Adiós adolescencia
Por cuenta de sus capacidades, Miro es uno de los pocos que puede darse el lujo de trabajar un mes para un capo y otro mes para otro. Se lo pelean porque es de fiar y el único que se ha ganado el respeto de los barones de la droga. En la región todos saben que Miro trabajó alguna vez para Rasguño como escolta y al contrario de los demás no sólo era feliz con lo que ganaba sino que poco le importaba si se enriquecían y la manera como lo conseguían. Lo suyo era el ajuste de cuentas, que aunque bien pago, no se comparaba con el dinero que ganaban los capos.
Permanece por un tiempo como escolta y jefe de seguridad de Rasguño, con quien realiza diversas actividades según las órdenes que recibe del jefe. Pero cuando le corresponde manejar cualquiera de los vehículos de la escolta de Rasguño pasa las duras y las maduras pues es sabido que de conducción sólo sabe manejar el revólver.
Para resolver esa incomodidad acude a su hijo Carmelo, quien desde niño había aprendido en el tractor de la finca. De esa manera el sagaz joven aprovecha para enterarse de las transacciones y tejemanejes de ese mundo del cual no quiere dejar escapar detalle y al cual pertenece por naturaleza.
Carmelo conoce a todos los bandidos y es amigo de cada uno. Además, su hermano, el mismo que había caído en las garras del basuco, también comienza a trabajar para Rasguño por recomendación de Miro; este lo enrola como conductor de la esposa del narcotraficante con la firme intención de arrebatárselo a la adicción. Esa meta la logra después de mucho sufrimiento pero al mismo tiempo le abre las puertas de un nuevo camino por el que El Mono transitaría con gran destreza.
Rasguño y su organización delictiva crecen día a día y emplean gran número de trabajadores para mantener engrasado y en funcionamiento el engranaje de la empresa, compuesto por pistas de aterrizaje, pago a policías para despejar las rutas, cuidado de los laboratorios y toda la infraestructura que requiere un negocio de esa envergadura, dedicado a la producción, transporte y exportación de cocaína a gran escala.
El Mono llega en un buen momento porque el hombre encargado de las pistas de aterrizaje es un borracho irresponsable que en cualquier momento puede cometer una gran embarrada. En una decisión producto de la desesperación Rasguño encarga al Mono de sustituirlo y se lleva una gran sorpresa porque el muchacho demuestra en poco tiempo una gran capacidad de manejo y eficiencia.
Cuando ya se encuentra en la pista de aterrizaje, El Mono recibe la orden de hacer lo necesario para que el aeropuerto clandestino al servicio del narcotráfico funcione como si fuera un casino. Para lograrlo, El Mono es adiestrado en lo básico acerca de controladores aéreos y aprende con rapidez a manejar la torre de control instalada en la parte alta de una estructura de madera.
Con el paso de los días el joven que había estado metido en las drogas cambia de aspecto y da paso a un hombre de mal carácter y estricto; descubre por primera vez en la vida que empieza a ser la persona que siempre soñó. A los subalternos de El Mono les queda claro que quienes están bajo su mando no tienen muchas concesiones.
Su padre, el hombre a quien los bandidos de la región profesan respeto, cae bajo esas normas. En el pasado y cuando la bonanza era inocultable, los empleados de Rasguño recibían muchas prebendas representadas en mercancía y kilos de cocaína, pero con el arribo de El Mono esos beneficios disminuyen poco a poco hasta desaparecer por completo. El padre le reclama agriamente sin llegar a mayores porque El Mono lo respeta y aunque no cede a sus reclamos, es incapaz de maltratarlo.
Por su falta de educación y por su personalidad explosiva, es frecuente que Miro cometa muchos errores, quizá llevado por su temperamento, pero lo que tiene claro es que sus hijos no se atreven a contrariarlo. Prueba de ello es que un día en medio de una conversación en su propia casa, Carmelo les dice a unos amigos que su padre es un huevón, sin percatarse de su presencia detrás de un mueble. Miro observa la cara de terror de Carmelo cuando lo descubre y sin decir nada se retira del lugar. Así es el respeto y el miedo que les inspira Miro a propios y a extraños porque no ha dejado de ser el hombre fiero desde que se ha convertido en vocero indiscutido de un sector del hampa.
Aunque es malhumorado e imponente, El Mono siempre permanece vinculado a la familia y la protege en la medida de sus posibilidades y de su autoridad. No es muy apreciado por sus empleados debido a su dureza, una herramienta que le funciona a él, una de aquellas personas que tienen que lidiar con gentes muy rudas en su trabajo. Es una tarea de mucha responsabilidad porque en esa clase de labores se juega la vida a cada instante.
El Mono dispone, castiga y premia a su hermano y lo manda a los laboratorios como mensajero o le permite ciertas responsabilidades que al final del camino los une con un gran cariño y solidaridad, algo que en esa clase de trabajo es muy importante. Sobre todo cuando al pasar los días descubre que no debe confiar en nadie y que al menor descuido puede amanecer con un tiro en la frente.
En su intención por trabajar en ese medio, Carmelo hace varios trabajos independientes, sin injerencia de su hermano o de su papá. Uno de esos encargos ocurre un día mientras conduce el carro destinado por Miro a los quehaceres de la casa. El encargado de manejar un laboratorio de drogas cercano le pide empacar una maleta porque se van a trabajar. Él lo hace sin avisarle a nadie y les advierte a algunos que si su mamá pregunta por él, digan que está en una ciudad cercana, simplemente que está trabajando.
Carmelo y su amigo llegan a una cocina donde lo mandan a hacer bolas. Al comienzo se pone nervioso pues sólo ha estado en estos lugares en su calidad de mensajero, pero luego se tranquiliza cuando le explican el proceso y lo convencen de que no se va a quemar la piel.
Hacer bolas tiene un proceso: el cristal revienta por efecto de los disolventes y lo pasan por coladeras de tela como hamacas para filtrarlo. Luego aprietan para escurrirlo y pasarlo por la prensa. Carmelo hace 500 kilos y le pagan 500 pesos por cada uno, es decir, gana 250.000 pesos que traducidos a la fecha serían algo así como 150 dólares americanos por la fabricación de 500 kilos de cocaína.
Pero ese no es el único trabajo en el que ha ganado unos pesos. Meses atrás hizo una tarea de inteligencia para Rasguño cuando Pablo Escobar, en su afán de cobrar venganza de los continuos ataques del Cartel de Cali, envió dos helicópteros con el fin de llevarles armas a sus sicarios, que planeaban atacar en Cali. Carmelo realizó esa labor con el conocimiento de la zona que había recorrido desde niño. Rasguño le pagó 200.000 pesos, equivalentes a 100 dólares. Para un muchacho tan joven, ganar esa cantidad de dinero era una hazaña.
Los helicópteros que traían las armas de Escobar se quedaron sin gasolina y aterrizaron en una finca cercana. Carmelo, conocedor como pocos de las trochas y recovecos de la cordillera, averiguó muy rápidamente todos los movimientos de los forasteros y con ello contribuyó a frustrar el atentado. Para descubrir a los atacantes, Carmelo se escurrió entre la maleza y siguió a los agresores, que llevaron las armas a una finca en Cartago. Luego dio aviso y muy pronto llegó un comando de agentes de la Policía y varios de los hombres pagados por Rasguño. Les decomisaron varias ametralladoras M-60, proveedores y granadas de fragmentación.
Los enviados de Escobar escondieron las armas en una finca prestada por enemigos de Arcángel Henao —hermano del gran barón de la droga Orlando Henao—, quien les había matado a varios de sus secuaces en una funeraria, mientras asistían a un velorio. La matanza fue producto de una retaliación propia del narcomundo, típica forma de actuar de los mafiosos. Por esa razón y para vengarse, los dueños de la finca habían decidido ayudarle al jefe del cartel de Medellín.
Lo cierto fue que la información suministrada por Carmelo sirvió para detener el avance de Pablo Escobar, que por un buen rato no intentó repetir el golpe.
Carmelo recibe el primer pago en el laboratorio de drogas unas semanas después, cuando vuelve a trabajar en la cocina. Por la doble jornada recibe 200 dólares, pues los grandes capos del narcotráfico acostumbran acumular deudas correspondientes a tres, cuatro o cinco trabajos. Con ese dinero y contrario a lo que puede hacer cualquier adolescente a su corta edad, Carmelo compra lo que ha soñado desde niño: un revólver calibre 3.57.
Para legalizarlo consigue una cédula a los 17 años y para ello utiliza uno de los contactos de su papá, que no sólo le da la contraseña legal sino que a los tres meses le hace llegar la cédula original.
—No sé cómo haría, pero lo cierto es que funcionó —le dice Carmelo, sorprendido, a uno de los empleados de su padre, y saca pecho porque ha hecho una pequeña demostración de poder.
Para los narcos es muy fácil comprar documentos falsos porque al fin y al cabo el dinero todo lo puede. Incluso hay personas muy conocidas en Cali que tramitan papeles para cualquier cosa. Es tan poderoso ese negocio y tan grande la corrupción, que existe un hombre que transporta todas sus herramientas en una especie de “brigada ambulante” y vende lo que se necesita.
A comienzos de 1990 a la gente del común no se le permitía amparar pistolas de calibre 9 mm, por eso el contacto en el mundo criminal era muy útil. Los hombres de Rasguño y los de las demás organizaciones adquirían salvoconductos completamente legales, e incluso mostraban la foto del portador llena de sellos oficiales.
En el Ejército, por ejemplo, un sargento se encargaba de conseguir los plásticos con los escudos de esa institución con las firmas de sus respectivos comandantes. Quedaban perfectos. Como la Policía no tenía la tecnología apropiada para comprobar que las armas no eran válidas, los integrantes de las organizaciones criminales iban a un lugar cercano de la brigada y las registraban, de tal manera que cuando había alguna averiguación aparecían como completamente legales.
Entre tanto, muchas regiones del Valle del Cauca se inundan de pequeños laboratorios clandestinos de procesamiento de coca. A tal punto, que dos narcos menores montan una cocina en una finca pequeña al lado de la hacienda La Porcelana, propiedad del capo Iván Urdinola, quien se entera muy pronto por cuenta de los informantes que están pendientes de los movimientos en el vecindario. La autoridad que le da ser un narco mayor hace que los forasteros salgan corriendo despavoridos porque a él no le conviene contaminar los alrededores de su finca.
Los hombres desterrados por Urdinola saben que Carmelo está metido de lleno en el negocio de los laboratorios de droga y lo invitan a trabajar con ellos en un lugar que han construido a 500 metros del casco urbano de Zarzal, en un sitio donde la tranquilidad es relativa porque todo el tiempo, y sobre todo al mediodía, se escuchan sirenas, una costumbre de los pueblos a la hora del almuerzo. En ese lugar, Carmelo vive una ingrata experiencia que habría de marcar su vida.
La gente que trabaja en esos improvisados laboratorios se impregna la ropa y el cuerpo con una gran variedad de químicos utilizados en el proceso de la hoja de coca, que además son muy volátiles.
Aunque el lugar es incipiente, estos nuevos narcos —que generalmente son ex empleados de otras cocinas que ahorran y deciden entrar en el negocio en forma independiente— conocen las nuevas tecnologías y tienen como objetivo no desperdiciar un sólo gramo del producto.
Antes era común tirar a la basura todos los trapos y plásticos usados en los procesos de producción, pero los narcos descubrieron muy pronto que el reciclaje de ese material les producía cinco, diez y hasta veinte kilos adicionales. Esa maniobra de recuperación de elementos en desuso era conocida como retaque. A partir de ese descubrimiento en el narcomundo nunca más se volvió a tirar nada hasta ser exprimida la última gota. En la cocina a donde llega a trabajar Carmelo estaban al día en esos procedimientos.
Al segundo día llega la desgracia al trabajo de Carmelo, durante el proceso de reciclaje, cuando un muchacho encargado de vigilar las máquinas habla con un obrero al tiempo que tiene el brazo sobre la centrífuga. Este proceso exige plena concentración, pero el joven se distrae en la charla hasta que la máquina se recalienta y produce una chispa que la hace volar por el aire.
Inmediatamente se prenden 300 canecas de químicos que acababan de llegar en camiones y el lugar se vuelve un infierno. Las canecas vuelan por los aires y explotan en una fiesta macabra mientras el fuego abajo calienta las demás vasijas, que también estallan y producen un espectáculo dantesco. Parecían misiles incendiando el mundo.
Esta cocina había sido construida en una bodega larga donde las hamacas de hacer las bolas estaban en forma de L. El primer día, Carmelo trabajó en el extremo exterior y un amigo suyo al otro lado, frente a la puerta donde se hacía el retaque. Al día siguiente por la mañana, el de la explosión, cambiaron los puestos y salieron a desayunar. Ya de regreso y según acababan de acordar, se situaron en asientos opuestos.
De repente, el trabajador regresa donde Carmelo y le pide ocupar el mismo lugar de antes porque según él se siente más cómodo. Carmelo acepta y en esas están cuando comienza la monumental explosión.
Carmelo se tira al piso para protegerse. Una camisa que usa para trabajar, a la que casualmente llama la camisa de la suerte porque con ella ha realizado algunos trabajos exitosos, queda hecha jirones, sin tocarle la piel. Asombrosamente no le sucede nada. Corre hacia afuera con toda la fuerza de sus piernas y del terror y por un lado ve pasar a su amigo, envuelto en llamas, como en las películas. Es la huella del horror convertida en infierno.
Una nueva bocanada de aire enrarecido le da el impulso suficiente a Carmelo para seguir corriendo. Más adelante alcanza a otro de sus conocidos, un muchacho negro que va desnudo de la cintura para abajo y el cuerpo prendido en llamas. El hombre cae al piso y Carmelo lo recoge, lo pone sobre sus hombros y sale con él a la calle. Luego observa con estupor que le quedan adheridos trozos de piel del negro. En el ambiente se respira un olor insoportable que le queda impregnado en la memoria durante toda la vida.
El desenlace es catastrófico: cinco muertos, los que están cerca de la explosión. Pero hubiera podido ser peor porque el estallido ocurrió muy temprano y algunos trabajadores estaban desayunando. Además, los contenedores habían sido destapados recientemente y el aire no estaba tan contaminado de vapores.
Después de que los bomberos apagaron el incendio los trabajadores recogieron la mercancía que pudieron recuperar y al día siguiente comenzaron a procesar cocaína en otro lado, no lejos de allí. Como si nada hubiera ocurrido.
En el narcomundo no puede darse el lujo de suspender el trabajo por episodios como ese, ni aplazarlo por largo tiempo porque el cumplimiento con los pedidos de cocaína debe ser exacto ya que el transporte es coordinado en diferentes lugares, incluso fuera del país y resulta muy complicado reorganizar una operación que haya sufrido tropiezos.
Los trabajadores de un laboratorio donde se procesa cocaína tienen jornadas continuas de 18 a 20 horas y con sólo dos o tres de descanso y luego regresan al trabajo. Por eso es frecuente que sus ropas permanezcan impregnadas de químicos, lo que aumenta de manera peligrosa la posibilidad de un accidente. Y ni qué decir de los daños para la salud porque los químicos emanan olores penetrantes que van directo a los pulmones.
Algunas veces no se necesita que se incendie la cocina porque una simple chispa surgida del choque entre dos canecas entra por las fosas nasales y cuando la persona respira la quema por dentro. Eso fue lo que le pasó ese día al muchacho que se distrajo en el manejo de la centrífuga, de donde salió la chispa que destruyó la cocina y que resultó ser sobrino del dueño del laboratorio. Por cuenta de la chispa su cuerpo quedó reducido a una masa de 20 centímetros de grasa.
Al día siguiente de la explosión y con el laboratorio a toda marcha de nuevo en otro lugar, los empleados, conmovidos, se dirigen a hablar con el dueño del negocio, un personaje hosco y mala persona, quien además está furioso por la destrucción de la cocina.
—Qué hacemos con él, señor —le preguntan al tiempo que miran lo que queda del operario.
—¿Quién es ese? —pregunta el narco.
—Su sobrino, patrón.
—Ah, ese hijueputa fue el que quemó la cocina. ¡Tírenlo al Cauca!