—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Miriam.
Morgado revisó por última vez el cuerpo del padre Gerardo Ochoa y luego fue a su escritorio.
Allí estaba una computadora portátil azul claro.
Que esté prendida, suplicó para sí.
Lo estaba.
—¿Qué haces? —inquirió la agente protectora de la ley.
—Buscar conexiones entre nuestro guardián de la fe y los muchachos de la Granja de Menores.
—Tú busca en los cajones; yo me encargo de la computadora.
Miguel Ángel aceptó la división del trabajo. Los documentos impresos eran su fuerte.
Miriam se sentó frente a la computadora y comenzó a teclear frenéticamente.
El abogado no encontró nada sospechoso en los papeles del escritorio: recibos de quinientos pesos por misa oficiada; recibos de dos mil pesos por bautizos y confirmaciones. Y uno de cinco mil pesos por una boda en latín.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó a su compañera de investigación.
—Nada aún. Dos correos del obispado sobre mantener un perfil bajo y no hacer ruido.
Morgado abrió los ojos.
—¿Son correos del obispo de Mexicali?
—Del secretario del obispo.
—¿Dice algún dato específico?
Miriam leyó con cuidado el correo.
—No. Pero déjame buscar más atrás.
—Busca correos del extranjero, de Los Ángeles o de alguna otra ciudad de California.
—Aquí están. Son de hace más de un año. Del verano del año pasado. Uno de Sacramento, otro de Los Ángeles y uno más de San Diego.
Morgado se acercó a la computadora para leerlos.
—El primero dice que no debe contactarlos, que ellos se pondrán en contacto con él cuando haga falta. Y le dan un número de emergencia: 618 782 143 521.
—¿Y los otros?
—El que sigue es de Los Ángeles. Mira, es corto: “Salga de inmediato de allí. Ha sido denunciado. Vaya a Santuario. Allá lo esperan sus hermanos en Dios. Reciba nuestra bendición y perdón”.
—¿Denunciado? Eso me temía.
La agente abrió el tercer correo.
—Este es de San Diego. De agosto del año pasado: “Debe pasar a México. Lo esperan para apoyarlo en su ordalía. Sus hermanos de ambos lados saben de su sacrificio y se lo agradecen. Ellos estarán pendientes de su seguridad y buen nombre. Siga las instrucciones y no habrá problemas”.
—Graba todo lo que puedas de su disco duro.
—Ya lo hice en mi USB. Pero no entiendo estas frases esotéricas. Parece ser una conspiración de novela.
Pero Miguel Ángel sabía mejor a qué se enfrentaban.
—Busca los sitios de Internet que visitaba el padre Ochoa.
Miriam lo hizo y encontró, al principio, portales de venta de objetos religiosos y sitios de grupos teológicos.
—No veo nada raro. ¡Espera! ¡Espera!
—¿Qué encontraste?
La agente señaló la ventana que se estaba abriendo.
—¿Cómo se llama el sitio?
—Circleofbodiesandsaints.com
—Y es de pornografía infantil, te lo aseguro.
—Aún no se ve nada.
—Ya lo verás.
Un círculo de luz apareció en medio de la negrura. Y en medio de él, un ojo que parpadeaba.
Abajo, entre llamas, una pregunta: “Dime el nombre y yo te daré su luz”.
Miriam volteó a ver a Morgado.
—¿Qué pongo?
—Pon...
—Si nos equivocamos, tal vez nos saquen del sitio.
—Lo sé. Pon el nombre de los muchachos.
La agente tecleó el primero que recordaba: Pablo Esquer.
El círculo desapareció.
Las llamas se extendieron por toda la pantalla, hasta que ésta quedó toda en negro.
—Fallamos. Vuelvo a entrar. ¿Qué nombre pongo ahora?
Miguel Ángel lo pensó con cuidado. La clave no está en los nueve muchachos fugados.
Pero debe ser alguien de la Granja de Menores. Alguien a quien el padre Ocho tuvo acceso.
—Pon Esteban Duarte.
—Pero él no es...
—Ponlo, por favor.
Esta vez el círculo fue el que se agrandó. Y comenzó el espectáculo: Un muchacho flaco y nervioso, bañándose desnudo. Restregándose el cuerpo, mientras la cámara no lo perdía de vista.
—Apaga eso —ordenó Morgado—. Ya sabemos a qué clase de conspiración nos enfrentamos.
—Pedófilos.
—Llama a Interpol y que localicen el servidor donde guardan toda esa mierda.
—Eso va a tardar. Su burocracia y la nuestra compiten en “tortuguismo”.
Morgado volvió a revisar el escritorio.
—¿Viste alguna libreta de direcciones?
—No. Ninguna. Pero la computadora tiene un directorio de contactos.
—Ponlo a la vista. Quiero ver quiénes eran sus contactos.
—Aquí están. La mayoría son parroquias y centros de rehabilitación.
—Son una red de sacerdotes con acceso a jóvenes descarriados. Esto es algo grande, internacional.
—¿Cómo sabías que esto era lo que ocultaba el padre Ochoa?
Miguel Ángel señaló la computadora.
—Por las fechas de los correos. Si tú eres una experta en escándalos locales, yo lo soy en una serie de denuncias hechas por organizaciones civiles de los Estados Unidos y México. Denuncias contra las diócesis de varias ciudades californianas, donde los obispos y arzobispos protegieron a sacerdotes pedófilos, ayudándolos a escapar de la justicia. Si eran acusados en el país vecino, la iglesia católica los reubicaba en ciudades fronterizas, amparados con otros nombres. ¿Te das cuenta de lo que hacían? En vez de entregarlos a las autoridades correspondientes, los enviaban a una nueva comunidad que ignoraba que sus líderes morales eran lobos disfrazados de pastores. Y la Iglesia, por más que era su deber, no advertía a las familias devotas de estos criminales, y los papás mandaban a sus niños y niñas al catecismo o a ser monaguillos; es decir, directamente a las manos de estos depredadores. El año pasado ayudé a que capturaran a un sacerdote pedófilo con más de veinte denuncias. ¿Y sabes quién lo ocultaba en una parroquia como esta?
—Las autoridades eclesiásticas.
—Entre sacerdotes no se leen los mandamientos ni se castigan las faltas.
—Es como si se consideraran una casta divina, privilegiada.
—Y sobre todo intocada.
—Pero, licenciado, ¿qué tiene que ver todo esto con los nueve muchachos muertos?
—No lo sé.
—Hay que hablar con Esteban Duarte, el repostero de la Granja para Menores. Él sabe cómo se planeó la escapatoria.
—Y su relación con el padre Ochoa.
En ese instante escucharon golpes en la puerta de entrada. —¡Somos la Cruz Roja!
—¿Y la gente tuya? —preguntó el abogado.
—Ya están por llegar. Ellos se harán cargo del suicidio del buen padre.
—¿Buen padre?
Miriam lo miró a la cara.
—Por ahora. ¿O quieres alertar a los cómplices?
—No. Pero...
La agente metió la computadora del sacerdote a su bolsa. —Entonces nos llevamos las pruebas y luego veremos.
Y sin esperar confirmación les abrió la puerta a los enfermeros de la Cruz Roja.