Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Estaba cometiendo un error. Eric lo supo antes de que las palabras salieran de su boca, pero para entonces ya era demasiado tarde. Le había ofrecido el puesto de gerente a una persona que tal vez no estaba cualificada.

Eso era cierto, pero no toda la verdad. Porque no se trataba de cualquier persona sino de Sofía Cortés. Prácticamente había crecido con ella.

Pero ya no era la niña a la que recordaba. La mujer que tenía delante era… eso, una mujer en todos los sentidos. Le llegaba casi por la barbilla, el espeso pelo negro apartado de la cara. Eric sintió el inexplicable deseo de enterrar los dedos en su pelo e inclinar a un lado su cabeza para besarla en el cuello.

¿Por qué no le había contado su madre que Sofía se había casado y tenía mellizos? ¿O que su marido había muerto? Ella debía saberlo.

–¿Estás seguro? –le preguntó Sofía, con cara de sorpresa.

Eric también estaba sorprendido porque siempre investigaba a fondo a los candidatos, incluso cuando tenía intención de contratarlos, como a Heather para el puesto de recepcionista. No solo era perfecta como el rostro de su agencia, sino que estaba terminando un Máster en Administración de Empresas. No la había contratado solo porque fuese guapa sino porque era inteligente y cuando terminase sus estudios pasaría al departamento de contrataciones. Nunca era demasiado pronto para fomentar lealtades y sus empleados eran absolutamente leales.

Eso era algo que había aprendido de su padre. «Cultiva su talento, págalos bien y lucharán por ti». ¿No era por eso por lo que Sofía estaba allí? ¿Porque la familia Jenner había apoyado siempre a la familia Cortés?

–Por supuesto –respondió, aparentando una convicción que no sentía–. ¿Crees que puedes hacer el trabajo?

Sofía se puso colorada y Eric pensó que no debía notar lo guapa que estaba cuando se ruborizaba. No parecía una viuda con dos niños pequeños.

Tenía un aspecto tan atractivo y tentador.

Pero no se dejaría tentar. Una de sus reglas era no mantener relaciones con ninguna empleada. Flirtear tal vez, pero jamás hacer pensar a una empleada valiosa que no podía decirle que no al jefe.

Sería una pena contratar a Sofía porque eso la pondría fuera de su alcance. Y no pasaba nada, qué tontería. Ella, viuda con dos hijos pequeños, tenía sus propios problemas y él no necesitaba más complicaciones.

Sofía se aclaró la garganta.

–Aprendo rápido. Ayudé a mi padre a abrir su negocio cuando estaba en la universidad y llevo vendiendo casas desde que terminé la carrera –le dijo–. Lo he hecho hasta…

Diecisiete meses antes, cuando su marido murió. Y sus mellizos, dos niños preciosos, tenían quince meses, pensó Eric.

El mundo inmobiliario era una apuesta en el mejor de los días, pero él siempre sopesaba los pros y los contras y nunca apostaba más de lo que podía permitirse perder.

Por supuesto, en su caso podía permitirse perder mucho dinero.

Pero, por alguna razón, ninguno de los habituales controles pesaba mucho en aquella decisión. Sofía era una vieja amiga, sus padres eran buena gente y esos niños…

–El puesto es tuyo –repitió–. Tardarás algún tiempo en acostumbrarte, pero estoy seguro de que enseguida te pondrás al día.

Tenía que darle una oportunidad. Y si no era capaz de adaptarse al ritmo de trabajo, la ayudaría a encontrar otro puesto que se ajustase más a su experiencia. Algo con un horario de oficina y un salario que la ayudase a criar a sus hijos. Y si era así, no trabajaría para él, ¿no? Entonces podría conocerla mejor. Cada centímetro de ella.

«Demonios». No podía pensar en Sofía de ese modo cuando estaba a punto de contratarla.

–Es maravilloso –dijo ella, emocionada.

–Ofrecemos un generoso paquete de beneficios –prosiguió él–. El salario base es ciento veinte mil dólares al año, con bonificaciones basadas en los resultados. ¿Te parece suficiente?

Sofía lo miraba boquiabierta. Él podía permitirse pagar bien a sus empleados porque contratar a los mejores a la larga era siempre buena idea, pero su expresión no le decía si se sentía insultada o asombrada por esa cantidad.

–No puedes hablar en serio –dijo por fin, con voz estrangulada.

Eric enarcó una ceja. Unos cuantos miles de dólares extra no eran nada para él, dinero de bolsillo.

–¿Qué tal ciento cuarenta y cinco mil?

Sofía se puso alarmantemente pálida.

–Tus habilidades negociadoras están un poco oxidadas –dijo por fin, llevándose una mano al corazón–. Se supone que no debes aumentar la oferta, y menos en veinticinco mil dólares. Ciento veinte mil es suficiente. Más que suficiente.

Eric esbozó una sonrisa.

–Y tus habilidades como negociadora… –empezó a decir, sacudiendo la cabeza–. Este habría sido el momento perfecto para decir: ciento cincuenta mil y firmo ahora mismo. ¿Seguro que vendes casas?

Sofía palideció aún más y Eric pensó que bromear no era lo más sensato en ese momento. De hecho, parecía a punto de desmayarse.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó, levantándose para ir al bar y tomar una botella de agua mineral. Sofía respiraba de forma agitada cuando volvió a su lado–. ¿Qué te pasa?

–No puedo…

Eric dejó la botella de agua sobre la mesa y puso dos dedos en su cuello para tomarle el pulso. Era muy débil y tenía la piel sudorosa.

–Respira –le ordenó, colocándole la cabeza entre las rodillas–. Sofía, cariño, respira.

Se quedaron así durante unos minutos, con él frotándole la espalda e intentando calmarla. ¿Qué había pasado? Normalmente, la gente saltaba de alegría cuando mencionaba el salario que ofrecían en su empresa, pero Sofía había intentado rechazarlo.

Eric siguió acariciándola, notando cómo los músculos de su espalda se relajaban y contraían. Sentía el calor de su cuerpo a través de la chaqueta y no podía imaginarse a sí mismo tocando a otra persona de ese modo.

Sofía seguía intentando respirar. ¿Era una crisis de ansiedad, estaba enferma? Cuando volvió a tomarle el pulso notó que parecía más firme. Tenía que distraerla, pensó.

–¿Te acuerdas de las carreras de barcos que solíamos hacer? –le preguntó.

–Sí –respondió ella–. A veces me dejabas ganar.

–¿Te dejaba ganar? Venga, Sofía. Tú me ganabas en buena lid.

Ella levantó la cabeza, con una temblorosa sonrisa en los labios.

–Estás siendo considerado –le dijo, con un tono extrañamente suave.

Estaban tan cerca. Si quisiera besarla, solo tendría que inclinarse un poco…

Entonces Eric algo. La había besado una vez, cuando eran niños. Marcus Warren lo había desafiado a besarla y él lo había hecho. Y Sofía se lo había permitido.

Pero si la besaba en ese momento no sería un tímido roce de los labios. No, ahora enterraría la lengua en su boca para saborear su dulzura. Se haría dueño de su boca y ella…

Se apartó con tal brusquedad que estuvo a punto de caer de espaldas.

–Toma –dijo con voz ronca, quitando el tapón y ofreciéndole la botella de agua.

¿Qué demonios le pasaba? No podía pensar en Sofía Cortés de ese modo. Daba igual que ya no fuese una niña inocente, daba igual que hubiera estado casada y tuviese hijos. No podía pensar en ella de ese modo. Acababa de contratarla.

Ella tomó un sorbo de agua, sin mirarlo.

–No sabía lo caros que eran esos barcos de juguete hasta que hundimos al perdedor la última vez. El mío, claro.

–Tú eras una buena oponente, pero la avalancha fue inevitable –bromeó él. Apenas recordaba el barco, pero sí recordaba lo bien que lo habían pasado mientras hundían el barco con un pedrusco tan grande que tuvieron que levantarlo entre los dos. La salpicadura había sido enorme–. Debes admitir que fue divertido.

Sofía lo miró entonces.

–¿Cuántos años teníamos? Sigo recordando la expresión horrorizada de mi madre cuando nos pilló.

–Yo tenía diez años, creo –respondió Eric. Su madre estaba exasperada con él, pero su padre no podía dejar de reír cuando describió el «desprendimiento».

Por supuesto, le habían obligado a sacar todas las piedras del estanque. En opinión de su madre, el encargado de la piscina no tenía por qué trabajar horas extra por su culpa. Aun así, hicieron falta tres personas para sacar la enorme roca del fondo del estanque.

–Mi madre se asustó al pensar que tendríamos que pagarlo nosotros. Sabía que esos barcos eran muy caros.

–Por eso yo asumí toda la culpa –dijo Eric, apoyándose en el escritorio y cruzando los brazos sobre el pecho.

Daría cualquier cosa por estar en el lago en ese momento. Allí, con el sol en la cara y el viento en el pelo, sería capaz de pensar con claridad. En la oficina se sentía confundido. Sofía había recuperado algo de color y parecía… bueno, no era la chica que había conocido una vez, pero tal vez podrían ser amigos.

Amigos sin derecho a roce, claro.

–Siempre lo fuiste –murmuró ella antes de tomar otro sorbo de agua.

–¿Siempre fui qué?

–Amable. Una de las personas más consideradas que he conocido nunca –respondió Sofía, bajando la mirada–. Sigues siéndolo. Este trabajo…

¿Considerado? Él no era considerado sino calculador. Estaba fomentando su lealtad, animándola y cuidando de su negocio. Y si no salía bien… bueno, entonces le demostraría lo «amable» que podía ser. Le quitaría la chaqueta y la falda tan rápido que le daría vueltas la cabeza.

Eric rio de sus propios pensamientos, pero era un sonido amargo.

–No lo soy. Soy implacable, un canalla sin corazón. ¿Es que no lees los periódicos?