Prólogo

 

 

 

 

 

–¿Entonces ya está?

Eric Jenner miró el informe del investigador privado que tenía en la mano. El niño no era hijo suyo. En realidad, había sabido desde el principio que ese sería el resultado, pero le seguía doliendo.

–Ya está –asintió el investigador, mientras se levantaba de la silla–. A menos que necesite algo más.

Eric estuvo a punto de reír. ¿Qué más necesitaba? Necesitaba un final feliz para todo aquel desastre, pero estaba claro que no iba a tenerlo. Al menos aquel día, tal vez nunca.

Seis meses antes lo habían dejado plantado ante el altar, literalmente. Delante de seiscientos invitados, en la catedral del Santo Nombre. La prensa lo había pasado en grande publicando fotos del multimillonario Eric Jenner con cara de estupefacción.

Dos semanas después de dejarlo plantado ante el altar, Prudence se había casado con un contable de la empresa de su padre. Al parecer era amor verdadero y, según el investigador, era la mujer más feliz del mundo.

Eric estaba encantado por ellos. De verdad.

Tomó aire lentamente y exhaló aún más despacio.

–Si se me ocurre algo más, le llamaré –le dijo. El hombre asintió con la cabeza antes de salir del despacho.

Eric volvió a leer el informe. Curiosamente, no echaba de menos a Prudence. Su ausencia no lo mantenía despierto por las noches, no echaba de menos su calor. No lamentaba haber puesto en venta el dúplex que había comprado para ella.

Evidentemente, se había librado por los pelos. Salvo por un pequeño detalle.

El detalle había nacido pesando tres kilos y doscientos gramos. Miró la fotografía que el investigador había incluido en el informe. El niño estaba en los brazos de Prudence, con los ojitos cerrados y una sonrisa en los labios. Su nombre era Aaron.

Algo se encogió en el pecho de Eric. No, no echaba de menos a Prudence en absoluto, pero…

Últimamente, todo el mundo tenía hijos. Incluso su mejor amigo, Marcus Warren, había adoptado recientemente un niño después de casarse con su ayudante. Y estaba loco de felicidad.

Eric y Marcus siempre habían competido por todo: quién había ganado antes el primer millón (Eric), los primeros mil millones (Marcus), quién tenía el mejor coche (alternaban constantemente) o el barco más grande. Eric siempre ganaba en esa categoría.

Su amistad con Marcus estaba cimentada en el deseo de imponerse el uno sobre el otro, ¿pero una mujer y un hijo? Debería parecerle repugnante.

Y esa noticia sobre Prudence había sido el golpe final.

Una cosa estaba clara: Eric nunca había perdido de forma tan definitiva.

«A la porra con todo».

Era el propietario de los mejores rascacielos de Chicago y poseía algunas de las propiedades más caras del mundo. Era, le habían dicho siempre, atractivo y bueno en la cama. Y no había nada que no pudiese comprar.

Lo que necesitaba era distraerse en los brazos de una mujer, alguien que lo hiciese olvidar esa tontería de las familias felices. No había perdido nada. Se alegraba de que Prudence lo hubiera dejado porque su matrimonio hubiera sido un desastre. Había tenido suerte. No estaba atado a nadie y podía hacer lo que quisiera. Y lo que quería era… todo.

Tenía el mundo a sus pies. Con solo chascar los dedos tendría lo que quisiera.

Eric cerró el informe abruptamente y lo guardó en un cajón de su escritorio.

Bueno, casi todo. Al parecer, había cosas que el dinero no podía comprar.