Miguel Ángel Morgado pronto descubrió la ruta hacia la casa de piedra. No era una vereda en el interior de la montaña, sino una especie de escalera que iba de piedra en piedra, de roca en roca, en un ángulo de unos 40 grados hacia el fondo, hasta que llegaba a una pequeña saliente.
—¿Y de aquí, adónde? —preguntó Harry.
Algo borbotó en su radio.
—¡Ocúltense todos! Alguien viene.
Lo bueno, pensó Miguel Ángel, es que había suficientes rocas donde ocultarse.
El piloto del helicóptero había visto a alguien moviéndose hacia ellos. Era un joven caminando por el mismo sendero, con su moto al lado. Entonces vieron que había una senda, no mayor de dos metros de anchura, detrás de una roca. Ese era el camino que usaban los actuales residentes de la casa de piedra y no el sendero indígena que ellos seguían. Por esa ruta se llegaba directamente al poblado de La Rumorosa sin pasar por la autopista.
—Que alguien siga a ese muchacho —ordenó, en susurros, Harry—. Los demás vamos a ver de dónde viene.
Diez minutos después se toparon con la entrada posterior de la casa de piedra.
—Tira unas granadas de humo y entramos.
—¿Modalidad? —preguntó el chofer de la bombera, mientras se ponía la mascarilla de oxígeno sobre la cara.
Harry volteó a ver a Morgado.
—¿Qué crees que encontremos?
Harry pensó en los cuerpos carbonizados del círculo de fuego.
—No sé. Pero no disparen a matar. Necesitamos respuestas.
Tres granadas aturdidoras fueron lanzadas al interior. Un humo blanco salió por todas las hendiduras entre las piedras, a unos metros de donde estaban. Harry entró primero. Morgado quiso seguirlo. Pero le ganó el resto de los bomberos. Entonces se escucharon, nítidos, los disparos. Y los gritos de dolor.
Morgado entró, finalmente, a la casa de piedra. Todo era confusión. Tropezó con lo que pensó, a primera vista, era un escalón. Pero era un cuerpo. Un cuerpo vestido con un atuendo negro. Y una cruz en su pecho.
—¡Ven acá, Morgado!
La casa de piedra constaba de tres niveles. Por donde habían entrado era el nivel inferior. Constaba de una cocina y una serie de habitaciones sencillas, con camas de piedra y un comedor con mesas de madera. El segundo piso era una sala redonda de unos treinta metros de diámetro, con una especie de altar en medio y una cruz de madera colgando de una de las paredes. Por las pequeñas fisuras que daba al exterior se filtraban los rayos del sol. El tercer nivel era de dimensiones menores: una sala llena de armas de todos los calibres.
Y más allá una puerta de acero. El chofer de la bombera la abrió con cuidado. Un disparo lo lanzó hacia atrás. Harry tomó su lugar y entró a la habitación junto con el resto de sus agentes.
Morgado escuchó un solo disparo.
—¡Traigan el botiquín de emergencias! —gritó Harry.
Miguel Ángel entró corriendo. El cuerpo de un joven yacía a los pies de Harry. Pero éste no se molestaba en examinarlo.
El agente estadounidense estaba cubriendo con una sábana otro cuerpo.
Uno que yacía en una cama de piedra.
—¡Miriam! —gritó el abogado al reconocer su rostro.
Harry volteó a verlo. La agente no respondió.
—¿Está herida? —preguntó Morgado, esperando lo peor.
—Está en coma —le respondió Harry.