Eric la miró durante unos segundos y luego se dio la vuelta para admirar la vista del lago.
Sofía lo observó a contraluz. Los hombros anchos, el pelo rizándose en las puntas sobre el cuello de la camisa… por no hablar de su trasero bajo ese pantalón hecho a medida.
Había leído los periódicos, por supuesto. Sabía que lo habían dejado plantado ante el altar, que había sido escogido como uno de los cinco solteros más cotizados de Chicago y que era implacable en los negocios. Pero ese no era Eric en realidad. ¿Quién era entonces? Aunque la vida los hubiese cambiado a los dos, sabía que en el fondo seguían siendo las mismas personas que antes. Y Eric no era un canalla sin corazón.
Un canalla sin corazón no habría acariciado su espalda como lo había hecho él cuando sufrió el ataque de ansiedad. No se habría mostrado preocupado. Al contrario, se habría reído de ella y la habría echado de su despacho.
Un canalla sin corazón no la habría mirado como si estuviera a punto de besarla y, desde luego, no se habría conformado solo con mirarla.
En fin, hacía mucho tiempo que no la habían besado, así que no podía estar segura. David y ella habían disfrutado de una gran pasión durante cuatro años, antes de quedar embarazada, pero cuando su cuerpo empezó a cambiar, también su vida amorosa había cambiado. La intimidad había sido más profunda, más rica… pero a expensas de la pasión.
Se abanicó con una mano. Hacía mucho calor allí.
–¿Seguro que quieres ofrecerme el puesto? Los buenos gerentes no sufren ataques de ansiedad.
–Por supuesto que los sufren, pero lo hacen a escondidas –respondió él, sin darse la vuelta–. Siempre he pensado que el mejor sitio para tener un ataque de ansiedad es tras una puerta cerrada –bromeó, volviéndose para mirarla con una sonrisa en los labios–. Lo importante es la ubicación, ¿no?
–Eric…
–¿Te ocurre a menudo?
Sofía tragó saliva. ¿Cómo responder a esa pregunta sin dar a entender que podría no ser capaz de hacer el trabajo?
–Todo empezó cuando David murió. Uno de los ataques estuvo a punto de provocar un parto acelerado, pero lo controlaron a tiempo y estuve en la cama durante cinco semanas. Hace meses que no me pasaba, pero es que no esperaba recibir una oferta tan…
–¿Generosa?
–Tan delirante –dijo ella. Era la primera vez que sufría un ataque de ansiedad después de recibir una noticia positiva–. No puedo aceptar tanto dinero. El anuncio decía sesenta mil dólares. No puedes doblar la cantidad solo porque fuéramos amigos una vez.
Él resopló, mirándola con una expresión que sí parecía un poco implacable.
–Seguimos siendo amigos y claro que puedo hacerlo. ¿Quién va a impedírmelo?
Ciento veinte mil dólares era algo más de lo que David y ella solían ganar en un año. Podría hacer muchas cosas con ese dinero, pero no quería caridad.
–La mayoría de los puestos de gerente pagan cincuenta mil o sesenta mil dólares al año –insistió Sofía.
De nuevo, Eric resopló.
–Si crees que el puesto de gerente aquí es como en una inmobiliaria normal, te equivocas. Tendrás un horario normal la mayoría del tiempo, pero también tendrás que viajar alguna vez. No se trata de pedir material de oficina y decidir cómo distribuirlo entre los empleados. Aquí trabajan abogados, arquitectos, agentes inmobiliarios, especialistas en impuestos, miembros de grupos de presión…
–¿Grupos de presión?
Que no supiera por qué necesitaba grupos de presión era una señal de que aquello la sobrepasaba.
–Para negociar con los ayuntamientos y conseguir exenciones fiscales, por supuesto. Estamos desarrollando un proyecto en San Luis y, si jugamos bien nuestras cartas, conseguiremos una exención fiscal en la ciudad, el condado y el estado –dijo Eric, sonriendo como si le hubiese tocado la lotería–. Además, ¿qué son cincuenta mil dólares para un hombre como yo?
Nada, probablemente. Eso no arruinaría a un multimillonario, pero lo que contaba era el principio.
–Pero yo no…
–Por cierto –siguió él como si no la hubiese oído– ahora tengo un barco mucho mejor. Deberías ir conmigo a navegar algún día.
–¿Es un velero? –le preguntó Sofía.
–No, un yate. Y no lo hundiremos con una piedra, así que no te preocupes. Podrías… –Eric hizo una pausa–. Podrías llevar a los niños. Seguro que les encantaría navegar.
¿Qué estaba pasando? Le había dado el puesto y pensaba pagarle un dineral. ¿Y, además, la invitaba a navegar con él, llevando a dos niños revoltosos?
–Eric…
–Da igual. He oído que el canalla de tu jefe no te deja salir de la oficina –bromeó él–. Venga, vamos a descubrir dónde te has metido, ¿te parece?
Tres horas después, Sofía había visto sus miedos confirmados: el puesto de gerente en aquella oficina la sobrepasaba. Y tenía la impresión de que Eric también lo sabía, pero eso no parecía preocuparlo en absoluto.
Estaba poniendo demasiada fe en ella y no quería defraudarlo. Tampoco quería defraudar a su madre y a sus hijos, pero sobre todo tenía que hacerlo por ella misma. Estaba cansada de que el destino la aplastase. Tenía que tomar las riendas de su vida y aceptar el puesto de gerente era el primer paso.
–Y aquí están Meryl y Steve Norton –estaba diciendo Eric mientras llamaba a la puerta de un despacho–. Meryl es la negociadora en el proyecto de San Luis y Steve es el director del proyecto. Ayuda mucho que estén casados –añadió en un susurro mientras la puerta se abría–. Chicos, os presento a Sofía Bingham. Es nuestra nueva gerente.
–Bienvenida –dijo un hombre alto y jovial. Tenía algo de barriga, pero su sonrisa era agradable y sus ojos cálidos–. Has llegado al loquero –añadió, mientras estrechaba su mano–. Soy Steve y me encargo de los contratistas.
Una mujer bajita se levantó del sillón, al otro lado del despacho. Steve le pasó un brazo por los hombros.
–No le hagas caso, no es tan malo. Yo soy Meryl y me encargo de los políticos. Si tienes alguna pregunta, no dudes en hacerla.
El reloj con teléfono móvil incorporado de Eric emitió un pitido.
–Tengo que responder a esta llamada, Sofía. Cuando hayas hablado con los Norton, pídele a Heather que te lleve al almacén de suministros. Si sigo aquí cuando hayas terminado, pasa por mi despacho. Si no, habla con Tonya. Ella tendrá el contrato preparado.
Y después de decir eso desapareció. Sofía se había sentido cómoda a su lado porque parecía ver a sus empleados como personas. Le había hablado de los introvertidos, que necesitaban paz y tranquilidad para concentrarse, y los extrovertidos, que necesitaban que alguien los ayudase a no perder la concentración. Y estaba claro que Steve Norton era un extrovertido.
–Corre el rumor de que el jefe y tú os conocíais –empezó a decir, con un brillo travieso en los ojos.
–Cariño –lo reprendió su mujer, dándole un codazo. Si no fuese tan pequeña le habría dado en las costillas, pero era tan bajita que más o menos acertó en la cadera–. No cotillees. Le gusta cotillear –le dijo a Sofía–. ¿El señor Jenner te ha dicho que tendrás que viajar?
–Sí, me lo ha dicho –respondió Sofía–. Y sí, nos conocimos hace mucho tiempo, cuando éramos niños. Su padre ayudó al mío a abrir una pequeña agencia inmobiliaria.
Era mejor dejar claro que Eric y ella nunca habían sido novios porque en una oficina de ese tamaño los cotilleos podrían hacer que su vida fuese un infierno.
–Estamos planeando un viaje a San Luis el mes que viene –le contó Meryl–. Se han quedado sin su equipo de futbol y una sección del centro de la ciudad se ha convertido en un barrio marginal. No esperamos que te involucres en las negociaciones, pero organizar los viajes sería tu responsabilidad. Hasta ahora, Heather y yo nos hemos encargado de todo, pero sería buena idea que vinieras con nosotros, así sabrás como hace las cosas el señor Jenner. Tienes experiencia en el mundo inmobiliario, ¿no?
–Llevo en ello desde los catorce años, pero esta agencia está a un nivel muy diferente –admitió ella.
Muy bien, podía ir de viaje con Eric, ningún problema.
–Genial, entonces el viaje a San Luis será un buen aprendizaje –dijo Meryl, que hablaba como una negociadora–. Así tendrás oportunidad de ver cómo puedes ayudar. Entender el negocio es la clave para entender cómo funciona la oficina.
Sofía miró a Steve. No hablaba mucho para ser el director del proyecto. Parecía como si quisiera preguntar algo, seguramente algo de naturaleza personal, pero Meryl prosiguió:
–Te enviaré el itinerario por correo electrónico. Estamos deseando trabajar contigo, pero nadie espera que te encargues de Steve. Ese es mi trabajo –le dijo, haciéndole un guiño.
Steve protestó, pero cuando se despidieron los dos estaban riéndose.
Sofía se quedó un momento en el pasillo, intentando orientarse. Había salido de casa cuatro horas antes y su madre estaría preocupada. Aunque la situación no sería desesperada hasta que los mellizos despertasen de su siesta.
Pensativa, se acercó a una de las ventanas del pasillo. Desde allí no podía ver el lago Michigan, pero el panorama de Chicago desde esa altura era fabuloso. Se asomó a la ventana y, bajo un agradable haz de luz de sol, comprobó sus mensajes. Su madre le había envido una fotografía de los niños devorando el almuerzo y su corazón se encogió al mirar a sus hijos.
Cuando descubrió que iba a tener mellizos había pensado tomarse un tiempo libre. Incluso había pensado dejar de trabajar durante un par de años, pero David había muerto y el dinero del seguro de vida se había agotado poco después. Por eso necesitaba aquel trabajo. Y, aunque aquel día había sido abrumador, debía reconocer que era agradable mantener una conversación con adultos, sin tener que gritar.
Respondió al mensaje, en el que su madre le preguntaba a qué hora volvería a casa, y luego se quedó un momento mirando la impecable oficina. La zona ejecutiva era como un templo de riqueza y privilegio, pero las alfombras en las zonas de paso también eran gruesas y caras. El equipamiento era de última generación y la empresa ofrecía bebidas para todo el mundo, no solo café. Eric no era tacaño con sus empleados.
Aquel trabajo significaba tanto para ella. No tenía que ser solo una mujer viuda, madre de dos hijos. Eric iba a darle la oportunidad de ser algo más y Sofía se dirigió al vestíbulo para hablar con la recepcionista.
–Hola, el señor Jenner me ha dicho…
Heather la interrumpió sin molestarse en levantar la mirada del ordenador.
–Un momento.
Sofía tragó saliva. Después de un largo minuto de espera, la joven terminó de hacer lo que estuviese haciendo y se levantó, sacudiendo la brillante melena rubia que caía hasta la mitad de su espalda. Era tan joven y guapa que Sofía no pudo evitar sentirse vieja y gorda en comparación.
–El almacén de suministros está por aquí –le dijo, llevándola a una habitación tras las escaleras de emergencia. Heather cerró la puerta y se volvió hacia ella–. No sé si alguien te lo ha dicho ya –empezó a decir. Y Sofía se preparó para lo peor– pero todos nos alegramos mucho de que estés aquí.
Vaya, aquello sí que era inesperado.
–¿Perdona? ¿De verdad?
–Pues claro que sí. Stacy, la antigua gerente, acaba de tener un hijo y ha decidido dejar de trabajar durante unos años. El señor Jenner me ofreció el puesto, pero estoy terminando un Máster y, entre el trabajo en recepción y los estudios, estoy agotada. No sabes cuánto me alegro de que te haya pasado a ti las riendas de la oficina –le dijo. Y su sonrisa parecía genuina.
Sofía se dio cuenta de que la había juzgado mal. Que fuese joven y guapa no significaba que fuese maliciosa o presumida.
–¿Te gusta trabajar para él? –le preguntó, recordando ese guiño compartido–. ¿Qué tal es como jefe?
–¡El mejor! –respondió ella–. En serio. ¡La empresa me está pagando el Máster y ya han incluido a mi pareja en el paquete de beneficios, aunque aún no nos hemos casado! –Heather tenía la costumbre de terminar las frases con una nota muy alta, como si estuviese exclamando–. Otros multimillonarios son insoportables, pero el señor Jenner tiene los pies en la tierra. Solo por el paquete de beneficios merece la pena trabajar aquí. ¡Todo lo demás es la guinda del pastel!
«Mi pareja». Sofía sonrió de oreja a oreja.
–¿Cómo se llama tu novio?
Ella esbozó una sonrisa algo tímida.
–Se llama Suzanne.
–Ah, perdona, no sabía…
Bueno, había visto esos guiños.
–No te preocupes –dijo Heather, haciendo un gesto con la mano–. El señor Jenner coquetea con todo el mundo, pero lo hace de broma –agregó, bajando la voz–. Se supone que no debemos hablar de su antigua prometida, así que te recomiendo que no saques el tema.
–Ah, claro.
–Nunca mantiene relaciones con las empleadas. Hace poco llegó una chica nueva a la oficina y se le insinuó.
No estaba bien cotillear sobre Eric, ni como amiga ni como empleada, pero ese noble pensamiento no impidió que Sofía preguntase:
–¿Y qué pasó?
–Que la chica desapareció un mes más tarde.
–¿La despidió?
–No, eso es lo más raro. Recibió una oferta mejor de una empresa rival. Según los rumores, el señor Jenner lo organizó todo. Lo oí diciéndole a los Norton que Wyatt se llevaba su merecido con el trato.
Wyatt. ¿No había conocido a un Robert Wyatt cuando eran niños? Un chico que la acorraló mientras Eric estaba en el baño e intentó meterle mano. Recordando las lecciones de su padre, Sofía le había dado un rodillazo en la entrepierna y Eric había encontrado a su amigo tirado en el suelo, gritando de dolor. Había temido que despidiesen a su madre, pero Wyatt nunca volvió a la casa y la señora Jenner le había comprado una muñeca y un vestido nuevo.
–¿Os conocíais de antes? –le preguntó la joven entonces.
Heather, se dio cuenta Sofía, era la chismosa de la oficina. Sería bueno tenerla de su parte, pero no quería contarle a todo el mundo que Eric y ella habían sido amigos de niños.
–Pues…
–Es que nunca lo había oído decirle a una posible empleada, o a nadie, «cuánto has crecido».
–Nos conocimos de niños. Su padre ayudó al mío a abrir una agencia inmobiliaria –le contó Sofía–. Y, la verdad, me alegra ver que es el mismo de antes. Pensé que haberse convertido en multimillonario lo habría cambiado.
Heather dejó escapar un pesado suspiro.
–No creo que sea el dinero lo que lo ha cambiado –dijo en voz baja. Luego esbozó una sonrisa–. Bueno, aquí está la lista de proveedores que usamos para los pedidos de café…
Sofía no tuvo oportunidad de preguntar qué había querido decir con eso, y tampoco sabía si importaba. Lo que importaba era que Eric iba a darle una oportunidad increíble, que sus empleados parecían encantados allí y, sobre todo, que no se acostaba con la recepcionista.
Todo iba a salir bien, pensó, con renovada determinación.