Capítulo Ocho

 

 

 

 

 

Al día siguiente Xavier salió de LBC a mediodía para asistir a un seminario en la zona norte de la ciudad. Y, en cuanto se hubo marchado, Laurel aprovechó para colarse en su despacho.

Tenía que encontrar algo que pudiera usar para su reportaje. Lo que fuera. Solo tenía que ser algo lo bastante sustancial como para presentar su dimisión antes de las siete.

Solo así podría ir a esa cena con él. Si no, tendría que cancelar la cita, por más que la sola idea de no poder pasar la velada con él hiciese que le entrasen ganas de llorar.

Sí, era un desastre, una persona débil que había acabado cediendo a la tentación. Debería haberse negado, haberse mantenido firme, y desde luego no debería haber dejado que la besase, pero… ¡Por Dios!, ¿cómo? Aquel hombre parecía tener algún tipo de poder secreto que la hacía enmudecer, que le nublaba la mente.

Al entrar a hurtadillas en su despacho, vio que había dejado el portátil sobre la mesa, pero estaba apagado y necesitaría su nombre de usuario y la clave para encenderlo. «Es igual», pensó. Ya encontraría algo en el archivo. Sin embargo, mientras ojeaba el contenido de las carpetas, empezó a pensar de nuevo en aquel beso en la sala de reuniones.

Cuando le había pedido que fuera con él a cenar, había tenido que hacer un esfuerzo enorme para decirle que no. Y entonces él había tenido que ir y hacer lo único que podía hacer que ella accediera: prometerle que solo sería una cena y que mantendría las manos quietas.

Desde un punto de vista ético había tenido claro que aquella era la única condición bajo la cual podía aceptar esa invitación. Eso, o abandonar su investigación.

Ese pensamiento hizo que sus manos se detuvieran sobre las carpetas. ¿Y si lo hiciera? ¿Y si renunciara a su carrera de periodista? Tenía un empleo allí, en LBC. Nadie tenía por qué saber que lo había conseguido bajo un falso pretexto; solo les diría que quería seguir allí por el motivo correcto: para ayudar a la gente. Y entonces podría salir con Xavier sin temor.

Sin embargo, se le encogía el corazón de solo pensar en arrojar por la borda toda su carrera periodística. No, tenía que seguir adelante con la investigación. Había una manzana podrida en LBC. Si abandonaba, ¿quién destaparía aquel fraude? Era todavía menos ético abandonar la pelea simplemente para poder acostarse con Xavier sin sentirse culpable. Su investigación era importante y él, a pesar de todo, solo era un hombre como los demás.

No, no lo era. Xavier era especial. Lo sentía cuando sostenía su mano, lo veía en sus ojos cuando la miraba. La hacía sentir especial. Podía haber algo increíble entre ellos, y ella iba a perdérselo porque se había puesto a sí misma entre la espada y la pared.

Parpadeando para contener las lágrimas que se le habían saltado, siguió revisando la carpeta que tenía en la mano. La repasó de principio a fin. Nada destacable, gracias a Dios.

Cerró el cajón haciendo el menor ruido posible, siguió con el siguiente y luego con el siguiente, fingiendo que estaba siendo muy concienzuda en su búsqueda cuando para sus adentros sabía que más bien lo que estaba siendo era bastante descuidada. ¿Pero qué le estaba pasando?

Lo que debería hacer era encontrar pruebas sólidas, salir de allí y no volver a aparecer por LBC. Si dejase de ver a Xavier a diario ya no tendría que preocuparse por lo mucho que lo deseaba. Dios… ¿a quién quería engañar? ¡Si pensaba en él hasta cuando no estaba con él! Había aceptado su invitación a cenar porque albergaba la tonta esperanza de que por arte de magia se materializaría la solución perfecta que lo arreglaría todo.

No había nada en aquel despacho que pudiera utilizar en su investigación, nada que apuntase al fraude que estaba intentando destapar. ¡Qué fastidio! Le quedaban cuatro horas para decidir si darle plantón o ir a la cita de todos modos y fingir que solo era una cena.

En vez de sopesarlo acabó empleando ese tiempo en flagelarse por haber dejado que sus sentimientos por Xavier la llevaran hasta ese punto. La cuestión era que ya era demasiado tarde: había comprometido de un modo irreversible su investigación.

¿Y ahora qué iba a hacer? ¿Lanzarse en brazos de Xavier y ver cómo se desmoronaba su castillo de naipes? Claro que también era posible que jamás encontrara evidencias del fraude. Si eso ocurría, habría renunciado a su oportunidad con Xavier por nada.

Mientras su conciencia se debatía entre una cosa y otra, se vistió para la cena, ya que había aceptado su invitación. Estaría feo cancelarlo siendo ya tan tarde. Además, si las cosas se complicaban, siempre podía apelar a la regla de «manos fuera»; Xavier le había dicho que respetaría sus deseos.

 

 

Cuando sonó el timbre de la puerta a las siete y fue a abrir, se quedó sin aliento al ver a Xavier. Llevaba un polo de manga larga del mismo color que sus ojos y unos vaqueros oscuros que le sentaban tan bien que casi se encontró salivando mientras lo miraba.

–Para que me quede claro: si te digo que tienes que tener las manos quietas, ¿se me aplica a mí la misma regla? –le preguntó Laurel.

–Por supuesto que no –replicó él al instante, con un brillo travieso en la mirada–. Puedes tocarme cuando y como quieras.

–Tomo nota. Entonces, supongo que deberíamos dejar de fingir y admitir que esto no es solo una cena.

–No sé de qué hablas –la picó Xavier levantando las manos–. Val nos ha invitado a cenar y como dentro de poco será tu jefe, es una oportunidad para que lo vayas conociendo. Comeremos, charlaremos un poco… y si quieres pensar que esta noche va a pasar algo más solo porque estoy tratando de imaginar qué llevas debajo de ese vestido… allá tú.

Laurel sabía que no debería sonreír en respuesta a eso, pero no pudo evitarlo.

–Llevo un sujetador y unas braguitas rosas a juego que compré para ponerme cuando tuviera una cita con un tipo guapetón –le dijo–. Y pensé que ya iba siendo hora de que los usara, porque llevan en el cajón como seis meses.

Los ojos de Xavier se oscurecieron de deseo.

–Lástima que no vayamos a hacer nada –respondió–, ya que solo es una cena y nada más.

Con ese provocativo duelo verbal a Laurel le estaban entrando ganas de hacer una locura a pesar de todo. Al fin y al cabo era viernes por la noche, y sabía separar su vida personal del trabajo. Además, no había garantía alguna de que tuviera que llegar a preocuparse por los resultados de su investigación.

Hizo un trato consigo misma: si encontrase algún indicio real de fraude en LBC, pondría primero al corriente a Xavier de sus hallazgos y le pediría permiso para hacer un reportaje sobre ello. Si era la clase de hombre que creía que era, se lo agradecería y le daría luz verde. Se negaba a creer que preferiría echar tierra sobre el asunto, pero, si lo hiciera, entonces sabría que no era un hombre del que podría enamorarse y se sentiría con derecho a destapar aquel escándalo aun sin su consentimiento.

Val vivía en River Forest, y cuando llegaron se encontró sin palabras para describir la enorme y espectacular casa que compartía con su esposa. Mientras subían con el coche por el camino que llevaba a ella, admiró embelesada los altísimos árboles y el cuidado césped.

–Me imagino que tu casa no le irá a la zaga a la de tu hermano –comentó cuando se detuvieron frente a la entrada.

Xavier la miró.

–No sabía que compitiéramos por quién tiene la mejor casa, pero en lo que se refiere a antigüedad, la de Val gana. Es un edificio histórico. No es de mi estilo, pero a él le encanta –contestó–. ¿Te molesta… lo del dinero? –le preguntó en un tono quedo mientras apagaba el motor.

Se hizo un silencio incómodo.

–Bueno, a veces me olvido de que eres un hombre rico. En el trabajo sueles vestir ropa informal, y me cuesta imaginarte como otra cosa que el tipo al que vi con una escoba en la mano después del incendio del otro día.

–Eso es lo más bonito que me han dicho.

–Lo digo en serio.

–Y yo –respondió él. La tomó de la barbilla y le dio un beso en los labios–. No voy a disculparme por esto, pero te prometo que tendré las manos quietas durante el resto de la velada, como te dije.

El beso le dejó a Laurel un cosquilleo en los labios, y deseó que no se hubiera apartado tan pronto.

–¿Y si no quiero que lo hagas?

–Pues no tienes más que decirlo –murmuró él con una mirada ardiente–. Iremos a mi casa y te la enseñaré. Empezaremos por el vestíbulo, donde te empujaré contra una de las columnas de mármol mientras te quito la ropa. Me muero por ver el contraste de tu piel desnuda con el blanco del mármol. Luego te mostraré el de la biblioteca. Es muy mullido y es una pena que nunca le haya hecho el amor en él a una mujer, porque también es muy ancho. Además, justo encima, en el techo, hay una claraboya que derramará la luz de la luna sobre ti, y besaré cada centímetro de tu piel que bañen sus rayos.

Laurel se estremeció y sintió que una ola de calor afloraba entre sus muslos.

–Para. No hace falta que digas más para que vaya. Ya me habías convencido cuando empezaste con lo de la columna.

Xavier se rio.

–Pues todo eso no es más que el principio. Tengo una casa muy grande.

–No me había dado cuenta de que eras tan poético.

–No lo soy. Solo estaba describiéndote lo que me imagino cuando pienso en ti.

–¿Cómo esperas que tenga una conversación inteligente con tu hermano y su esposa después de que me digas esas cosas?

–Igual que yo he seguido haciendo mi trabajo en LBC sabiendo que estás al otro lado del edificio en tu despacho –respondió él–. Casi a cada hora tengo que contenerme para no ir a hacerte una visita para ver si la puerta aguantaría lo que he estado pensando hacerte contra ella.

Vaya… Parecía como si le hubiera dado luz verde para compartir sus fantasías secretas.

–Quizá, la próxima vez, podrías no contenerte.

El deseo volvió a relumbrar en los ojos de Xavier.

–Acabas de dinamitar cualquier posibilidad de que el lunes me concentre en el trabajo.

Laurel se rio.

–Te lo mereces. Por tu culpa yo no voy a poder concentrarme en la conversación durante la cena. ¡Ya estoy pensando excusas para marcharnos pronto!

–Me gusta la idea –murmuró él–. Si se te ocurre alguna buena puedo mandarle un mensaje de texto a Val ahora mismo y así ni siquiera tendremos que entrar.

–Eso no… –comenzó a replicar ella. Pero perdió el hilo cuando Xavier le puso una mano en el cuello y empezó a acariciarle el lóbulo de la oreja–. Al… al menos deberíamos entrar y quedarnos un rato. Probablemente nos hayan oído llegar.

Xavier no apartó la mano.

–Probablemente –asintió.

–Deberíamos entrar…

–Deberíamos –repitió él, y sus labios se posaron sobre los de ella.

Laurel respondió al beso con fruición. Las lenguas de ambos se enroscaron, y Xavier, que le había puesto las dos manos en el cuello, le hizo ladear la cabeza para hacer el beso aún más profundo.

El beso terminó más pronto de lo que Laurel hubiera deseado, cuando Xavier despegó sus labios de los de ella, jadeante, con el pecho subiéndole y bajándole. O quizá era su pecho el que subía y bajaba. Era difícil de saber, pegados como estaban el uno al otro.

–Deberíamos… –comenzó a decir él, antes de depositar un reguero de pequeños besos por su mejilla–. Deberíamos ir a… algún sitio.

–Sí… deberíamos… –asintió ella, ladeando la cabeza para que pudiera besarla mejor en el cuello–. ¿Como a tu casa?

Xavier gruñó contra su piel.

–Ojalá no hubieras dicho eso, porque tenías razón en lo de que al menos deberíamos entrar y quedarnos un rato. Quedaríamos fatal si no lo hiciéramos, ¿no?

–Supongo que sí. Pero podríamos considerar esto como los preliminares al sexo.

–O podríamos acordar alguna señal. Podrías excusarte para ir al baño, graznas como un cuervo y me reúno contigo allí –sugirió él.

–¡Vaya, qué romántico! –exclamó ella con sarcasmo. Se rio y le dio un codazo–. Sigue pensando, anda.

–Lo que estoy pensando es que tenemos que salir del coche antes de que empiece algo y no podamos dar marcha atrás –le espetó, quejoso–. Jamás hubiera imaginado que eras una romántica.

Consiguieron bajarse del coche con toda la ropa puesta y Xavier la tomó de la mano mientras subían la escalinata de la entrada, hablando en voz baja y riéndose.

Los recibió una mujer con uniforme de servicio y pelo cano, que los condujo al salón, donde los esperaban Val y su esposa, Sabrina, que no tenía ojos más que para él.

La sirvienta regresó con unas copas de champán y un vaso de zumo para Sabrina, todos brindaron.

–Sabrina está embarazada –le dijo Xavier a Laurel al oído, mientras Val iba a encender la cadena de música y su esposa hablaba con la sirvienta.

–¿Ah, sí? –murmuró Laurel. Era algo muy personal–. ¿Debería felicitarles?

–No sé si ya lo han hecho público.

–Entonces a lo mejor no deberías habérmelo contado.

Él esbozó una sonrisa traviesa.

–No he podido resistirme. La verdad es que es algo que me tiene un poco descolocado.

–Ya, es que es una locura, ¿verdad? –respondió ella–. Te hace pensar. Bueno, no en el sentido de «¡eh, yo también quiero tener un bebé!», sino más bien en lo rápido que pasa el tiempo.

–Exacto… –murmuró él–. Aunque no sé por qué me sorprende que seas capaz de leer mis pensamientos. Supongo que nos parecemos más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Fue entonces cuando Laurel se dio cuenta de que habían llegado a ese punto que ella había estado esperando, el punto en el que él le estaba confiando sus secretos… sin que ella se lo pidiera. Aquello era oro puro para cualquier reportero de investigación, pero a ella solo la hizo sentirse fatal al recordar que le había mentido respecto a su identidad.

Una parte de ella ansiaba poner fin de un plumazo a su investigación, pero trabajar de encubierto era como un escudo que le permitía hacer cosas que normalmente no tenía el valor de hacer. Sin ese escudo… ¿volvería a ser la Laurel insegura, incapaz de tener una conversación con un hombre como Xavier?

No, quería ser la Laurel Dixon que era ahora, con la que Xavier compartía secretos porque confiaba en ella. Le gustaba quién era cuando estaba con él. Le gustaba porque sacaba lo mejor de ella.