Miriam caminaba por un campo de cenizas. El incendio la precedía, quemándolo todo hasta donde alcanzaba la vista. La agente iba desnuda de los pies a la cabeza. Pero los rescoldos del fuego no la quemaban. “¿Qué hago en este sitio horrendo? ¿En dónde estoy?”.
Al final del horizonte había una casa de madera. Tocó la puerta. Nadie respondió.
La puerta se abrió de golpe. Miriam entró a la casa y se encontró con una mesa donde una decena de muchachos y muchachas platicaban a gritos.
—¿Qué es esta casa? —les preguntó.
Los jóvenes no le hicieron caso. Luego, uno por uno, comenzaron a arder. Teas vivientes que mantenían una conversación como si nada pasara.
Miriam buscó algo con qué apagar el fuego. Pero no había nada, ni una frazada, ni un cubo de agua. Los muchachos se incineraron, se volvieron ceniza. La agente salió corriendo de la casa. Afuera llovía fuego. “¿Es esto el infierno?”, pensó.
Frente a ella estaba un ángel. Un ángel blanco. De un blanco tan puro que lastimaba sus ojos.
—“¿En dónde me hallo?
—En ti misma.
—¿Qué hago aquí?
—Refugiándote del dolor.
—No quiero quedarme aquí.
—Despierta, entonces. Y sufre.
La lluvia de fuego se transformó en un chubasco. En agua fría cayendo sobre su cuerpo. Agua que intentó tragar y no pudo. Tosió. Y volvió a toser. Entonces Miriam Becerra, agente del Grupo Táctico de la Procuraduría de Justicia del Estado, abrió los ojos. La blancura seguía allí. Brillante. Dolorosa. Con sabor a metal.
Tosió de nuevo, y esta vez escuchó su propio tosido.
Las sensaciones volvieron a su cuerpo de una sola vez. Piquetes de dolor. Espasmos musculares. Huesos rotos. Todas sus fibras nerviosas dejaron pasar la corriente de la vida y por un instante su cerebro se paralizó. La blancura fue disminuyendo. Y el campo de cenizas se presentó como una salida. ¡No! ¡Noo!
Debía quedarse en el reino del dolor. Debía apostar por la vida. Por su cuerpo crispado, herido, acongojado. Pero era demasiado dolor. Hasta que su mano sintió otra mano. Una fuerza que no la soltaba.
—¡Vamos, Miriam, lucha, lucha!
Conocía esa voz.
Era una voz amiga, una voz confiable. Abrió los ojos y puso el grito en el cielo. A su alrededor, médicos y enfermeras. Afanándose sobre ella, sobre su cuerpo.
—¿En dónde estoy? —balbuceó.
—De vuelta con nosotros —le respondió una voz.
La voz de Miguel Ángel Morgado. Y sí, allí estaba, junto a ella, sosteniendo su mano con sus manos. Sonriéndole.
—¡Bienvenida! —le dijo al oído el abogado.
Y Miriam comenzó a llorar. De dolor. De alivio. De estar viva, a pesar de todo.