A Fran le pareció buena idea lo de hacernos arqueólogos.

—Tío, si encontramos algo bueno bueno, podemos hacernos ricos —me dijo.

Y nos fuimos a hacer averiguaciones, en plan arqueólogos-investigadores.

Hablamos con Florin, el jefe de la obra. Ya nos habíamos hecho amigos de él.

Queríamos saber cuándo iban a empezar a excavar para estar atentos.

Solo esperábamos que no fuera en horario de clase.

Eso habría sido un desastre porque no habríamos podido verlo antes que nadie.

Pero Florin nos dio una noticia aún peor.

—Lo siento. Para esta reforma no vamos a excavar. No hace falta.

—¿En serio?

—Sí, solo reformamos la fachada.

Fran y yo nos quedamos hechos polvo.

—Gracias, Florin —nos despedimos.

Y volvimos a casa.

Con el casco puesto.

No había nada que hacer.

—Todos los tesoros están bajo tierra —dije yo mientras subíamos las escaleras.

—O bajo el agua —añadió Fran a la altura del primero—. El mar está lleno de barcos hundidos llenos de tesoros. Por ahí abajo hay peces que están forrados.

 

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—Y hormigas —dije casi llegando al segundo piso.

Ya me imaginaba cientos de hormigas paseando sobre monedas de oro antiguas.

—Y conejos. Madrigueras llenas de collares —añadió Fran, que siempre se aprovecha de mis ideas.

Yo seguí imaginándome animales que vivían bajo tierra revolcándose en monedas de oro.

—¡Y topos! —dije, que tiene más mérito.

Pero de tanto imaginarme el mundo bajo tierra, me acordé de otra cosa que también está bajo tierra: las raíces de las plantas.

Ya estábamos casi en el tercero.

Sí, bajo tierra había las sedientas raíces de las plantas.

Y entonces me di la vuelta y corrí escaleras abajo.

—¿Adónde vas, tío? —me preguntó Fran.

—¡A REGAR LAS PLANTAS!

 

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