Normalmente, Eric disfrutaba visitando el emplazamiento de un nuevo proyecto. Por supuesto, disfrutaba ganando dinero, pero lo que de verdad le gustaba era comprar propiedades y sopesar sus posibilidades. Le encantaba elegir la mejor opción de entre esas posibilidades y convertirla en realidad. Y se le daba bien, además. Cada proyecto era más exitoso que el anterior. A veces parecía como si todo lo que tocaba se convirtiese en oro.
Miró a la mujer que iba sentada a su lado en el coche. Estaba guapísima aquel día, pero su atracción por ella iba más allá de la simple emoción de ver su trasero bajo esos pantalones blancos.
Tantas posibilidades.
Era absurdo cuánto se alegraba de verla. Llevaba más de una década sin saber nada de Sofía y, de repente, despertaba pensando en modos de hacerla reír o hacer que sus ojos brillasen de deseo. Soñaba con hacer que se pasara la lengua por los labios en un gesto de anticipación…
–¿Quieres que le envíe esa foto a tu madre? –le preguntó ella.
–No, envíamela a mí –respondió Eric. Porque quería conservar ese recuerdo de tener a los niños en brazos, la risa de Eddy, la dulce sonrisa de Addy.
No había mentido, los niños eran aún más guapos en persona. Eddy era extrovertido y Addy reservada, pero eran dos caras de la misma moneda. No eran idénticos ni en aspecto ni en carácter, pero hacían los mismos gestos: inclinar a un lado la cabeza cuando sonreían, por ejemplo. Encajaban el uno con el otro en todos los sentidos.
Eric se tocó el bolsillo de la chaqueta, donde había guardado los dibujos. Cuando pensaba en esos niños veía muchas posibilidades. Tal vez era absurdo, pero le gustaría tener algo que ver en sus vidas.
–Ya la tienes –dijo Sofía mientras le enviaba la foto–. Te gustaba mucho el refresco de fresa, ¿verdad? –le preguntó, sacando una botella de la bolsa–. No sé si es buena idea comer nachos antes de subir al avión, pero…
–Al menos no nos moriremos de hambre –bromeó Eric–. Hace años que no pruebo una de estas –añadió, tomando un largo trago. De inmediato empezó a toser, poniendo cara de sorpresa–. ¿Siempre ha sido así de dulce?
Sofía rio.
–¿De verdad no habías vuelto a probarlo desde que éramos niños?
Él negó con la cabeza. Solo sabía a azúcar, pero también a su infancia y a los días de diversión con Sofía.
–Tengo un chef personal y, además, suelo cenar fuera de casa. Toma –le dijo, ofreciéndole la botella. Siempre compartían los refrescos cuando eran niños, escondiéndose de su madre y de su obsesión por la comida nutritiva–. Este fin de semana vamos a pasarlo bien, está decidido. No sé si te lo he dicho, pero estás guapísima.
Sofía aceptó la botella, intentando sonreír.
–Gracias, pero no puedo atribuirme el mérito por este conjunto. Todo fue idea de Clarice.
–Puede que ella lo eligiese, pero es a ti a quien le queda de maravilla.
Sofía torció el gesto y, por un segundo, pensó que iba a regañarlo. En lugar de eso, levantó la botella y se la llevó a los labios.
Eric no podía dejar de mirar el movimiento de su garganta. Cuando le devolvió la botella, se pasó la lengua por los labios para capturar unas gotas de fresa y ese simple gesto lo excitó como nunca. Y la situación empeoró cuando ella levantó la mirada.
Tantas posibilidades. ¿Cómo sería con el cabello despeinado, los labios hinchados por sus besos? ¿Sabría dulce o a algo más complejo, como un buen vino?
Eric intentó apartar esos pensamientos. Se trataba de Sofía. Tenía que dejar de pensar en besarla a todas horas. En besarla por toda partes. O en cómo estaría con el vestido de cóctel. O sin el vestido de cóctel.
Desgraciadamente, para no pensar en ella volvió a pensar en los niños. Sacó el móvil del bolsillo y miró la fotografía que Sofía le había enviado. Eddy estaba dando palmaditas, Addy sonriendo…
Y él parecía feliz. Más feliz que nunca.
Aquello no podía ser. No, eso no era cierto. ¿Era tan grave querer desnudarla y pasar una larga noche en la habitación del hotel, demostrándole que besaba mucho mejor que cuando era un crío? Lo deseaba tanto, deseaba hacerle tantas cosas. Repetidamente, durante todo el fin de semana.
Le gustaría visitarla a menudo, ver a los niños o que Sofía los llevase al barco. Y también podría invitarlos a casa de sus padres porque a su madre le encantaría conocerlos. No tenía que agarrarse a aquella foto como si fuera lo único que iba a conseguir.
¿Pero cómo iba a pasar tiempo con los niños y no querer más? Casi podía verlo: Addy y Eddy gritando de alegría mientras navegaban por el lago, o lo divertido que sería jugar en la piscina.
¿Cómo iba a pasar tiempo con Sofía sin quitarle la ropa y cubrir su cuerpo con el suyo? ¿Cómo iba a evitar tomar su cara entre las manos para besarla?
Se movió en el asiento, incómodo. ¿Qué le pasaba? No estaría pensando en seducir a Sofía, ¿no? Para ella, y para sus hijos, solo podía ser un viejo amigo. No podía tener una familia solo con chascar los dedos.
Una cosa era ofrecerle un buen salario para que pudiese mantener a sus hijos, otra muy distinta pensar que Sofía sería capaz de superar la muerte de su marido. Ni todo el dinero ni todo el poder del mundo podrían remplazar a David Bingham.
Un final feliz para Sofía era algo que no podía comprar, pero si pudiese lo haría porque le importaba ella y sería muy fácil enamorarse de sus hijos.
Tantas posibilidades.
Sofía abrió la bolsa de nachos.
–Gracias por ser tan agradable con los niños.
Él tomó un nacho de la bolsa.
–Lo dices como si hubiera tenido que hacer un esfuerzo, pero no es verdad, al contrario. Solo siento no poder haber podido estar más tiempo con ellos. Me encantaría llevarlos a navegar. Les compraré salvavidas de su talla. O tal vez esos trajes de neopreno con flotador incorporado. Marcus le ha comprado uno a su hijo.
Marcus se había casado con su ayudante, Liberty Reese. Seguían trabajando juntos en Warren Capital, habían adoptado un niño y habían creado una familia instantánea. ¿Serían felices de verdad?
Eric sacudió la cabeza. No entendía por qué se hacía esa pregunta.
–En el centro del lago hace más fresco, pero el agua está más limpia –prosiguió–. La popa de mi barco casi roza el agua, así que no tendrían que dar un gran salto. Creo que les encantaría –añadió, metiéndose un nacho en la boca. Volvió a toser, sintiendo que le ardía la lengua–. ¿Siempre han sido tan picantes? –exclamó, tomando un trago de refresco. Le lloraban los ojos y su frente se había cubierto de sudor.
Sofía soltó una carcajada.
–No, este es un sabor nuevo. ¿Demasiado picante?
–No estaba preparado, puede que nunca lo esté –respondió él–. Será mejor que no llevemos esto en el barco. Nunca me lo perdonaría si los niños comiesen estos nachos por accidente.
Sofía lo estudió con los ojos entornados, aunque era difícil adoptar una expresión severa mientras lo veía intentando encontrar aliento.
–¿Dices en serio lo del barco?
–Yo siempre hablo en serio.
Ella intentó disimular una sonrisa.
–Bueno, se me ocurre un tiempo en el que nunca hablabas en serio.
Le gustaba esa sonrisa, pensó Eric. No quería verla preocupada, apretando los labios.
–¿Estás preparada para este fin de semana?
–Creo que sí. Pero este es un mundo tan diferente para mí. Aviones privados, ropa cara, coches con chófer….
–No olvides el barco.
Ella puso los ojos en blanco.
–¿Cómo podría olvidar el barco? Sé que vamos a trabajar, pero estoy dispuesta a pasarlo bien. No lo he pasado bien desde… –Sofía tragó saliva–. Bueno, desde hace mucho tiempo.
Aunque seguramente no era muy sensato, Eric tomó su mano y enredó los dedos con los suyos. Por un momento, ella se quedó rígida, pero luego se dejó llevar. Saltaban chispas entre ellos, pero no pasaba nada. No iba a seducirla en el coche. Podían ir de la mano al aeropuerto, no había nada malo en ello.
–Sofía… –empezó a decir–. Lo siento.
Ella tardó unos segundos en relajarse y apoyar la cabeza sobre su hombro. Eric cerró los ojos, disfrutando de su proximidad.
–Estoy mejor. El trabajo me ayuda.
–Me alegro.
Eso era lo más importante, ¿no? Ayudarla a rehacer su vida.
–Tú me ayudas, Eric.
De cerca, sus ojos eran de un rico tono marrón, brillantes y dulces, como el mejor de los coñacs. Podría emborracharse de ellos, pensó.
No sabía si fue ella quien se acercó o al revés, pero de repente estaba acariciando su mejilla.
–Solo quiero que estés bien –murmuró, mirando sus ojos con fascinación–. Para eso están los amigos.
–Sí –asintió ella–. Amigos.
Sofía lo besó y él le devolvió el beso. Era embriagador. Sabía dulce, picante y ardiente. Le subió la temperatura, y no tenía nada que ver con los sabores artificiales de los aperitivos mexicanos. Aquel no era como su primer beso, nada parecido. Porque no era un tentativo roce de los labios con los ojos cerrados, los dos conteniendo el aliento.
Aquello era… todo. Eric trazó la comisura de sus labios con la punta de la lengua y Sofía suspiró en su boca, abriendo los labios, permitiéndole deslizar la lengua en su boca para explorarla.
Lo besaba con salvaje abandono, como una mujer necesitada de oxígeno que acabase de sacar la cabeza del agua. Su sabor era complejo y dulce, como ella misma.
Eric la envolvió en sus brazos, inclinando la cabeza para besarla a placer. Notaba los latidos de su corazón y el roce de sus pechos apretados contar su costado. Tentativamente, acarició uno, generoso y cálido, con una mano y Sofía dejó escapar un gemido. Cuando el pezón se levantó, Eric tuvo que apretar los dientes. Respondía de una forma tan apasionada. Estaba seguro de que sería asombroso cuando se dejase ir del todo.
Quería que se dejase ir en ese mismo instante. Sin dejar de acariciar su pecho, enterró la mano libre en su pelo e inclinó la cabeza para besar su cuello, el sitio donde latía su pulso. No era débil o irregular, al contrario, latía con fuerza.
–Eric…
Sofía estaba donde debía estar, entre sus brazos. Él estaba excitado y solo deseaba enterrarse en ella y hacerla gritar de placer.
El coche pasó sobre un bache, haciendo que los dos perdiesen el equilibrio. Eric la agarró por los hombros y, al ver sus ojos empañados por el deseo, supo que él no podía estar mucho mejor. Solo podía mirarla, pensando cuánto deseaba volver a besarla.
Pero no se arriesgó porque Sofía se irguió en el asiento. Su mirada se había aclarado, el brillo de deseo en sus ojos remplazado por uno de preocupación.
–Oye… esto ha sido…
Se llevó un dedo a los labios y Eric tuvo que contener el deseo de remplazar el dedo con su boca. Pero no tuvo oportunidad porque Sofía se retiró un poco. Había tenido que apartar el brazo de su hombro, pero no pensaba soltarla del todo y volvió a tomar su mano.
–Un error –terminó Sofía la frase.
–A mí no me ha parecido un error –dijo él. ¿Por qué había pensado que sería tan fácil? No iba a serlo–. ¿Ahora es cuando me dices que no podemos hacer esto?
–No podemos –afirmó ella, pero no soltó su mano–. Eric, no podemos.
–¿Por qué no? Me gustas… más que eso –admitió él–. No he podido dejar de pensar en ti desde que entraste en mi oficina. Desde que volviste a entrar en mi vida.
–No puedo enamorarme otra vez –insistió ella, con voz entrecortada–. Tengo que… –Sofía tragó saliva, apartando la mirada–. No quiero arriesgarme a perder mi trabajo.
Eric puso los ojos en blanco.
–Tu trabajo no tiene nada que ver con esto.
–Necesito el trabajo para mantener a mi familia, para seguir adelante. Me pagas demasiado y…
–No, por favor, no insistas.
–Y no puedo arriesgarme por algo tan egoísta como… –Sofía tragó saliva de nuevo–. Por una aventura fortuita. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo no. Yo no tengo millones de dólares en la cuenta del banco por si esto no saliese bien.
Eric lo pensó un momento. El argumento era sensato. Trabajaba en su empresa y él tenía una estricta regla sobre las relaciones con sus empleadas. No mantenía relaciones con ellas, punto. Pero Sofía no era solo la gerente, era una amiga. Su relación había empezado mucho antes de que trabajase para él y, si era sincero consigo mismo, quería que durase mucho más.
–¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones íntimas?
–¿Cómo? –exclamó ella, apartando la mano–. No puedes preguntar eso.
–¿Después de ese beso? Pues claro que voy a preguntar. ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en tus propias necesidades?
Sofía cerró los ojos.
–No, por favor…
Él podía ver la verdad en su cara. No había estado con nadie desde que su marido murió y un año y medio era mucho tiempo para vivir sin un poco de cariño. Quería abrazarla y decirle que todo iba a salir bien, pero Sofía era viuda y a él lo habían dejado plantado en la iglesia; no podía prometerle que todo iba a salir bien.
Pero no iba a prometerle para siempre, pensó, solo un fin de semana.
–Estoy intentando entender, Sofía. Sé que tienes que cuidar de tu familia, ¿pero quién cuida de ti?
Ella tragó saliva.
–Esta no va a ser una pelea limpia, ¿eh?
–Claro que no –dijo Eric, disimulando una sonrisa–. Deja que cuide de ti este fin de semana. Estoy deseando ver el vestido que has elegido para el cóctel –murmuró, inclinándose para rozar su pelo con la nariz. Olía tan bien que quería devorarla–. Deja que te cuide. No tendrás que preocuparte por nada.
Ella tardó algún tiempo en responder:
–No sé si puedo dejar de preocuparme. No como tú.
Eso le dolió más de lo que debería.
–¿No como yo?
–Yo no puedo tener relaciones fortuitas –dijo Sofía. Pero apoyó la cabeza en su hombro y Eric la abrazó–. Quiero decir… bueno, no sé lo que quiero decir.
Él se quedó pensativo un momento. Sofía tenía que saber que lo habían dejado plantado en la iglesia y, seguramente, habría oído lo que pasó después de su fracasada boda. Había tenido varios romances cortos publicitados por la prensa antes de hartarse del sexo sin sentido. No había amado a Prudence, pero sentía afecto por ella y el sexo sin eso no era lo mismo. Un alivio físico, sí, pero eso no era suficiente. Él necesitaba algo más.
Sofía entre sus brazos le parecía ese algo más.
Estaba ardiendo por ella, pero quería algo más que un alivio físico para los dos. Quería hacerla sonreír, quería que estuviese bien y se sintiera segura.
De modo que besó su cabeza y se apartó.
–No tenemos que hacer nada –le dijo. Su cuerpo protestó, pero no le hizo caso. La deseaba como nunca había deseado a una mujer, pero los amigos no presionaban a sus amigas para que se acostasen con ellos–. Pero si cambias de opinión, házmelo saber. Porque me importas, Sofía, y no tengo intención de hacerte daño.
Ella se quedó en silencio, pero no se apartó.
–Amigos, ¿eh?
–Eso es –asintió Eric. Amigos estaba bien, pero amigos con derecho a roce era aún mejor. Por supuesto, no lo dijo en voz alta–. Siempre amigos.
–Gracias –susurró Sofía.
Y aunque no era sexo, el calor de su cuerpo hizo que cerrase los ojos para saborear el momento. Ella suspiró de nuevo cuando acarició su pelo y ese sonido lo hizo sentir bien. Genial incluso. Necesitaba aquello. La necesitaba a ella y con eso era suficiente. Por el momento.
El coche pasó sobre otro bache y la mejilla de Sofía aplastó las hojas de papel que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Era posible que también necesitase a esos niños. Su risa, sus abrazos, su alegría. Necesitaba esa inocencia en su vida. Estaba cansado de ser un cínico, de apartarse de la gente por miedo a que lo decepcionasen.
Eric suspiró, disfrutando del calor de su cuerpo. El roce, casi platónico, era muy agradable. El sitio de Sofía estaba entre sus brazos.
¿Cómo podía convencerla de ello?