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No hay armas de apoyo, ni misiles, ni cohetes, ni nada…

 

 

 

El Zarco ha estado bebiendo y le dice a Carmelo que Diego dejará las fincas donde se encuentra y se trasladará a Zarzal, a una finca llamada La Calera, situada en medio de un cañaduzal. Es una construcción suntuosa que conecta con otra donde pasará las noches.

Carmelo se queda en Zarzal y puede observar cómo se va formando el primer anillo de seguridad que anuncia la inminente llegada del capo. En la carretera, Montoya acostumbra poner hombres con radios para comunicarle movimientos extraños. Carmelo sabe que si sigue a los radioperadores se puede ubicar muy fácilmente al capo. Observa desde lejos y tiene la tranquilidad de que el hecho de estar alejado de la organización lo libra de las posibles sospechas que pudieran recaer en su contra.

Después de confirmar dónde está el capo, decide contárselo al abogado mediante una llamada telefónica y le pide que se comunique con el agente Viola y que este a su vez busque al agente del FBI que ha perseguido al capo por años. En minutos, en Estados Unidos ya saben que Carmelo en Colombia tiene ubicado al narcotraficante.

Pero sólo diez días después recibe un mensaje concreto porque los problemas burocráticos habían impedido reemplazar al agente Tobón, quien no se encontraba disponible y no había con quien entrevistarse en la embajada.

El abogado que servía de intermediario ya sabía que Carmelo había decidido que el agente del ICE compartiera la información con el agente del FBI para que entre ambos organismos planearan y llevaran a efecto la operación para capturar a Diego.

En la hacienda La Calera, Montoya lleva su vida normal de capo y se reúne con sus contadores para organizar sus finanzas. Carmelo sabe que tiene un plazo de ocho días para actuar y no pierde de vista al Zarco, el contacto directo con su objetivo y el encargado de entrar y salir del refugio de Montoya.

Por medidas de seguridad, Carmelo le pide a su hermano Juan que observe los movimientos en la hacienda pues si el Zarco lo detecta a él, no tendrá duda en atacarlo. Por si acaso, la familia del Zarco ya está ubicada para ir por ella en caso de que Carmelo desaparezca. Es lo único que garantiza un intercambio.

Las labores de inteligencia le revelan a Carmelo que Montoya ordenó traer a su mamá desde Bogotá y a su tío desde Cali para beber juntos.

Algún tipo de presentimiento hacía que Montoya invirtiera varias horas del día organizando sus cuentas. También podría ser que quisiera entregarse o desaparecer por un tiempo.

Entre tanto, un emisario le da la mala noticia de que los 8.000 kilos de cocaína que intentaba introducir a México desaparecieron cuando el cargamento salía de Ecuador. La policía del vecino país desarticuló la operación mafiosa, dirigida por un hombre conocido como CD, cuyo nombre era Víctor Hugo Ramírez, quien trabajaba para Montoya. La operación de las autoridades fue contundente porque además de la coca se decomisaron dinero, armas, inmuebles, un tractor y una retro excavadora que les permitía arreglar el terreno donde escondían la droga.

Conocida la noticia con todos sus detalles, la desmoralización en Zarzal es evidente. El desastre hace presagiar el principio del fin. Ese mismo día el abogado llama a Carmelo para confirmar que la reunión con los agentes de la embajada se realizará ese fin de semana, y al tiempo recibe un mensaje de Zapallo para que se reúna con el Zarco.

Carmelo pensó que no saldría vivo de esa reunión porque lo acusarían del decomiso de la droga o tal vez habían descubierto sus planes con los gringos y lo harían desaparecer después de torturarlo. Pero no podía acobardarse y fue a cumplir la cita, no sin antes informarle a su hermano que estuviera pendiente de sus movimientos por si él no regresaba y procediera a secuestrar a la familia del Zarco.

En un último intento por evadir la suerte, alega no tener cómo transportarse, pero le enviaron un carro. Llevó un arma que guardaba hace mucho tiempo, se echa la bendición, programó el operativo contra la familia del Zarco y por último le recordó a Juan que el último paso en caso necesario, es visitar la embajada de Estados Unidos para pedir ayuda.

En el carro con el estómago retorcido y con la certeza de no salir con vida esta vez, se juega su última carta. En Cartago los detiene la Policía y le revisan el salvoconducto del arma. Lo dejan continuar y con el alma en vilo arriba a Zarzal. En el segundo piso de la casa encuentra a sus amigos Zapallo y Cachito, y después de los abrazos de rigor espera resignado a que en cualquier momento lo sometan.

Los dos hombres le cuentan cómo fue la operación en Ecuador y cómo la droga reportada por las autoridades no coincidía con la que en realidad incautaron. Tampoco saben quién se había quedado con el excedente, si las autoridades o si habían alcanzado a esconderla en un lugar hasta ahora desconocido.

Al final, Zapallo y el Zarco le dicen que algunos amigos lo vieron en el puente fronterizo entre Colombia y Ecuador. Por un instante siente pánico y se cree descubierto, pero inmediatamente sabe que los hombres con quienes se cruzó en Rumichaca ya se lo habían informado a Diego y se tranquiliza porque el capo sabía del viaje.

También le comentan que Montoya no hace más que beber y cómo se refugia en la casa de una señora que ejerce como testaferro de algunas propiedades que el patrón no puede tener a su nombre.

Carmelo aprovecha la circunstancia para preguntar dónde duerme el patrón y confirma que lo hace en El Pital, Huila, y no en La Calera, como él pensaba. Agregan que será sólo por unos días porque el lunes se trasladará a otro lugar que aún no ha mencionado. La tranquilidad total llega cuando le dicen el motivo de haberlo citado allí, que no era otro que recoger una carta de puño y letra de Eugenio.

En el mensaje, Eugenio le pide no olvidar el pacto de hacerse cargo de la muerte de 2000 después de la conversación que sostendrá con su hermano y con el abogado. Carmelo responde que hace dos semanas no trabaja con el capo por razones económicas y que no puede ayudarle más, a menos que le aclare qué recibiría a cambio.

El Zarco aprovecha para contarle a Carmelo que su renuncia le cayó mal al patrón, a tal punto que en algún momento inclinó la cabeza en un gesto como si le hubieran hundido una daga en el corazón. Por primera vez, dice el Zarco, el capo le había confesado que se estaba quedando solo. Y era cierto.

En el transcurso de la conversación la casa empieza a llenarse de empleados del capo que llegan a reportar sus actividades. Carmelo se hace a un lado para dejar que el Zarco cumpla con sus obligaciones y aprovecha para conversar con Zapallo y Cachito, dos amigos a quienes les tiene mucha confianza y aprecio. Zapallo le recomienda a Carmelo que tenga mucha prudencia, pues la tensa calma con Varela puede ser antesala de una pesadilla.

Al despedirse, Carmelo dice que tiene que viajar a Medellín o a Bogotá para coordinar sus envíos desde el Ecuador y les propone que se hagan socios cuando estén libres de problemas. Es importante hacer correr el rumor del viaje a Bogotá por si lo veían otra vez, tal como ocurrió en Ecuador.

Cuando va en el carro, Carmelo llama a Juan y le reporta que todo está en orden, y le informa que al día siguiente será el viaje a la capital. Luego en su casa intenta conciliar el sueño y dejar todas las dudas y sentimientos que lo embargan. También intenta no pensar en el futuro ni en lo que le espera al día siguiente cuando se enfrentará de nuevo a los agentes federales que representan un monstruo de mil cabezas con el que no sabe cómo lidiar. Acosado con tantos pensamientos cierra los ojos y finalmente se queda dormido.

El 7 de septiembre del 2007 será un día inolvidable para Carmelo. Se levanta a las 5 de la mañana y a las 9 ya está en Bogotá, donde camina por un centro comercial mientras llega la hora de la cita, pero ese día como ningún otro, el tiempo parece estancado. A la una de la tarde se encuentra con el abogado en el mismo lugar que recorrió toda la mañana y le informa que su trato sería con el agente Sierra porque el otro, Tobón, ya no está.

Una vez llegan los recibe el agente Sierra, quien a pesar de su nacionalidad se expresa en correcto español. Ese día Carmelo entra directamente a la embajada y se siente devorado por las fauces de una fiera atroz.

Observa que ese día los controles son más severos que los de la vez anterior, cuando sólo estuvo en la recepción y tuvo que despojarse de los zapatos y todos los objetos metálicos hasta entrar a una bóveda donde había cientos de cámaras que no dejaban un sólo rincón sin control.

Está sentado en una mullida y cómoda silla cuando ve entrar a un segundo agente que le enseña un mapa igual al que Montoya manejaba, luego lo pone sobre la mesa y a bocajarro lanza la pregunta:

—¿Dónde está Diego Montoya?

Ese es el Policía que más conoce al capo y tiene a la mano su mismo programa de cartografía, pero contrario a lo que imagina Carmelo, no se trata del oficial del FBI.

Carmelo responde la pregunta del oficial y lo sorprende al darle a conocer que él maneja el programa Falcon View similar al suyo.

—¿Cómo es que usted conoce este programa? —replica el investigador y Carmelo le dice con picardía que responderá a la inquietud si no abren un proceso en su contra.

—¿Dónde está Diego? —insistió el agente poniendo un dedo en el Valle del Cauca.

—Aquí, en El Pital —responde Carmelo y coloca su dedo sobre el lugar exacto. Luego le describe el sitio, le habla de un riachuelo que circunda la propiedad y le hace un mapa pormenorizado de la casa.

—En esta habitación duerme, por aquí se iría en caso de emergencia, aquí amarra un caballo para la eventualidad de una fuga y como estrategia previamente establecida, se tirará por la parte exterior para ir a parar a la cañada y río arriba se fugará a caballo —señala Carmelo y agrega que si por alguna circunstancia el capo no alcanza el caballo, en la finca está perforado un hueco profundo donde será enterrado mientras pasa la emergencia.

Con entusiasmo, Carmelo dice que la operación debe hacerse cuanto antes, es decir al día siguiente, viernes.

—Si lo hacen el sábado, el domingo o al amanecer del lunes, lo van a encontrar borracho. Cuando ha bebido mucho toma unas gotas de Sinogán que es un anti psicótico con excitación psicomotora para los estados maniáticos o de delirio, que utiliza para relajarse antes de dormir —continúa Carmelo y suministra un dato más preciso aún.

—Si van por él a tempranas horas de la mañana lo encontrarán en pantaloncillos y camiseta.

También les habla del esquema de seguridad del capo, que está a cargo de un hombre apodado Melinés y los alerta porque la semana anterior llegó un grupo de hombres entrenado por Yair Klein, el israelita que Rodríguez Gacha contrató tres décadas atrás.

Carmelo conoce todos estos detalles porque el hombre encargado de la seguridad del narco le había hablado de la falta de disciplina del jefe y le había preguntado qué hacer en caso de una emergencia. Carmelo le dice que si eso pasa levante los brazos y se entregue porque no vale la pena perder la vida por un hombre como el patrón.

En la embajada, Carmelo habla sin parar y se da el lujo de dar consejos y sugerir estrategias. El agente, por su parte, sonríe acariciando un sueño perseguido por su gobierno durante tantos años y acto seguido le entrega un correo electrónico y un teléfono celular para que lo mantenga prendido dentro de una bolsa plástica. Carmelo suda frío cuando recibe semejante encargo porque ignora si el aparato tiene un localizador. Por lo pronto decide no prenderlo para hacerse a la idea de que aún es un hombre libre.

Una vez llega a su apartamento, Carmelo instala toda clase de aparatos para interceptar llamadas con la intención de saber de primera mano si esa noche sucederá lo que hace tanto tiempo espera. Pero amanece igual que todos los días, sin novedad, y el sábado tampoco pasa nada. Entonces se aleja en su carro hasta el filo de la montaña y desde allí envía un mensaje que no sabe quién recibirá: “En este momento el dispositivo de seguridad son cuatro escoltas con AK-47, no hay armas de apoyo, ni misiles, ni cohetes, ni nada…”.