Capítulo Nueve

 

 

 

 

 

Tras la cena las dos parejas habían pasado al salón. Laurel y Sabrina se habían sentado la una junto a la otra en el sofá cerca de la chimenea y estaban charlando animadamente. Val y Xavier, en cambio, se habían quedado de pie junto a las puertas cristaleras por las que se salía a una terraza que se asomaba a la piscina.

Habían estado hablando de trabajo, pero la conversación había ido desinflándose, y Xavier no estaba esforzándose demasiado por sacar otro tema porque no podía apartar los ojos de Laurel.

–Bueno –dijo Val, haciendo luego una pausa tan larga que Xavier lo miró expectante–, o sea que hay algo entre Laurel y tú.

–Depende de cómo definas ese «algo».

Xavier dio un largo trago a su botellín de cerveza. Con la boca llena se evitaba tener que decir más. Pero Val hizo caso omiso de esa indirecta de que no se metiese en sus asuntos.

–Pues… eso, que Laurel y tú estáis saliendo. Cosa que, por cierto, jamás me habría esperado. Aunque me extrañó que te pusieras tan pesado para que te invitara a cenar con nosotros esta noche. Sabrina y yo hemos tenido que cancelar los planes que teníamos, ¿sabes?

–Pues no deberías haberlo hecho –replicó Xavier–. Y no estamos juntos. Es…

¿Qué era? ¿Complicado? No debería serlo, se dijo. Esa noche su relación había dado un giro en la dirección correcta, y estaba impaciente por estar a solas con Laurel. Pero entonces… ¿por qué seguía allí, sin una estrategia definida? Debería ser coser y cantar; nunca había tenido problemas para llevarse a una mujer al huerto.

Val enarcó las cejas.

–Si te cuesta encontrar las palabras para definirlo, es que hay algo entre vosotros. Cuando me insististe tanto en que te invitara, diciéndome que querías traer a alguien contigo a cenar, pensé que tenía que ver con mis propios ojos a la dama en cuestión. Imagina cuál fue mi sorpresa al verte entrar por la puerta con la nueva gestora de servicios.

–Ya. Bueno, respecto a eso… –comenzó a decirle Xavier. Probablemente debería haber mencionado antes que el rol de Laurel en LBC había cambiado, pero así podía usarlo para cambiar de tema–. Adelaide es quien ocupa ahora ese puesto. Laurel me está ayudando con la organización de los eventos para recaudar donaciones.

–Ah… Ya veo… –murmuró Val con una sonrisa maliciosa–. Prefieres tenerla a tu lado para poder hacer travesuras con ella después del trabajo, ¿eh?

–¡No es eso! –replicó Xavier irritado–. Tiene un montón de ideas estupendas y… no sé, me inspira. Me ayuda a ver las cosas de un modo distinto.

Vaya. Eso se le había escapado sin pensarlo, pero era la pura verdad. Hacía cinco minutos habría asegurado que su único propósito respecto a Laurel era llevársela a la cama, pero era evidente que no se trataba solo de sexo.

–Sí, justo a eso me refería –dijo Val dándole un golpe fraternal en el brazo–: te estimula. Es evidente que es muy especial. Hazme un favor: no seas tú mismo; querría que siguiera trabajando en LBC.

–¿Qué diablos has querido insinuar con eso? –quiso saber Xavier, ofendido.

–Que recuerdes que es un ser humano con sentimientos –le respondió Val–. A las mujeres les gusta que les demuestren que sabes que existen y que las inviten a salir de vez en cuando.

–Por eso la he traído aquí –gruñó.

–Cierto. Lo que quiero decir es que saques el máximo partido de esto. Salta a la vista que Laurel te hace bien; no la alejes de ti.

Sabrina interrumpió su conversación para preguntarle a Val qué le parecía si salían todos a la terraza, pero antes de que su hermano pudiera responder, Xavier levantó la mano para hablar él.

–Aunque nos encantaría quedarnos más, Laurel y yo tenemos que irnos ya. Mejor lo dejamos para otra ocasión, si no os importa.

¿Se había pensado que no iba a seguir sus consejos? Acababa de descubrir la razón por la que aún no había decidido sus siguientes pasos: porque se suponía que no debía darlos solo, sino con Laurel.

Aquel no era un viaje en soledad. Además, había sido ella quien había estado al volante desde el primer día. En vez de intentar recobrar el control, la clave estaba en renunciar a él. Si quería que las cosas fuesen distintas con ella, tenía que dejar que fuese ella quien llevara las riendas.

Los ojos de Laurel, que seguía sentada en el sofá, se encontraron con los suyos, y una vez más tuvo esa sensación inexplicable que había tenido con ella desde el principio, solo que esa vez la reconoció como lo que era: una profunda conexión entre ellos.

Se despidieron de su hermano y Sabrina y se marcharon.

–Ha sido la salida más rápida que he visto nunca –comentó Laurel con una sonrisa ya dentro del coche, mientras deslizaba la mano de un modo sugerente por su brazo.

–Ya iba siendo hora de irnos –dijo él–. La noche es joven, y las cosas que tengo en mente no podíamos hacerlas en casa de Val.

–Me gusta cómo suena eso. ¿Vas a llevarme a dar una vuelta a orillas del lago Michigan?

Xavier la miró boquiabierto.

–Bromeas, ¿verdad?

Al oír la risa de Laurel respiró aliviado.

–Sí, lo que quería decir era… ¿por dónde íbamos antes de entrar en la casa? –le dijo ella–. Creo que tenías la mano debajo de mi vestido, si no recuerdo mal –murmuró.

Xavier sintió que una erección le tensaba la entrepierna y se le escapó un gemido. No había tenido la mano en ese sitio; si así hubiera sido, no se habrían bajado del coche al llegar. Claro que… ¿por qué discutir?

–¿Así? –inquirió.

Subió la palma por su muslo desnudo y le acarició suavemente la piel con el pulgar por debajo del dobladillo del vestido. Como ella no hizo ademán alguno de detenerlo, siguió avanzando hasta rozar con el pulgar el trozo de seda entre sus piernas.

Laurel aspiró hacia dentro.

–Sí… algo así…

Su voz sonaba tan entrecortada, que estuvo a punto de apartar la mano, pero de pronto ella puso la suya encima y se la apretó contra su pubis.

–Quizá más bien así…

Sí, a él también le parecía mucho mejor así. Frotó la palma contra su calor, arrancándole un gemido ahogado que lo excitó aún más. Se moría por quitarle las braguitas y tocarla de verdad, pero la consola central del coche le impedía levantar a Laurel para sentarla en su regazo y hacer las cosas bien.

–Esto no es lo que te había prometido –masculló frustrado.

Laurel se merecía algo mejor, y él desde luego podía ofrecerle algo mejor que un magreo en el asiento delantero del coche como un adolescente impaciente que no sabía nada acerca de la anatomía femenina.

Con un gruñido, apartó la mano y encendió el motor.

–Voy a llevarte a mi casa –le dijo mientras se alejaban de la casa–. Si no es lo que quieres, habla ahora o calla para siempre.

–¿Adivinas qué es lo que quiero? –le preguntó Laurel con picardía, deslizando la mano por su muslo, como había hecho antes él con ella.

El problema era que él estaba conduciendo. Laurel acarició su miembro erecto con el dorso del índice. Apenas lo rozaba, pero Xavier se sentía como si hubiese cerrado su cálida palma en torno a él y lo hubiese apretado. El velocímetro se disparó más allá de los ciento treinta mientras se incorporaba a la autopista, y se obligó a reducir la velocidad antes de matar a alguien y apartó la mano de Laurel de su entrepierna.

–Deja eso para luego. Llegaremos a mi casa en menos de cinco minutos.

Laurel optó sabiamente por no insistir y entrelazó las manos en su regazo.

–Me caen bien tu hermano y su mujer –dijo.

–Estupendo –contestó él–, aunque no tengo el menor interés en hablar de ellos. Si tienes ganas de hablar, podrías enumerarme tus posturas favoritas, las superficies y los sitios en los que te gusta hacerlo… Por ejemplo… agua: ¿sí o no? Esa clase de cosas.

La risa de Laurel hizo que una sensación cálida lo invadiera. Le lanzó una mirada mientras adelantaba a una furgoneta que iba a poco más cien por hora en el carril rápido, como si no fuera gente detrás con una erección galopante.

Laurel se dio unos toques en los labios con el dedo, como si estuviese meditando la respuesta.

–Me gusta la postura de la cuchara. No me gusta hacerlo sobre una alfombra, aunque no sé si me gustaría hacerlo en otro sitio que no fuera un colchón, porque aparte de esas dos superficies no he probado ninguna otra. Y necesito que me aclares la pregunta del agua: ¿quieres hacérmelo en el agua, o echármela por encima?

Un chorro de agua cayendo por el cuerpo de Laurel, sus senos erguidos perlados de gotas, suplicándole que las lamiese… Sí, le encantaría.

Pero luego su mente reemplazó esa fantasía con una visión de ella sentada dentro de su jacuzzi. Sí, eso también le gustaría… La boca se le secó al imaginarla abriendo las piernas en una muda invitación y echando la cabeza hacia atrás mientras esperaba.

–Las dos cosas –respondió él al instante.

¿Por qué tenía que vivir Val en un sitio tan alejado como River Forest?, maldijo para sus adentros. La gente civilizada vivía en la zona de Lincoln Park.

Cuando finalmente llegaron a su casa, en la calle Orchard, decidió dejar el coche aparcado fuera porque no quería perder tiempo metiéndolo en el garaje. ¿Sería poco refinado sacar en volandas a Laurel del coche?

Por suerte ella parecía haberse percatado de sus prisas porque ya se había bajado del vehículo cuando lo rodeó para abrirle la puerta. Debería reprenderla, pero decidió dejarlo para otro momento. Además, la próxima vez llegaría a su puerta antes de que se bajase y se comportaría como un caballero.

Impaciente, la agarró de la mano y la condujo dentro de la casa por la puerta de atrás porque era la que estaba más cerca. Laurel paseó la mirada por el salón en penumbra.

–Creo recordar que me dijiste algo de una columna de mármol –apuntó.

–Sí, pero está en el vestíbulo, entrando por el otro lado –respondió él con prisa, tirando de ella hacia las escaleras–. Está demasiado lejos; olvida que lo mencioné. Primero te enseñaré el piso de arriba.

Cuando la tuvo en su dormitorio, cerró la puerta y la acorraló contra ella.

–Esto es roble. No es una columna, pero servirá –dijo antes de inclinar la cabeza para tomar sus labios.

Aquel beso no fue como lo había imaginado; fue mucho más. Muchísimo más. Nunca había deseado de aquella manera a una mujer. Laurel tampoco parecía querer perder un segundo: le sacó la camisa de los pantalones y sus manos se deslizaron debajo para acariciarle la espalda.

Mientras devoraba su boca, apretándose contra su curvilínea figura, los gemidos de placer de Laurel lo excitaron aún más. Él también quería sentir su piel desnuda bajo sus manos. Se moría por tocar sus pechos, por paladear el néctar entre sus muslos. Con un gruñido de deseo la alzó en volandas y la llevó a la cama.

–Ya probaremos otras superficies luego –le dijo.

La depositó al borde del colchón y se inclinó para besarla en el cuello. El vestido le estorbaba, así que le levantó la falda y se lo sacó por la cabeza. Al verla en ropa interior, un profundo gemido escapó de su garganta.

–¡Dios del cielo! –exclamó–. Creo que el rosa es mi nuevo color favorito.

Laurel sonrió y jugueteó con uno de los tirantes del sujetador antes de bajárselo, provocadora.

–Puede que esté aún mejor sin él… –murmuró.

–Eso me cuesta creerlo –replicó él–, aunque debería comprobarlo, por si acaso.

La mirada ardiente de Laurel sostuvo la suya mientras se arrodillaba entre sus piernas para pasarle los brazos alrededor del cuerpo y desabrocharle el sujetador. Los dedos le temblaban por el esfuerzo que estaba haciendo para no romper el enganche. No quería destrozarle el sujetador, pero el condenado enganche no se soltaba. Maldijo entre dientes y, dándose por vencido, arrancó el enganche sin miramientos.

–Mañana te llevaré a un Victoria’s Secret y te compraré la tienda entera –le prometió a modo de disculpa.

¿De qué servía el dinero si no podía gastárselo en lo que de verdad importaba? Arrojó el sujetador a un lado y, como los perfectos senos de Laurel parecían estar llamándolo, no dudó en responder a esa llamada.

Tomó uno en la palma de la mano y lo levantó para succionar el pezón, que se endureció en cuanto comenzó a lamerlo. Laurel gimió, arqueándose hacia él, y lo agarró por la nuca con ambas manos para sujetarle la cabeza, como si temiese que pudiera parar. Ni hablar; podría pasarse horas devorando el seno que tenía en la boca.

Solo que el otro aún no lo había tocado y estaba suplicando su atención. Pasó a ocuparse de él, y mordisqueó y chupó el pezón, haciendo gemir de nuevo a Laurel, que volvió a arquearse hacia él mientras suspiraba «sí, Xavier… Así… sí…» una y otra vez.

Alentado por esos elogios, la empujó sobre el colchón, decidido a darle aún más placer. Las braguitas rosas eran una auténtica tentación porque tapaban la parte de su cuerpo que más deseaba. Enganchó los pulgares en el elástico de la cinturilla para bajárselas y las lanzó por ahí sin preocuparse de dónde cayeran. No las necesitaría en un buen rato.

No podía imaginar nada más excitante que Laurel tendida en su cama con las piernas abiertas. Se inclinó y subió beso a beso por un muslo antes de centrarse en explorar el tesoro que había estado oculto bajo las braguitas rosas. Desde el primer lametón Laurel empezó a suspirar y a arquear las caderas, y el olor de su sexo era tan erótico…

Darle placer a una mujer jamás le había excitado tanto. Le gustaba la satisfacción de saber que podía darle tanto placer a una mujer, sí, pero aquello era distinto. Los gemidos de Laurel lo volvían loco, hasta el punto de que su erección se estaba volviendo casi dolorosa. Quería más, mucho más…

Comenzó a lamerla con más fuerza y más deprisa para acelerar las cosas. Laurel le hincó los dedos en el cuello y él siguió lamiendo su palpitante sexo hasta que jadeó su nombre. Oiría en sueños sus gemidos y sus suspiros durante días, semanas… Era mejor que la música más hermosa.

Ahora por fin podía centrarse en su propio placer. Se quitó la ropa y se colocó de nuevo sobre Laurel, besando cada centímetro de piel a su alcance. Ella parecía haberse recobrado ya lo suficiente del orgasmo como para explorar un poco por su cuenta, porque sus manos ardientes bajaron por su espalda hasta sus nalgas.

Luego tomó su miembro erecto y frotó la punta con la yema del pulgar hasta que casi perdió el control y estuvo a punto de correrse en su mano.

–Laurel… Espera…

Alargó el brazo hasta el cajón de la mesilla de noche, donde guardaba una caja de preservativos. Sacó uno y logró colocárselo sin que sus dedos impacientes lo rompieran. Luego se colocó de nuevo entre los muslos de Laurel, que le sonrió. Tomó sus labios con un tórrido beso y Laurel abrió las piernas y lo rodeó con ellas para que pudiera penetrarla sin apenas esfuerzo. Y él no se hizo de rogar.

El calor de su sexo lo envolvió, acogedor, y estaba tan húmeda que de una sola embestida se hundió en ella hasta el fondo. Luces de colores estallaron tras sus párpados cuando sus pliegues se cerraron en torno a su miembro, arrancándole un largo gemido.

Comenzó a mover las caderas. Laurel respondió a ellas, arqueándose hacia él hasta que el calor y la fricción lo llevaron al límite y se encontró planeando en lo más alto, arrastrado por una corriente de placer.

Laurel le siguió de inmediato, alcanzando un nuevo orgasmo con él dentro de ella, y cuando recobró el aliento Laurel yacía entre sus brazos laxos, con el cabello alborotado. Xavier no podía pensar, no podía hablar. Lo único que pudo hacer fue estrecharla contra sí y rogar por que Laurel no estuviera planeando ir a ningún sitio en un mes o dos, porque nada deseaba más que explorar la recién descubierta pasión que despertaba en él.