Capítulo 8

 

 

 

 

 

PRUDENCE, con las manos temblorosas, alcanzó la camiseta y volvió a ponérsela.

–No puedo creérmelo.

No tenía intención de pronunciar las palabras, pero lo hizo.

–Créetelo –dijo Joe sombríamente–. Y créete también que lo que ha pasado entre nosotros no volverá a pasar.

–Por mi padre –Prudence se rio sin ganas de hacerlo–. Tiene gracia; el último hombre con el que tuve algo que ver solo estuvo conmigo por mi padre, y ahora tú no lo vas a hacer por mi padre.

–¿Qué quieres decir?

–Era un oficial de la Marina disgustado, que quería vengarse de mi padre por haberle dado una evaluación baja durante un curso de formación especializada. Pensó que la mejor forma de hacerlo era seduciéndome y abandonándome después.

Joe lo maldijo.

–¿Lo amaste?

–No lo sé, creía que sí.

–Entiendo. Cuando nos vimos por primera vez en la base, pensé que tenías algo contra los marines, pero ese tipo era de la Marina.

Ella sonrió con amargura.

–La rivalidad entre cuerpos, ¿no? Créeme, también he tenido mi porción de marines que han salido rana. No quería tener nada que ver con un militar.

No lo dijo, pero la frase terminaba con un «hasta ahora».

–Lo que hemos compartido… –Joe se detuvo, se aclaró la garganta y volvió a empezar–. Cuando dos personas comparten una experiencia tan intensa como hemos hecho nosotros al quedarnos atrapados aquí, las sensaciones reciben estímulos falsos.

–No hay nada de falso en mi indignación –replicó Prudence, a quien la ira había superado por un momento la sensación de desgracia.

¿Quién era él para hablarle como si fuese una de sus propias alumnas? ¿Cómo podía decirle que sus sentimientos no eran verdaderos? Unos sentimientos falsos no duelen tanto. Sentía como si le hubiesen pisoteado lo más profundo de su autoestima.

–Haces bien en estar enfadada conmigo.

Parecía aliviado e hizo que ella se sintiera como machacada por una roca gigantesca.

–Está bien que me enfade contigo, pero está mal que quiera besarte. Entiendo –dijo ella secamente y sin mirarlo directamente. Qué idiota había sido–. No te preocupes, he captado la indirecta.

–No, no es…

Ella no escuchaba. El dolor empezaba a ser demasiado intenso y la necesidad de ocultárselo absorbía toda su capacidad de autocontrol.

Al parecer, Joe seguía sin verla. A pesar de haberle confesado su sentimiento de culpa, a pesar de haberle descubierto que era el niño que fue tan amable con ella cuando estuvieron en Okinawa. Para él seguía siendo la hija de su jefe. Nada más.

Incluso en ese momento, cuando había estado a punto de acostarse con ella, seguía sin verla como una mujer.

Eso le hacía un daño inmenso. Pero tenía su orgullo. No iba a demostrarle los estragos que había causado.

–Me vuelvo a dormir –declaró ella mientras se tapaba con el saco y le daba la espalda. Pero seguía viéndolo como grabado en el interior de su cabeza. Casi podía ver el interior de su alma a través de sus ojos azules. En un principio pensó que esos ojos le recordaban a Mel Gibson, pero había comprendido que el recuerdo venía de su infancia, de Mosquito. Quien la había rescatado cuando estuvo asustada.

Ya no necesitaba que nadie más fuese a rescatarla. Pero aunque así fuese, él no podría hacerlo, porque lo que la apresaba eran los sentimientos hacia él. Todavía sentía el sabor de sus labios.

Por lo menos había una explicación parcial para lo sucedido. Compartían un pasado y un remordimiento de supervivientes.

Sin embargo, ella era la hija de su jefe. No era la Princesa Pequinesa ni Prudence.

¿Por qué tenía que ser marine?

Quizá eso no tuviese importancia. Quizá no quisiese tener una relación con ella en ningún caso. No había dicho que desease que todo fuera diferente. Quizá tuviese razón y todo lo ocurrido se debiera a que se habían encontrado atrapados por una tormenta de nieve.

Sin embargo, lo que a ella le había embriagado como nada lo había hecho hasta entonces era el hombre, no el marine.

 

 

Joe ni siquiera intentó dormir un poco. Sabía que sería inútil. Tenía el cerebro en ebullición y el cuerpo le dolía por la necesidad de volver a sentir la calidez de Prudence.

Todavía le daba vueltas a la idea de que era la Princesa Pequinesa, la niña con coletas que conoció aquel verano de hacía tanto tiempo. Entonces tenía el cabello más claro, quemado por el sol. Habían jugado juntos a pesar de que era más pequeña. Él tendría unos diez años y era el tercero de cuatro hermanos.

Era verdad que siempre había hecho amigos con facilidad, pero con nadie tenía unos vínculos tan profundos como con sus hermanos y con Curt.

Miró a Prudence. Con ella también tenía un vínculo. Uno que no se basaba solo en la atracción sexual. Aunque ella había conseguido que se olvidara de su obligación, que casi perdiera el control.

No era como otras mujeres que había conocido. Estaba ocurriendo algo entre ellos, algo que no sabía cómo detener. Pero tenía que hacerlo lo antes posible.

No podía permitir que se le acercara. No solo por ser la hija de su jefe, sino porque no podía permitir que se le acercara nadie. No cuando tenía tantos problemas. Lo sabía todo sobre primeros auxilios, pero no sabía cómo curar esa herida que tenía en su interior y que le hacía ser agresivo como un oso atrapado en una trampa. No quería ser violento con Prudence. No quería que ella lo viera cómo era en realidad. Antes tenía que recuperar todas las virtudes que había perdido.

No tenía sentido pensar en cómo habrían sido las cosas si él o ella hubiesen sido otras personas. Los hechos no iban a cambiar, y los hechos decían que la situación no tenía solución.

Ella se merecía a alguien que pudiera llegar libre de las pesadillas y del peso que él acarreaba.

Se tensó al oírla dar vueltas, inquieta en su saco. Se acercó y rezó para que volviera a tener la pesadilla y que pudiera permitirse el placer de acariciarle una mejilla sin pasar de ahí.

Siempre había sido fuerte y por eso la situación era nueva para él. No estaba acostumbrado a sentirse indefenso. No era lógico ni aceptable. Las virtudes de la Infantería de Marina eran el honor, el valor y el compromiso.

Tenía que recuperarlas o morir en el intento.

A Joe se le cerraban los ojos después de tres noches sin dormir apenas, pero se negaba a dejarse arrastrar por el cansancio y a caer en las garras de las pesadillas. Cerraría los ojos diez minutos y volvería a estar preparado para la batalla. Lo había hecho otras veces y podría hacerlo entonces.

Sin embargo, tuvo sueños durante ese tiempo tan corto. ¿O fueron alucinaciones?

Un niño junto a un río. Un grito. Lágrimas. Lo atenazó el terror hasta casi ahogarlo.

Joe se despertó de golpe. Tenía el rostro bañado por una humedad extraña. Levantó un dedo tembloroso y se frotó con furia la mejilla.

¿Qué le estaba pasando? ¿Estaba volviéndose loco?

Los marines no decaen. Ni gritan. Pase lo que pase.

 

 

Prudence miró por la diminuta ventana que había encima del fregadero y deseó estar muy lejos de allí. Había pasado la mañana esquivando a Joe. Hacía dos horas y veinte minutos que había dejado de nevar. Lo sabía porque había mirado el reloj cada diez minutos desde que se despertó, poco después del amanecer.

Joe se levantó antes de que saliera el sol. Prudence pensó por un momento que iba a descender la montaña andando y que iba a dejarla sola en la cabaña, pero al cabo de unos minutos volvió con los brazos llenos de leña. Había intentado convencerse de que no se había sentido aliviada al verlo, pero se mentía. Al verlo le flaquearon las piernas. Parecía cansado.

Desde ese momento hasta entonces no habían cruzado más que una docena de palabras y la mayoría monosílabos. Ni una sola mención a la pasión ni al hecho de que la noche anterior casi hicieron el amor. Ni siquiera admitieron que había algo entre ellos.

Sin embargo, pasarlo por alto no significaba que no existiera. En realidad, hacer el esfuerzo de esquivarlo hacía que lo tuviera más presente.

Prudence volvió a mirar el reloj. Habían pasado cinco minutos. Entre las nubes se colaban unos débiles rayos de sol. Lo cual quería decir que el helicóptero debería llegar pronto.

Ordenó la cabaña lo mejor que pudo. La tina metálica que había utilizado la noche anterior volvía a estar contra la pared. El saco de dormir estaba enrollado y atado a la mochila. Había hecho una lista de los alimentos que habían utilizado para reponerlos en cuanto volviera a casa. Pero no tenía lo que más quería. No tenía la sonrisa de Joe. Ni siquiera le hablaba. La miraba, pero no era una mirada franca. Pasaba casi todo el rato fuera, mirando al cielo en busca del helicóptero. Cuando entraba la miraba furtivamente. Podía notar la mirada clavada en la nuca.

Se había recogido el pelo en una cola de caballo y se había pintado ligeramente los labios, en un intento inútil de mantener elevado el espíritu.

En ese momento, Joe la estaba mirando. Podía notarlo. Se dio la vuelta, pero él ya había desviado la mirada fingiendo que repasaba la cabaña.

–¿Pasa la inspección? –dijo ella, cansada del silencio.

–Sí, señora.

Prudence sintió que le daba una bofetada. Entrecerró los ojos para disimular el impacto. Le había dicho que hacía bien en estar enfadada con él; en esos momentos lo estaba, y mucho.

Las miradas se cruzaron por primera vez desde que se habían despertado. Los dos la mantuvieron. Tenía el talento de los marines para ocultar los sentimientos.

Por eso le sorprendió ver que en los ojos de Joe había un brillo de pasión. Ella separó los labios y estaba a punto de decir algo cuando se oyó el sonido de un helicóptero que se acercaba.

Joe dio media vuelta y salió de la cabaña con su mochila en una mano y la de Prudence en la otra.

Prudence se dio la vuelta para comprobar el fuego de la chimenea. Él había echado agua para apagarlo, como había hecho con la pasión que habían compartido la noche anterior. Pero al contrario que las ascuas, el deseo que sentía ella seguía vivo y abrasador.

Aunque pareciera estúpido, le daba pena dejar la cabaña. Habían compartido algo muy especial allí. Algo que se había derretido como la nieve en el exterior, dejando un lodazal. Sería fácil quedarse estancada en el barro, atrapada por los sentimientos, pero no iba a permitirlo. Salió y se dirigió hacia el helicóptero que los esperaba.

El joven copiloto rubio estaba junto a la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Ella agradeció el gesto. Era alguien que no la miraba como a la hija del sargento mayor Martin.

–Disculpe por el retraso –si la llamaba «señora» le partiría la cara. Hubiera rescate o no–. Espero que no me lo reproche, Prudence.

Ella sonrió y le devolvió una sonrisa seductora.

–Al contrario, Bob –leyó el nombre en la chaqueta–. Se lo deberé eternamente.

–Permita que la ayude –le dio la mano para que subiera al asiento de los pasajeros.

Cuando Joe subió poco después, ella se estaba felicitando por haber sabido conservar la dignidad y mantener la distancia con Joe.

Lo miró y vio que tenía la cara tan blanca como la camiseta que llevaba debajo de la ropa de camuflaje. ¿Estaría acordándose del helicóptero que se estrelló?

Sin pensarlo, le puso una mano sobre el brazo para tranquilizarlo. Grave error. Joe apartó el brazo y la miró con unos ojos heladores para mantener las distancias.

Prudence parpadeó para contener las lágrimas y miró por la ventanilla. No debería de haberle hecho tanto daño como le hizo. Había dejado claro que no quería saber nada de ella y ella insistía. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba tan desesperada?

Sin embargo, ¿cómo iba a darle la espalda a Mosquito?, el niño que la ayudó cuando lo necesitaba. ¿Cómo iba negar que se encontraba cerca de él desde que lo vio por primera vez?

Quizá pudiera hacerlo con el tiempo. Por el momento, tan solo era una esperanza.

Joe apretó los dientes y recuperó el control que estuvo a punto de perder cuando Prudence lo tocó. Había visto compasión en los ojos de ella. ¿Sentía lástima por él?

Estaba seguro de que infundía lástima. Era un cobarde con uniforme de valiente. Lo único que tenía que hacer ella era comentarlo con su padre y al instante estaría fuera de lo marines.

¿Lo haría? Esa mañana habría sido capaz de darle una patada en el culo ella misma. Apretó la mandíbula solo de pensar en la posibilidad. Podía decirle muchas cosas a su padre. Lo de menos era que hubiera estado con ella. Haber sido amigos de niños no serviría de nada con el sargento mayor. Joe debería haberse resistido a sus encantos, debería haber sido fuerte. Debería.., debería…, debería…

Cerró los ojos ante una cantinela que le resultaba demasiado conocida. El rotor disminuía de velocidad para el aterrizaje.

Abrió los ojos y vio a su jefe entre una pequeña multitud que había ido a recibirlos. Joe tenía la sensación de ir llevado por un piloto automático, y veía a cierta distancia al sargento mayor Martin que abrazaba a su hija antes de volverse hacia él.

Saludó a su jefe con la sensación de ser el responsable de todo lo sucedido. Sin excusas ni excepciones.

–Buen trabajo, sargento Wilder –dijo el sargento mayor Martin para su sorpresa.

–Gracias, señor –la voz de Joe tenía precisión militar, pero se sentía como si le hubiesen quitado un peso de encima.

Él había esperado que su jefe le hubiese machacado y luego le hubiese prohibido volver a ver a su hija.

Pero fue el propio Joe quien se prohibió volver a ver a Prudence al retirarse sin volver la vista atrás.

 

 

–Tu madre estaba preocupada, pero yo le decía que el sargento Wilder cuidaría de ti –dijo su padre mientras entraban en la casa de Prudence–. Está haciendo tu comida favorita, buey Strogonoff. Nos imaginamos que te empeñarías en venir aquí en vez de ir a nuestra casa.

–Esta es mi casa.

Era una casa que sería como cualquier otra, de no ser por los toques especiales que ella le había dado.

Se le saltaron las lágrimas cuando vio a su madre trajinando en la cocina. Ellen Martin llevaba el mismo corte de pelo desde hacía una década. Era un poco más baja que su hija, pero tenía los mismos ojos marrones y la misma naturaleza generosa. En ese momento, para Prudence representaba toda la sinceridad y seguridad del mundo. Haber hablado con Joe del accidente le había removido todos los recuerdos; el miedo, el remordimiento, el alivio, la gratitud imperecedera.

Prudence podía oír las palabras de Joe: «No es lo mismo. Tu madre no murió, se recuperó».

Un minuto después, Prudence estaba entre los brazos de su madre.

–Muy bien –su padre se aclaró la garganta y se retiró de la cocina–. Os dejaré un rato a solas. Voy a resolver unas cosas en la base; volveré dentro de media hora –dijo, mostrando la típica aversión de los marines al sentimentalismo y a las escenas emotivas.

–No he ido al aeropuerto para no organizar una escena –dijo su madre mientras se secaba las lágrimas.

–Yo me habría puesto a llorar también –corroboró Prudence mientras sacaba un pañuelo para secarse sus lágrimas.

–Podría haberle dicho a tu padre que las lágrimas eran por cortar cebolla, pero habría sido mentira. Me alegro tanto de verte…

–Yo también me alegro de verte, mamá.

–Cuéntame todo lo que ha pasado –dijo Ellen, a la vez que acercaba un taburete para que Prudence se sentara mientras ella cortaba champiñones.

Prudence miró alrededor y tuvo una sensación de irrealidad.

Una hora antes estaba atrapada con Joe. En ese momento estaba allí, rodeada de sus cosas. De esos azulejos de los años cincuenta, por ejemplo. Al principio los odiaba, como odió en un principio a Joe, pero con el tiempo empezó a adorarlos, como empezó a adorar a Joe.

Sintió pánico. ¿Amaba a Joe? Mirar alrededor de la cocina no tenía por qué significar que los recuerdos la asaltaran de esa forma.

Le temblaban las piernas y se sentó en el taburete.

Estaba tocada. Amaba a Joe. Tenía un verdadero problema.

¿Qué podía hacer? Era el hombre que se había marchado sin despedirse ni mirar atrás. El amor no correspondido duele de verdad. Tomó una galleta de la cesta.

–Prudence… –su madre la miraba con el ceño fruncido.

–¿Te acuerdas de aquel verano en Okinawa cuando era una niña?

Ellen parpadeó.

–Claro que me acuerdo. No había forma de que estuvieras contenta.

–No sé si en ese momento lo comenté, pero había un niño que hizo que el verano fuese soportable. Ese niño es el sargento Joe Wilder.

–¿Por eso tu padre lo organizó para que te acompañara a las montañas?

A Prudence le sorprendió la pregunta de su madre.

–No. En un principio iba a ir el sargento Brown, pero tuvieron que operarlo de urgencia y por eso vino el sargento Wilder.

–No lo sabía –Ellen parpadeó y luego frunció el ceño–. Me lo podía haber dicho tu padre; habría ido a visitarlo al hospital –lavó los champiñones–. Tendré que ir mañana. Volviendo a ese Joe, ¿lo reconociste a la primera?

–No, y él tampoco me reconoció a mí. En realidad, cuando nos encontramos en la sala de conferencias, él creía que la hija del sargento mayor era una de las niñas.

–En la base se dice que es una especie de conquistador y que le gustan los deportes de riesgo –dijo Ellen con tono preocupado mientras comprobaba los fideos–. A tu padre no le gustan esas cosas, pero no parecía muy preocupado de que corriera algún peligro contigo y los niños. Así que a lo mejor los rumores son falsos.

–¿Qué rumores?

Ellen se secó las manos con un paño.

–Que es incontrolable. Aunque no parece haber hecho nada inapropiado contigo.

Prudence se preguntaba a qué llamaría inapropiado su madre. A ella todo le había parecido de los más apropiado, porque estaba enamorada.

Lo que no sabía era qué podía hacer.

 

 

Durante los días siguientes, Joe se dio cuenta de que no verla no quería decir que no la tuviera presente. Todo le recordaba a ella.

El problema era que no acababa de conocerla. Se conocieron de niños, cuando ella era la Princesa Pequinesa y él era Mosquito.

A lo largo de los años, Joe había llegado a creer que el destino actuaba de forma muy caprichosa, pero eso no impedía que intentara comprenderlo. ¿Por qué había aparecido Prudence de repente al cabo de tantos años? ¿Por qué no podía creerla cuando decía que no debía culparse del accidente? ¿Cómo llegaría a estar convencido de eso si su corazón no lo aceptaba?

Cumplía con sus obligaciones de marine. Estaba destinado temporalmente en el Campamento Lejeune hasta que le ordenaran otras cosa. Joe no quería que lo destinaran a un centro de instrucción, pero era imposible ascender dentro de la Infantería de Marina si no se había sido oficial de instrucción. Cumpliría con su obligación y se iría, como había hecho siempre.

Como había hecho al acompañar a Prudence y a los niños… los pequeños reclutas.

Su jefe no había dicho nada de que hubiese besado a Prudence ni de que estuviese desequilibrado. Lo cual quería decir que Prudence no había comentado nada. Aunque podría hacerlo en el futuro. Una parte de su corazón decía que no era el tipo de mujer que traicionaba una confidencia, pero otra parte se maldecía por haber sido tan estúpido como para haberse expuesto tanto.

Joe agradeció la llegada del fin de semana y poder salir de la base. Seguía viviendo en el cuartel, pero podía salir un rato y olvidarse de Prudence y del calor de sus besos.

Las pesadillas habían vuelto todas las noches y se repetía el sueño que había tenido la última noche en la cabaña. Agua. Un niños. Gritos. Terror. La sensación de ahogo.

Pensaba que podía ser una secuela de haber tenido a los pequeños reclutas a su cargo durante el fin de semana pasado, pero ese fin de semana iba a ser diferente.

Lo había llamado uno de sus amigos con los que saltaba desde los puentes para que lo ayudara con un grupo que iba a hacer unos saltos el sábado por la mañana. Joe no saltaría, de forma que no iba a desobedecer la orden que le había dado su jefe.

Mientras se dirigía al punto de reunión, se recordaba que había hecho bien en apartarse de Prudence. Seguir con ella solo le habría supuesto problemas. Aunque fuese un problema muy agradable. La chispa que había entre ellos era increíble. Tenía suficiente experiencia con las mujeres como para saber que lo que habían compartido no se encontraba todos los días. En realidad, nunca había vivido una explosión de deseo como esa.

El salto se iba a hacer desde una torre construida especialmente para eso, cerca del mar. Beau, su amigo, había hecho un gran negocio con una empresa de Internet y luego había puesto en marcha una empresa de deportes de riesgo en Carolina del Norte. Descenso de aguas bravas, «puenting» y ese tipo de actividades. El salto desde la torre había sido un gran éxito.

Cuando Joe llegó ya había una pequeña muchedumbre que se arremolinaba al pie de la torre.

Las pesadillas lo habían tenido casi toda la noche despierto y necesitaba su dosis de cafeína para poner en marcha su sistema nervioso. La vio cuando estaba a punto de dar un sorbo.

¿Estaría viendo visiones? Parpadeó, pero seguía allí. Maldijo para sus adentros y se dirigió a ella.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó bruscamente.

La sonrisa le pareció un bálsamo, pero las palabras lo helaron hasta los huesos.

–Me estoy preparando para saltar desde la torre.