Capítulo Siete

 

 

 

 

 

Sofía era un amasijo de nervios. No había sido capaz de tomar el desayuno y no había dormido más de veinte o treinta minutos esa noche. Y, por una vez, no tenía nada que ver con los niños.

Su maleta, con cinco conjuntos diferentes y tres pares de zapatos para un viaje de dos días, estaba frente a la puerta. Un coche iría a buscarla en quince minutos para llevarla al aeropuerto, donde se reuniría con Eric y los Norton. Irían a San Luis en el jet privado de Eric.

Iba a hacerlo. Iba a pasar un fin de semana con él. A la porra el viaje de trabajo. Llevaba ropa interior sexy en la maleta, demasiado bonita para esconderla bajo la ropa.

Pero no, no era eso lo que la ponía nerviosa. Eric no iba a verle las bragas. Era solo… estaba nerviosa por el viaje en avión. Solo había viajado dos veces en toda su vida, ida y vuelta a Cancún en su luna de miel con David. No le había gustado nada y era un avión enorme. El jet de Eric parecía un avión de juguete.

De hecho, lo único que evitaba un nuevo ataque de ansiedad era que estaba siendo asaltada por dos niños adorables.

–¿Vais a echarme de menos? –les preguntó, sentándose en el suelo, con Addy y Eddy en su regazo. Eddy hizo un puchero–. Volveré en dos días. Y lo pasareis muy bien con los abuelitos. Os contarán cuentos, os llevarán al parque…

–¡Paque! –exclamó Eddy.

Sofía rio. El niño vendería a su hermana por un columpio.

–Más tarde –le dijo–. Cuando llegue Rita, podréis ir al parque.

Rita era la nueva niñera, una joven que le recordada a su madre de joven. Rita, de ascendencia mexicana, estudiaba por las noches y ayudaba con los niños por las mañanas. Su madre se portaba con la niñera como la señora Jenner se había portado con ella, siempre comprándole vestidos y juguetes cuando era niña. Su madre hacía todo lo posible para que Rita se sintiera cómoda, incluso preparar comida para que se la llevase a casa porque no tendría tiempo de cocinar antes de ir a clase. Aparecía con un jersey o un vestido nuevo, que había comprado pensando que le quedaba bien, pero cuando llegaba a casa y se lo probaba resultaba ser de la talla de Rita.

Sofía se alegraba mucho de que hubiese aceptado a la niñera. Teniéndola en casa se preocupaba menos por sus padres, aunque eso no hacía más fácil despedirse de sus hijos. Addy se abrazó a ella, metiéndose un dedito en la boca, y Sofía acarició el pelo de su hija. Los echaría de menos, pero no iba a llorar. Llorar no estaba permitido.

¿Tan malo era sentir ilusión por aquel viaje? Tendría una habitación de hotel para ella sola en el Chase Park Plaza, con servicio de habitaciones y nadie que la despertase en medio de la noche. No tendría que cocinar o limpiar. Tenía ropa nueva con la que se sentía guapa y la compañía de un hombre que la hacía soñar… soñar cosas que no debería.

No tenía derecho a soñar con él, pero no podía dejar de preguntarse si Eric llevaría un esmoquin a la cena. O si ella lo ayudaría a quitarse la corbata después de la cena, tirando de ella hacia la cama…

Cuando sonó el timbre, los niños corrieron hacia la puerta.

–¡Es el conductor, mamá! –gritó Sofía, con el estómago encogido. Tomó la pashmina negra que Clarice había insistido daba el toque final al conjunto, y el bolso. Eso, al menos, era suyo. No había dejado que incluyese bolsos en la compra porque sabía lo caros que eran.

Era ridículo que Eric hubiese envido al chófer a buscarla porque podrían haber quedado en la oficina, pero él había insistido. Los Norton vivían cerca del aeropuerto, al Norte de la ciudad, de modo que se verían allí. Y eso significaba que iría sola con Eric en el coche. En el asiento trasero, escondidos del resto del mundo.

Pero no importaba, qué tontería. Era un viaje de trabajo. La ropa nueva era ropa de trabajo, aunque Sofía aún no entendía en qué universo alternativo una blusa de seda y un pantalón capri blanco constituían un atuendo de viaje. En su mundo, un pantalón blanco era un desastre en potencia, pero se lo había puesto de todas formas. Y había guardado dos vestidos de fiesta en la maleta. Y no tenía nada que ver con Eric apretando su mano en la tienda, o diciéndole que quería cuidar de ella. Nada en absoluto.

El coqueteo parecía inevitable porque Eric coqueteaba con todo el mundo, pero no habría nada más. Nada de desnudarse, nada de enseñar la ropa interior.

El timbre sonó de nuevo y su madre salió de la cocina para tomar a Eddy en brazos mientras ella abría la puerta.

–Mi maleta…

El hombre que estaba al otro lado no era el conductor sino el propio Eric Jenner, indecentemente guapo con una camisa de colores fuertes y una chaqueta de lino. Su pelo algo más alborotado de lo normal. Estaba tan guapo que su resolución se tambaleó como un castillo de naipes. Y aún no habían subido al coche.

Iba a pasar un fin de semana con él. Y quería cuidar de ella.

«Dios mío».

–Hola, Sofía –la saludó. Luego miró a Addy, que tenía la cabecita apoyada en su hombro–. Pero bueno, estos niños son aún más guapos en persona. No pensé que eso fuera posible.

–¡Eric! –exclamó su madre–. No te esperábamos. Madre mía, cuánto has crecido.

Eric se tomó eso como una invitación y entró en la casa, cerrando la puerta tras él.

–Señora Cortés, usted no ha cambiado nada. Está tan guapa como siempre –le dijo, estrechando su mano.

–No sé cómo darte las gracias por…

–No, por favor –la interrumpió él–. Sofía está haciendo un trabajo estupendo, y yo sabía que sería así –dijo, antes de alargar los brazos hacia el niño–. ¿Puedo? –le preguntó. Y, sin esperar respuesta, tomó a Eddy en brazos y lo miró a los ojos–. Tú debes de ser Eduardo. Y pareces un jovencito muy serio.

Eddy lanzó un grito de alegría cuando Eric lo levantó sobre su cabeza.

Eso despertó la atención de Addy, que no tuvo que esperar mucho para que Eric la tomase con el otro brazo.

–Hola, señorita Adelina. ¿Eres una buena chica?

–Es muy buena –le aseguró Sofía.

–Estupendo –dijo Eric. Eddy parecía encantado, pero Addy se mantenía un poco alejada de él, insegura sobre aquel extraño.

Su madre emitió un suspiro de felicidad, alivio y… ¿de anhelo? Sofía lo entendía. Ver a Eric con sus hijos en brazos, haciendo que Addy sonriese… era perfecto.

–Ah, por cierto, tengo algo para ti –dijo su madre, corriendo a la cocina.

Y dejándolos solos.

–Hola, Sofía –dijo Eric–. Me alegro de verte.

No era justo que fuese tan perfecto. Si al menos no le gustasen los niños, si hubiese mostrado indiferencia o desagrado con los mellizos, sería mucho más fácil contener la atracción que sentía por él.

Pero no, tenía que ser perfecto en todos los sentidos. Iba a hacer que se enamorase de él y luego iba a romperle el corazón.

–Oye, ¿puedes hacernos una fotografía? A mi madre le gustará.

–Sí, claro.

–¿Podemos sonreír, chicos?

Cuando Sofía sacó el móvil, todos estaban riendo. No, definitivamente aquello no era justo.

–¡Sonreíd! –gritó, mientras hacía un par de fotografías.

Eddy empezó a protestar entonces y Sofía tuvo que esconder una sonrisa cuando Eric la miró sin saber qué hacer.

–¿Qué pasa, grandullón?

–Quiere enseñarte sus dibujos. Y eso significa que, en diez segundos, Addy querrá enseñarte los suyos.

–¿Una pequeña rivalidad fraternal? –preguntó él, dejando a los niños en el suelo.

–No tienes idea.

–¿Sofía? –la llamó su madre–. ¿Puedes echarme una mano antes de irte?

Sofía frunció el ceño. Normalmente, su madre rechazaba ayuda para todo, pero la miraba con expresión seria. Debía tratarse de algo importante.

–¿Puedes esperar un momento?

–Sí, claro –respondió Eric, con una sonrisa que la ruborizó.

Su madre estaba colocando bolsas de nachos sobre la encimera.

–¿Qué haces, mamá?

–A Eric le encantaban los Jarritos. Creo que tengo otro de fresa por algún sitio… –dijo Rosa, rebuscando en los armarios–. Ah, aquí está –exclamó, sacando una botella de una bebida rosa.

–¿Me has llamado para darme un refresco?

–No, cariño –respondió su madre, colocando el refresco junto con varias bolsas de nachos de maíz y otros aperitivos mexicanos que Eric y ella solían comer de niños–. Quiero que me prometas una cosa –dijo luego, mirándola con aprensión.

–¿Qué?

–Quiero que lo pases bien este fin de semana –dijo Rosa en voz baja, como si estuviera confesándole un pecado.

–Mamá, es un viaje de trabajo.

Su madre rio, dándole una palmadita en la mejilla y Sofía sintió como si tuviese ocho años.

–Ya, pero es la primera vez desde que David murió…

De repente, Sofía se asustó lo que su madre estaba dando a entender. Porque parecía estar diciendo que sería buena idea acostarse con su jefe y eso no podía ser verdad.

–No hay nada entre nosotros, mamá. Solos somos viejos amigos que trabajan juntos.

–Ha pasado un año y medio. Tienes que rehacer tu vida.

Sofía la miró, incrédula.

–Estoy rehaciendo mi vida. Tengo un nuevo trabajo y no necesito nada más.

–¿Nada más? –repitió su madre, sacando una bolsa grande para guardar los aperitivos–. Eric está tan guapo… y qué considerado por su parte venir a buscarte –Rosa suspiró y Sofía casi podría jurar que había visto estrellitas en sus ojos–. A los niños les cae bien.

Era cierto. Incluso Addy, más retraída, parecía encantada con él.

–Mamá…

Si se dejaba llevar por la ilusión de que un hombre multimillonario, guapo y encantador pudiese darle la familia perfecta, aquello no tendría un final feliz. Eric no estaba a su alcance y no podía fracasar de nuevo. No sobreviviría una segunda vez.

–Has sufrido tanto, hija. Mereces pasarlo bien, ¿no te parece? Es hora de que sonrías de nuevo.

–Sonrío todo el tiempo –protestó ella. Era difícil no sonreír con Addy y Eddy, incluso cuando se ponían revoltosos. Pero sabía que estaba siendo deliberadamente obtusa porque no era eso a lo que su madre se refería.

–Sonríes por tus hijos y nos sonríes a tu padre y a mí como si no supieras que podemos ver lo que hay detrás de esa sonrisa. Pero, cariño, ¿cuándo fue la última vez que sonreíste por ti misma?

Después de decir eso, su madre salió de la cocina con la bolsa llena de aperitivos y refrescos para Eric. Sofía se quedó inmóvil, intentando respirar. Su madre estaba equivocada. Claro que sonreía. Estaba rehaciendo su vida y…

Sofía enterró la cara entre las manos. No dormía lo suficiente y cada día era una nueva batalla contra la depresión y la ansiedad. Intentaba fingir que estaba contenta, pero al parecer no fingía lo bastante bien como para engañar a su madre.

¿Estaba animándola a seducir a Eric? ¿A tener una aventura con su jefe? No, imposible. Aunque apreciaba a David y había aprobado su matrimonio, Rosa Cortés se había quedado horrorizada cuando se fueron a vivir juntos antes de casarse. Su madre era una mujer muy tradicional y jamás la animaría a tener una aventura.

Pero en cuanto pensó en seducir a Eric, su mente empezó a crear imágenes… una enorme cama en la habitación del hotel, Eric mirándola con un brillo de deseo en los ojos mientras ella desabrochaba los botones de su camisa y se bajaba la cremallera del vestido. ¿Se lanzaría sobre ella, mirándola con crudo deseo, o sería una seducción lenta que la dejaría temblando y suplicando alivio?

Echaba de menos el sexo.

–¡Nachos! ¡Hace años que no los pruebo! –Oyó que decía Eric–. No puedo creer que se haya acordado de cuánto me gustaban. Y Jarritos de fresa… mis favoritos. Sofía siempre los compartía conmigo.

Dese la puerta de la cocina, Sofía vio que su madre se ruborizada.

–Siempre comprábamos para ti. Pero no demasiados, no queríamos que tu madre se enfadase.

–Mientras no manchase los muebles de su despacho…

Los dos rieron, como si n hubiera pasado el tiempo.

«Mereces pasarlo bien». Tal vez estaba dándole demasiada importancia a todo aquello, pensó Sofía. Podía pasarlo bien ese fin de semana. ¿Por qué no? Disfrutaría de esos días con Eric, aunque solo fuese compartiendo unos nachos de maíz.

O aunque fuese algo más.

Sería tan agradable volver a sonreír, sentirse feliz de nuevo. De repente, casi podía ver la felicidad. Ya no era una estrella que colgaba en el cielo, tan lejana que nunca sería capaz de alcanzarla, como durante esos terribles meses tras la muerte de David.

Nunca olvidaría a su marido, pero tal vez no era malo que Eric le recordase que una vez había sido feliz y podría volver a serlo.

–Me alegro mucho de volver a verla, señora Cortés. A mis padres les encanta saber de ustedes.

–Saluda a tu madre de mi parte. Pero venga, marchaos o perderéis el avión.

Eric rio.

–No se preocupe por eso, el avión no se irá sin nosotros.

Eddy corrió hacia él, con una hoja de papel en la mano, y Eric se inclinó hacia el niño.

–Es muy bonito. ¿Lo has hecho para mí?

Eddy sonrió, asintiendo con la cabeza. Para no quedarse atrás, Addy también le ofreció una hoja de papel.

–Vaya, es precioso –dijo Eric–. ¿Puedes escribir tu nombre? Así sabré quién lo ha hecho –sugirió. Addy volvió a la mesa y trazó una raya rosa al pie de la hoja–. ¡Esa es mi chica!

Sofía se derritió. Sería tan fácil enamorarse de él, pensó. Podía obviar lo guapo que era, o que fuese multimillonario. Incluso podía dejar de lado que fuese tan considerado con ella. ¿Pero aquello?

En aquel momento no le parecía una fantasía inalcanzable. Mientras bromeaba con su madre y jugaba con sus hijos, a punto de llevarla en su avión privado a pasar un fin de semana en San Luis, casi podía creer que formaba parte de su mundo.

Solo esperaba poder fingir que así era. Solo un poco de diversión durante dos días.

Eddy también firmó su dibujo con un rotulador rojo.

–Los guardaré como un tesoro –prometió Eric, doblando las hojas antes de guardarlas en el bolsillo de la chaqueta–. Volveré a visitaros algún día y tal vez vuestra madre os llevará a mi barco.

–Ahora sí que la has liado –dijo Sofía, inclinándose para besar la cabecita de los niños–. Sed buenos. Nos veremos dentro de un par de días. Os quiero mucho.

Eric puso una mano en su espalda.

–Las despedidas largas son más difíciles –le dijo al oído.

Un coche negro esperaba frente a la casa. No era exactamente una limusina sino un coche de lujo. Ella miró hacia atrás para ver a su madre con los niños en brazos tras la ventana, los tres diciéndole adiós con la mano.

Tuvo que parpadear para contener las lágrimas mientras Eric le abría la puerta del coche y se sentaba a su lado, con la bolsa de aperitivos entre ellos.

–¿Dispuesta a pasarlo bien?

Pasarlo bien. Nada más y nada menos.

–Vamos a soltarnos el pelo –dijo Sofía, sacando una bolsa de nachos.