“¡Pare o lo mato!”
Inquieto, Carmelo averigua con Zapallo ese día y al siguiente, pero nada le reporta. Mientras pasa el tiempo bebe una botella de vino para calmar los nervios y mantiene el intercambio de mensajes de texto con Zapallo, que insiste en sus quejas por el maltrato de Diego.
Zapallo le comentó a Carmelo que el capo le dio a guardar 1.500 kilos de cocaína por si algo malo sucedía y con ellos se proponía resolver algunos problemas cuando la situación se hiciera adversa e insostenible. Todo parece conspirar contra el capo, pero él, desconfiado como siempre, mandó a recogerlos, con lo cual Zapallo quedó más aburrido que nunca.
El vino hace el efecto esperado y Carmelo duerme profundamente. El domingo se despierta a las 5 de la mañana y supone que ya todo está consumado. Pero muy pronto se desilusiona.
Más tarde, por enésima vez, sube al mismo cerro y envía un nuevo mensaje: “el objetivo está en el mismo sitio”. Sigue nervioso pensando que le podía pasar lo peor si el capo se entera de su traición y decide llamar al abogado, que tampoco tiene ninguna noticia para darle.
Pasa la noche del domingo dando vueltas y haciéndose preguntas sin respuesta. Sabe que si no hacen el operativo, el muerto será otro y eso alborota más su estado nervioso. A las 10 de la noche recibe un texto de Zapallo: “El dios del Olimpo (Zeus) manda decir que hay un operativo grande en el cañón del Garrapatas”.
Carmelo se dedica a enviarles mensajes de texto a sus ex compañeros, los escoltas del capo, en los que replica lo que acaba de saber con la intención de que Montoya permanezca en el mismo sitio, convencido de que había engañado a las autoridades, que lo buscaban en otra parte.
El lunes se levanta muy temprano, en el colmo de la angustia y despide a su hija que va para el colegio a las 6:30 de la mañana. En esas está cuando entra un mensaje: “Hay una fiesta en El Pital”.
Presuroso levanta el teléfono y llama a Zapallo quien le confirma que en efecto hay una balacera enorme en la hacienda del Pital. Carmelo le anuncia que va para allá, porque en el fondo de su emoción tiene dudas y es posible que el capo hubiera alcanzado a escapar. Su intención es hacerse presente, pues siempre ayudaba en las fugas.
Mientras corre mete en un maletín el teléfono que le habían dado y sale dispuesto a todo. “Si me toca cargarlo y moverlo de donde está, lo hago. Después lo amarro y me llevo a ese hijueputa. Es la vida de él o la mía”, dice mentalmente mientras avanza raudo hacia el sitio de los hechos.
Pero recapacita y piensa que el último esfuerzo por el capo tendría que venir de parte de los cómplices de Diego y regresa a su casa a esperar noticias. Vuelve a llamar a Zapallo y este le informa que en El Pital están Anita, la cocinera; Garabato, el enfermero, la mamá y el tío del capo.
Una hora después llama un empleado del Mellizo quien a su manera reporta que Diego Montoya ha perdido la última batalla.
Era cierto. El hombre que tanto había burlado a las autoridades, el capo de capos, acababa de ser capturado. Pasarían algunas horas para verlo en todos los aparatos de televisión, esposado y cabizbajo, caminando con dificultad. El gran barón, el duro, quedará grabado para siempre en la memoria de los televidentes que presenciaron el desenlace de una historia muy larga y sanguinaria.
Sin saber cómo reaccionar, Carmelo le sigue marcando a Zapallo, quien le asegura que todavía se escuchan tiros y que aparentemente hay muertos. Esa noticia lo entristece porque cualquiera que hubiera muerto era por su culpa.
Carmelo camina de lado a lado en la sala de la casa y dice para sus adentros: “Ya me entró la maluquera; es que torcerse es hijueputa, sobre todo cuando a uno lo crían con el cuento de la hombría, que uno debe ser derecho y que por nada se debe torcer y mucho menos aventar a los amigos. Llegar el momento de hacer ese cambio tan verraco es traumático”.
Después de intentar por largo tiempo, Carmelo se comunica con el abogado y le pide una cita en Pereira para conversar. Antes de salir, observa un corte en la programación regular para darle paso a la noticia del día: Diego León Montoya Sánchez había sido capturado.
El primero en caer es su escolta Melinés, quien al percatarse de la presencia del helicóptero militar corre a ensillar el caballo, pero es detenido en su intento por un soldado que le dice: “¡Quieto, marica!”
El enfermero y el Zarco corren hacia la habitación donde Montoya duerme, borracho. Lo bajan a otra habitación y le ayudan a calzarse los tenis; mientras intentan alejarse, llegan en su auxilio los hombres entrenados por el israelita que vienen en su ayuda y el capo les ordena que corran para distraer a la Policía mientras él trata de huir resguardándose en el hueco preparado previamente.
Allí no soporta la sed y mientras se quita el zapato le pide al enfermero que lo llene de agua en el arroyo para beber. La borrachera, el susto y las pastillas lo tienen deshidratado y él, que no comparte su vajilla con nadie, que no permite que toquen sus cosas, que tiene cubiertos y vasos especiales, termina bebiendo agua sucia de su propio zapato.
Alcanza a estar media hora entre el hueco hasta que no resiste la tentación de volver a tomar agua y, con el zapato en la mano, escucha la frase que habrá de recordar por el resto de sus días:
“¡Pare o lo mato!”