Sofía vaciló en la puerta de la suite. La habitación de Eric era mucho más grande que la suya y mucho más lujosa. Aparte del dormitorio y el baño, había un comedor con una mesa preparada para cuatro personas, con platos de fina porcelana y copas de cristal, y hasta una cocina con electrométricos y encimeras de granito. Cuando dio un paso adelante, sus pies se hundieron en una gruesa alfombra.
Los sofás del salón eran similares al de su habitación, pero más grandes, con suntuosos almohadones. Aquel sitio era más espacioso que el apartamento en el que había vivido mientras estudiaba en la universidad.
Muy bien, pensó. Si tenía que organizar viajes para Eric en el futuro, debía recordar que aquel era el tipo de habitación al que estaba acostumbrado. Lo tendría en cuenta. Estaba intentando ser profesional. Una profesional descalza y en camisola, pero profesional al fin y al cabo.
Todos esos pensamientos se fueron por la ventana cuando Eric apareció al otro lado de la habitación. Llevaba la camisa abierta y estaba desabrochando los puños. Aunque debajo llevaba una camiseta blanca, verlo desabrochando su camisa hizo que sintiera un escalofrío por la espalda.
Sus pezones se levantaron bajo la camisola y esa reacción no tenía nada que ver con la amistad.
Sofía cruzó los brazos sobre el pecho para disimular.
–Así que esta la clase de habitación que reservas cuando viajas.
Él enarcó una burlona ceja.
–Así es. De hecho, cuando vengo a San Luis normalmente me alojo en esta suite. Lo mejor es la vista del parque –dijo, señalando la ventana por encima de su hombro.
–¿Lo mejor después de las vistas al lago Michigan?
–Así es.
Se miraron un momento. Sofía no sabía qué hacer en aquella situación. Después de todo, habían decidido que ese fin de semana no serían solo jefe y empleada, pero tampoco estaban actuando como «viejos amigos».
–No sabía que nuestras habitaciones estuvieran conectadas.
–Espero que no te importe –dijo él, mientras empezaba a quitarse la camisa.
Su cuerpo no era el de quince años atrás. Era más imponente y la camiseta blanca que llevaba bajo la camisa se ajustaba a su torso y sus bíceps. Sus músculos no eran exagerados, pero sí bien definidos. Ya no era el niño delgado que ella recordaba. Sofía miró, fascinada, su piel morena Los pelirrojos morenos eran tan raros, tan especiales.
Él era tan especial.
No tenía derecho a estar en aquella suite con él, ningún derecho a mirarlo así. No tenía derechos sobre él, pero los quería. Solo ese fin de semana.
De modo que tomó aire y dejó caer los brazos a los costados.
–¿Por qué iba a importarme?
Eric clavó la mirada en sus pechos, con los ojos oscurecidos. Sus pezones se marcaban bajo la tela de la camisola y casi podría jurar que tenía que contener un rugido. Pero en lugar de lanzarse sobre ella le preguntó:
–¿Te sientes mejor?
–Sí, un poco.
Eric dio un paso adelante y ella hizo lo mismo; se detuvieron uno frente al otro y él levantó una mano para apartar el pelo de su cara.
–Hola –dijo en voz baja, tomando su cara entre las manos.
Habían pasado toda la mañana juntos y ya no lo veía como Eric Jenner, el famoso multimillonario, su jefe. Sin la cara camisa u otros símbolos de riqueza, solo era Eric, su amigo. Sofía vaciló antes de poner las manos en su cintura. Sin la chaqueta y la camisa, su cuerpo irradiaba calor.
–¿Vamos a tumbarnos un rato? –le preguntó.
–Por supuesto –respondió él, pasando un dedo por su mejilla–. ¿Dónde vamos a dormir?
Sofía experimentó una oleada de deseo más fuerte e insistente que la que había experimentado en el coche, cuando Eric la besó. Entonces estaba nerviosa por tener que dejar a sus hijos y por el viaje en avión. Todo eso había quedado atrás, aunque el pavoroso aterrizaje la había dejado exhausta.
–Yo no suelo echarme la siesta, pero el vuelo ha sido tan espantoso… –murmuró, apretándose contra él. Sus pechos se aplastaban contra el torso masculino, los pezones levantándose al rozarlo. Echaba tanto de menos las caricias de un hombre–. ¿Me abrazarás?
Eric no la abrazó y, durante un segundo, pensó que iba a decir que no. Pero antes de que pudiese apartarse, él se inclinó para tomarla en brazos como había hecho Steve con Meryl.
–¡Eric!
–Ya te tengo –dijo él.
Eso era lo que quería escuchar, lo que necesitaba creer durante ese fin de semana, y Sofía se relajó en sus brazos.
–Elige una habitación. ¿La mía o la tuya?
Ella no tuvo que pensarlo.
–La tuya –respondió. De ese modo, si aquello no salía bien, siempre podría volver a su habitación y no tener que oler su aroma en la almohada.
No debería estar haciendo aquello, pero parecía incapaz de evitarlo.
–¿Te importa si me quito el pantalón? –le preguntó Eric–. No quiero que se arrugue.
Era una petición aparentemente inocente, pero de ese modo estaría casi desnudo.
–No, claro que no.
Eric la sentó al borde de la enorme cama y dio un paso atrás. Sofía levantó la mirada… pero la apartó enseguida al ver que llevaba las manos a la cinturilla del pantalón. Riendo, él se detuvo y volvió a acariciar su mejilla. Y Sofía no pudo evitar un suspiro de felicidad. Había pasado tanto tiempo. Sabía que estaba exagerando, pero casi le parecía su primera vez… y en cierto modo lo era. Su primera vez con Eric.
Quería abrazarlo, apretarse contra su torso y confiar en que él estaría ahí si lo necesitaba… para lo que fuera. Pero lo que hizo fue levantarse de la cama para quitarse el pantalón blanco, con las perneras manchadas por la lluvia. Necesitaba estar cerca de Eric, necesitaba el consuelo de su cuerpo. No era solo sexo, o no del todo. Era algo más.
Intentó no mirar el bulto bajo su pantalón, pero no era fácil porque…
«Dios bendito».
Sonriendo para sí misma, se quitó el pantalón blanco, agradeciendo que Clarice hubiera insistido en incluir ropa interior en la compra. En lugar de las sencillas bragas de algodón que solía usar, llevaba un tanga de seda con encaje en la cintura. Era el primer tanga que se había puesto en su vida, de color nude. Clarice se había negado a dejar que eligiese otro color porque, según ella, que las bragas se marcasen bajo el pantalón era muy poco elegante.
Se sentía expuesta y vulnerable, pero no era una sensación incómoda. En lugar de experimentar ansiedad, los tentáculos del deseo recorrían su cuerpo, haciendo que pareciese pesado y necesitado.
De él. Del hombre guapísimo que acababa de meterse en la enorme cama y estaba llamándola con un dedo.
–Ven aquí.
Sofía no había tenido una adolescencia salvaje. Había sido educada de forma estricta y, además, un embarazo accidental le hubiese impedido conseguir sus objetivos. Era virgen cuando empezó a salir con David y nunca había estado con nadie más.
¿Podría echarse atrás si se tumbaba al lado de Eric? ¿Había alguna esperanza de no enamorarse de él? Porque aquel encuentro duraría el fin de semana y nada más. Un fin de semana era suficiente para pasarlo bien y reclamar su sexualidad con la ayuda de Eric. Durante unos días, podía creer que aquel era su sitio, no solo en su vida sino en su cama.
Un fin de semana sería suficiente. Tenía que serlo.
Eric miró la camisola con los ojos oscurecidos y, cuando alargó una mano hacia ella, Sofía supo que no había forma de echarse atrás. Se tumbó a su lado y él los cubrió a los dos con el edredón, pasándole un brazo por los hombros.
Ella enredó una pierna entre las suyas, apoyó la cabeza en su torso y luego, por primera vez en lo que le parecían meses, dejó escapar el aliento.
–Eric…
–Calla –murmuró él, acariciando su pelo–. Descansa un rato. Yo estaré aquí cuando despiertes.
Pegada a él, notando el calor de su cuerpo, Sofía no creía que pudiese conciliar el sueño, pero cerró los ojos y se quedó dormida, sintiéndose segura y convencida de que todo iba a salir bien.
Eric advirtió el momento en el que se quedaba dormida porque sus músculos se relajaron y se dejó caer sobre él, cálida y suave. Era extraño lo fácil que era abrazarla así. Estaba tenso mientras ella estaba relajada, Sofía era suave mientras él estaba más duro que nunca.
Aquello era una tortura y la sufriría gustoso porque, a pesar de su incómodo estado, tenerla entre sus brazos era sencillamente maravilloso.
¿Estaba preparándose para una de las reuniones más importantes de su carrera? ¿Estaba pensando en el futuro? No. Solo podía pensar en los pechos de Sofía apretados contra su costado, en la suave piel de su pierna. Llevaba un tanga casi transparente, y eso era lo único que los separaba. Podía sentir el calor de su cuerpo, respirar el aroma de su piel.
¿Cuánto tiempo le había dicho a los Norton? ¿Dos horas? No iba a ser suficiente. Nunca sería suficiente si estaba en la cama con Sofía. Estaban medios desnudos y abrazados, pero eso no significaba que ella quisiera hacer nada. Le había pedido que la abrazase y eso era lo que pensaba hacer. Nada más.
Por suerte, llevaba el reloj con tecnología móvil en la mano que podía levantar sin molestarla. Antes de que el botones apareciese con las maletas había enviado un mensaje al ayudante del alcalde para advertirle que la tormenta los había retrasado y decirle que volvería a ponerse contacto con él cuando hubieran descansado un poco. Pero eso significaba que tenían un par de horas como máximo. Luego tendrían que levantarse, cambiarse de ropa, volver a ser el señor Jenner y la señora Bingham, jefe y gerente. Y tendría que ser así hasta…
Eric repasó mentalmente el programa de trabajo. Tenían la reunión con el alcalde y el director de urbanismo esa tarde. Por la noche, la cena formal con varios miembros del ayuntamiento y el lugarteniente del gobernador de Misuri Al día siguiente, más reuniones, visitas al emplazamiento, negociones. Necesitaba que Meryl fuese su bulldog, Steve debía convencer a todos de que el proyecto era viable y Sofía debía ser sus ojos y sus oídos. Después de todo, aquel era un contrato importantísimo. El proyecto de San Luis estaba maduro y, si jugaba bien sus cartas, sería más rico de lo que nunca hubiera podido soñar.
Pero pensar eso no lo hacía feliz. Ya era más rico de lo que nunca hubiera podido imaginar y cumplir con el programa de trabajo significaba tener que salir de aquella habitación. Tendría que alejarse de Sofía y pasar la tarde y los dos días siguientes sin tocarla. Y no sabía cómo iba a hacer eso.
Si Meryl y Steve no estuvieran allí cancelaría todas las reuniones. Pero mucha gente dependía de él. No solo sus empleados sino la gente de San Luis a la que contrataría para la construcción. Iba a invertir mucho dinero en aquel proyecto y no podía estropearlo todo por el deseo egoísta de pasar el fin de semana con Sofía entre sus brazos.
Además, estaba violando su propio código de conducta. Era tan difícil recordar que Sofía era una empleada cuando estaba con ella. Pero lo era y, técnicamente, en ese momento estaban trabajando. Y casi desnudos en la cama.
Su último pensamiento antes de quedarse dormido fue que tal vez no debería haberla contratado.
Eric flotaba en ese espacio entre el sueño y la vigilia. Estaba deseando llevar a Addy y Eddy en su barco. Tal vez tendrían que llevar a la niñera para que cuidase de ellos. Quería que los niños lo pasaran bien, pero también quería que Sofía disfrutase y eso no sería fácil si tenía que estar vigilando constantemente a los mellizos.
Qué preciosa estaría Sofía en su barco, tirada en una hamaca, en bikini, el sol acariciando su piel como quería hacerlo él. La llevaría al camarote y la tumbaría en la cama…
Ella suspiró cuando rozó su hombro y el sonido pareció atravesarlo. Tenía unas piernas largas y bien torneadas, y Eric las acarició desde las rodillas hasta los muslos y las caderas… y luego hacia abajo de nuevo. Una y otra vez. No se cansaba de ella. Tal vez no se cansaría nunca.
Mientras acariciaba sus piernas, ella se revolvió, quedando casi encima de él. Ahora podía tocar su espalda. Tenía unas curvas tan femeninas que solo se le ocurría una palabra para definirlas: exuberantes. Con un poco de suerte, cuando despertasen tendría la oportunidad de acariciarla de verdad. Quería tocarla por todas partes. No solo tocar sino agarrar, sentir y conocerla mejor. Cada centímetro de ella.
Soñó con Sofía tumbada sobre su cuerpo y él acariciando su trasero con las dos manos, rozando el encaje del tanga con la punta de los dedos y colocándola de modo que su duro miembro la rozase entre las piernas.
Su Sofía de sueño dejó escapar un gemido y ese sonido rasgó la neblina en la que parecía estar envuelto. Parpadeó y luego volvió a hacerlo. El camarote del barco se convirtió en la habitación del hotel, pero Sofía estaba encima de él.
Aquello no era un sueño. Sofía estaba encima de él, mirándolo con los ojos entornados, arqueando la espalda y presionando contra su erección. Atónito, Eric no sabía qué hacer. Era tan agradable tenerla encima. Temía decir algo y romper el hechizo que los despertaría a los dos de aquel sueño, de modo que mantuvo la boca cerrada mientras apretaba su trasero, empujándola más aún contra su erección.
Ella dejó escapar un suspiro de satisfacción que Eric quería tragarse, sentirlo en su interior hasta que le hiciese perder la cabeza. Sofía arqueó la espalda, empujando sus pechos hacia delante, y él tiró de la camisola para quitársela.
«Exuberante» seguía siendo la única palabra que se le ocurría para definir las curvas bajo el sujetador de encaje. Podía ver las oscuras aureolas de sus pezones. Era demasiado y demasiado poco a la vez. No podía moverse, no podía pensar. Lo único que podía hacer era mirarla, adorarla.
Sofía se cubrió los pechos con un brazo, el estómago con el otro.
–Lo sé, lo sé. Tener a los niños ha cambiado mi cuerpo. Ya no soy la misma…
Eric no sabía qué iba a decir, pero daba igual. A él le parecía perfecta, de modo que la interrumpió con un beso. Ella dejó escapar un suspiro, echándole los brazos al cuello mientras Eric acariciaba su espalda. Empezó a quitarle el sujetador, si dejar de besarla, y Sofía enterró los dedos en su pelo.
Le gustaba que se mostrase un poco agresiva y segura de sí misma. El beso en el coche esa mañana había sido una promesa, pero aquello… aquello era una promesa cumplida.
El cierre del sujetador cedió y Eric lo apartó a un lado. No quería dejar de besarla, pero no pudo resistirse a la tentación de inclinar la cabeza sobre esos generosos pechos. Le encantaba todo en ellos, su volumen, su color, incluso las pequeñas estrías. Eran perfectos porque eran parte de Sofía.
–¿Esto está prohibido? –le preguntó, mientras los besaba.
–No –respondió ella, echando la cabeza hacia atrás–. Solo les di el pecho durante un año…
–Eres la mujer más bella que he visto nunca –murmuró él mientras pasaba la lengua por la punta de un pezón. Al ver que se endurecía dejó escapar un rugido de satisfacción. Estaba borracho de ella.
–Dios mío, Eric –musitó Sofía, empujando la cabeza contra sus pechos.
Movía las caderas adelante y atrás, apretándose contra su erección, y Eric introdujo una mano entre sus piernas, deslizándola por el sedoso tanga hasta que encontró su centro. Ella dio un respingo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, y Eric sonrió antes de clavar los dientes en uno de sus pezones.
–Eric… –repitió ella, apoyando el peso del cuerpo sobre su mano.
Él empezó a hacer círculos sobre los húmedos pliegues, sin dejar de mordisquear sus pechos, y encontraron el ritmo perfecto mientras la acariciaba. Deseaba darle la vuelta y entrar en su calor una y otra vez hasta que los dos estuviesen saciados. Y entonces, cuando hubiese recuperado el aliento, quería volver a hacerlo.
Pero antes quería darle aquello. Sin demandas, solo el regalo del placer, con Sofía confiando en él y Eric ganándose su confianza como estaba haciendo en ese momento.
Estaba dejando que la amase y él estaba aprovechándose. Sabía que había muchas razones para no hacer aquello, pero no se le ocurría ninguna razón en ese momento y, además, era demasiado tarde. Ese barco ya había zarpado.
Sofía movía las caderas adelante y atrás, frotándose contra su erección mientras él acariciaba su cuerpo. La presión era tan intensa y asombrosa que cuando ella tiró de su pelo para besarlo, obligándolo a levantar la cabeza, sintió que todo su cuerpo se ponía tenso.
–Déjate ir, Sofía –murmuró sobre sus labios.
Y ella lo hizo. Apretó su cintura con los muslos y un río de lava escapó de su centro cuando terminó para él. El clímax fue tan poderoso que, de manera asombrosa, provocó su propio orgasmo. No había estado tan excitado, tan dispuesto desde que era un adolescente descubriendo a las chicas por primera vez.
Pero eso era lo que sentía. Había descubierto algo nuevo y asombroso.
Había descubierto a Sofía.