2000
Diego Montoya, el hombre todopoderoso, el que patrocinó decenas de masacres, el que ordenó la muerte y perdonó la vida de unos y otros, el que no recibía sino a sus más allegados, el que decidía por los demás; el que se sintió dueño y señor, amo y patrón, juez y autoridad, ahora parece un pollo sumiso. Con su cojera habitual emprende el camino hacia su nueva y dramática realidad. Los chefs, el alcohol, los enfermeros privados, los esclavos, ya no van a acompañarlo en la marcha que inicia.
Con un nudo en la garganta, Carmelo contempla las escenas que recorren el mundo. Él es el artífice de tanta algarabía, pero no está feliz y un dejo de amargura y muchas dudas aún recorren sus pensamientos: no sabe si su hermano recibirá algo a cambio y saldrá pronto en libertad, si los gringos cumplirán con los cinco millones prometidos, y, algo muy importante, si su familia será retribuida en algo.
Le duelen las imágenes porque al fin y al cabo él era parte de ese mundo que empezaba a derrumbarse; esa había sido su vida y algo hace presagiar que los malos ratos no han terminado, algo muy dentro de su pecho le augura tormentas por llegar.
Se consuela con pensar que será un hombre millonario que vengó a decenas de amigos asesinados, así hubiera sido de la manera más cobarde. Cuando lo asaltan las dudas piensa otra vez en su primo, en la familia de Guacamayo y en El Sargento, cuya muerte le dolió tanto. Sopesa las cargas y concluye que sale ganando, pero el sentimiento de ansiedad permanece y la suma de errores cometidos a lo largo de su carrera delincuencial pasan como una película de terror. Sabe que desde niño estaba predestinado a empuñar las armas y que no era culpable de haber nacido en medio de tanta violencia y barbarie, pero también sabe que tuvo la oportunidad de evitarlo y no lo hizo.
Piensa en su padre, un asesino a sueldo, ahora viejo y obstinado, gestor de su vida y de su destino y reflexiona en las cosas que pudo hacer de otra manera. Tal vez este es el momento de enderezarse y se convence de que hizo lo correcto porque matar a Montoya o haberlo entregado a Varela eran alternativas que no tomó porque con ellas no habría beneficiado a nadie. En cambio ahora había retirado un puntico infeccioso de la sociedad y obtendría beneficios por ello, a un precio muy alto. No es momento para cobardías porque sus hijos merecen un mejor destino que el suyo y con tristeza, pero con convicción, ahora se los está forjando.
Estas reflexiones se producen mientras Carmelo está con el abogado frente a un enorme televisor que muestra una y otra vez las escenas de lo que ocurrió muy temprano en el Valle del Cauca. El abogado bebe un vaso con agua, ordena sus ideas y empieza el relato de los pormenores de la noticia, de la que él supo a las 6 de la mañana, cuando lo llamó el agente Sierra y le confirmó la buena nueva.
—¡Lo hicimos! —le dijo el agente federal, eufórico.
—¡Pero, ¿cómo no me avisó a mí a esa misma hora?! —replica el abogado, que de inmediato apaga el teléfono celular porque no en vano él fue quien inició todo. Terminada la conversación, el abogado le promete a Carmelo viajar pronto a Estados Unidos para traerle, ojalá, buenas noticias.
En la noche aparecen el Zarco y Garabato, dos escoltas de Montoya que alcanzaron a huir, y al día siguiente el Enfermero. Dos días después Carmelo logra concertar una cita con Zapallo en su casa.
Mientras tanto, el abogado lo llama de nuevo y le dice que el agente del ICE está dispuesto a sacarlo del país si así lo requiere, pero Carmelo responde que no, que por ahora no es necesario.
En el narcomundo había empezado a circular el rumor de que la captura de Montoya se debía a un seguimiento de las autoridades. El chisme tranquiliza a Carmelo, quien intenta llevar la vida normal frente a los demás. Pero en secreto alimenta el rumor porque sabe que le conviene.
Con el paso de las horas, Capachivo se autoproclama jefe desde Cali y, Camisa hace lo propio. A rey muerto, rey puesto y los dos hombres se enfrentan por el poder. La Iguana, por el contrario, no tiene ambiciones y sólo intenta cuidar su pedazo de tierra en el cañón del Garrapatas. Mientras tanto, los mandos medios se enfrentan por el control de lo poco que quedó de la organización.
Carmelo viaja a la capital a entrevistarse con el agente Sierra en la embajada para reclamar su dinero, pero es bombardeado a preguntas por varios agentes, que indagan por caletas, por el paradero de otros integrantes de la organización, por las identidades de otros capos aún desconocidos; en fin, por un sinnúmero de temas que le hacen abrigar una profunda sospecha.
Los investigadores que le formulan el cuestionario sorprenden aún más a Carmelo pues se identifican como miembros del FBI, del DAS, de la DEA y de la CIA, algo que considera extraño porque siempre creyó que la operación había sido secreta y lo peor, se había roto el compromiso de no involucrar agencias colombianas por la desconfianza que le producían esos organismos.
Su sorpresa es doble cuando le dicen que uno de los presentes en la reunión es el segundo al mando de la DEA y que uno de los agentes que lo interroga es hijo de colombianos. Carmelo toma un nuevo aliento y lanza la pregunta del millón: ¿Y el dinero?
La actitud amigable de los asistentes al encuentro cambia de inmediato y uno de ellos responde en tono seco que debería hablar con un agente del FBI en Estados Unidos, el único autorizado para solicitar dinero de recompensas ya que persiguió por 20 años al capo, a lo largo de los cuales perdió varios integrantes de ese organismo. La respuesta deja sin aire a Carmelo y la considera un golpe bajo, tan bajo como empezaría a volar de ahora en adelante.
Carmelo acepta y sugiere a Miami como el lugar para entrevistarse con el agente, pero en tono burlón los otros contestan:
—¡Sí, podrían aprovechar la oportunidad y tomarse una cerveza en la playa!
Carmelo entiende que su vida ya no es la misma de días atrás y que a esas personas sólo les interesa recuperar los ríos de dinero que el capo dejó en poder de sus subalternos, así como cientos de caletas que ellos suponen que él sabe dónde están.
Sale de la reunión con el ánimo abajo y no puede evitar la comparación entre esta charla y las dos anteriores, cuando les interesaba capturar a Diego. El trato había sido totalmente distinto porque ni siquiera agua le ofrecieron y le sugirieron cuidarse.
El Mono se entera de los pormenores de la captura por medio de su abogado y se disgusta por no haber recibido noticias directas de su hermano. Aún así se alegra porque su principal enemigo ya no está suelto y exige una audiencia para pedir su libertad mediante el pago de una fianza. Feliz, le envía 80.000 dólares a Carmelo para que salga de Colombia en caso de emergencia.
El abogado regresa al país con malas noticias porque al parecer el agente Viola no se puso de acuerdo con las demás agencias federales en torno a la captura de Montoya. En otras palabras, la acción del ICE con todos sus detalles, incluidos los informantes que colaboraron, no es aceptada legalmente por entidades como el FBI, que solicita la presencia de Carmelo porque se propone acusarlo ante una Corte Federal. El héroe de días atrás se viene abajo y ahora debe conseguir un abogado para presentarse frente a un juez en Miami. Sólo en ese momento comprende el sarcasmo de los agentes de la embajada que le sugirieron tomarse una cerveza en la playa.
Varios organismos de investigación estadounidenses y decenas de agentes secretos lamentaron no haber sido los primeros en recibir la noticia de la operación contra Montoya, pero una vez conocen los detalles exactos de cómo se produjo la captura, los comentan sin filtro alguno con abogados de prisioneros que a su vez los llevan a las prisiones federales, donde los narcos reciben los datos y de inmediato los rebotan a Colombia.
El hecho es que en pocos minutos el poderoso gremio del narcotráfico del país conoce la verdad. La revelación pone a Carmelo sobreaviso de lo que puede venírsele encima y por ello trata de mostrarse lo menos posible, pero no lo logra del todo y muy pronto tiene roces con Camisa. Capachivo no cuenta porque Carmelo no lo tiene entre sus afectos. Carmelo nota que los dos hombres se reúnen todos los días con los empleados del capo y les aseguran que todo está igual y que ellos controlarán la situación.
De repente, el abogado llama a Carmelo y sin ofrecer mayores explicaciones le dice que ya no será su apoderado y que consiga un reemplazo. También le hace saber que el Fiscal Federal del caso Montoya está dispuesto a llevarlo a la cárcel.
Confundido ahora con tantas y tan malas noticias, Carmelo no entiende las razones que llevaron a que las cosas hubieran cambiado tanto de la noche a la mañana. Él había negociado con agentes del gobierno de Estados Unidos y le parece indigno que termine en una especie de sándwich por cuenta de las diferencias entre organismos de investigación que no tienen nada que ver con él. Con semejantes complicaciones se refugia en su casa y un par de días después recibe dos noticias, una buena y la otra mala.
La buena es que el oficial con quien selló el pacto de la entrega de Montoya le informa que obtuvo un permiso para que él viaje a Estados Unidos a agilizar los trámites de la entrega de la recompensa. De paso aprovecharían su presencia en ese país para formalizar los cargos en su contra en una corte de Miami. La mala es que crecen sin parar los rumores que lo señalan como el traidor que entregó al capo. Ese señalamiento preocupa a Carmelo, que no tiene otra opción que moverse de ciudad en ciudad para evitar encuentros fatales. Duerme en un lugar y al amanecer va a otro, aprovecha las fincas de familiares lejanos para refugiarse y salir corriendo al otro día, hasta que al cabo de un mes de sobresaltos le informan que debe recoger su permiso en la embajada de Ecuador.
Por fortuna su apariencia física no es la misma pues ha perdido 90 kilos y se esconde tras una barba y bigote espesos. Viaja por tierra a Bogotá y por vía aérea a Quito y a la mañana siguiente ya está con el contacto de la sede diplomática estadounidense en el vecino país.
Allí lo atienden como a un príncipe, le ofrecen café y lo despachan en 15 minutos. El oficial de inmigración le entrega una tarjeta personal para evitar problemas a la salida como le sucedió la primera vez y le recomienda llamarlo si encuentra obstáculos.
Con semejante trato, Carmelo se siente dueño y señor del mundo, el héroe de todos los tiempos. El 25 de octubre del 2007 aterriza en Nueva York y de inmediato se encuentra con el agente Viola, pero siente un temblor de arriba abajo.
El investigador está acompañado por otros agentes del ICE del aeropuerto y tres oficiales más con chalecos de donde penden sendas placas de oficiales federales de Estados Unidos.
—El héroe, este es el héroe —dice sonriente sin que sus palabras encuentren eco en sus compañeros, que lo tratan con frialdad, y se dirigen a Carmelo y lo sacan de en medio de los demás pasajeros que se dirigen hacia las ventanillas de inmigración y aduanas.
Eso le encanta, le parece un trato privilegiado y siente que la gente lo mira con admiración y respeto. Y no era para menos pues él había entregado a uno de los hombres más buscados de la humanidad, uno de los más peligrosos, aquel por cuya cabeza las agencias federales estaban dispuestas a pagar cualquier precio. Eso piensa Carmelo en el optimismo de recibir sus cinco milloncitos.
Carmelo cree que la estadía será breve e imagina que puede visitar a su hermano y de paso conseguir la asesoría jurídica de Viola, pero una vez más está equivocado. En las horas de la mañana visita a su hermano y él, feliz de verlo, le dice que está perfeccionando una estrategia para salir en libertad dentro de un mes y ofrece ayudar a Carmelo en lo que necesite. El Mono también está equivocado.
Cuando sale de la prisión, Carmelo se dirige a un restaurante italiano donde tendría su primera cita con la fiscal Bonnie Klap-per y el agente Viola. La funcionaria lo trata con amabilidad y él se siente a gusto hasta que ella descarga un garrotazo sobre el optimismo de Carmelo, que hasta ese momento había visto todo muy fácil.
La fiscal le dice que ha hablado con su homólogo de Miami que maneja los procesos contra Montoya y él le ha dicho que Carmelo es cómplice de numerosos actos de violencia en Colombia, así como en un cargamento de 3.000 kilos de cocaína a Estados Unidos y que por esa razón lo acusará ante las cortes federales.
Pese a la amabilidad de la fiscal, que le dijo que podía contar con ella y con el agente Viola por los servicios prestados en la captura de Diego Montoya, Carmelo se siente perdido cuando ella le recomienda contratar un abogado que lo represente en los estrados judiciales porque su caso es muy serio.
Para arreglar el mal momento, Carmelo recurre al recurso de reclamar los cinco millones, pero la fiscal responde que la autorización de la recompensa debe ser firmada por el fiscal y el agente del FBI que solicitan su presencia frente a los tribunales. En otras palabras, le dicen que se olvide del dinero porque está a las puertas de la cárcel.
La fiscal remata la avalancha de malas noticias con una perla: quienes lo procesan en Miami también son los encargados de conseguir el estatus legal para el resto de la familia. Desmoronado, Carmelo sale del restaurante y regresa a la prisión y se desahoga con El Mono, que sin querer sella con broche de oro la horrible jornada.
—Es que usted no puede volver a Colombia, Carmelo —dice El Mono y le cuenta que la noticia de que él entregó al capo ha crecido como una bola de nieve que ahora amenaza con pasarle por encima con todo el peso del odio de los narcotraficantes. Su suerte está decidida: si pone un pie en su patria encuentra una muerte segura.
Una vez sale de la cárcel, Carmelo contacta inmediatamente a un abogado que le cobra 350.000 dólares, de los cuales tenía que entregarle 250.000 de entrada y los restantes 100.000 cuando recibiera la recompensa, sin garantizarle nada.
Todavía palidece al recordar cómo tiró ese dinero a la basura. Habría sido mejor quemarlo.
A mediados de noviembre del mismo año fue programada la cita con el fiscal de Miami y el agente del FBI, en un edificio de Ft. Lauderdale. El agente le dice que está irreconocible por el peso que perdió y el fiscal le recomienda honestidad en sus declaraciones y le advierte que no piense que los puede engañar.
La primera pregunta deja a Carmelo sin aire.
—¿Señor, usted sabe quién es John García?
—Sí señor, le decían 2000.
Silencio total.