Eric debería estar navegando en ese momento. Solo había una razón por la que aún seguía frente a su escritorio: Sofía. No podía irse sin comprobar que había aceptado el puesto.
Debería estar leyendo el contrato y el acuerdo de confidencialidad, pero no podía concentrarse. O repasando el itinerario para el viaje a San Luis, pero tampoco era capaz de hacerlo porque estaba pensando en Sofía. No recordaba la primera vez que la había visto, pero siempre había estado ahí. Tampoco hubo ninguna despedida formal. La familia Cortés no había acudido a su fiesta de despedida cuando se marchó a Nueva York y él no la había buscado.
Pero siempre había sido parte de su vida… hasta que desapareció. Y, de repente, estaba de vuelta en su vida. Una madre con dos hijos pequeños que dependían de ella. Aceptaría el puesto, estaba seguro.
Un golpecito en la puerta interrumpió sus pensamientos.
–¿Sí?
La puerta se abrió y allí estaba. Eric se quedó sin aliento cuando entró en el despacho. No parecía posible que fuese más guapa cada vez que la veía, pero no podía negarlo; sencillamente estaba más guapa que una hora antes.
–Sigues aquí –le dijo, sorprendida–. Pensé que estarías en el lago.
Eric sonrió. No significaba nada que recordase cuánto le gustaba navegar. Todo el mundo pensaba que eso era parte de su excéntrico encanto, pero Sofía siempre había entendido que necesitaba el agua como otras personas necesitan el aire.
–Sigo aquí. Siéntate, estaba leyendo el contrato.
La observó mientras atravesaba el despacho para sentarse frente a él. Parecía un poco tímida, pero no a punto de sufrir otro ataque de ansiedad.
–Supongo que no habrás reducido el salario a una cantidad razonable.
–Ciento veinte mil dólares al año es una cantidad razonable.
Ella rio.
–¿Y si no estuviese a la altura?
Eric se quedó sorprendido porque parecía hablar en serio.
–Deja de actuar como si este no fuera tu sitio.
–No lo hago. Eres tú quien intenta hacer que encaje en este mundo.
–Bueno, tú has venido a una entrevista de trabajo –le recordó él. Sofía, evidentemente, no podía discutir–. Pues muy bien, estamos de acuerdo. Tú quieres el puesto de gerente y yo te lo he dado –añadió, empujando el contrato por el escritorio–. Es un contrato típico, con los detalles del plan de beneficios y un acuerdo de confidencialidad. Puedes llevártelo a casa para estudiarlo. Si decides aceptar, me gustaría que empezases la semana que viene. Pero tienes que aceptar, Sofía.
Ella frunció el ceño.
–No hay manera de convencerte, ¿verdad?
–Claro que no. Yo nunca pierdo cuando tengo la razón.
–¿Qué vas a contarle a tus padres?
–No veo por qué tengo que contarle nada a mis padres.
Aunque le gustaría saber por qué su madre le había ocultado que Sofía se había casado y no había forma de preguntar sin contarle que estaba trabajando para él.
–Imagino que tus padres saben dónde estás.
–Sí, claro. Y están preocupados.
–¿Por qué?
–Porque ellos saben que no tengo experiencia para un puesto como este –respondió Sofía–. No debería decirte esto porque la verdad es que ya no somos amigos, solo viejos conocidos porque mis padres trabajaban para los tuyos. Si acepto el puesto serías mi jefe, así que no debería hablarte de las esperanzas de mis padres, o de los ataques de ansiedad tras la muerte de mi marido. Y tú no deberías hacerme esas preguntas… ¡se supone que no deberías saber esas cosas sobre una empleada!
Había levantado la voz y Eric se echó hacia atrás en el sillón, sorprendido.
–Sofía.
–Ay, Dios mío –murmuró ella–. Y, desde luego, no debería gritarle al jefe. No podría haber hecho una entrevista peor, ¿verdad?
Si fuese otra persona estaría de acuerdo, pero se trataba de Sofía.
Nadie, a excepción de sus padres, le hablaba así. Todo el mundo lo trataba como si fuese una sustancia química volátil y temiesen su reacción. Incluso Marcus Warren, que siempre decía lo que pensaba, solía contenerse con él.
Que Sofía le hablase así debería enfadarlo, pero…
Lo único que podía pensar era cuánto la había echado de menos. Y cuánto esperaba que también ella lo hubiese añorado.
–Necesitas un amigo.
Ella lo miró con los ojos sospechosamente brillantes.
–Tal vez tú también lo necesitas –dijo, antes de levantarse–. Voy a aceptar el puesto porque lo necesito, pero no quiero ser objeto de compasión. No me debes un salario exagerado, no me debes nada. Soy tu empleada, intenta recordar eso.
Aquella fue una de las charlas más efectivas que había recibido en su vida. Tanto que lo único que podía hacer mientras Sofía salía del despacho era sonreír.
–¡Mamá! –gritaron dos vocecitas al unísono cuando Sofía entró en casa.
Seguía sintiéndose un poco mareada, pero al menos allí, en casa de sus padres, viendo las preciosas sonrisas de sus dos hijos, todo volvía a su sitio.
–¡Mis niños! –gritó, abriendo los brazos. Los mellizos se lanzaron en tromba hacia ella, casi haciéndole perder el equilibrio sobre los tacones–. ¿Habéis sido buenos con la abuelita?
–Han sido buenísimos –dijo su madre, levantándose del suelo–. ¿Qué tal la entrevista? ¿Has conseguido el trabajo? ¿Eric se acordaba de ti?
Sofía se sentó en un sofá más viejo que ella, con los niños en brazos. Addy empezó a canturrear mientras Eddy le enseñaba orgullosamente un papel en el que había dibujado rayas de colores.
–Ah, qué bonito –dijo Sofía.
Eddy empezó a parlotear. Los niños aún no sabían hablar, pero siempre tenían mucho que decir. Como esperaba, Addy se tomó su atención por Eddy como un desaire a sus méritos artísticos, y fue a buscar su dibujo. Los niños siempre estaban compitiendo y alguna vez la competición terminaba en lágrimas.
Después de felicitar a su hija por el dibujo, Sofía se arrellanó en el viejo sofá mientras los niños volvían a colorear sentados en el suelo. La familia Cortés no malgastaba su dinero en muebles caros. A pesar de que la agencia inmobiliaria iba bien, seguían siendo ahorradores y esa era una lección que Sofía había aprendido desde niña. Había tardado mucho tiempo en acostumbrarse a la personalidad más derrochadora de David, que cuando quería algo, sencillamente lo compraba sin pensarlo dos veces. Casi todas sus peleas habían sido por dinero. Ella no se sentía cómoda gastándolo alegremente, pero David no podía entender por qué no quería tener cosas bonitas en casa.
Y Eric era un millón de veces peor que David. Lo más extravagante que había hecho su marido, aparte de gastarse cinco mil dólares en el anillo de compromiso, había sido comprar una televisión de última tecnología que ocupaba toda una pared del cuarto de estar.
Eric iba a pagarle cincuenta mil dólares más de lo que decía el anuncio. ¿Pero no era una tontería no querer aceptarlo? Necesitaba ese dinero. El dinero del seguro de vida de su marido se había agotado y había tenido que mudarse a casa de sus padres.
Sofía suspiró. Eric tenía razón, cincuenta mil dólares al año no eran nada para él y ella había ido a la entrevista esperando que la amabilidad de los Jenner la ayudase a salir adelante. No podía rechazarlo.
Su madre le ofreció un vaso de limonada, mirándola con gesto de preocupación.
–Bueno, cuéntame.
–Me recordaba y he conseguido el puesto –dijo Sofía, tomando el vaso–. Y va a pagarme un dineral.
Rosa dejó escapar un suspiro de alegría.
–Los Jenner siempre pagan bien. Son muy generosos.
Rosa Cortés había trabajado durante toda su vida para darle un futuro. Su madre se lo había dado todo y era hora de devolverle el favor.
–Voy a empezar a pagarte por cuidar de los niños. Y contrataremos a alguien para que te ayude.
–No, de eso nada –protestó Rosa–. Me encanta estar con mis nietos, no es un trabajo para mí.
–Dejaste tu trabajo para quedarte en casa con ellos. Siempre has cuidado de mí, mamá, deja que yo cuide un poco de ti.
Rosa frunció los labios, el único gesto de enfado que se permitía cuando estaba molesta por algo. Rosa Cortés era la reina de los buenos modales.
–No tienes que pagarme nada –protestó.
–Pondré el dinero en una cuenta a tu nombre y contrataré a alguien para que te ayude con los niños. No discutas, mamá. Sabes que papá se pondrá de mi lado –insistió Sofía.
No quería herir los sentimientos de su madre sugiriendo que no podía hacerlo todo, pero su padre le había confesado que le preocupaba que los niños fuesen demasiado para ella. Su madre parecía a punto de protestar, pero entonces Addy dejó a un lado los lápices y señaló el vaso de Sofía, como diciendo que también ella quería limonada. Para no quedarse atrás, Eddy se dejó caer sobre la alfombra y empezó a llorar.
–Venga, a lavarse las manos. Vamos a comer una galleta –dijo su madre, tomando al niño en brazos. Addy fue tras ellos porque la galleta era lo más importante del mundo en ese momento.
Sofía sonrió. Tenía fotografías de David a esa edad y Eddy especialmente era su viva imagen. El pelo de Addy era algo más oscuro, su carita más redonda, como la suya de niña.
Suspiró, agradeciendo ese momento de silencio. Tal vez su madre tenía razón y Eric solo estaba siendo generoso como lo habían sido sus padres. Tal vez no tenía nada que ver con ella. Para un hombre como él, un Jenner, el dinero era la solución más fácil porque nunca se les terminaba.
Pero a ella le parecía… peligroso. Más que cuando la ayudó durante el ataque de ansiedad, más que cuando clavó en ella su mirada ardiente. Esas cosas podían ser un problema, pero era fácil descartarlo como un inofensivo flirteo. Eric había tonteado con ella como lo hacía con Heather.
No, lo que le parecía peligroso era que hubiese afirmado que él podía mantenerla a salvo.
Era un detalle, pero Sofía había visto algo en sus ojos, un extraño brillo de anhelo. Lo habían dejado plantado ante el altar, pensó. ¿Habría estado enamorado de su prometida? ¿Se habría sentido inseguro después de eso? ¿Cuánto habría caído antes de volver a levantarse?
Sofía sacudió la cabeza. Daba igual. No podían ser amigos como en los viejos tiempos. Era su empleada y, además, no iba a arriesgarse a que volvieran a romperle el corazón.
–¿Qué voy a hacer, David? –susurró.
Debería pagar las facturas, contratar a alguien para que ayudase a su madre y empezar a vivir otra vez. Y podía hacer todo eso sin verse envuelta en la vida de Eric. Controlaría cualquier comportamiento que no fuese profesional. Nada de ataques de ansiedad, al menos en público, nada de decirle que no estaba capacitada para hacer el trabajo. Aquel no era su mundo, pero podía intentar acostumbrarse.
Necesitaba el trabajo y el salario, pero debía recordar que no necesitaba a Eric.