El círculo no era más que un claro entre las rocas. Sobre la tierra ennegrecida los nueve cuerpos calcinados parecían troncos de árbol, ramas carbonizadas. Unas cuantas protuberancias que difícilmente, a simple vista, Miriam y Morgado podrían reconocer como restos humanos. Pero eso es lo que eran: nueve jóvenes asesinados. El calor que emanaba de la tierra quemada era casi insoportable.
—Hay que darse prisa —dijo el jefe de bomberos—. El incendio está a más de quinientos metros, pero un simple cambio de viento y habrá que salir corriendo de aquí.
Miguel Ángel recordó la muerte del novio de Miriam. Y observó la reacción de la agente. Ésta se encontraba arrodillada, estudiando la posición de los cuerpos.
—¿Tomaron ya los médicos todos los datos necesarios? —preguntó.
—Sí. Ya lo hicieron —respondió el capitán Figueroa.
—¿Y hallaron algo de valor?
—¿Objetos personales? Sólo algunas piezas de metal irreconocibles.
—Todavía huele a gasolina —dijo Morgado.
—No quisieron ocultar que esto era un asesinato en masa —agregó Miriam.
El abogado contempló el claro. ¿Por qué aquí? ¿Por qué no en medio de la ciudad, en una hoguera gigantesca que atrajera a toda la prensa? Si eran cruzados, ¿por qué no mostrar su victoria sobre la corrupción al mayor número de personas?
—Esto es otro engaño.
Las palabras de Morgado hicieron que todos los presentes voltearan a verlo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el capitán de la policía.
—No sé qué quiero decir, sólo sé que esto es una puesta en escena de algún tipo. Un montaje.
Miriam se levantó, alejándose del círculo. Luego trepó sobre una roca de un metro de altura. Desde ahí observó, con renovada concentración, el círculo.
—Si es una chapuza, ¿para quién la montaron?
—No necesariamente para nosotros.
Morgado pensó en la noche anterior. En su plática con su viejo amigo, Marco Lepe.
—Tal vez me equivoque —dijo—, pero tengo una idea: ¿Y si esto es una guerra entre bandas?
—¿Un ajuste de cuentas? —inquirió Miriam.
—Un enfrentamiento, sí, pero estos son mensajes públicos.
—¿Entre quién y quién? —preguntó el capitán de la policía.
—Entre dos formas de conducir un mismo negocio. Y nosotros, la policía y la prensa, somos sus mensajeros gratuitos.
—Pero, licenciado, yo a esto no le veo relación. Estos muchachos y los niños del contenedor, ¿a qué negocio pertenecían que se necesitó matarlos?
—Unos a la prostitución encubierta y los otros a las redes pedófílas. Lo que los une es el negocio del sexo.
Miguel Ángel contempló el incendio cercano.
—¿Se puede ir hacia el sur? —le preguntó al jefe de bomberos.
—Apenas. Hay un pequeño corredor libre de llamas. Pero no tenemos personal en esa área. Nuestros esfuerzos para controlar el fuego están al norte, cerca de la línea internacional. Hay bomberos nuestros y del valle Imperial de California trabajando en conjunto.
—Pero, ¿podemos ir al sur, como a un kilómetro de aquí? —insistió el abogado defensor de los derechos humanos.
—Con cuidado, sí. Con mucho cuidado.
Miriam y Morgado tomaron el camino a campo traviesa.
—¿A dónde vamos? —preguntó la agente.
—A un kilómetro debe estar un camión abandonado.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo informó Harry Dávalos, el agente de Seguridad Nacional.
—Tu amigo.
—Sí, mi amigo, aunque te sorprenda.
—Claro que me sorprende, licenciado. Tú trabajas por los derechos humanos y ellos se los pasan por el puente de Brooklyn.
—Y sin embargo Harry siempre me ha ayudado cuando mis investigaciones me llevan al otro lado.
—Cuando vives en la frontera, todas las investigaciones nos llevan al otro lado.
—¿Ves, Miriam, por qué no debes sorprenderte de que Harry y yo trabajemos juntos?
—Lo que me sorprende es que la información que te da sea confiable.
Morgado, por toda respuesta, le señaló un punto negro a un centenar de metros adelante. Allí estaba un camión que el incendio había quemado, pero cuya estructura metálica seguía intacta. Un camión que, a pesar de los estragos, mostraba en su costado las siglas de la Dirección de Integración Humana, la DIC.
—¿Ahora crees en la coordinación binacional?
Miriam detuvo la camioneta.
—Por ahora me conformo con encontrar algo más que cenizas y pedazos de metal retorcido.
Los vidrios de las ventanas habían estallado con el fuego, así que Miriam y Morgado pudieron ver su interior. La nube de moscas que zumbaban sobre el cuerpo inerte del chofer lo decía todo. Entre ambos abrieron la puerta de enfrente. Morgado se puso los guantes. Miriam tomó varias fotos del cadáver.
El fuego había destruido buena parte de la sección trasera del camión, pero la delantera estaba relativamente intacta.
—¿Lo reconoces? —preguntó Miguel Ángel.
—Creo que sí. Yo diría que es el guardaespaldas de Conchita de Ortega.
La agente esculcó sus bolsillos. La cartera que encontró lo confirmó.
—Sí. Es el policía municipal Laureano Vázquez.
—¿Ya viste el tiro en la cabeza? —preguntó Morgado.
—Ya lo vi. Similar al que encontraron en los cuerpos del círculo. Estoy segura que algunas piezas de metal derretido eran las balas o los casquillos.
El abogado asintió. Entonces comenzó a revisar el interior del camión.
—Aquí hay algo más.
—¿Dónde?
—Debajo de ese asiento. ¿Lo ves?
Miriam se puso de rodillas y examinó el sitio que Morgado le indicara. Alguien había dejado una minigrabadora pegada al asiento.
—¿Aún sirve?
Miriam le quitó la tela adhesiva y la escudriñó con cuidado. —Creo que sí.
Y la puso en marcha. Nada.
—¿Tiene cinta?
—Sí.
—Devuélvela al principio e inténtalo de nuevo.
Miriam así lo hizo. Lo que escucharon eran gritos y risas.
—¡No queremos volver a la granja!
—No vamos a volver. Hay una fiesta privada con mucho alcohol y pastillas de colores.
—¡Yo quiero ice!
—¡Yo quiero coca!
—¡Cálmense! Aquí tienen un poco de éxtasis. Hay para todos. Más gritos. Más algarabía. Luego, poco a poco, las voces se fueron apagando. Sólo quedó el ruido del camión acelerando.
—¿Por dónde, jefe?
—Salte aquí de la carretera y sigue por ese camino vecinal. —Esto está como boca de lobo.
—Y que lo digas.
—No veo ninguna luz adelante.
—Pronto la verás.
—¿Las morras son sólo para los de la fiesta o me va a tocar alguna?
—De regreso hablamos de tu recompensa. ¿Te parece?
—Sí, jefe. Pero, ¿por qué no contratan morras profesionales? Estas muchachas no tienen mucha experiencia. Y los morros, menos. Son puros punks. Pura broza.
—Es que son un regalo extra. Trabajan para la competencia sin pagar el impuesto que cobramos, la limosna que exigimos.
—¿Entonces nos vamos a quedar con ellos?
—Como tú lo dijiste: no son profesionales. No nos sirven de mucho.
—Pero...
—Tú maneja, de lo demás yo me encargo.
—Sí... sí, jefe.
—Allí están. ¿Ves las luces?
—Creí que íbamos hacia la casa de piedra. Está cerca de aquí.
—¡No hables de eso!
—Nadie nos oye, jefe. Todos ya están bien drogos.
—De todas formas.
—Sorry, jefe. ¿Me estaciono aquí?
—Sí. Y despierta un poco a los muchachos. Van a caminar un trecho.
—Okey, jefe.
El ruido de una puerta que se abre.
—¡Vamos! ¡Andando!
Gritos apagados, mentadas de madre, voces balbuceantes.
—¿Qué pasa?
—¿Dónde estamos?
—¿Ya llegamos?
—¡Apúrense! ¡Apúrense!
Luego, el sonido de una puerta que se cerraba con estrépito. Morgado esperó un minuto, pero ya no hubo ninguna voz.
—Adelántala y veamos si hay algo más —sugirió.
Miriam tuvo que adelantarla cinco veces hasta que escucharon algo nuevo. Pasos. La puerta que se abría. Ruido de alguien sentándose, prendiendo el camión.
—Voy contigo, hijo.
—Es un honor, jefe.
—El honor es mío.
—¿Regresamos a casa?
—No, hijo. Tú y yo tenemos una tarea más.
El sonido del disparo no los cogió por sorpresa. Ni los pasos que se alejaban. Era el fin de la grabación.
—¿Reconoces la voz del jefe? —inquirió Miguel Ángel.
—No estoy segura.
—¿Podría ser Jorge Ortega?
—Lo dudo. Pero no lo eliminaría como posibilidad. Y tú, ¿qué dices? ¿Se asemeja a la voz de tu colega, el psicólogo Horacio Apodaca?
—También lo dudo. Aunque sólo hablé una vez con él.
Bajaron del camión y, en ese momento, lo sintieron. Un fuerte viento azotó sus cuerpos y un repentino aumento de temperatura les avisó que el incendio había cambiado de rumbo, que las llamas, de más de veinte metros de altura, se dirigían directamente hacia ellos.
—¡Vamos! —gritó Miriam, y subió a la camioneta.
En ese momento, el sonido inconfundible de una bala pasó zumbando a unos centímetros de la cabeza de Morgado. Éste, por instinto, se tiró al suelo.
—¿Qué pasa? Súbete —le conminó su colega.
Miriam no se había percatado del peligro. El segundo disparo destrozó el parabrisas de la camioneta.
—¡Vete de aquí! ¡Lleva la grabación a la policía y regresa por mí!
Miriam intentó acercar la camioneta al lugar donde Miguel Ángel estaba tirado, pero el tercer disparo casi le da, atravesando el asiento del copiloto.
—¡Regreso en un minuto! ¡Aguante, licenciado!
Y dando una vuelta cerrada, aceleró la camioneta rumbo al poblado de La Rumorosa, a cinco kilómetros de distancia. Morgado aprovechó ese momento para levantarse y correr hacia las rocas cercanas, que le podían proporcionar un refugio temporal. Ignoraba de dónde le disparaban. Pero sólo tenía dos opciones: Correr hacia el tirador o hacia el fuego. Prefirió lo segundo.