Chorros de agua caliente. El vapor casi lo mareaba, pero Morgado seguía sintiendo que olía a muerte, que todo su cuerpo exudaba el aroma dulzón de la carne pudriéndose. Su piel ya estaba roja, pero continuaba lavándose con jabón del más fuerte, con champú y cuanto gel lo ayudara a quitarse lo que su mente ya había almacenado como un recuerdo perenne, como una percepción inolvidable en su nauseabunda acritud.
Cuando salió de la regadera ya eran más de las diez de la noche. Podía secarse, tomar una cerveza helada e irse a la cama, pero aquellos cuerpos metidos en el contenedor le habían dado una urgencia al caso. ¿Cuántos otros, niños o jóvenes, no estarían, ahora mismo, a punto de sucumbir a manos de estos ángeles vengadores?
Se vistió de prisa y tomó su automóvil. Necesitaba hablar con alguien que no fuera policía; alguien que viviera y trabajara del otro lado de la ley.
Pensó en Marco Lepe. Su amigo de secundaria. El que todos los muchachos querían tener a su lado. Fuerte, más alto que los demás, que sabía pelear como una fiera.
Y lo mejor de todo: su padre era el dueño de Los Vitrales, el table dance más famoso de Mexicali en aquellos tiempos. “El lugar al que acudían tus papás y tus tíos”. El sitio que más odiaban las mamás.
Recordaba los sermones del padre Gerardo Orozco todos los domingos:
—Los pensamientos pecaminosos envenenan la mente de la juventud. Piensen en Jesucristo. Piensen en la Virgen María.
Pero toda la muchachada pensaba en sus compañeras de preparatoria, en el Colegio Salvatierra, con sus minifaldas alzándose con el viento.
Los Vitrales era el paraíso inalcanzable para todos esos adolescentes que sólo contaban con la masturbación como sexo cotidiano. Excepto, claro, si eras amigo de Marco Lepe.
Morgado no sabía bien cómo se habían hecho amigos. Él no era vecino de Marco ni compartían más afinidad que el basquetbol. Pero un día se pusieron a hablar de música. Y resultó que a ambos les gustaba el rock pesado medio progresivo. Deep Purple, Uriah Heep, Led Zeppelin... Se intercambiaron discos y casetes. Se pasaron revistas como Rolling Stone y México canta.
Un día en clase, cuando ambos contaban con 16 años, Marco le dijo que lo invitaba a conocer el negocio de su papá.
—No puedo —le contestó Morgado—. No me dejan salir en la noche.
—No te preocupes. Iremos por la mañana.
Esa fue su primera pinteada de clase. Se escaparon por un hueco en el cerco trasero de la escuela. Y de camionazo fueron hasta el centro de la ciudad.
Los Vitrales, a esa hora, estaba cerrado. Su horario regular era de 8 de la noche a las 4 de la mañana. Pero Marco tenía la llave para entrar por la puerta de la oficina de su progenitor.
Miguel Ángel tuvo un tour rápido. Y luego fueron a los camerinos. Allí andaban, totalmente desnudas, al menos tres bailarinas.
—Aquí estamos —dijo Marco.
—Pensé que no vendrías, chiquito.
Una hora más tarde Morgado supo que aquello era el paraíso. Había dejado su triste condición de virgen. Y entraba a un nuevo mundo, un divertido mundo nuevo.
—No le digan a mi jefe que traje invitado —les pidió Marco.
Eso fue todo. Desde entonces, una o dos veces a la semana se la pinteaban para ser abusados sexualmente por mujeres veinte años mayores que ellos.
Nunca se quejaron. Luego, como siempre sucede, los atrapó el papá de Marco. El señor, un hombre circunspecto, no llamó a los padres de Morgado. Sólo les prohibió el paso.
—Hasta que cumplan 18 años vuelven por aquí. No quiero multas de la policía. Ya con lo que les doy a esos mordelones es más que suficiente.
Un semestre después Miguel Ángel se fue a estudiar a la ciudad de México. Años más tarde, ya adultos, Marco y Morgado se topaban, de vez en cuando, en algún evento o restaurante. Siempre decían que había que juntarse de nuevo para recordar las buenos viejos tiempos. Promesas. Sólo promesas.
Pero ahora requería la ayuda de Marco. Y con urgencia.
Morgado se dirigió a la Chinesca, el barrio chino de Mexicali, en el mero centro de la ciudad. Allí brillaba, con todas sus luces encendidas formando una muchacha que movía las caderas, Los Vitrales, el más longevo table dance de la región.
Por suerte era entre semana y fácilmente encontró estacionamiento. Dos guardias corpulentos cuidaban la entrada.
Antes de llegar a ella, el abogado se percató de que de una limusina blanca larguísima, de la que emanaba el estruendo de música de banda norteña, salían tres tipos bien vestidos y con sombreros tejanos.
Los guardias abrieron las puertas del local y los dejaron pasar. Morgado no tuvo la misma suerte. El par de vigilantes le marcó el alto.
—¿Qué quiere?
—Entrar. ¿Qué no ven?
—¿Traes invitación?
—No. No sabía que...
—Esto es fiesta privada. Pura raza chinola.
Miguel Ángel no captó el significado.
—¿Chinola?
—Sinaloense, para usted. Es fiesta exclusiva. Puro vip ¿You know?
El abogado se resignó a no entrar en un sitio que, desde su memoria, era un episodio mítico de su ya lejana adolescencia.
—Está bien. Sólo busco a un amigo, Marco Lepe. ¿Lo pueden llamar a la entrada?
Los guardias se voltearon a ver. Y se rieron en su cara.
—El Marco hace meses que ya no trabajaba aquí, digo, si alguna vez trabajó.
Pero Morgado no se dejó persuadir.
—¿Y saben dónde puedo encontrarlo?
—Busca en La Mansión. Allí va a llorar sus penas.
—Gracias.
—Y acuérdate: sin invitación aquí no entras.
Una nueva limusina se estacionó frente a Los Vitrales. Otro grupo de jóvenes, con trajes de colores vistosos, salió de aquel vehículo con botellas de tequila en la mano y gritando.
—¡Coños! ¡Coños! ¡Coños!
Uno de los jóvenes preguntó a los guardias.
—¿Ya llegaron las rusas?
—Y las brasileñas, señor. Hay para todos los gustos.
Y en tropel los recién llegados se metieron a Los Vitrales.
Morgado examinó el interior de la limusina antes de que el chofer cerrara la puerta.
Adentro quedó una AK-47. Varios cargadores sin usar. Y una granada de fragmentación.
Miguel Ángel pensó en pureza e impureza. Los fanáticos del orden y los portadores del caos. Ambos se necesitan mutuamente. Como espejos biselados: sin uno el otro no existiría. Y viceversa.
Su Mexicali vivía entre los dos. Nutriéndose de escándalos y negocios turbios. Dándose golpes en el pecho y abriéndose de piernas. Buscando, al mismo tiempo, la justicia y el gozo, la castidad y el orgasmo.
Esa ambigüedad era su fortaleza. Ese vivir entre los extremos era lo que hacía que la frontera fuera tan fácil de condenar y tan difícil de atrapar en su esencia corrosiva.
Morgado atravesó la calle y subió a su auto. Pronto llegó a La Mansión.
Sus murales, a la entrada, recreaban diversas etapas históricas de la vida mexicalense. Los pioneros que llegaron, con una mano atrás y otra delante, a principios del siglo xx. La apertura de los canales de riego en pleno desierto. El auge del cultivo del algodón y su bonanza en el mercado mundial hasta que las fibras sintéticas colapsaron el negocio.
Y la ciudad creciendo en edificios, bancos, oficinas de gobierno, escuelas y cantinas.
Porque la época de oro de Mexicali era la época de los casinos. La era de las señoritas bonitas vestidas como flappers y bailando jazz.
Sin pensarlo dos veces, Miguel Ángel se dirigió a la entrada de La Mansión. Aun antes de llegar, el estruendo musical revelaba que allí estaba reunido un público de diversos orígenes y gustos. Se escuchaba música electrónica. Y rock en español.
“Espero que a este infierno sí me dejen entrar”, pensó.