Retratos de familia
Los hijos de Miro crecen y se adaptan a los acontecimientos. Orlando, el mayor, que nace de la relación sentimental sostenida con la única mujer que de verdad ha robado su corazón, permanece hasta los diez años con la abuela y no de finca en finca como los otros. El niño, sin diferencia alguna más allá del primer apellido, es tratado por Miro como parte integral de la familia, con el mismo afecto y apego que sus hermanitos.
Carmelo, el segundo, nacido en 1971, tiene un recuerdo claro de su infancia. Por ejemplo, nunca ha olvidado el cafetal donde trabajaban sus padres, que se extendía ante sus ojos como un enorme tapete verde. Tenía tres años entonces y pasaba las tardes llenando un tarrito de galletas con las pepitas rojas que caían de los árboles. Como era de baja estatura, el niño prefería ese oficio a recoger los granos de la propia planta.
Otro pasaje de su niñez que viene a su memoria con frecuencia es la imagen de su madre a las tres de la madrugada, cuando lo envolvía en una cobija y lo ponía en una mecedora de mimbre junto a su hermanita Manuela. Luego, ella encendía el fogón de leña y preparaba fríjoles en tres grandes ollas y hacía arepas de maíz para los trabajadores.
Seguramente, Orlando y Carmelo y sus demás hermanitos hubieran preferido, como otros niños, permanecer en su cama por más tiempo y no estar sometidos a estas jornadas inclementes. Pero eso no lo entenderían hasta mucho tiempo después, ellos y sus padres dormían en un mismo espacio, reducido, y ocupaban, hacinados, una de las dos camas que había en el lugar, carente de ventanas y de luz adecuada. Habitaban en un ranchito diminuto en medio del campo, donde veían pasar las noches sin poder cumplir sus sueños infantiles.
Pero ahora es distinto porque disfrutan de una relativa bonanza gracias al empuje de Miro, quien lamentablemente gana dinero matando gente y con ello puede comprar carros, electrodomésticos y muebles. El pasado no importa demasiado y ya nadie se queja de la mala suerte. El progreso es directamente proporcional a la cantidad de sangre derramada y todos se benefician y construyen sus vidas gracias a la muerte y el dolor ajenos.
Como todos los niños, los de Miro tienen sueños para el futuro y su mayor ilusión es trabajar en el campo. Conocen los caminos y las trochas de la alta cordillera, disfrutan de sus hermosos paisajes y recorren grandes distancias jugando a las perseguidas y a las escondidas. Y con el paso de los años empiezan a practicar un deporte que más adelante será su favorito: el tiro.
Cómo no les va a gustar el tiro si en la casa siempre hay gran cantidad de armas, de todos los calibres. El joven Carmelo conoce el escondite y con mucha frecuencia selecciona una y dedica horas y horas a afinar su puntería. Manuela se divierte al ver a su hermano, que se comporta como un adulto.
Desde los cinco años, los hijos de Miro hacen competencias de tiro con los mejores y más diestros adultos, patrocinadas por los compañeros de trabajo de su padre, sin que él se entere. Los niños ganan casi siempre, gracias al entrenamiento que reciben de Carmelo, quien también hace diestros a sus primos.
En estrecha camaradería con los amigos de su padre, los niños colaboran en la ejecución de semejante tarea criminal. Vigilan los objetivos e indican el momento preciso en el que la víctima se distrae; envían una especie de santo y seña para que los matones actúen. Aprovechando su condición de niños, se cuelan en lugares desde donde observan el blanco y buscan el momento oportuno para que todo salga bien.
Carmelo y Manuela acompañan a Miro una de esas tantas veces en las que los adultos se reúnen al calor de unas cervezas a fraguar sus crímenes. Una vez en el lugar, saca dos billetes y les dice a sus hijos que compren golosinas en el parque. Cumplen la orden y cuando ya han hecho el pedido, ven una camioneta de la Policía que se acerca a gran velocidad.
Los dos hijos de Miro olvidan la compra y los billetes y regresan corriendo al café donde Miro está reunido con sus compinches y los alertan sobre el peligro que se acerca.
—¡Vienen los sapos! —Grita Carmelo y en cuestión de segundos Miro alza a sus dos hijos y corre sin parar hasta que se encuentra a salvo. Los otros integrantes de la banda también logran huir.
Por la misma época de la macabra limpieza social, Carmelo cumple 13 años, Miro, que no se caracteriza por ser el más hablador, sorprende a su hijo con el regalo más preciado.
—Tenga esto —le dice al pequeño Carmelo, y le entrega una pistola, la misma que recibió años atrás de manos de Ramón Cachaco, una 7.65 ciega, sin percutor, un arma muy peligrosa y querida para Miro, la que le ayudó a construir su imperio de sangre.
Miro sabe que regalar armas y más aún a pequeños no es un buen ejemplo, y por eso guarda la esperanza de que ojalá sus hijos se dediquen a un oficio distinto al suyo, logra que Carmelo estudie bachillerato. Pero no obtiene el mismo resultado con Orlando, El Mono, como le dicen sus amigos, porque desde muy temprana edad empieza a torcer su camino y a consumir drogas.
Carmelo nunca se drogó, fue mesurado en el consumo de alcohol, se graduó de bachiller y en varias ocasiones tuvo intenciones de aprender un oficio, pero sus propósitos se quedaron en eso. Intentó ser piloto y otras muchas cosas que terminaron inconclusas; y finalmente, como autodidacta, se ocupó en toda clase de actividades delictivas que marcaron profundamente el rumbo de su existencia. Al final decidió seguir los pasos criminales de su padre.
La separación obligada de Miro y sus hijos es frecuente por cuenta de las vendettas propias del oficio. Cuando la situación está al rojo vivo, la familia se ve obligada a alejarse o a vivir en otro pueblo. En medio de ese continuo estrés crecen Orlando, Carmelo y Manuela, que acaban de recibir la noticia de que tienen otro hermanito menor: Juan. Ahora son cuatro pequeños que comparten sus aventuras y sus desventuras y muy pronto llegan a la adolescencia.
Pese a su corta edad, Carmelo se siente grande y poderoso y por eso duerme con su pistola debajo de la almohada, asiste al colegio con su arma bien escondida en la cintura y si entra al baño ella descansa en sus pantalones.
Así llega la fecha de su grado en junio de 1999. Miro se lo celebra por lo alto. Primos, compadres, hermanos, paisanos, maestros y asesinos se juntan en un mismo lugar. El licor corre de boca en boca y jóvenes y adultos se divierten sin freno durante cuatro días. Carmelo, el orgullo de Miro, cumple su promesa de acabar el bachillerato.
Durante este tiempo es inocultable el distanciamiento familiar entre Miro y Diego Montoya, su primo hermano. Además, Miro se siente un poco despreciado por la madre de Diego pero en una ocasión, cuando madre e hijo están detenidos por diferentes razones, deja a un lado sus prevenciones y los ayuda a salir del percance. Y para completar el favor, lleva a su casa a Diego para que trabaje con él durante una temporada como conductor de un vehículo que Miro sabe prender a duras penas.
Uno de esos días, Diego le pide a Miro los teléfonos de algunos contactos, este, generoso, lo conecta con sus amigos. Así se inicia el ascenso de una carrera delictiva que lo encumbrará a las más altas esferas del poder, a tal punto que es precisamente Diego el hombre que conecta a su hijo Carmelo con los mafiosos más destacados de la época.
Diego Montoya queda huérfano de padre a los 14 años y de la mano de su tío Luis Eduardo Sánchez trae pasta de coca del Putumayo. Poco tiempo después instala su propio laboratorio, pero es detectado por las autoridades y arrestado durante un año. Al salir de la cárcel continúa en sus andanzas y usa como oficina el bar de un amigo, donde también colabora en la atención al público. Es allí donde conoce a un hombre clave en su aspiración de convertirse en un verdadero capo: Iván Urdinola Grajales.
Las cosas no empiezan bien porque el narcotraficante no lo recibe, lo deja haciéndole antesala durante dos días. En el futuro, Montoya se comportará así con quienes soliciten una cita para hablar con él. Finalmente, Montoya puede hablar con Urdinola y le ofrece sus servicios para surtirlo de base de coca. A partir de ese momento empieza a montar sus propios laboratorios y su negocio crece de tal manera que muy pronto su imperio tiene una flotilla de 18 aviones.
Demetrio Limonier Chávez Peña Herrera, alias El Vaticano, reconocido capo peruano, es el contacto de Diego Montoya. Este capo, equivalente al Pablo Escobar peruano, se jacta de contar entre sus socios con un alto asesor del hombre fuerte de Perú, Alberto Fujimori. Este trío se consolida con la ayuda del funcionario en un pacto en el que todos ganan.
El asesor gubernamental pretende que le aumenten el porcentaje de ganancias pero Limonier se niega y desencadena su estrepitosa caída. En su juego, el funcionario prefiere eliminar las fichas pequeñas para evitar sospechas por parte de la DEA y justificar su alta posición gubernamental con el arresto de mandos medios.
Esgrimiendo una frase de película, en la que el personaje asegura que todo es cuestión de negocios y nada personal, el asesor, al igual que el Padrino, se libra de El Vaticano.
Con El Vaticano fuera del negocio, el funcionario peruano se relaciona directamente con Diego Montoya impulsando las negociaciones y las ganancias. Mientras el asesor desvía la vigilancia oficial, Montoya trasiega a sus anchas en las pistas clandestinas. Así se hace rico, muy rico.