los gringos?
Diego Montoya contacta a los encargados del contabilizar los envíos de cocaína a México, pero de repente llega a la finca el hijo menor de Miro con una nota en la que el abogado de El Mono requiere urgentemente hablar con Carmelo.
Carmelo no tiene problema en obtener el permiso porque en ese momento el patrón está totalmente ebrio y no sólo le autoriza viajar a Estados Unidos, sino que le da viáticos y le presta un vehículo para transportarse.
En el largo recorrido, Carmelo escucha la radio para saber qué está ocurriendo y al llegar a Bogotá toma precauciones por si lo siguen. Deja el carro en un lugar seguro y se transporta en taxi para despistar a los posibles espías. Pide que lo lleven al hotel donde tiene la cita con el abogado de El Mono. Le pide al conductor que lo deje a dos cuadras del lugar convenido y camina hasta el lobby del hotel, donde toma un periódico y se sienta a observar quién entra o quién sale.
De un momento a otro lo saluda un hombre corpulento quien dice que él es el abogado estadounidense que lo necesita y lo invita a subir a su habitación para no dejar testigos de la entrevista. El abogado le explica a Carmelo que su hermano lo había contactado tiempo atrás con la intención de negociar una entrega voluntaria a las autoridades estadounidenses que al final no se pudo llevar a feliz término.
El enigmático abogado le cuenta que El Mono lo hizo volar de ciudad en ciudad para evitar intromisiones que luego podrían costarle la vida. Según su relato, viajó a Estados Unidos, Venezuela, Francia, Suiza y España, hasta que finalmente logró hablar con El Mono. Pero de nada valdrían tantas precauciones porque el abogado le entregaba a la Fiscalía toda la información que obtenía.
Lejos estaba El Mono de saber que las agencias internacionales ya lo tenían ubicado porque un infiltrado en su organización les proporcionaba información casi todos los días. Cuando entendió que lo tenían prácticamente agarrado, El Mono solicitó 45 días para entregarse, pero no contó con que había una celada para capturarlo porque las agencias federales no estaban dispuestas a permitir que entrara en un proceso de negociación que le diera ciertas ventajas inaceptables, pues lo consideraban un hombre extremadamente peligroso y muy bien informado.
En España, el último país a donde había llegado gracias a un pasaporte comprado con 2.500 dólares, El Mono se sintió feliz y se dedicó a pasear. Un fin de semana cumplió uno de sus sueños y asistió al estadio Santiago Bernabeu a presenciar un partido de fútbol de su amado Real Madrid. El Mono estaba tan contento que no le importó que las autoridades internacionales ofrecieran cinco millones de dólares por su cabeza.
Instalado en España, se dedicó a conocer. Recorrió varios países en un carro-casa que compró con ese fin y durante dos años viajó por toda Europa. Camuflado tras una espesa barba, se divirtió con su familia y con una noviecita que consiguió para los momentos de esparcimiento, cuando quería darse gusto sin más testigos que su pasión.
Las autoridades estaban totalmente desinformadas y habían desplegado planes especiales para capturarlo en Venezuela, pero él en realidad se escondía tras una barba rubia que lo hacía pasar por ciudadano de cualquiera de esos países, en los que montó en bicicleta hasta la saciedad y disfrutó la vida como nunca antes.
Pero la separación de su esposa lo puso en evidencia porque la pareja aparecía en la lista Clinton, un problema que los llevó a realizar todos sus movimientos financieros en efectivo. Un día cualquiera, El Mono se puso una cita con su ex mujer para entregarle una suma de dinero. Pero El Mono comete el garrafal error de confiarse y ese día le da a ella el número de su celular para que se comunique en caso de necesidad. El Mono se ve relajado porque está convencido de que el proceso de negociación con el Departamento de Justicia de EE.UU. ya empezó.
Cuando regresa a su refugio, El Mono observa que alguien lo sigue en un vehículo y se propone burlarlo, lo que logra al entrar a una rotonda, en un escape relativamente fácil por su larga experiencia huyendo en situaciones extremas. El Mono cree que salió airoso y continúa su camino.
Pero comete otro error, esta vez fatal: tres días después del incidente regresa al mismo lugar y le entrega 10.000 euros a su ex mujer. Lo que ninguno de los dos sabe es que cuando ella se dirige al elevador comienza el operativo. Los policías someten a un hombre armado y lo esposan, al tiempo que El Mono, quien se ha ocultado en un almacén de calzado, olfatea el peligro y da la vuelta intentando salir por una puerta de emergencia, pero de repente se ve encañonado por un hombre que se identifica como oficial español.
Sin poder pronunciar palabra alguna, El Mono siente un enorme temor porque no sabe de quién se trata, y no puede procesar en segundos su larga lista de enemigos. Vestidos de civil, los policías lo sacan del centro comercial y lo llevan hacia un carro como si se tratara de un secuestro, para evitar una confrontación porque no saben cuántos guardaespaldas tiene a su lado el narco colombiano que acaban de detener.
El hombre sometido minutos antes fue confundido con El Mono, y por eso su imagen recorrió las primeras páginas de los periódicos y los titulares de los principales noticieros de televisión. En realidad se trataba del único escolta que le quedaba del enorme séquito que siempre lo acompañó. Todo había quedado en el pasado.
Tras el detallado relato, el abogado le dice a Carmelo que su hermano pagará no menos de 30 años de prisión en Estados Unidos y concluye la conversación diciéndole que un agente federal está interesado en hablar con él. La noticia lo toma por sorpresa pues no se imagina que, en su calidad de delincuente de segunda fila, pueda enfrentarse a una autoridad de ese tamaño.
Carmelo guarda un largo silencio que parece un siglo e intenta balbucear contestación porque la propuesta lo dejó petrificado. El abogado, de quien a leguas se nota que ha manejado decenas de casos como el suyo, agrega que él no tiene una acusación formal en cortes de Estados Unidos, pero sí aparece vinculado con Diego Montoya. Y le aclara que una orden judicial en su contra tarda diez minutos en ser expedida, por lo que en su concepto es mejor colaborar.
A Carmelo se le iluminan los ojos porque no sólo le están planteando la acusación a la que tanto teme, sino la solución a todos sus problemas. El abogado parece leerle el pensamiento y le sugiere reunirse con agentes del FBI en otro país.
—Mejor dicho, lo que el FBI necesita es que usted los ayude a capturar a su jefe. Esta propuesta ya se la habían hecho al Mono, pero él dudaba mucho de que Carmelo se atreviera a tanto. Era una iniciativa muy peligrosa y así lo reconocíamos —explica el abogado.
Entre tanto, Miro lamentaba la suerte de El Mono, que aunque no era su hijo biológico siempre lo vio como tal. Juntos habían compartido las adversidades y las alegrías, y podían considerarse más cercanos que algunos familiares de sangre. Se sentía orgulloso de él y sufría en carne propia su desventura. El Mono había seguido el ejemplo del padre y practicaba todo lo que había aprendido de él.
Carmelo escucha al abogado sin pronunciar palabra alguna, pero en el fondo la propuesta le sonaba descabellada. Cuando se decide a hablar, sólo atina a pedirle a su interlocutor que cuando vea a su hermano le diga que tiene todo su apoyo.
Una vez se despide, toma el ascensor hacia el primer piso; cuando llega y se abre la puerta, Carmelo se lleva la sorpresa de su vida porque tropieza con el general Naranjo, que sube al elevador sin notar que la persona que sale en ese momento se hace a un lado con brusquedad. Cuando llega a la calle, Carmelo ve el cinturón de seguridad que protege al general y de inmediato recuerda las palabras de su patrón, que quiere deshacerse del oficial que tanto lo ha perseguido en los últimos años. Pero regresa a la realidad al observar una gran cantidad de escoltas bien armados.
Carmelo reflexiona y se pregunta si en realidad Naranjo había ido por él, pero decide tomar un taxi para alejarse de allí. Por precaución cambia varias veces de vehículo hasta llegar a Monserrate. Está tan aterrado que los vendedores ambulantes se le parecen a los escoltas del general y se llega a sentir atrapado.
Después de caminar un rato, regresa en otro taxi al centro comercial donde había dejado el carro y se aleja de la ciudad, tomando la autopista del sur hasta Ibagué, y luego toma la zona montañosa de La Línea. En ese instante Carmelo, se convence de que ya no hay peligro: da un viraje de 180 grados, regresa a Ibagué y emprende el regreso al Magdalena Medio donde se esconde Montoya.
Una vez llega a la zona, da vueltas y vueltas para estar seguro de que de todas maneras no lo siguen, y luego de despejar sus dudas, llega al refugio y encuentra a su patrón más borracho que nunca.
—¿Cómo le fue en su vuelta por la capital? —pregunta el capo, y toma un largo trago de licor.
—Muy fácil, patrón. Los gringos necesitan que yo lo entregue a usted —responde Carmelo con sarcasmo.
La respuesta le espanta la borrachera al capo, que luego hace varias preguntas, casi todas incoherentes, hasta que se queda dormido. Carmelo había pensado mucho cómo darle la noticia al patrón porque seguro reaccionaría violentamente. Decidió decírselo sin rodeos cuando lo vio disminuido, y de paso se curó en salud porque no sabía si él había averiguado por su lado los detalles de la conversación con el abogado extranjero.
Montoya acostumbraba a levantarse tarde, pues decía con gran humor que no tenía un puesto de venta de buñuelos y café para atender. Cuando salía de su habitación hacia las 11 de la mañana, Carmelo le preguntaba por qué había madrugado tanto. El capo reía y luego de ponerse la misma ropa del día anterior, se acostaba en un enorme sofá y le pedía un resumen de los hechos del día. Normalmente hablaban de las cuentas con los trabajadores, las novedades del mercado, los animales, de las visitas y otras minucias.
Las condiciones inhóspitas del Magdalena Medio habían variado las costumbres del capo, que se veía muy preocupado por su seguridad. Era tanta la desconfianza que a las 3 o 4 de la madrugada salía de la habitación con cobijas y almohadas, subía a su vehículo y le decía al conductor que arrancara hacia cualquier lugar, donde terminaba de dormir. La guardia, fiel, amanecía a la intemperie.
Un día después de que Carmelo regresó de Bogotá, el capo no hizo la rutina de levantarse en la madrugada, salió de su habitación a las 11, se acomodó en un sillón y llamó a gritos a Carmelo, que acudió presuroso.
—Ahora sí, repítame lo que me dijo ayer —indagó, interesado.
Carmelo hace un relato minucioso del encuentro con el abogado y explica que un agente del FBI buscaba reunirse con él en un país vecino a Colombia para convencerlo de entregarles a su patrón a las autoridades estadounidenses.
Ya lúcido y sin alcohol en la cabeza, Montoya no se sorprende con la noticia pues sabe que desde hace diez años está en la mira de ese agente, que fragua sus estrategias antimafia desde una pequeña oficina en el centro de Miami. Ya antes había intentado capturarlo cuando aterrizó en un helicóptero en una de las fincas del capo, acompañado de policías colombianos, emboscada de la que logró salir airoso. El agente y el narcotraficante se conocían, pero el capo estaba lejos de imaginar que pocos días después se encontrarían frente a frente.
—Al Mono le esperan 30 largos años de cárcel y los gringos lo visitan continuamente para preguntarle por su paradero o por sus escondites, patrón —concluye Carmelo.
El relato incrementa la desconfianza del capo por la posibilidad de que las autoridades desarrollen una operación para capturarlo, y por eso le ordena a Carmelo que le informe cada vez que el abogado llame para saber qué le dice. Ahora es Carmelo quien desconfía, pues teme que en su extrema paranoia al capo se le ocurra asesinarlo en cualquier momento.
La situación se hace más compleja porque el abogado lo presiona insistentemente con el argumento de que el tiempo se acaba, y lo amenaza diciéndole que una corte de La Florida se propone levantar cargos en su contra.
Cansado de permanecer fuera de sus dominios porque el Magdalena Medio no le parece cómodo, Montoya decide regresar al Valle, y ordena organizar la logística necesaria para retornar cuanto antes. La operación de traslado queda lista en poco tiempo y Carmelo consigue un helicóptero que llega y realiza un primer aterrizaje para aprovisionarse de combustible en un aeropuerto cercano.
Mientras tanto, Camisa y Carmelo se ubican en una de las planicies de la finca para controlar el aterrizaje de la aeronave. Cuando la divisan y se disponen a recibirla, el piloto hace un giro forzado y se devuelve, dirigiéndose peligrosamente hacia la zona dominada por los radares del Ejército. Alarmados, los dos hombres hacen señales desesperadas y salen raudos en las camionetas a buscar al piloto, que se les perdió de vista. La nubosidad del momento no deja ver bien, hasta que la aeronave corrige el rumbo y aterriza sin contratiempos. Montoya, ebrio como siempre, sube al helicóptero, saluda y se va sin Carmelo, que se supone viajaría con él al nuevo refugio.
Tres días más tarde y luego de tomar las medidas de seguridad necesarias, se reúnen en Zarzal y el capo le pide a Carmelo que busque cerca de allí a un estafeta del Mellizo, que traía un mensaje para él: “En la vuelta de Naranjo El Mellizo no se mete, pero que diga cuánto dinero tiene que poner”. La carta deja en claro que un sector de la mafia aprueba la acción contra el general y deja toda la responsabilidad en cabeza de Montoya, que ahora tiene un amplio respaldo económico.
Montoya está convencido del atentado contra Naranjo porque lo responsabiliza de la captura y extradición de su hermano Juan Carlos, lo cual, según él, causó una enorme desgracia en la familia.