Sábado, 13 de julio de 2013 (continuación)
Cuando llegué a casa, disponía de una hora libre antes de que llegara mi madre con los niños. Finalmente me senté en un sillón con una taza de té. Y me rendí y lo acepté todo. Ahora sí, todo había terminado con el dulce, encantador Roxster. Y me sentía triste, pero así eran las cosas. Y no podía con tantas cosas a la vez. No podía reescribir una película sobre una Hedda Gabler actualizada en un yate en Hawái, trasladada a Estocolmo por seis personas distintas. No podía ligar por internet con desconocidos raros. La cabeza no me daba para mantener aquel cacao demencial de horarios, y Zombie Apocalypse, y fiestas de crea-tu-propio-oso, y lidiar con profesores del colegio casados a los que, para más confusión, casi había besado, y vestir según los dictados de Grazia, e intentar tener novio, y desempeñar un trabajo, y ser madre. Procuré dejar de pensar que tenía que hacer algo. Mirar los mails, ir a clase de zumba, meterme en OkCupid, leer la última actualización descabellada de Las hojas en su yate.
Me quedé allí sentada sin más pensando «Esto es lo que hay. Yo. Los niños. Dejar que pasen los días». En realidad no estaba triste. No era capaz de recordar la sensación de no tener que hacer algo de inmediato. De no tener que exprimir hasta el último segundo del día. De no tener que averiguar por qué la nevera hacía aquel ruido.
Y me encantaría decir que de aquello salió algo estupendo. Pero la verdad es que no fue así. Probablemente el culo se me pusiera más gordo, por ejemplo. Aunque sí noté cierta claridad mental, la sensación de que lo que necesitaba era encontrar algo de paz.
«Ahora necesito tomármelo con calma —pensé mientras parpadeaba deprisa—. Es un período de moderación. No debo pensar en los demás, seremos sólo nosotros: Mabel, Billy y yo. Sentir el aire en el pelo y la lluvia en la cara. Disfrutar viéndolos crecer. No perdérmelo. Dentro de nada se irán.»
Miré al frente con dramatismo, pensando: «Soy fuerte, aunque esté sola.» Entonces me di cuenta de que el teléfono estaba graznando. ¿Dónde estaba?
Al final lo encontré en el aseo de abajo y pegué un salto, asustada, al ver toda una sarta de mensajes de Chloe:
<Me acaba de llamar tu madre. ¿Tienes el móvil apagado? Los han echado de Fortnum.>
<Quiere que vayas, Mabel está llorando y a ella se le ha olvidado la llave.>
<Está intentando encontrar la tienda de juguetes Hamleys y se han perdido.>
<¿Te están llegando mis mensajes?>
<Vale. Le he dicho que coja un taxi y que nos vemos en casa con la llave.>
En aquel preciso instante sonó el timbre. Abrí y vi a mi madre con Billy y Mabel —los dos llorando, acalorados, sudorosos y manchados de tarta— en la puerta.
Los llevé abajo, encendí la tele, encendí el ordenador y le preparé a mi madre una taza de té. Entonces llamaron de nuevo.
Era Chloe, y estaba llorando, cosa rara en ella.
—Chloe, lo siento mucho —me disculpé—. Es que apagué un rato el móvil porque… necesitaba asimilar una cosa y no vi tus…
—No es eso —se lamentó—. Es Graham.
Por lo visto Chloe y Graham habían ido a montar en barca al lago Serpentine y Chloe había preparado una cesta de picnic perfecta, con sus cubiertos y su porcelana, pero Graham le había soltado: «Tengo algo que decirte.»
Chloe, naturalmente, pensó que Graham iba a pedirle que se casara con él, pero lo que le anunció fue que había conocido a alguien de Houston en YoungFreeAndSingle.com y había pedido el traslado a Texas para irse a vivir con ella.
—Me ha dicho que soy demasiado perfecta —me contó entre sollozos—. No soy perfecta. Es sólo que creo que tengo que fingir que lo soy. Y a ti tampoco te caigo bien porque también piensas que soy demasiado perfecta.
—Vamos, Chloe, yo no pienso eso, no eres perfecta —repuse, y le di un abrazo.
—¿No? —dijo mirándome esperanzada.
—No, sí —farfullé—. Quiero decir que perfecta no, pero eres estupenda. Y… —De pronto me puse sentimental—: Sé que las madres trabajadoras de clase media siempre dicen lo mismo, pero de verdad que no sé lo que haría sin tu ayuda y sin que fueras tan perfe… tan estupenda. Lo que quiero decir es que es un alivio que no todo en tu vida sea completamente perfecto, aunque, desde luego, siento mucho que ese tarado de Graham haya sido tan tarado como para…
—Pero yo pensaba que sólo te caería bien si era perfecta.
—No, me ASUSTABAS porque eras perfecta, porque eso me hacía sentir muy imperfecta.
—Pero ¡si yo siempre he pensado que TÚ eres perfecta!
—Mami, ¿podemos ir a nuestra habitación? La abuela está rara —afirmó Billy, que apareció en la escalera.
—La abuela tiene rabo —dijo Mabel.
—Billy, Mabel —los llamó Chloe encantada—. ¿Quieres que me los lleve arriba?
—Genial, yo iré a ver a la abuela. A ver si le ha salido rabo —contesté mirando con gravedad a Mabel y añadiendo para tranquilizar a Chloe—: No eres perfecta.
—¿No? ¿Lo dices de verdad?
—De verdad que no, no eres nada perfecta.
—¡Gracias! —exclamó—. Tú tampoco. —Y se fue escaleras arriba con los niños, y parecía, y era, absolutamente perfecta.
Bajé con mi madre, que, si tenía rabo, lo había escondido muy bien debajo del vestido con abrigo a juego. La encontré abriendo ruidosamente todos los armarios mientras decía:
—¿Dónde tienes el colador del té?
—Uso bolsitas —gruñí.
—Bolsitas. Serás mema… Y digo yo que podrías haber dejado el teléfono encendido. Es lo mínimo si tienes hijos que no saben comportarse. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Has salido a la calle con ese vestido? El problema del color carne es que puede hacer que no se te vea, ¿no crees?
Rompí a llorar delante de sus narices.
—Vamos, Bridget, tienes que calmarte. Tienes que seguir adelante, no puedes… no puedes… no puedes… no puedes… no puedes…
Pensé que, literalmente, no iba a parar de decir «no puedes», pero entonces ella también se echó a llorar.
—No sirves de mucha ayuda —sollocé—. Sólo piensas que soy una mierda. Siempre estás intentando cambiarme, y crees que lo estoy haciendo todo mal, y me haces llevar… COLORES distintos —me quejé.
De pronto mi madre dejó de sorberse la nariz y me miró fijamente.
—Ay, Bridget, lo siento mucho —se disculpó casi en un susurro—. Lo siento mucho, mucho.
Se me acercó con torpeza, se arrodilló ante mí, me rodeó con los brazos y me atrajo hacia ella.
—Mi pequeña.
Era la primera vez que tocaba el cardado de mi madre. Era firme, casi sólido. Dio la impresión de que no le importaba que se le aplastase mientras me abrazaba. Me gustó mucho. Me entraron ganas de que me diera un biberón con leche tibia o algo por el estilo.
—Fue tan espantoso, tan espantoso lo que le pasó a Mark… No podía soportar pensar en ello. Lo estás haciendo tan… Ay, Bridget. Echo de menos a papá. Lo echo mucho, mucho de menos. Pero hay… hay que… hay que seguir adelante, ¿no crees? Ésa es la mitad de la batalla.
—No —me lamenté—, sólo es tratar de tapar las grietas con un parche.
—Debí…Papá SIEMPRE decía… decía: «¿Por qué no dejas que sea ella misma?» Ése es mi problema. Soy incapaz de dejar que las cosas sean como son. Todo ha de ser perfecto y… ¡NO LO ES! —dijo—. Al menos… No me refiero a ti. Lo estás haciendo muy bien… Uy, ¿dónde tendré la barra de labios? Y Pawl, ya sabes quién es Pawl (el chef pastelero de St. Oswald’s), pensé…Bueno, siempre me regalaba esos profiteroles pequeñitos tan ricos… y me llevaba a la cocina. Y ahora resulta que es uno de esos…
Me eché a reír.
—Ay, mamá, podría haberte dicho que Pawl es gay desde el momento en que lo vi.
—Qué gay ni qué gay, eso no existe, cariño. Sólo es PEREZA y…
Billy apareció en la escalera.
—Mami, Chloe está llorando arriba. Uy. —Nos miró con cara de perplejidad—. ¿Por qué llora todo el mundo?
Justo cuando mi madre, Chloe y yo estábamos celebrando una especie de reunión participativa de Alcohólicos Anónimos sentadas a la mesa de la cocina —mientras Billy jugaba con la Xbox y Mabel correteaba de un lado a otro y nos daba animalitos de la follamilia Villanian, y hojas del jardín, y palmaditas amables—, volvieron a llamar a la puerta. Era Daniel, con cara de desesperación y una bolsa de fin de semana al hombro.
—Jones, querida mía, me han soltado de la celda de castigos de rehabilitación. He vuelto a casa y… La verdad es que no quiero estar solo, Jones. ¿Te importa si bajo a la leonera un minuto, sólo para —se le quebró la voz— estar en compañía de algún ser humano al que sé que no voy a intentar tirarme?
—Muy bien —repuse tratando de pasar por alto el insulto dado lo delicado del momento—. Pero tienes que PROMETERME que no intentarás tirarte a Chloe.
Fue una velada bastante extraña, como suelen serlo los acontecimientos sociales, pero creo que todo el mundo la disfrutó. Cuando Daniel hubo acabado con ella, Chloe creía que era Charlize Theron y que Graham no era digno ni de tocarle el bajo de la falda —cosa que es cierta, sea quien sea—. Y mi madre, mientras achuchaba a Mabel, y le daba un botón de chocolate a la niña por cada uno que se zampaba ella, y bebía vino tinto, y se ponía perdida de todo, empezó a plantearse la posibilidad de Kenneth Garside.
—Y es un verdadero encanto, ese Kenneth. Lo que pasa es que le tira MUCHO el sexo.
Y resultó que Daniel —que le decía «Y ¿qué DEMONIOS hay de malo en eso, señora Jones?»— es muy, muy bueno con la Xbox. Pero al final lo echó todo a perder en el pasillo al meterle la mano por debajo de la falda a Chloe con ganas. Y cuando digo que con ganas me refiero hasta las bragas.