Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Diez meses después…

 

La puerta del ascensor se abrió y Sofía Bingham intentó armarse de valor. De verdad iba a hacer una entrevista para el puesto de gerente en la Inmobiliaria Jenner, con Eric Jenner.

Le costaba respirar mientras salía al vestíbulo del emporio inmobiliario, heredero de Jenner y Asociados, la inmobiliaria del padre de Eric. John y Elise Jenner habían tenido una elegante oficina en el primer piso de un edificio de cuatro plantas y, con los años, la habían convertido en una exclusiva agencia en la Costa Dorada de Chicago orientada a los ricos y a los aún más ricos.

Su padre, Emilio, había empezado como conserje, pero unos años después fue ascendido a agente inmobiliario y, más tarde, abrió su propia agencia. Su madre, Rosa, era el ama de llaves de la familia y Sofía siempre había sido el ojito derecho de Elise Jenner, que solía regalarle vestidos y juguetes.

Cuando era niña, los Jenner le parecían las personas más ricas del mundo, pero su agencia no podía compararse con aquel fabuloso rascacielos en South Wacker Drive. Las oficinas de Eric estaban en la planta cuarenta y podía ver el lago Michigan desde las ventanas del vestíbulo, el sol brillando sobre el agua como un espejismo.

Habían pasado muchos años desde la última vez que vio a Eric Jenner, pero no le sorprendía que hubiese construido su oficina con una fabulosa vista del lago porque era un enamorado del agua. De niños, no solo la había enseñado a nadar en la piscina de su casa sino a hacer carreras con sus barquitos de juguete.

La gente entraba y salía de los ascensores, todos con aspecto muy serio, todos con buenos trajes de chaqueta y caros zapatos. Sofía miró su falda con chaqueta a juego, el único conjunto que no tenía manchas de papilla: una falda de lunares blancos y negros con una chaqueta blanca sobre una blusa negra con un lazo en el cuello. Era bonito, pero nada elegante o caro.

Se acercó a una de las ventanas y miró el lago. Estaba allí para solicitar el puesto de gerente porque no podía seguir trabajando como agente inmobiliario. Necesitaba un sueldo fijo y un horario de oficina, y no solo por sus mellizos, Adelina y Eduardo. La verdad era que lo necesitaba por ella misma.

Había sido agente inmobiliario con su difunto marido, David, pero tras su muerte necesitaba un puesto fijo. Podría haber hecho entrevistas en otras empresas, pero el sueldo que ofrecían en la Inmobiliaria Jenner era mejor. Aunque esa no era la única razón por la que estaba allí.

¿Se acordaría Eric de ella?

No tendría por qué. No lo había visto desde que cumplió dieciséis años y se marchó a estudiar a Nueva York. Sus caminos no habían vuelto a cruzarse en quince años y Sofía ya no era la flaca chica de trece años con los dientes torcidos.

No la reconocería. Seguramente ni siquiera se acordaría de ella. Después de todo, solo era la hija del ama de llaves y del conserje.

Pero ella nunca lo había olvidado porque una chica no olvidaba su primer beso. Aunque eso beso hubiera sido el resultado de una apuesta.

Nerviosa, observó a los empleados. Necesitaba aquel trabajo, pero quería conseguirlo por sus propios méritos. No quería aprovecharse de una antigua relación que, seguramente, él ya habría olvidado.

Pero las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas.

Sofía se dirigió al mostrador de recepción. David y ella habían trabajado en una respetable oficina que vendía casas en el norte de Chicago, Skokie, Lincolnwood, Evanston y los alrededores, pero el escritorio de la recepcionista era mejor que el que ella había tenido.

–Buenos días –la saludó, intentando mostrar una confianza que no sentía–. Mi nombre es Sofía Bingham y tengo una entrevista a las nueve con el señor Jenner.

La recepcionista era muy joven, rubia y guapísima. Sus cejas eran una obra de arte, por no hablar de la elegante chaqueta estampada. La joven la miró de arriba abajo, pero no frunció el ceño y esa tenía que ser buena señal.

–¿Ha venido por el puesto de gerente? –le preguntó.

–Sí –respondió Sofía, intentando mostrarse segura de sí misma. Podía hacer esa entrevista, podía llevar esa oficina, aunque no parecía necesitar mucha dirección.

–Un momento, por favor –dijo la recepcionista, mirando la pantalla del ordenador.

Sofía esperó, nerviosa. Llevaba siete años vendiendo casas y antes de eso había ayudado en la agencia de sus padres, pero dirigir una oficina como aquella sería una tarea mucho más complicada. Eric Jenner ya no solo compraba y vendía casas. Compraba terrenos y construía rascacielos como aquel. Contrataba arquitectos, diseñadores de interiores y abogados. Construía edificios exclusivos y apartamentos de lujo. Y lo hacía tan bien que se había convertido en un multimillonario perseguido por los paparazzi. Sabía que lo habían dejado plantado ante el altar unos meses antes y que, tras la boda de su amigo Marcus Warren, estaba entre los cinco solteros más cotizados de Chicago.

¿Qué estaba haciendo allí? Ella no sabía nada sobre esos proyectos tan caros. Sabía cómo vender apartamentos y viviendas unifamiliares, no dirigir arquitectos o negociar exenciones fiscales con los ayuntamientos. Había tenido que volver a casa de sus padres porque no podía pagar ni una casa ni una guardería. Aquel no era su mundo.

De repente, se le encogió el corazón y le resultaba difícil respirar.

«Oh, no».

No podía sufrir un ataque de ansiedad. Otro no, allí no. Dio un paso atrás, intentando contener el deseo de salir corriendo. Dos cosas la detuvieron. La primera, la imagen de sus mellizos en brazos de su madre esa mañana, diciéndole adiós con la manita mientras ella iba a su gran entrevista de trabajo. Su madre había enseñado a Adelina y Eduardo a tirar besos y era lo más bonito del mundo. Sus hijos necesitaban más de lo que ella podía darles en ese momento. Necesitaban estabilidad, seguridad. Necesitaban una madre que no estuviera al borde de un ataque de nervios intentando solucionarlo todo y para ser esa persona necesitaba un puesto fijo.

La segunda fue que alguien la llamó en ese momento.

–¿Señora Bingham?

Sofía levantó la mirada y se quedó sin aliento. Allí estaba. Había visto fotografías en los periódicos, pero ver a Eric Jenner en carne y hueso la conmocionó.

Su sonrisa, al menos, seguía siendo la misma. Pero el resto… Eric Jenner media más de metro ochenta y cinco y se movía de un modo que proyectaba seguridad. Era, sencillamente, arrebatador. Su pelo había pasado de color cobre brillante a un rico rojo bruñido, aunque su piel seguía siendo morena. Sofía disimuló una sonrisa. Los pelirrojos de piel morena eran tan raros que eso lo hacía aún más especial.

Pero una cosa estaba clara: no era el chico que ella recordaba. Sus hombros eran más anchos, sus piernas más poderosas. Y sus ojos… cuando enarcó una ceja Sofía supo que la había reconocido, aunque no supiera bien de dónde. El nudo que tenía en el pecho se deshizo y pudo respirar de nuevo, pensando que todo iba a salir bien.

O, al menos, confiaba en que así fuera.

–¿Sofía? –dijo él, dando un paso adelante–. Lo siento –se disculpó luego–. Se parece a una persona a la que conocí hace tiempo.

Sofía se dio cuenta de que estaban en medio del vestíbulo y que mucha gente parecía estar prestando atención a la conversación.

–Me alegro de volver a verlo, señor Jenner –dijo, sin atreverse a tutearlo.

El rostro de Eric se iluminó.

–Entonces eres tú. ¿Qué haces aquí? ¿Y cuándo te has casado? –le preguntó, haciendo una pausa para mirarla de arriba abajo–. Vaya, cuánto has crecido.

Ella tragó saliva, intentando calmarse.

–En realidad, estoy aquí por el puesto de trabajo. Tengo cita a las nueve… para el puesto de gerente.

–Ah, ya –dijo él, mirando alrededor, como percatándose de que había gente pendiente de la conversación–. Esta oficina necesita un gerente. Ven conmigo –le pidió, lanzando una mirada de advertencia hacia los empleados. Sofía pilló a la recepcionista sonriendo y poniendo los ojos en blanco–. Heather, ponte a trabajar.

–Por supuesto, señor Jenner –asintió ella, haciéndole un guiño.

Eric le devolvió el guiño y el corazón de Sofía se aceleró. ¿Qué sabía sobre él? Había sido un niño privilegiado y rico, pero siempre amable con ella. Le había enseñado a nadar y a patinar. Y, en más de una ocasión, había jugado con sus muñecas.

Pero eso no significaba que fuera la misma persona. Sí, era rico, guapo, y soltero. Por supuesto, le pondría ojitos a la guapa recepcionista. Y la joven y guapa recepcionista parecía encantada.

Empezaba a sentirse invisible cuando Eric se volvió hacia ella.

–No sabía que fueras a venir –le dijo, haciéndole un gesto para que lo siguiera–. Háblame de tu marido. ¿Quién ha tenido la suerte de casarse con Sofía Cortés?

Era la clase de flirteo inofensivo a la que un hombre como Eric estaría acostumbrado, pero no era algo habitual para ella y Sofía tuvo que hacer un esfuerzo para seguir respirando con normalidad.

No dijo nada hasta que entraron en su despacho. Un sitio muy amplio, con sofás de piel y un enorme escritorio de caoba, además de un mini bar. Detrás del escritorio había una pared de cristal orientada al Este, con una vista despejada del lago Michigan. Ella no vendía casas en el centro de la ciudad, pero sabía que esa vista valía millones.

Eric cerró la puerta tras ella y se quedaron en silencio. Estaban a un metro el uno del otro, tan cerca que Sofía notaba el calor de su cuerpo y, de repente, sintió que le ardía la cara. Hacía mucho tiempo que no sentía algo así.

–Qué vista tan preciosa –dijo por fin, intentando aliviar la tensión.

Eric Jenner era multimillonario y, sin duda, sus trajes eran hechos a medida. Todo lo que llevaba sería hecho a medida, hasta los calcetines. Había conjuntado un traje de color azul marino con una camisa rosa y una corbata de seda que seguramente costaría un dineral. Y todo le quedaba perfecto.

Un sentimiento olvidado empezó a latir por su cuerpo, un potente latido que Sofía no reconoció de inmediato.

Deseo.

Aquella tensión, aquel nerviosismo era deseo. Había olvidado que podía sentirlo. Creía haber enterrado sus deseos al enterrar a su marido y saber que aún podía sentir esa descarnada atracción era sorprendente. ¿Pero desear a Eric? Sofía sintió que le ardían las mejillas y allí, en la privacidad del despacho, no había ninguna recepcionista haciendo guiños, ni ruido de ascensores que distrajesen la atención de Eric.

Él la miraba con los ojos oscurecidos, como si también él…

Sus pulmones no parecían capaces de expandirse y empezó a sentirse mareada. No podía desear a Eric y él no debería mirarla de ese modo. No era por eso por lo que estaba allí.

–Parece que te ha ido muy bien –consiguió decir, haciendo un esfuerzo para mirar alrededor. Había fotografías de Eric con gente famosa, mezcladas con cuadros de aspecto caro y fotografías de sus edificios.

–¿Tenías alguna duda?

Su tono era tan arrogante que Sofía se volvió hacia él. La miraba con una sonrisa de lobo, pero casi le pareció ver al chico al que había conocido antaño.

–No.

–Trabajo mucho para conseguir lo que tengo, pero seamos sinceros, gracias a mis padres no empecé precisamente desde abajo.

Sofía intentó relajarse. Siempre había sido un privilegiado, pero el Eric que ella recordaba casi se sentía avergonzado de ello. Sus padres lo habían educado bien y nunca había sido arrogante o mimado. ¿Seguiría siendo ese chico o sería la clase de hombre que contrataba a una guapa recepcionista, o incluso a una gerente medianamente atractiva, solo para acostarse con ella?

No quería que fuera así. Aunque ni siquiera eso podría destruir sus mejores recuerdos de él.

–¿Cómo están tus padres? Sé que siguen intercambiando tarjetas navideñas con los míos.

Eric dejó escapar un exagerado suspiro.

–Están bien. Decepcionados porque no me he casado y aún no les he dado nietos, pero bien –respondió–. ¿Y los tuyos?

–Bien también. No sé si sabes que mi padre abrió su propia agencia. Tu padre lo ayudó –dijo Sofía, agradeciendo lo que los Jenner habían hecho por su familia–. Al parecer, había mucha demanda de agentes inmobiliarios bilingües y mi padre sacó partido de eso. Tiene una agencia inmobiliaria en Wicker Park. Mi madre cuida de mis hijos ahora y no puedes imaginar cuánto los mima.

Eric se dio la vuelta para dirigirse al escritorio. Estaba intentando poner distancia física entre ellos, pero también una distancia emocional, como si hubiera levantado un muro entre los dos. Sofía no entendía por qué, pero había algo… algo a lo que no podía poner nombre. Cuando se quejó de que sus padres quisieran nietos, había sonado raro. Y su expresión cuando mencionó a sus hijos… en otra persona podría haber parecido una expresión de anhelo, pero no podía creer que alguien como Eric Jenner, que tenía el mundo a sus pies, estuviera tan interesado en los hijos de una antigua conocida.

Eric no se sentó tras el escritorio, no se dio la vuelta. Se quedó mirando el lago, en silencio. Aunque era temprano, podía ver unos cuantos barcos en el agua, dispuestos a disfrutar de un hermoso día de verano.

–No sabía que te hubieras casado o tuvieras hijos. Enhorabuena –le dijo, con tono más bien frío.

–En fin, verás… –empezó a decir Sofía, sin poder evitar una nota abatimiento–. Ya no… estuve casada, pero mi marido murió –le contó. Por mucho tiempo que hubiera pasado, se emocionaba cada vez que lo decía en voz alta–. Hace diecisiete meses –agregó. Aunque no estaba contando los días y hasta las horas desde el peor día de su vida–. No sé si has oído hablar de él, David Bingham. Trabajábamos en una agencia inmobiliaria en Evanston.

Eric dio un paso hacia ella y, por un momento, pensó que iba a abrazarla. Pero se detuvo.

–Sofía, lo siento. No tenía ni idea. ¿Cómo estás?

Esa no era charla mundana sino la sincera pregunta de un viejo amigo. Y cuánto echaba de menos a Eric.

Era tan tentador mentir y suavizar ese momento incómodo con trivialidades. Eric esperaría una respuesta fácil, pero no había respuestas fáciles.

–Por eso estoy aquí. Mis mellizos…

–¿Mellizos? ¿Qué edad tienen?

–Quince meses.

Eric asintió con la cabeza.

–Imagino que ha sido muy difícil para ti. Siento mucho la muerte de tu marido.

–Gracias. Ha sido difícil y por eso estoy aquí. David yo vendíamos casas y desde que murió… en fin, ya no puedo hacerlo. Necesito un trabajo con horario de oficina y un salario fijo para cuidar de mis hijos.

–¿Cómo se llaman?

–Adelina y Eduardo. Yo los llamo Addy y Eddy, aunque a mi madre no le gusta nada –Sofía saco el móvil del bolso y buscó una fotografía reciente de los mellizos en el baño, dos sonrisas idénticas, el pelo mojado y tieso–. Mi madre cuida de ellos, pero cada día es más difícil y me encantaría contratar a una niñera.

Y pagar las facturas que empezaban a amontonarse, y ahorrar algo para el colegio de los niños…

La lista de problemas que el dinero podía resolver era interminable. Incluso en los mejores tiempos, el mundo inmobiliario significaba muchas horas de trabajo y unos ingresos imprevisibles, pero si no podías vender una casa sin ponerte a llorar en el coche, entonces los ingresos eran muy previsibles: cero.

Eric tomó el teléfono para estudiar las caritas de los niños en la pantalla.

–Se parecen a ti. Son guapísimos.

Sofía se ruborizó.

–Gracias. Ellos hacen que quiera levantarme cada mañana.

Porque si no tuviera dos niños que necesitaban comer y jugar todos los días podría haberse dejado llevar por la depresión y los ataques de ansiedad. Pero Addy y Eddy eran algo más que sus hijos, eran los hijos de David, lo único que le quedaba de él. No podía defraudarlo y no podía defraudarse a sí misma.

Así que había seguido adelante, soportando un día, una hora, a veces solo un minuto. Poco a poco, empezaba a ser más fácil, aunque no demasiado.

Eric miró la fotografía de sus hijos durante unos segundos antes de hacerle un gesto para que se sentase en uno de los sofás.

–¿Y quieres el puesto de gerente? Esta no es una típica inmobiliaria.

Ella levantó la barbilla.

–Señor Jenner…

–Eric, Sofía. Nos conocemos demasiado para esas formalidades, ¿no crees? –Lo había dicho como si fuera un reto–. No sé si yo podría pensar en ti como «la señora Bingham». Para mí, siempre serás Sofía Cortés.

También ella quería recordarlo como el chico alegre y dulce de su infancia, pero no podía idealizar a un jefe multimillonario y tampoco podía dejar que él la idealizase.

–Esa es quien era –le dijo, intentando mostrarse segura–. Pero no es quien soy ahora. Los dos hemos crecido. Ya no somos dos niños jugando en la piscina y necesito este trabajo.

Sus miradas se encontraron y Sofía vio algo en los ojos de Eric en lo que no quería pensar demasiado.

–Entonces, el puesto es tuyo.