En el ojo del huracán
El dueño de la cocina o laboratorio de droga era un hombre que había llegado a la región meses atrás rodeado de numerosos empleados, y estos con el paso de los días entablaron amistad con Carmelo. Gracias a esa cercanía le cuentan poco después que ellos son los asesinos de Ramiro Cano, el gran amigo de su padre, el mismo hombre que había sido parte de su familia junto con su esposa y de quienes recibieron mucho cariño, mimos y consentimientos cuando eran niños.
Carmelo se entera de los detalles del asesinato en una conversación que sostiene con uno de los recién llegados, que le cuenta cómo y con quiénes ejecutaron el homicidio. El asunto tenía visos de venganza.
Ramiro en su condición de asesino a sueldo años atrás había matado a unos hermanos de los nuevos amigos de Carmelo. Miro enterado de que habían llegado a la región y sabiendo el proceder de aquellos que se dedican a la misma profesión que él, monta un cordón de seguridad para proteger a Ramiro de los hombres que en cualquier momento puedan buscarlo para cobrarle con sangre la deuda del pasado.
No sería la primera ni la última vez que Miro se enfrentaba a terceros por cuidar a los suyos, además por una deuda que Ramiro ya creía olvidada. Los matones siempre cobran, para ellos no existe el perdón ni el olvido.
El fuerte cordón de seguridad que rodea a Cano desanima momentáneamente a sus enemigos, que cambian de estrategia y optan por asesinar a su hermano Omar, quien en el pasado trabajó como escolta de Miro y ya en ese momento se había retirado de toda actividad. Cuando lo asesinaron, Omar Cano vivía en una finca de la zona, donde fue localizado por los enemigos de su hermano.
Ramiro, preocupado por la muerte de Omar Cano presiente que sus enemigos lo buscarán en cualquier lugar y por eso le pide dinero a Miro, su patrón, para refugiarse en Barranquilla, donde intenta tomar un nuevo aire para enfrentar el peligro que lo acecha. Aunque logra camuflarse por un tiempo, los matones a sueldo lo localizan y tiempo después lo atacan cuando está distraído lavando su carro. Cano, ya viejo y sin los arrestos juveniles del pasado, queda tendido en el piso con cuatro balas en su cuerpo. No opuso gran resistencia. Lo único que pudo hacer fue desenfundar su arma, pero ya era muy tarde; le ganó la agilidad de sus verdugos.
Cuando los integrantes del grupo llegaron por segunda vez al territorio que Miro dominaba a su antojo, revelaron que traían órdenes de sus superiores para asesinarlo, con la firme intención de crear dudas entre su propia gente. Esas órdenes de arriba parecían haber sido dadas por otra persona, que aunque en apariencia era como su hermano, lo había superado en riqueza, poder y determinación. Aún así, Miro se puso en contacto con él para aclarar las cosas.
Se trataba de Orlando Henao, el capo que en ese momento era dueño de media región y había logrado que los narcos del resto del país le temieran. Pero cuando Miro le preguntó, él le aclaró que jamás había autorizado tocar a este sino a Cano. Esa era la verdadera razón por la que Ramiro se había instalado en otra ciudad: sabía que detrás de sus verdugos había una orden superior.
Enterado de todos los pormenores de esa sórdida historia, Carmelo siente una profunda antipatía por esos personajes llegados al pueblo haciendo estragos, imponiendo la ley del silencio.
Tal es el caso del asesinato de la hija de una notaria que se opuso a realizar una operación fraudulenta. Este crimen desata una pequeña guerra que se traduce en que Miro y su hijo deciden vengar la muerte de Cano, para ello interceptan y asesinan al hombre que organizó y ejecutó el plan criminal en Barranquilla. Se trataba de un hombre cercano al peligroso capo Iván Urdinola, quien participó en el grupo que mató a Cano.
Urdinola reaccionó indignado por la muerte de uno de sus hombres de confianza, dio la orden de asesinar, con cualquier pretexto, a tres hombres que administraban una gallera de Miro, este lugar que había crecido en importancia porque ya tenía 70 animales a los que el dueño les apostaba y se jugaba en todas las galleras.
Siete pistoleros incursionaron en la gallera y atacaron a los hombres de Miro, pero no se dieron cuenta de que este y su hijo Carmelo estaban allí con sus guardaespaldas. Les salió el tiro por la culata: dos de ellos murieron ahí, cuatro fueron sacados de la gallera y asesinados a orillas del río Cauca. Sólo uno salió ileso y escapó. Con esa respuesta al ataque Miro envió el mensaje claro de que sus enemigos no se podían meter ni con él ni con sus hombres.
Sin embargo, Miro no previó que la respuesta no tardaría en llegar. Tres días después de los hechos en la gallera, un matón al servicio de Urdinola asesinó a tres jóvenes pistoleros recién reclutados por Miro. Luego viajó a un pueblo cercano donde se encontraba Diego Montoya, le pidió varios fusiles prestados, porque según él, requería ejecutar un crimen con armas de largo alcance porque el objetivo era un hábil pistolero.
El objetivo no era otro que Miro Sánchez. Montoya dio las instrucciones necesarias para prestar los fusiles pero le advirtió que después de cometer el homicidio se preparara para la guerra porque al hombre que buscaba para matar era primo suyo y él no se iba a quedar quieto ante tamaña afrenta. El matón enmudeció, palideció asombrado y de inmediato llamó a advertirle a Urdinola de los riesgos que corrían con lo que se proponían hacer.
El chisme se regó como pólvora. Diego Montoya llamó a Miro y a Rasguño y estos a su vez a Orlando Henao diciéndole que Urdinola había ordenado asesinar a Miro. Ante la posibilidad del inicio de una guerra, los capos decidieron conciliar y llamaron a la calma. Pero era claro que Miro estaba en el ojo del huracán. A muy alto nivel fue suspendido el baño de sangre que alcanzó a cobrar unas cuantas vidas. Pocas, porque sólo se dieron entre matones y narcos de pequeña estopa.