50

New York, New York

 

 

 

Con ojos desorbitados, los dos hermanos abordan el avión y ocupan sus sillas en primera clase.

—¡Bacaneados, hermano, silla grande y todo! —dice Juan, desconcertado.

Después de siete horas de vuelo divisan la majestuosidad de la isla de Manhattan con sus rascacielos imponentes que les parecen un sueño y se sienten en otro planeta. Carmelo había estado en Europa, pero esto no se compara con lo que había visto hasta ahora. La ciudad les parece magnifica y reluce bajo la lluvia como una ciudad de ensueño. Por lo menos eso les parece a los dos hermanos, primeros en descender del avión. Caminan por los pasillos entre la gente y Juan le sirve de guía a su nervioso hermano.

En la fila de inmigración, un guardia los lleva a una sala privada y les ordena sentarse junto a otras personas, una de las cuales fue instada a poner la mano en una Biblia y jurar decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad.

—Y yo, hijueputa, ¿qué es esto, una corte o qué?

Cada segundo aumenta la angustia por sentirse atrapados y en un ambiente hostil, hasta que los uniformados logran contactar al agente del ICE Romedio Viola, quien les dijo que se encargaría de ellos porque son sus invitados.

Falta una última requisa en la aduana de Estados Unidos. Es lo que Carmelo jamás habría imaginado, pues él, que había visto burlar todos los controles de su país, se veía ahora abocado a pasar como un ciudadano normal por un control aduanal. Es sorprendente y así se lo manifiesta a su hermano, que todavía no se repone de la sorpresa de ver una ciudad que sólo se puede creer cuando se está en su suelo.

Una vez cumplen todos los requisitos son recibidos por el abogado, que los abraza y les da la bienvenida. Casi a la una de la madrugada llegan al hotel, y se cita a la mañana siguiente con el abogado para tener algo de tiempo para desayunar y prepararse para la dura jornada que le espera a Carmelo, pues debe reunirse con la fiscal y con el agente que lo aguardan.

Al día siguiente y abordo de un taxi, navegan por el aguacero inclemente que azota la ciudad y se desplaza hasta Brooklyn, donde sostendrá su primer encuentro formal con autoridades judiciales estadounidenses. Por teléfono el abogado recibe la confirmación de que El Mono ya lo espera.

Carmelo está muy nervioso porque no ve a su hermano desde hace mucho tiempo y la posibilidad del reencuentro le retuerce el estómago. Dos horas demoró el viaje por el congestionado tráfico de la ciudad y, en silencio, Carmelo hizo un recuento mental de su vida y de sus errores. Al final, las palabras del abogado lo sacan de su mutismo, justo cuando el vehículo se detiene frente al edificio de la Fiscalía de Brooklyn.

Camina hacia un parque adyacente donde recibe instrucciones y luego lo aborda el agente Viola, que le tiende la mano y saluda sin ninguna aprensión, como a cualquier persona. Un escalofrío recorre a Carmelo de arriba abajo y se siente disminuido ante el trato del riguroso agente, como si se tratara de cualquier vecino. El agente pregunta por Juan y Carmelo responde que se quedó en el hotel.

Cada vez que Carmelo pasa los controles y es requisado por los alguaciles, un estado de nerviosismo se apodera de él, y aunque trata de disimularlo, un leve temblor le estremece las manos. El agente Viola sale a recoger al Mono, quien estará presente en la primera entrevista. Carmelo queda pensativo, y un ligero arrepentimiento alcanza a colarse en su cabeza porque no sabe a ciencia cierta si está actuando bien, ni la consecuencia real de sus actos.

Se pregunta si valía la pena haberlo arriesgado todo por unos cuantos dólares y por su hermano, que en algún momento había dudado de él, que jamás imaginó traicionarlo y mucho menos robarlo, como sus enemigos se lo insinuaron en más de una ocasión.

Hundido en sus pensamientos, Carmelo no se percata cuando se abre la puerta y aparece El Mono frente a sus ojos. En ese instante, olvidan las dudas y los malos recuerdos desaparecen mientras los dos hombres, con los ojos llenos de lágrimas, se abrazan sin pronunciar palabra. La repentina presencia de su hermano, encadenado de pies y manos, conmueve enormemente a Carmelo, que ya no se detiene y llora como un niño.

Habían pasado los cinco últimos años de su vida separados por un mal entendido y no se perdonaban haber desperdiciado la posibilidad de estar juntos en ese periodo cuando tenían la libertad, sin testigos y sin cadenas. Ahora están frente a frente y ante la cruda realidad.