Era el día más caluroso del año y el sol aún estaba alto en el cielo cuando quedamos para ir a la fiesta de Talitha. Roxster no podía estar más guapo: con una camiseta blanca, ligeramente moreno y la barbita dibujándole el mentón. La invitación decía: «Fiesta informal de verano.» Me preocupaba un poco el vestido de Nuevos Blancos Primaverales, aunque lo había elegido Talitha, pero cuando Roxster me vio, dijo:
—Uau, Jonesey. Estás perfecta.
—Tú también estás perfecto —repuse con entusiasmo y casi jadeando de deseo—. Lo que llevas es absolutamente perfecto.
A lo cual Roxster, que a todas luces no tenía ni idea de lo que llevaba, se miró perplejo y comentó:
—Sólo son unos vaqueros y una camiseta.
—Lo sé —afirmé riendo para mis adentros al imaginarme el tonificado torso de Roxster en un mar de trajes y panamás.
—¿Crees que habrá un bufet en toda regla? ¿O serán sólo canapés?
—Roxster… —empecé con tono de advertencia.
Me atrajo hacia él y me besó.
—Sólo estoy aquí por ti, nena. ¿Crees que habrá cosas calientes? ¿O sólo frías? Es broma, es broma, Jonesey.
Enfilamos, cogidos de la mano, un estrecho pasaje de ladrillo antiguo y salimos a un enorme jardín escondido: el sol iluminaba una piscina azul, había sillones y colchonetas blancas para ponerse cómodo y una yurta: la quintaesencia de una fiesta de verano inglesa con el toque justo de un hotel boutique marroquí.
—¿Quieres que vaya a por algo de comer, quiero decir, beber?
Me quedé allí, perdida durante un momento, mientras Roxster fue en busca de comida. Miré la escena asustada. Estaba justo en ese instante en que llegas a un lugar lleno de gente, y te sientes descolocada, y no ves a nadie conocido. De pronto pensé que me había equivocado de modelito. Tendría que haberme puesto el vestido de seda azul marino.
—¡Eh, Bridget! —Cosmo y Woney—. Has vuelto a venir sola. ¿Se puede saber dónde están esos «novios» de los que tanto hemos oído hablar? Puede que esta noche te busquemos uno.
—Sí —dijo Woney con aire de complicidad—, Binko Carruthers.
Ambos señalaron con la cabeza a Binko, que miraba alrededor con su habitual cara de loco, el pelo alborotado y el rollizo cuerpo asomando por diversos puntos de, ¡horror!, en lugar de su habitual traje arrugado, unos pantalones acampanados de color aguamarina y una camiseta psicodélica con chorreras delante.
—Creyó que ponía fiesta de cumpleaños de los años sesenta, no de sesenta cumpleaños —rió Woney.
—Ha dicho que estaría más que dispuesto a echarte un vistazo —me contó Cosmo—. Será mejor que le entres deprisa, antes de que lo acapare alguna divorciada desesperada.
—Aquí tienes, nena.
Roxster apareció a mi lado con dos grandes flautas de champán en una mano.
—Éste es Roxby McDuff —lo presenté—. Roxby, éstos son Cosmo y Woney.
Los ojos de color avellana de Roxster destellaron al oír los nombres cuando me entregaba la copa.
—Encantado —saludó alegremente, y levantó su flauta hacia Cosmo y Woney.
—¿Es tu sobrino? —quiso saber Cosmo.
—No —contestó Roxster al tiempo que me pasaba el brazo por la cintura intencionadamente—. Sería una relación muy rara.
Cosmo puso cara de sentir que alguien le quitaba la silla de su visión del mundo socio-sexual cuando estaba a punto de sentarse. Su expresión fue la de una tragaperras de frutas: distintas ideas y sentimientos desfilando por ella a toda velocidad, incapaces de dar con una combinación definitiva en la que detenerse.
—Bien —dijo al cabo de un rato—. Desde luego Bridget está radiante.
—Ya veo por qué —añadió Woney con la vista clavada en el musculado antebrazo que me rodeaba la cintura.
En aquel preciso instante, Tom se acercó, rebosante de entusiasmo.
—¿Es éste Roxster? Hola. Soy Tom. Felicidades. —Y añadió dirigiéndose a Cosmo y a Woney—: ¡Hoy cumple treinta añitos! Uy, ahí está Arkis, tengo que irme.
—Hasta luego, Tom —dijo Roxster—. Me muero de hambre. ¿Vamos por algo de comer, cielo?
Al dar media vuelta, bajó la mano hasta ponérmela en el culo y allí la dejó mientras íbamos hacia el bufet.
Tom se nos acercó de nuevo, ahora con Arkis, que era exactamente igual de guapo que en las fotos de la app Scruff, a la zaga. Sonreí con alegría.
—Lo sé, lo sé. Lo he visto —dijo Tom—. Estás de un guapo subido que da asco.
—Ha sido tan terriblemente duro… —afirmé con voz trémula—. ¿Acaso no me merezco un poco de felicidad?
—Pero que no se te suba demasiado a la cabeza —aconsejó—. O más dura será la caída.
—Ni a ti —respondí señalando a Arkis—. Chapeau.
—Pues disfrutémoslo, ¿no? —dijo Tom, y brindamos.
Fue una de esas veladas chispeantes: relajadas, húmedas, el sol aún arrancándole destellos a la piscina. La gente reía, bebía y descansaba en las colchonetas comiendo fresas bañadas en chocolate. Yo estaba con Roxster; Tom, con Arkis; Jude iba por su tercera cita con un fotógrafo de naturaleza al que había conocido en Guardian Soulmates —parecía majo y no daba la impresión de querer hacerle pis encima—; y Talitha estaba impresionante con un vestido de color melocotón largo hasta los pies con un hombro al aire y un perrito a cuestas —en opinión de Tom, un toque absurdo— y seguida de cerca por su entregado y atractivo madurito multimillonario ruso. Se acercó a nosotros cuando Tom, Jude y yo nos encontrábamos junto a la piscina con nuestros respectivos ligues. Tom fue a acariciar al pequeño chihuahua de Talitha:
—¿Lo has comprado en Net-a-Porter, cariño?
Y el animalito intentó morderlo.
—Me lo ha regalado Sergei —explicó Talitha—. Petula. ¿No es un amor? ¿No eres un amor, cariñín? ¿Eh, eh, eh? Tú debes de ser Roxster. Felicidades.
—Felicidades a los dos —dije yo, a punto de echarme a llorar. Allí estábamos: el núcleo duro de la Central del Ligoteo, el puesto de mando de nuestras pugnas emocionales, todos, por una vez, felices y emparejados.
—Es una fiesta estupenda —observó Roxster, radiante, alterado por la combinación de comida, champán, Red Bull y cócteles a base de vodka—. Es, desde luego, la mejor fiesta en la que he estado en toda mi vida. Nunca he estado en una fiesta mejor, desde luego. Es una fiesta verdaderamente increíble, y la comida es…
Talitha le puso un dedo en la boca.
—Eres un encanto —aseguró—. Exijo el primer baile por nuestro cumpleaños.
Uno de los organizadores de la fiesta, vestido con traje negro, andaba rondando por allí. Le tocó el brazo a Talitha y le dijo algo al oído.
—¿Me la sujetas un minuto, cari? —pidió al tiempo que me daba el perrillo—. Tengo que hablar con el grupo.
Los perros nunca me han inspirado mucha seguridad desde que el labradoodle en miniatura de Una y Geoffrey me agredió cuando tenía seis años. Y ¿qué decir de esos pit bull que se comieron a un adolescente? Supongo que le transmití mi nerviosismo al chihuahua de Talitha, porque al cogerla se puso a ladrar, me mordió en la mano y se escapó de un salto de entre mis brazos. Vi, espantada, que salía volando, retorciéndose, ligera como una pluma, subía y subía y después bajaba y bajaba e iba a parar a la piscina, donde desapareció.
Se hizo un silencio que duró una décima de segundo, luego Talitha gritó:
—¡Bridget! ¿Qué haces? ¡No sabe nadar!
Todo el mundo centró la atención en el perrillo, que ascendió a la superficie en el centro de la piscina dando ladridos agudos y luego desapareció de nuevo bajo el agua. De pronto, Roxster se quitó la camiseta —dejando a la vista el tonificado torso— y se zambulló en la piscina describiendo un arco de agua azul, gotas y músculo. Emergió, mojado y reluciente, en el otro extremo. Se pasó de largo al perro, que tomó una última bocanada de aire y se hundió. Roxster pareció sentirse confuso durante un instante, pero se sumergió de nuevo y salió con una quejicosa Petula entre las manos. Con una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes blancos, dejó el perrillo con delicadeza a los pies de Talitha, apoyó las manos en el borde de la piscina y salió del agua con facilidad.
—Jonesey —comentó Roxster—, los perros no se tiran al agua.
—PorelamordeDios —dijo Tom—. Por-el-amor-de-Dios.
Talitha se puso a hacerle arrumacos a Petula.
—Mi pequeña. Mi pobre pequeña. Ya pasó, ya pasó.
—Lo siento —me disculpé—. Es que se tiró de…
—No te disculpes —zanjó Tom aún mirando fijamente a mi novio.
—Ay, mi amor. —Entonces Talitha se centró en Roxster—. Mi pobre y valiente amor. Vente conmigo y te quitas esa ropa mojada…
—No te atrevas a vestirlo —gruñó Tom.
—Creo que necesito otro Red Bull —sonrió Roxster—. Con vodka.
Talitha empezó a tirar de él y a abrirse paso entre la multitud, pero él me agarró de la mano y me arrastró tras de sí. La cara que se me quedó grabada de entre el mar de bocas abiertas fue la de Woney.
Cuando hizo pasar a Roxster a la casa, Talitha volvió la cabeza y musitó:
—Muy bien, cari, a eso es a lo que yo llamo reinventarse.
Ya más elegante, con uno de los inmaculados conjuntos del madurito atractivo de Talitha, Roxster parecía ajeno a su papel de reinventor y más interesado en los famosos a los que podía descubrir entre la multitud, de la mayoría de los cuales yo ni siquiera había oído hablar. Se hacía de noche, los farolillos emitían una luz tenue, tintineante, los invitados estaban cada vez más borrachos, el grupo tocaba y la gente empezaba a bailar. Yo, aunque ufana, estaba preocupada de que hubiera algo un tanto inapropiado en utilizar a Roxster para reinventarme, aun cuando no lo hubiese hecho deliberadamente, había sucedido sin más. De hecho, para ser sincera, estaba empezando a ena…
—Venga, vamos a bailar, nena —propuso Roxster—. Vamos.
Cogió otro cóctel de vodka, una cerveza y un Red Bull, se los bebió y pidió otra ronda. Roxster estaba desatado, eufórico. Roxster estaba, admitámoslo, cogiéndose una castaña de campeonato, y deprisa.
Se plantó de un salto en la pista, donde todo el mundo hacía lo apropiado para su generación: mover las caderas y dar saltitos; algunas mujeres separaban las piernas y movían los hombros de manera provocativa. Lo cierto es que nunca había visto bailar a Roxster. El grupo empezó a tocar un éxito de Supertramp, y me quedé mirándolo atónita cuando se formó un círculo a su alrededor y me di cuenta de que el estilo de baile que había escogido era el de señalar con un dedo. Se sabía todas las canciones de Supertramp, las cantaba a grito pelado pavoneándose como John Travolta, señalando a diestro y siniestro, y después, en el momento preciso, justo antes de la parte instrumental, señalando al escenario como si se dirigiera al grupo. Al percatarse de que yo daba saltitos tímidamente en el sitio, me agarró la mano y me dio su copa; luego me pidió por gestos que me la bebiera. La apuré de un trago y comencé yo también a señalar, rindiéndome a la certeza de que Roxster iba a hacerme girar con paso vacilante, a darme abrazos de oso, a empujarme y a sobarme el culo para después señalar mientras todo el mundo nos miraba. ¿Qué problema había?
Más tarde tropecé —mis pies estaban claramente necesitados de una operación de juanetes—, me fui al cuarto de baño y, cuando volví, la pista estaba vacía… pensé yo. Salvo por el hecho de que Jude, sin duda como una auténtica cuba, tenía la mirada clavada en ella y una sonrisa amable en la boca. Roxster bailaba solo, feliz y contento, con una Kronenbourg en una mano y señalando alegremente con la otra.
—Ha sido la mejor noche de toda mi vida —le dijo a Talitha cuando nos íbamos, y le cogió la mano y se la besó—. Y la mejor comida de toda, toda, toda mi vida, desde luego. Y la fiesta, claro. Ha sido la mejor, tú eres la mejor…
—Me alegro mucho de que hayas venido. Gracias por salvar al perro —contestó Talitha como una duquesa gentil—. Espero que aún esté a la altura, cari —me dijo a mí al oído.
Ya en la calle y lejos de los invitados que salían, Roxster se detuvo bajo la luz de una farola, me cogió las dos manos, sonriendo, y me besó.
—Jonesey —susurró mirándome a los ojos—. Me… —Se apartó e hizo un bailecito. Estaba muy borracho. Volvió y durante un instante lo noté triste, luego feliz y después soltó—: Me gustas mucho. Nunca se lo había dicho a ninguna mujer. Ojalá tuviera una máquina del tiempo. Me gustas mucho.
Si existe un Dios, estoy segura de que tiene cosas más importantes de las que ocuparse —con lo de la crisis de Oriente Próximo y todo lo demás— que de dar noches de sexo perfectas a viudas trágicas, pero, desde luego, aquella noche sentí que Dios se había distraído de sus otras preocupaciones.
A la mañana siguiente, después de que Roxster se fuera a ver su partido de rugby y los niños estuvieran en sus respectivas fiestas de magia y fútbol, volví a meterme en la cama una hora para recrearme en varios momentos de aquella noche: Roxster cuando salió de la piscina, Roxster a la luz de la farola, feliz, diciendo: «Me gustas mucho.»
Aunque, a veces, cuando pasan muchas cosas a la vez, uno se confunde y sólo es capaz de analizar minuciosamente toda la información al cabo de un rato.
«Ojalá tuviera una máquina del tiempo.»
Aquella frase emergió de entre todas las demás palabras e imágenes de la noche. Aquella décima de segundo de tristeza en sus ojos antes de decir: «Ojalá tuviera una máquina del tiempo. Me gustas mucho.»
Era la primera vez que mencionaba la diferencia de edad, aparte de las bromas sobre mis rodillas y mis dientes. Nos habíamos dejado atrapar por el entusiasmo, por la euforia de darnos cuenta de que, entre los restos del ciberespacio, ambos habíamos encontrado a alguien que nos gustaba de verdad; y no era un polvo de una noche, ni de tres noches, era una relación real llena de afecto y diversión. Pero en aquel momento de dicha ebria Roxster se había delatado. Le preocupaba, y con ello llegó el elefante a la habitación.