Capítulo 1

 

 

 

 

 

WILDER, he oído que ha saltado de otro puente este fin de semana.

El jefe de Joe Wilder lo atravesó con una mirada de acero. El sargento mayor Richard Martin, con cuarenta y muchos años y canas en el pelo cortado al uno, tenía una voz de instructor que era como un taladro y una actitud de guerrero. A Joe le recordaba a su padre.

–En realidad, salté atado con una cuerda a la estructura del puente, señor –corrigió Joe con el máximo respeto.

Intentaba que no lo afectara el reflejo del sol de Carolina del Norte en las paredes blancas del despacho del sargento mayor. El resplandor le perforaba la cabeza. Se había despertado a las seis con una resaca de campeonato.

–Como si saltó pegado con pegamento –gruñó el sargento mayor Martin– ha saltado y no lo apruebo. La Infantería de Marina de los Estados Unidos ha gastado mucho tiempo y dinero en su formación, Wilder. No me gustaría verlo aplastado sobre el cemento o sobre una roca. ¿Lo ha entendido?

–Sí, señor.

–Si le gusta tanto saltar, debería hacerse paracaidista.

–Entendido, señor.

–Así lo espero, Wilder.

El sargento mayor tamborileó impacientemente con los dedos en la mesa. El sonido retumbaba como un trueno en la cabeza de Joe, pero no mostró ningún signo de malestar. Un marine nunca da signos de malestar. Honor, valor y compromiso. Esos eran los valores máximos de la Infantería de Marina. No el malestar ni el sentimiento de culpa.

–Desde que está bajo mis órdenes, sus actividades fuera de servicio se han ido haciendo cada vez más arriesgadas –continuó el sargento mayor Martin–. ¿Por qué?

Porque los riesgos hacían que Joe se sintiera vivo. Por eso lo hacía. Para evadirse de las pesadillas omnipresentes que parecían estar devorándole las entrañas, para evadirse del sentimiento de culpa y de dolor.

Nunca lo había comentado con el sargento mayor Martin ni con nadie. Todo el mundo pensaba que Joe era un amante del riesgo. Lo cual le parecía bien, pero a su jefe no.

–Su comportamiento arriesgado debe desaparecer en este preciso instante –ordenó con una voz firme.

–Sí, señor.

–Pasará esa página y lo hará inmediatamente. Quiero que acompañe a la clase de mi hija durante una visita por la base.

Joe parpadeó. No podía haber oído correctamente.

–¿Señor?

–Me ha oído.

–Todavía no conozco bien la base, señor.

Acababan de destinarlo a Camp Lejeune, en la costa de Carolina del Norte, después de un tiempo en el extranjero que prefería no recordar.

–No sé si soy el más indicado para guiar una visita.

–Creo que lo es, Wilder, y eso es lo único que importa. Había pensado que lo hiciera el sargento Brown, pero anoche lo operaron de urgencia y usted lo sustituirá.

–Sí, señor.

–Después de la visita, los acompañará a una excursión por la montaña.

–¿Una excursión, señor?

–Eso es, Wilder. ¿Por qué le sorprende? No me irá a decir que tiene miedo de un grupo de niños con su formación de marine, por no decir nada de su afición por los deportes de riesgo…

–No, señor.

Era verdad. No era miedo lo que sentía en la boca del estómago; pánico sería una expresión mucho más acertada.

–Me alegra oírlo. La clase lo está esperando en la sala de conferencias 1013. Una vez que hayan terminado la visita, tendrá una hora para reunir el equipo necesario para un fin de semana de campamento. Ya se le ha preparado la ruta. Serán como tres o cuatro horas de marcha hasta el otro lado. Aquí la tiene.

Joe rezaba para que no le temblara la mano al recoger el mapa topográfico.

–Mi hija Prudence es mi princesita, mi única hija. De forma que no quiero que nada estropee esta excursión. ¿Tiene alguna pregunta, Wilder?

Miles. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? Pero las desechó.

–No, señor.

–Perfecto, me alegro. Vaya, lo están esperando.

 

 

Niños, ¿por qué tenían que ser niños? Joe vio su reflejo pálido en el espejo del cuarto de baño.

Solo era un fin de semana. Seguro que podría aguantarlo. Había pasado por cosas peores y había sobrevivido.

Joe se frotó entre las cejas y sacó del bolsillo dos aspirinas que pensaba haberse tomado antes de ver a su jefe. Se sentía un poco nenaza teniendo que recurrir a analgésicos, pero tenía que deshacerse del dolor de cabeza para poder pensar una forma de deshacerse del encargo.

Naturalmente, no iba a desobedecer la orden de su jefe. Era un marine de los pies a la cabeza y no iba a abandonar sus obligaciones.

«¿Qué me dices de ese día hace dos meses?», le dijo una vocecita dentro de la cabeza; «si hace dos meses hubieses cumplido con tu obligación y hubieses subido a ese helicóptero, no habría muerto otro hombre en tu lugar».

Apretó los dientes en un intento de alejar los recuerdos. Debería ir por pasos. Lo primero sería localizar a la hija de su jefe.

El recorrido desde el cuarto de baño hasta la sala de reuniones se le hizo larguísimo. Le alivió comprobar que por lo menos había otro adulto. Una mujer. Una hermosa mujer. La profesora.

Se concentró en ella sin hacer caso de los niños. Un pelo marrón oscuro que le llegaba a los hombros; los ojos eran de color chocolate; la boca carnosa y tenía una magnífica figura enfundada en unos pantalones caqui y una camiseta blanca. Llevaba una bufanda de colores alrededor del cuello. Tendría veintibastantes años y era muy atractiva.

A Joe se le disipó el pánico. Era un terreno donde se consideraba casi un profesional: la relación entre hombre y mujer. Para él era como una segunda naturaleza.

La saludó con una sonrisa y observó la reacción. Lo miró con sorpresa y aceptación. No fue una mirada larga, pero pudo notarlo.

–Lo siento. Me he retrasado –añadió un aire de arrepentimiento a su expresión.

–Usted es…

–El sargento Wilder. Sargento Joe Wilder a su servicio, señora. Antes de empezar la visita, tengo una pregunta –condujo a la profesora a un rincón un poco apartado–. ¿Cuál es ella?

La seductora profesora lo miró atónita.

–¿Cómo dice?

–¿Cuál es la hija del sargento mayor Martin?

–¿Por qué quiere saberlo? –le preguntó con verdadera curiosidad.

–Porque me han ordenado que la acompañe para la visita especial y querría ser amable con ella.

–No creo que deba darle ningún trato especial.

–Solo cumplo órdenes.

–Perfecto. Un marine siempre cumple con su obligación –tenía un tono distinto.

–No parece que le agrade mucho. Me pregunto por qué. ¿Ha salido con un marine o algo así?

–Eso es apostar sobre seguro –respondió ella–. Dado que esta base es la mayor concentración de marines del mundo, es difícil no encontrarse con alguno por esta parte de Carolina del Norte.

–A mí no me importaría encontrarme con usted –dijo Joe con media sonrisa–. Solo tiene que decir la hora y el sitio.

–Ya no quedo con marines.

–¿Por qué?

–Son demasiados motivos como para exponerlos ahora.

–Tengo tiempo –desde luego no tenía ninguna prisa por tratar con los niños.

–Yo no –replicó ella con cierta irritación.

El gesto que hizo con el pelo le recordó a un gato salvaje que había domado de niño. El gato no permitía que nadie lo tocara, pero él lo había conseguido a base de paciencia. La misma paciencia que se necesitaba cuando se trataba de mujeres.

–Me lo contará más tarde.

–¿Por qué iba a hacerlo? –preguntó ella.

–Porque soy encantador.

–Vaya, se cree que es un regalo de los dioses para las mujeres.

La gatita tenía garras. Joe se puso la mano en el pecho.

–Me ha herido, señora.

–Lo dudo, sargento. Dudo mucho que le haya herido ninguna mujer.

–¿Por qué? Porque soy un marine grande y duro…

–Porque emplea su encanto para mantenerlas alejadas.

–¡Cómo!, si empleo mi encanto para mantener alejadas a las mujeres, hay algo que falla en mi plan.

–¿Plan? ¿Se refiere al plan de ataque?

–¿Como una batalla de sexos? –Joe se acercó para poder oler su perfume. Era ácido y cítrico.

Dirigió la mirada a la boca y se preguntó si tendría un sabor tan delicioso como el olor. Desde luego estaba seguro de que sabría mejor que una cerveza helada después de una larga caminata.

Sonrió ante su falta de talento poético. Cerveza y una larga caminata, era algo que podría haber dicho Curt Blackwell, su mejor amigo, de su mujer Jessie.

Joe y Curt estuvieron juntos de reclutas y desde entonces eran inseparables. Curt era un solitario, pero eso no impedía que las mujeres hicieran cola para salir con él. Curt le pidió consejo a Joe cuando volvió con Jessie después de varios años sin verse.

El consejo de Joe fue bueno. Al parecer, Jessie también estaba de acuerdo, porque se casó con Curt el año anterior y Joe fue el padrino.

Sí, eso de las relaciones entre hombres y mujeres lo dominaba Joe con un brazo atado en la espalda… aunque preferiría tener el brazo alrededor de los hombros de la profesora.

Lo miraba con los ojos color chocolate entrecerrados, como si pudiese leerle los pensamientos y quisiera comprobar si había acertado. Perfecto. A él le gustaban los desafíos, sobre todo cuando los lanzaba una mujer hermosa.

–Creo haber entendido que se considera un experto en la guerra de los sexos –dijo ella.

–Mi lema es: haz el amor, no la guerra.

–No creo que lo haya aprendido en el Manual de Comportamiento de la Infantería de Marina de los Estados Unidos.

–Si ha salido con individuos cuyo planteamiento romántico se basa en el Manual de Comportamiento de la Infantería de Marina, comprendo su insatisfacción –murmuró él–. Me encantaría tener la oportunidad de mostrarle cómo corteja a una mujer un verdadero marine –se acercó como si fuese a besarla, pero se apartó con una sonrisa al ver el susto en los ojos de ella–, después de cumplir con mi obligación y de llevar de visita a la hija del sargento mayor. ¿Cuál es? ¿La que tiene coletas?

–No.

Echó una ojeada a los niños, intentando encontrar algún parecido.

–Entonces tiene que ser la del pelo corto y gafas.

–Ha vuelto a equivocarse –dijo ella con frialdad.

–¿Vamos a jugar a las adivinanzas o me lo va a decir?

–Hace unos minutos dijo que tenía tiempo.

–Hace unos minutos tenía tiempo, hasta…

–Que lo malgastó coqueteando conmigo –replicó ella con tono burlón.

–Mire, podía facilitarme un poco las cosas –dijo él con impaciencia–. Tengo un día bastante malo. Por favor, dígame quién es la hija del sargento mayor para hacerme una idea de dónde ir de visita. Solo cumplo…

–Órdenes –ella terminó la frase–. Ya lo oí la primera vez que lo dijo.

–Entonces, ¿cuál es el problema?

–El problema es que ninguna de esas niñas es la hija del sargento mayor Martin.

Joe frunció el ceño.

–Pero eso es imposible. Él me dijo que la clase de su hija venía de visita –Joe tuvo una terrible intuición–. ¿Quiere decir…?

–¿Que yo soy la hija del sargento mayor Martin? –dijo la maravillosa profesora con una sonrisa condescendiente que no le presagió nada bueno–. Sí, eso es exactamente lo que quiero decir.