–¿No lo estás? –preguntó ella, angustiada.
«Por favor, por favor, que esto no sea un error».
Pero Eric tomó su cara entre las manos.
–Puede que nunca esté preparado para ti, cariño. Vas a dejarme sin aliento, ¿verdad?
Y antes de que ella pudiese replicar a ese sincero cumplido, maldito fuera, Eric inclinó la cabeza para buscar sus labios. Sofía se perdió a sí misma en ese beso. De algún modo estaban moviéndose, aunque no se daba cuenta. Eric se quitó los zapatos y empezó a tirar de su camisa. Perdió los pantalones en la puerta del dormitorio y ella le quitó la camiseta al lado de la cama, dando un paso atrás para admirarlo. Sonrió al ver que llevaba calzoncillos negros. El negro era de rigor para la noche, aparentemente.
Saltando de un pie a otro, Eric se quitó los calcetines. Había algo familiar y consolador en ese gesto tan banal. Lo había visto quitarse los calcetines y los zapatos en innumerables ocasiones cuando se lanzaban a la piscina de niños.
Era ridículo que algo tan simple pudiese relajarla, pero así era. No pasaba nada, todo iba bien. Seguía siendo Eric y, en el fondo, ella seguía siendo la antigua Sofía. No importaba cuánto hubiese cambiado, eso siempre sería igual.
Iba a quitarse las sandalias de tacón, pero Eric se lo impidió.
–No, espera.
Antes de que pudiese entender a qué se refería, se puso de rodillas y empezó a desabrochar la hebilla de una sandalia.
Era la segunda vez aquel día que estaba de rodillas frente a ella, desnudándola lentamente. Y empezó a pensar que tal vez ella tampoco estaba preparada. No tenía sentido que Eric pusiera tanto esfuerzo. Podría salir con cualquier mujer, ¿por qué estaba con ella?
Eric le quitó las sandalias y se quedó en cuclillas, mirándola.
–¿Estás bien?
Antes de que ella pudiese responder, se inclinó hacia delante para besar sus muslos y Sofía enredó los dedos en su pelo para no perder el equilibrio.
–Creo que sí –respondió con sinceridad. Pero entonces pensó que Eric podría malinterpretarlo.
–Podemos parar.
Sofía lo miró. Incluso desde la cama podía ver la erección bajo los calzoncillos. Se había rozado contra esa erección unas horas antes, había notado el cuerpo de Eric ardiendo por ella.
–No quiero parar –le dijo, pasando los dedos por su pelo–. Quiero sentirme bien. Quiero ser egoísta por una vez.
Y, aunque no lo dijo en voz alta, sabía que él la había entendido: no quería lamentar aquello.
Más que eso, no quería que fuese un encuentro sombrío y silencioso. Estaba tan cansada de ser seria, de sentir como si el destino del mundo dependiese de sus decisiones.
–Y quiero pasarlo bien –prosiguió, con un temblor en la voz–. Necesito pasarlo bien contigo, por favor.
–Haría cualquier cosa por ti –dijo él con tono serio–. Cualquier cosa, salvo comer nachos otra vez.
Sofía soltó una carcajada.
–Tonto.
–Esos nachos me han quitado un año de vida –insistió Eric, totalmente serio y burlón al mismo tiempo–. Es asombroso que tú puedas comerlos sin que te lloren los ojos.
Le quitó la ropa interior, deslizándola lentamente por sus caderas. Podría haberse sentido avergonzada, pero iba besando cada centímetro que descubría. Y, mientras practicaba esa sensual seducción, seguía bromeando.
¿Había visto cuando el lugarteniente del gobernador metió la corbata en la sopa? ¿Había oído los chistes verdes que Steve contaba a los propietarios de una empresa constructora? ¿Había visto cuando él tropezó a la entrada del restaurante y estuvo a punto de chocar con un camarero?
Por supuesto que sí. Nada le había pasado desapercibido, pero había contenido la risa para no llamar la atención sobre sí misma. Ahora, sin embargo, se sentía relajada y era capaz de reír con él. La gente trataba a Eric como si fuese un rey que los hubiera dignado con su presencia, pero solo era Eric, un chico que lanzaba pedruscos a la piscina, que disfrutaba de la comida basura y cuidaba de una vieja amiga. No era un arrogante multimillonario sin corazón.
Por Dios, estaba completamente enamorada de él.
No, aquello no era amor. Era simpatía, amistad y… sexo. Nada más. No podía ser nada más.
–Ya está –dijo él, incorporándose y envolviéndola en sus brazos para quitarle el sujetador–. Ahí está la sonrisa que tanto me gusta.
Cuando el sujetador cayó al suelo quedó completamente desnuda ante él por primera vez. Al contrario que unas horas antes, Sofía consiguió contener el deseo de cubrirse con los brazos. En lugar de pensar en su propia desnudez, se concentró en él.
–Te toca a ti.
–¿Sabes lo que lamento? –le preguntó Eric mientras ella empezaba a tirar de los calzoncillos.
–No –murmuró Sofía. No quería lamentar nada.
Él le levantó la cara con un dedo y, mientras tiraba de sus calzoncillos, Sofía tuvo que mirarlo a los ojos.
–Lamento haberme perdido el momento en el que pasaste de ser la niña de antaño a la mujer a la que deseo.
Ella deslizó los calzoncillos por sus delgadas caderas.
–No te lo perdiste –le dijo, alargando una mano para acariciar su erección. No necesitaba verla para saber que era impresionante. Tomó aire mientras envolvía el miembro con la mano.
–¿Ah, no?
Eric hablaba con voz ronca, temblorosa, con los ojos oscurecidos de deseo.
–Fue el momento en el que entré en tu oficina. No hubiera ocurrido antes de ese preciso momento –dijo Sofía, pasando la mano arriba y abajo, notando cómo el miembro masculino despertaba a la vida.
–Me alegro de no habérmelo perdido –murmuró él, buscando sus labios mientras, con una mano, deshacía su moño.
–Yo también.
Cayeron juntos en la cama, tocándose por todas partes. Él estaba ardiendo, su piel suave y dura al mismo tiempo. Sofía levantó las caderas, apretándose contra su erección. La volvía loca y le gustaba tanto.
Aquello no era un sueño, pero el resto del mundo desapareció. No pensó en funerales, ni en facturas, ni en bebés, ni en el trabajo. Mientras Eric le mordisqueaba el cuello, solo podía pensar que quería que la devorase. Cuando lamió sus pezones, haciendo que se endurecerían, solo podía pensar que quería compartirlos con él. Y cuando introdujo los dedos entre sus piernas, buscando sus húmedos pliegues hasta que ella levantó las caderas y gritó de gozo, solo podía pensar que se había encontrado a sí misma. Se había encontrado a sí misma con él.
–Un momento –dijo él entonces, apartándose.
–¿Qué pasa?
–Nada.
Eric se inclinó para tomar un preservativo del bolsillo del pantalón y luego volvió a su lado.
Sofía miró su cuerpo desnudo. Había acariciado sus músculos y su piel, pero ver era creer y no podía creer que todo eso fuera suyo.
–¿Te he dicho que me gustan tus marcas de bronceado? –le preguntó mientras se colocaba entre sus piernas.
–No, no me lo habías dicho –respondió Eric, riendo, mientras se ponía el preservativo.
–Deberías usar crema solar –dijo ella, pasando las manos por sus bíceps–. Eres un pelirrojo de piel morena… algo tan raro y especial. No hay nadie más como tú y no puedo creer que seas todo mío ahora mismo.
Notaba el roce del glande en la entrada de su cueva y quería levantar las caderas para recibirlo, pero él la miraba con una ternura que era casi alarmante.
–Sofía… –empezó a decir, en un tono que la hizo estremecer.
Pero cuando empezó a empujar hacia delante supo que por mucho que la hiciese reír, o por bien que la hiciese sentir, aquello era mucho más que una mera diversión.
Entró en ella despacio, llenándola centímetro a centímetro. Sintió un espasmo y se cerró alrededor de su miembro. Había pasado tanto tiempo y era tan maravilloso que quería gritar de alivio.
Eric respiraba con dificultad, con el rostro enterrado en su cuello. Estaba temblando y, por un momento, se quedaron así, unidos en el silencio de la intimidad.
–Sofía.
–Sí –susurró ella. Daba igual lo que quisiera decir. Estaba a su lado, estaban juntos y la respuesta era «sí». Tal vez siempre lo sería.
Eric movió las caderas, ella levantó las suyas y juntos encontraron el ritmo. Sofía se preguntó si debería hacer algo más, pero había algo tan liberador en quedarse tumbada y dejar que él se encargase de todo. No tenía que dar y dar hasta que no le quedaba nada. Podía ser egoísta y avariciosa porque en aquel momento Eric era todo suyo.
–Dime lo que necesitas, cariño –susurró él–. Deja que te lo dé.
Ella necesitaba mucho más que una noche o un fin de semana. Necesitaba compensar por el tiempo perdido. Estaba cansada de contentarse con sobrevivir, quería vivir.
–Espera… échate hacia atrás –le pidió. Eric lo hizo, incorporándose un poco, pero sin salirse de su cuerpo–. Me gusta tanto –dijo Sofía, colocando las piernas sobre su pecho.
Él se quedó inmóvil, mirándola.
–¿Qué tal esto?
Sujetando una de sus piernas, levantó la otra para colocársela al hombro. Sofía contuvo el aliento, sintiéndose abierta, expuesta.
–Sí –murmuró, disfrutando de aquella nueva sensación. En esa postura parecía más grande, más duro, y se sentía tan cerca de él–. Sí, vamos a probar así.
A partir de ese momento, Eric aumentó el ritmo. Nada de hacerle el amor de forma lenta o mesurada. No estaba tomándose su tiempo. Se enterró en ella una y otra vez y, un minuto más tarde, Sofía se puso tensa, experimentando un orgasmo que la golpeó como un relámpago.
–¡Eric! –gritó. Y luego no pudo decir nada más.
Él no le dio oportunidad de respirar. No le dio tiempo para volver a la tierra después de ese maravilloso orgasmo. Empujaba sin parar, llevándola de una cima a otra aún más alta. En aquella ocasión, cuando terminó, revolviéndose en la cama y agarrándose a sus hombros, Eric terminó con ella. Los tendones de su cuello se marcaban mientras se dejaba ir lanzando un rugido.
Los dos jadeaban. Aún podía sentirlo dentro de ella, aunque estaba apartándose. Sofía intentó retenerlo, aunque sabía que no podía ser.
No quería soltarlo, ya no, tal vez nunca. Pero lo hizo, claro. Tenía que hacerlo. Cuando Eric se apartó, no tuvo más remedio que dejarlo ir.
–Mi preciosa Sofía –murmuró sobre su pelo.
Y no hizo falta nada más.
Lo amaba. Qué pena que aquello tuviese que terminar.