–Casi hemos llegado –le dijo Eric al oído.
Sofía, apoyada en su brazo, asintió con la cabeza.
–Puedo caminar –protestó Meryl delante de ellos.
–Ya sé que puedes caminar –replicó Steve, tomando a su mujer en brazos–. Pero no quiero que vayas chocando con las paredes.
Para Sofía, no era un gran consuelo no ser la única que había sufrido durante el aterrizaje, en medio de una tormenta. Había sido tan espantoso que había estado a punto de sufrir otro ataque de ansiedad. Steve había vomitado y Meryl parecía necesitar un médico. Incluso Eric, que estaba acostumbrado a viajar constantemente en ese diminuto avión, estaba pálido.
Sus piernas parecían de goma y su corazón seguía latiendo acelerado. No tenía fuerzas para protestar cuando Eric la tomó por la cintura. Se apoyó en él, intentando no soltar la botella de ginger–ale. No sabía si servía de algo, no sabía dónde estaba su maleta y, en realidad, le daba igual.
–Sé que no estaba en el programa –dijo Eric– pero creo que deberíamos descansar un poco. ¿Tenemos dos horas?
–No –respondió Meryl, aunque su voz sonaba como un sollozo.
–Tenemos tiempo –insistió él–. Nadie esperaba que aterrizásemos con esa tormenta. Hemos sufrido un retraso, nada más. Y tenemos todo el día de mañana.
Meryl dejó escapar un gemido lastimero y Steve la apretó contra su torso.
Ese gesto hizo que el corazón de Sofía diese un vuelco, pero no por el mareo sino por envidia. Cuánto echaba de menos tener a alguien que la tomase en brazos, literal y figuradamente, cuando la vida le daba un nuevo golpe.
Justo en ese preciso instante, Eric se inclinó, apretando el brazo en su cintura, para decirle al oído:
–Esta es tu habitación.
Y aunque no era lo mismo, y aunque Eric no era suyo, Sofía se apoyó en él porque se sentía fatal y Eric era la fuerza que necesitaba en ese momento. Además, pasara lo que pasara ese fin de semana, siempre serían amigos. Aunque se enamorase un poco de él, seguirían siendo amigos.
La habitación de los Norton estaba frente a la suya.
–¿Dónde está tu habitación? –le preguntó.
–Al lado de la tuya –respondió él, mientras abría la puerta, sin soltar su cintura–. Tomaos el tiempo que queráis. Es mejor llegar tarde que enfermo a una reunión –dijo luego, volviéndose hacia Steve.
–A mí se me pasará… –murmuró Meryl. Pero Steve cerró la puerta, dejando a medias la protesta de su mujer.
Eric se volvió hacia Sofía.
–Lamento mucho todo esto –se disculpó ella.
Eric resopló mientras entraba en la habitación, cerraba la puerta y la ayudaba a sentarse en la cama.
–Y yo siento mucho que el vuelo haya sido tan horrible. Ha sido uno de los peores aterrizajes que recuerdo. Francamente, empezaba a temer por vuestras vidas.
Sofía también, por eso había tenido que hacer un esfuerzo para contener un nuevo ataque de ansiedad.
–Tal vez podríamos volver a casa en tren –sugirió.
–Se supone que el domingo mejorará el tiempo. Si sigue lloviendo, ya pensaremos cómo volver –dijo Eric, inclinándose sobre la cama para levantar sus pies.
Sofía apretó los labios. La bonita blusa de seda estaba arrugada y la lluvia había destrozado su peinado. Seguramente tenía aspecto de gato mojado.
Eric le quitó sus nuevos zapatos de Stuart Weitzman y levantó un poco la pernera del pantalón. No había nada malo en que viera sus piernas. Había visto mucho más cuando jugaban en la piscina.
Pero no sabía qué estaba haciendo… ¿estaba desnudándola?
Experimentó una oleada de calor por todo el cuerpo, pero era ridículo. Eric no iba a seducirla allí mismo. Tenía mal aspecto después del viaje y se sentía aún peor. Y, además, debían prepararse para la reunión con el lugarteniente del gobernador y los concejales, y no pensaba dejar que Eric la distrajese con esos gestos de ternura…
Pero estaba acariciando sus pantorrillas y el roce de sus manos la encendía. Cerró los ojos y tuvo que agarrarse al edredón para no abrazarlo.
Él pasó las manos sobre sus tobillos, sobre sus pantorrillas de nuevo. Esas manos tan grandes, tan masculinas, y no pudo evitar recordar el beso en el coche; el beso que había despertado un deseo que había mantenido guardado durante un año y medio.
Con Eric masajeando sus piernas, notando el calor de sus manos, ya no se sentía agotada ni asustada. Se sentía…
Cálida, segura y cuidada. Dios, cuánto había echado de menos esa sensación.
–Sofía –murmuró él.
No sabía si era una pregunta y, honestamente, le daba igual. Eran amigos, ¿no? Los amigos se ayudaban unos a otros, lo pasaban bien, se consolaban cuando algo iba mal. Y el viaje en avión había ido fatal.
Los amigos no dejaban que unos millones de dólares, un avión privado o unos conjuntos de lujosa ropa se interpusieran con su amistad. Y una vez desechado eso, ¿no eran solo un hombre y una mujer? ¿No estaban hechos para encajar el uno con el otro? Cuánto le gustaría ser consolada y cuidada por Eric, recibir sus atenciones y su afecto.
–¿Sofía? –dijo él de nuevo, su voz provocándole un aleteo en el vientre.
Daba igual cuál fuese la pregunta, la respuesta era muy sencilla:
–Sí.
Él deslizó las manos por la curva de sus pantorrillas. Sofía nunca había pensado en esa parte de su cuerpo en particular como una zona erógena… hasta ese momento.
–¿Quieres descansar un rato?
Ella lo miró entonces. Uno de los hombres más poderosos de Chicago, y tal vez del país, estaba de rodillas ante ella, esperando una respuesta. Sofía soltó el edredón y alargó una mano para tocar su cara. Estaba recién afeitado y su rostro era suave.
–Solo si tú te quedas conmigo.
Eric contuvo el aliento.
–Dame unos minutos –respondió. Luego se incorporó y salió de la habitación, dejándola sola.
Sofía enterró la cabeza entre las manos. Aún podía sentir las caricias de Eric en las piernas. Podía sentir sus brazos en la cintura, negándose a dejarla ir tropezado por el hotel. Aún podía sentir su mano apretando la suya durante el turbulento aterrizaje. Se había negado a soltarla.
Podía sentir el ardor de su boca, el roce de su lengua, el calor de su aliento mientras susurraba su nombre. Eric la había besado como si fuese el aire sin el que no podía respirar.
Estaba cuidando de ella. Quería que descansase. Iba a volver a la habitación.
Y ella tenía que arreglarse un poco.
Pensar eso la puso en movimiento. Se tomó el resto del ginger ale y miró alrededor. Era una bonita habitación, la cama doble con un grueso edredón, un sofá de terciopelo frente a una mesa de café y una televisión casi tan grande como la que David había comprado. Los artículos de aseo eran de una lujosa marca. Por supuesto. Eric Jenner no aceptaría nada menos.
Hizo una mueca cuando se miró en el espejo. El pelo se había escapado del moño y el maquillaje era un desastre. Y, sin embargo, Eric la había mirado como si fuese la única mujer en el mundo para él. La camisa estaba arrugada, de modo que se la quitó, quedando solo con la camisola y el pantalón. Se lavó la cara, pero entonces recordó que el botones aún no había subido con la maleta y necesitaba su neceser. Estaba lavándose las manos cuando sonó un golpecito en la puerta de la habitación.
–Un momento.
Oyó voces masculinas al otro lado y cuando salió del baño vio a Eric frente a una puerta en la que no se había fijado hasta ese momento. Ah, claro. Sus habitaciones estaban conectadas. Por supuesto, él tenía una suite y la suya era una habitación contigua.
No debería importarle que pudiese entrar en su habitación o ella en la suya. No era más íntimo que quitarle los zapatos, pero descubrir que tenían habitaciones contiguas era como ver caer la última barrera para pasar el fin de semana entre sus brazos. No tendrían que salir al pasillo, donde Meryl y Steven podrían verlos.
–Esa maleta se queda aquí, traiga la otra a mi habitación –estaba diciendo Eric. Al verla, su expresión se suavizó y le hizo un gesto con la mano para que esperase un momento.
Sofía volvió a entrar en el baño y se apoyó en la puerta. Las habitaciones estaban conectadas. Eric la deseaba… y ya había empezado a desnudarla.
Ella lo deseaba también. Cuánto lo deseaba.
Pero entonces vio su reflejo en el espejo. Había recuperado algo de color en la cara, pero su pelo era un desastre. Se quitó las horquillas y lo peinó con los dedos antes de sacudir la melena. De todos modos, no podría dormir con el moño.
Entonces oyó que se cerraba una puerta.
–¿Necesitas algo de tu maleta? –le preguntó Eric.
–No –mintió Sofía–. Salgo enseguida.
–No hay prisa.
Pero ella sí tenía prisa. Si iba a lanzarse sobre Eric, y ese parecía ser el caso, pondría en peligro su puesto de trabajo y los pondría a los dos en una situación comprometida. Steve y Meryl estaban al otro lado del pasillo y el riesgo de provocar cotilleos en la oficina era enorme.
Pero maldita fuera, lo necesitaba. Necesitaba un fin de semana sin tener que fingir que estaba bien porque no era verdad. Quería estar bien y sabía que Eric podía darle eso. Ya lo había hecho.
Sofía se miró en el espejo por última vez. El pelo había quedado medio aceptable. Debería ponerse corrector de ojeras, pero en general no estaba mal.
«Mereces pasarlo bien, es hora de que sonrías de nuevo».
Eso era lo que su madre le había dicho. Y Eric había dicho prácticamente lo mismo, añadiendo que quería cuidar de ella. Y, a juzgar por su actitud en esas últimas horas, estaba claro que no se refería solo a un satisfactorio revolcón. De verdad estaba cuidando de ella.
Decidida, abrió la puerta y salió del baño.
La habitación estaba vacía.