Los informantes
Pasadas las primeras emociones por el reencuentro, El Mono queda sorprendido al notar la nueva figura de su hermano, que antes pesaba 150 kg y que ahora, gracias al bypass, había perdido mucho peso. Está muy cambiado. Los hombres se tocan uno al otro y tratan de reconocerse para rescatar los años perdidos. Lloran y ríen en una emoción desbordada. Desde pequeños aprendieron los oficios de su padre y habían padecido y disfrutado las penas y las alegrías de la vida en familia. Todo el cariño que podían entregar salió a flote en ese reencuentro.
El agradable momento es interrumpido para darles paso a las conversaciones. En la mesa se encuentran dos funcionarios de la agencia antidrogas ICE y al otro lado, el abogado y los dos hermanos.
El Mono es el primero en hablar. Hace un recuento pormenorizado de su situación jurídica y de las razones que lo llevaron a convertirse en un capo del narcotráfico, y señala a Carmelo, de quien dice que está dispuesto a colaborar con información sobre algunos narcotraficantes.
El agente, algo incrédulo, le pregunta qué tanto sabe de Diego Montoya. Carmelo, directo como siempre, le dice mirándolo a los ojos:
—Soy el hombre que duerme a sus pies, ¿le parece poco? —remató.
El agente sonríe y le manifiesta que por ese capo tiene un especial interés. Entonces, Carmelo pregunta cuáles serían las condiciones para su eventual colaboración.
El Mono interviene diciendo que es muy prematuro hablar de la entrega del capo. Plantea que primero se deben cubrir todos los frentes y proteger a su familia, pues según él si siguen viviendo en la misma ciudad, no quedaría vivo uno solo de sus integrantes.
El agente analiza en silencio la propuesta. Sabe que tiene al hombre que le resolverá sus problemas, pues Diego Montoya es el capo con el que daría el golpe más importante en su carrera.
La reunión termina sin acuerdos importantes y El Mono le pide a Carmelo que lo visite esa misma tarde en la prisión para seguir conversando.
El agente le dice a Carmelo que lo invite con su abogado a un restaurante de la zona para continuar la conversación. Una hora después llegan hasta el vecindario de Queens, en el área metropolitana de Nueva York.
Se trataba de un restaurante latino escogido por el agente para la ocasión. El lugar se encontraba repleto de clientes y Carmelo temió ser reconocido. Aunque había perdido 60 kilos y su figura era muy distinta, sabía que los tentáculos de Varela se extendían hasta la Gran Manzana.
Carmelo, el abogado y el agente se sentaron a manteles. Y mientras saboreaban exquisitos calamares y un pollo a las finas hierbas, el agente hacía demasiadas preguntas sobre el capo. Carmelo se encargó de exagerar algunas de sus historias y le planteó una situación mucho más difícil de lo que realmente era.
En medio de la explicación, el abogado se retiró al baño y mientras tanto el agente le aseguró a Carmelo que si le entregaba a Diego Montoya, recibiría no sólo los cinco millones de dólares que las autoridades ofrecían por su cabeza, sino que su hermano podría acceder a mejores tratos. Carmelo, entusiasmado, respondió:
—Deme 30 días y le entrego a Diego Montoya —dijo sin titubear, pero puso como condición que trataran el tema únicamente los dos porque no quiere en la negociación a oficiales colombianos o integrantes de la DEA, ICE o el FBI. A esas alturas la desconfianza era enorme porque Carmelo sabía que la mafia tenía infiltrados y contactos en todos los niveles y no quería que ni él ni su familia terminaran muertos en medio de un frustrado arreglo.
El agente le explicó que en el caso de Montoya estaba involucrado un agente del FBI que por años había investigado al capo y que por lo tanto también debería tratar con él. Carmelo pidió algo de tiempo para esa entrevista, pues consideraba que había un gran riesgo de por medio y que por ese camino Montoya se podría enterar.
Carmelo explicó el modus operandi del capo y le dijo que Montoya era tan sagaz que en el pasado había comprado positivos de la DEA con el fin de favorecer a su hermano Juan Carlos Montoya, detenido en Estados Unidos. Por último Carmelo le rogó al agente mantener en secreto ese encuentro.
Montoya conocía perfectamente a ese agente pues sabía de la persecución que este había emprendido años atrás. Por la mente de Carmelo pasaban historias que le recordaban que quienes intentaron algo en contra de Montoya, habían terminado muertos, incluso informantes de organismos extranjeros de investigación. Montoya no se medía en sus excesos y había hecho correr entre sus fieles servidores la máxima, según la cual, el capo mataba por simple sospecha.
Carmelo le dijo al agente que lo más importante en su plan era que la Dijín, la policía judicial de Colombia, no se enterara de ninguna manera. El agente, sorprendido, le pidió ser más específico.
—Primero, porque ese organismo está plagado de gente de Montoya. Y segundo, porque si se enteran, pueden intentar matarlo para dañar el futuro operativo. Yo le respondo a usted y usted me responde por mi familia, ¿de acuerdo? El día en que haya una agencia intermedia, hasta ahí llegamos.
—Y, ¿quiénes son su familia? —indaga el investigador estadounidense.
—Mi mamá, mi papá, mi hermano, su mujer, la mía, mis hijas, mis sobrinos y hasta la empleada de servicio —replicó Carmelo.
—¡¿La empleada?!
— Sí, ella trabaja conmigo desde hace 12 años y yo la considero una hija y ha cuidado a mis hijas toda la vida. ¿Listo?
—Listo —respondió el agente antidroga, siguiendo el juego de palabras.
Mientras el abogado estuvo en el baño se selló el trato y a su regreso las cosas estaban más que decididas.
Carmelo regresa a la prisión como se lo había pedido su hermano. A través de un cristal de cinco centímetros de grosor, El Mono le explica que el único interés de la agencia Federal es capturar a Diego Montoya. Le confirma el enorme riesgo en que Carmelo pone a su familia y dice que al entregar al capo deben luchar toda la vida con una especie de karma. El Mono dice que prefería seguir encerrado, como lo estaba, a tener que vivir con una situación de esas sobre su espalda.
—¡Es una vuelta muy brava! —dice El Mono.
Carmelo le asegura que sus cosas podrían cambiar a partir de esa negociación, pues la pena se la reducirían a la mitad. El Mono ignoraba que la decisión del hermano ya estaba tomada y que nada lo haría dar marcha atrás. Más allá de su familia, Carmelo tiene como único propósito que el gobierno americano le pague los cinco millones de dólares que ofrece por la captura del capo.
Después de conversar otro rato, se despiden con gestos a través del vidrio y acuerdan una nueva cita para dos días después.
Juan y Carmelo, como dos adolescentes, recorren las calles de Nueva York, la Quinta Avenida, el barrio chino, la estatua de la Libertad, admiran los puentes y terminan en una avenida donde se sienten como en casa, un lugar donde cientos de colombianos tienen restaurantes, almacenes de ropa, agencias de viaje, oficinas de contabilidad y todo cuanto quepa en la imaginación. Es Roosevelt Avenue, una pequeña Colombia en el corazón de Queens.
Deslumbrados por los carros de todas las marcas, visitan el Empire State, la Zona Cero y hasta suben al metro y regresan al restaurante donde Carmelo almorzó con el agente.
Dos días más tarde, Carmelo regresa donde su hermano, quien le dice que ha pensado mejor las cosas y que la mejor manera de no inmiscuirse en problemas es irse a vivir a Argentina y le promete dinero para comprar una finca y alejarse para siempre de la mala vida.
Pero Carmelo ya está comprometido con el agente Viola y no le piensa fallar. Su meta son los cinco millones de dólares que se echaría al bolsillo. Era como una especie de recompensa que le hacía perder el asco y, en parte, el miedo.
Sería la última visita a su hermano durante ese viaje. Dos horas después, Carmelo y Juan van al encuentro de su mamá, a la que casi le da un infarto ante la sorpresa de verlos. Por un momento creyó que los dos ya hacían parte de las listas de detenidos en Estados Unidos, pero rápidamente los dos hijos la tranquilizan y le explican que Carmelo intenta una negociación con las autoridades antes de entregarse para obtener una pena más justa.
Cambian de tema y los tres se dedican a recorrer la ciudad y a comprar copias de artículos de grandes marcas para obsequiar a la familia mientras disfrutan el placer de estar juntos, como si fuera época navideña.
Días más tarde regresan a Quito y luego a Bogotá, donde las cosas están más que difíciles. La cosa es seria pues enfrentar a Diego Montoya es todo un reto.