La pared de fuego no era uniforme. Desde la distancia parecía un sólido muro de fuego. De cerca era obvio que eran varios incendios, con espacios no quemados entre unos y otros. Morgado se deslizó entre dos incendios. Y comenzó a correr en zig-zag.
“Voy hacia el oeste. Si sigo por esta dirección voy a llegar a la cumbre misma de las montañas de roca. Allí podré esconderme mejor. Vamos, corre, ¡corre!”
El sol que caía a plomo y el incendio que casi lo rodeaba lo hacían sudar a mares. Miguel Ángel se detuvo frente a unas rocas enormes. Y miró a sus espaldas. Por ningún lado se veía el tirador. Sólo la pared de fuego que avanzaba hacia él. El viento aumentó en fuerza y velocidad.
El incendio no estaba a más de cien metros de distancia y casi lo alcanzaba. “No quiero morir aquí. ¡Corre!, ¡corre!..”.
Sin pensarlo dos veces, Morgado empezó a escalar una roca. Y luego, cuando alcanzó su parte superior, saltó hacia otra roca cercana, más abajo. Sus rodillas le dolían. Sus piernas le dolían. Pero Miguel Ángel no estaba dispuesto a rendirse: “Voy a morir de taquicardia. No quemado: por un ataque al corazón. Esto es demasiado”.
El incendio lo seguía. Lo acorralaba. “¿Cómo llegué aquí? ¿Qué trampa es esta?”
Entonces el abogado escuchó un nuevo sonido. No el zumbido de una bala: un ruido rítmico, que iba sobreponiéndose al ulular del fuego crepitando. Morgado volteó hacia el cielo. Y allí estaba: suspendido en el aire. Un helicóptero de la guardia forestal de California. Balanceándose en las alturas. Bajando lentamente.
Alguien abrió la portezuela de la nave y le tiró una cuerda con un arnés. Dos minutos más tarde era izado por el aire, entre la turbulencia de las aspas. Al subir al helicóptero vio el rostro de Harry Dávalos con su sonrisa sardónica de siempre.
—Hola, chicali runner. ¿Y mi pan de La Rumorosa?
Abajo, el incendio parecía una bestia enojada a la que le habían quitado el alimento de la boca.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Morgado un minuto más tarde, cuando recuperó el aliento.
—Estoy en la zona desde antes de que te llamara.
—¿Por qué no me dijiste?
—No me lo preguntaste.
—¿Ahora eres bombero voluntario?
—No. Investigamos una de tus pistas.
—¿Cuál de todas?
—Lo del centro de rehabilitación The Patriarc.
—El Patriarca.
—Creemos que instalaron un centro clandestino aquí cerca.
—Miriam y yo descubrimos una grabación en el autobús abandonado.
—Captamos tu ubicación hace poco. Por eso pudimos localizarte.
—¿Lo captaron? ¿Han estado monitoreándonos?
—Intermitentemente, pero sí, lo hemos hecho. Con discreción, para que las autoridades mexicanas no se metan. Creemos que el chofer del camión era parte de una red de trata de blancas. Una de ellas, Susana Cueto, era informante de la dea. La grabadora que encontraron seguramente era de ella.
—¿Era agente o delincuente que cooperaba?
—Delincuente menor. Ella nos informaba lo que pasaba en las fiestas privadas a las que llevaban a los internos de la Granja para Menores.
—Y murió por conseguirles evidencia.
Harry dejó de sonreír.
—Sí. Ella es uno de los nueve calcinados.
—¿Mataron a los nueve porque no sabían quién era el delator? Harry bajó la mirada.
—Tal vez —dijo en un hilo de voz—. O tal vez no. Este caso da más vueltas que este incendio.
—¿Y los niños del contenedor?
—Ellos son otra cosa.
—¿Otra cosa?
—Otro crimen. Otras manos.
El helicóptero comenzó a descender.
—¿Qué más sabes que yo no sé? —preguntó, irritado, Morgado. —Que Miriam fue secuestrada. Tu policía acaba de encontrar su camioneta. Y ella no aparece por ningún lado. I’m sorry.
—¿Y tu avión espía?
—Te seguía a ti, no a ella.
Morgado sospechó lo peor.
—Nos dispararon. ¿Vieron eso?
—Sí. Lo vimos.
—¿Quiénes eran?
—No sabemos. Pero traían placas oficiales.
—¿Del estado o del municipio?
—De ambos.
Miguel Ángel miró hacia el fuego allá abajo, y le espetó: —Todavía no hemos escapado, ¿verdad?