El día de la subasta, aunque era sábado, Xavier y Laurel ya estaban en planta a las cinco de la mañana. Tenían una lista con unas quince mil cosas por hacer. Y aunque todo el mundo en LBC estaba arrimando el hombro, era como si la lista nunca se acabara.
Él iba al volante del camión que habían alquilado y Laurel iba sentada a su lado, hablando sin parar de los cambios que había hecho en el menú del catering. Él no le estaba prestando demasiada atención porque, cuanto más se acercaban al recinto, más nervioso se sentía.
Había llegado la prueba de fuego, el evento que llevaban dos semanas enteras planificando. ¿Y si no salía tan bien como esperaban? El valor estimado de los objetos donados para la subasta superaba los tres millones de dólares, pero ese era solo el valor por el que habían sido asegurados. Su valor real cuando los asistentes pujaran por ellos podría no llegar ni a la mitad. Todo dependía de lo generosos que quisieran mostrarse. No, se corrigió, dependía de que él les convenciese de que debían ser generosos. Pero ¿y si no lo conseguía?
–Siento que te está entrando el pánico –dijo Laurel, leyéndole el pensamiento.
–«Pánico» es una palabra demasiado fuerte.
–Y ahora que estás usando ese tono tuyo de «no me preocupa nada» es cuando sé que «pánico» es la palabra adecuada –apuntó ella. Le puso una mano en el muslo y se lo apretó suavemente para infundirle ánimo–. Claro que, si no quieres que ande haciendo suposiciones, siempre puedes decirme qué te pasa en este momento por la cabeza.
El semáforo que tenían delante se puso en rojo, y Xavier esperó a que se hubieran detenido para contestarle.
–Sí, es verdad, me está entrando el pánico –admitió. ¡Pues sí que les estaba inspirando confianza a ambos!, pensó frunciendo el ceño–. No sé por qué. Sé que no debería estar nervioso.
Laurel le acarició el muslo con la mano.
–Porque esto es importante para ti. No hay nada de malo en eso.
–Sí, pero no es bueno que me afecte tanto –replicó él–. Hoy no puedo fallar.
–Y no lo harás –le dijo ella con una fiereza que le hizo a Xavier dar un respingo–. No vamos a fracasar. Estoy aquí, a tu lado, y estamos en esto juntos. ¿Es que todavía no lo has entendido?
–Pero… ¿y tú por qué te estás implicando tanto en esto? Es cosa mía –refunfuñó, consciente de que era por los nervios por lo que estaba un poco gruñón.
Le había lanzado esa pregunta solo por cambiar de tema, pero ahora que la había hecho se dio cuenta de que era algo que lo tenía un tanto desconcertado: habían estado trabajando en aquello doce horas al día, incluso en fin de semana, y a Laurel no le iba nada en aquello.
–Pues por eso, bobo –contestó ella con una sonrisa, como si fuera evidente–, porque me necesitas. Por eso estoy aquí.
–Pero… es que ni siquiera sabes por qué es tan importante para mí.
De inmediato deseó no haber dicho esas palabras. Laurel era demasiado perspicaz como para dejarlo pasar. El caso era que el tema de su herencias era una cuestión complicada que aún no había hablado con ella, y acababan de entrar en el aparcamiento del hotel en el que habían alquilado un salón. Tenían un montón de trabajo por hacer para preparar todo para la subasta, que se celebraría a las ocho de la tarde.
No solo tenían que decorar el salón y ultimar cada detalle, sino que además, como habían decidido que fuese un evento de etiqueta, cuando hubieran terminado con todo tendrían que ir a cambiarse y arreglarse. No podían quedarse en camiseta y vaqueros. No había tiempo para explicarle lo de la herencia, y no quería verse en la tesitura de explicarle también por qué no se lo había contado hasta ese momento.
Laurel ladeó la cabeza.
–¿Quieres decir que este evento tiene algún otro objetivo, aparte de recaudar dinero para los necesitados?
–Sí.
Ahora tenía otra razón más para no seguir por ese camino: parecía que Laurel había dado por hecho que estaba nervioso por aquel evento solo por razones altruistas, y no quería decepcionarla.
Tenía que decirle la verdad; se lo debía. Aunque solo fuera por el hecho de que ella también se estaba dejando la piel. Había dedicado a aquello tiempo, esfuerzos y había depositado su fe en él.
Pero además, también debería contárselo porque había llegado el momento de la verdad. Si quería demostrar a Laurel que confiaba en ella, en eso era en lo que se basaba la confianza: tenía que abrirse a ella y contárselo todo, hasta lo que le avergonzaba, y confiar en que no se bajaría del camión repugnada.
–Es que… bueno, el testamento de mi padre es… poco convencional. En él estipulaba que Val y yo teníamos que ocupar el puesto del otro durante seis meses para recibir la herencia que nos corresponde a cada uno.
–Aaah… Así que por eso tú estás ahora al frente de LBC y él al frente de…
–Hay más –la cortó él. Detestaba interrumpirla, pero si no lo decía todo de corrido tal vez no sería capaz de hacerlo–. El testamento estipulaba que yo tengo que recaudar diez millones de dólares en donaciones para LBC o no veré ni un céntimo de mi herencia.
–Pero eso es ridículo… –murmuró Laurel de inmediato–. Una herencia no debería venir con condiciones. ¿Qué pretendía conseguir tu padre con eso? No es que vaya a volver del otro mundo para ver si pasaste esa prueba o no.
–Bueno… sí, exacto –balbució él. ¿Era normal que se sintiese tan aliviado de que Laurel lo entendiera?, ¿que hubiera señalado al verdadero culpable en vez de arremeter contra él por ser tan superficial?–. Yo entiendo de diamantes, no de organizar eventos benéficos. Me frustra muchísimo esto de sentirme como un pez fuera del agua.
–Pues eres increíble y vas a sacar esto adelante. Funcionará. Y si no conseguimos recaudar lo suficiente con la subasta, organizaremos más eventos. Estoy tan indignada que no pararé hasta que lo logremos.
–¿En serio? –inquirió él con incredulidad. De todas las reacciones que podía haber tenido, aquella era la única que jamás se habría esperado–. ¿Sigues dispuesta a ayudarme con esto, aun sabiendo que estoy haciendo esto por razones puramente materialistas?
Laurel hizo un ademán despreocupado, como si estuviese apartando a un insecto molesto con la mano, y sacudió la cabeza.
–No haces esto solo por el dinero, y me da igual lo que puedas decir: no vas a convencerme de lo contrario. Tu padre te ha hecho una jugarreta, y puede que hasta te haya herido en tu orgullo con esto. Quieres pasar esta prueba para darle en las narices; lo entiendo.
–Bueno, supongo que sí –murmuró él. Se quedó mirándola aturdido, y de pronto sintió que en su pecho se aliviaba un gran peso que había llevado hasta entonces, dejándole espacio a ella, como si ese siempre hubiera sido su lugar–. ¿Dónde habías estado todo este tiempo?
–En Springfield –respondió ella riéndose–. Nací y crecí allí. Vine a Chicago a estudiar al terminar el instituto y acabé quedándome aquí.
Xavier no pudo contenerse y la atrajo hacia sí para tomar sus labios con un fiero beso al que ella respondió afanosa. Y, por primera vez, Xavier creyó de verdad que sería capaz de pasar aquella prueba para conseguir su herencia.
La subasta fue un éxito rotundo. Y, por supuesto, no podría haber sido menos con lo mucho que se habían implicado todos los empleados de LBC, que habían donado objetos artesanales creados por ellos con amor.
Xavier había estado magnífico en su papel de maestro de ceremonias, hasta el punto de que Laurel no fue capaz de apartar los ojos de él en toda la noche.
Como tampoco podía apartarlos en ese momento mientras, con la corbata desanudada y colgada del cuello, daban indicaciones a los voluntarios que estaban retirando la enorme pancarta que habían colocado sobre el estrado.
Cuando la pilló mirándolo, Xavier le lanzó una sonrisa, y una vez estuvo descolgada la pancarta, dejó a los voluntarios que continuaran y la llevó a un rincón.
–Ha ido muchísimo mejor de lo que esperaba –comentó, dándole un abrazo de celebración.
Una tremenda avalancha de emociones asaltó a Laurel, que dejó que la envolviera unos segundos antes de apartarse de Xavier con pesar. Cuanto más tiempo permaneciese en sus brazos, más querría confesarle los sentimientos que su corazón albergaba.
–No podemos ponernos tiernos ahora; todavía queda demasiada gente de LBC por aquí –le recordó.
–Pues entonces deberíamos irnos a casa –murmuró él, y el deseo asomó a sus ojos tan deprisa que Laurel sintió vértigo.
A casa… a su casa…, el lugar que, inconscientemente, ella había empezado a considerar su casa también. Pero no lo era, por más que él intentara que se sintiera cómoda allí.
Y tampoco quería dejarse atrapar por la tentadora idea de que con el tiempo tal vez le pediría que se quedase a vivir allí, que fuese parte de su vida.
–¿No tenemos todavía trabajo por hacer? –replicó sin aliento.
–Yo ahora mismo solo hay una cosa que quiera hacer, y no tiene nada que ver con la subasta –le dijo él. Su profunda voz se deslizó dentro de ella como un río de lava, prendiendo fuego a su paso–. Llevamos aquí todo el día. Y para algo están los voluntarios.
–Bueno, eso no te lo puedo discutir –respondió ella.
Y antes de que acabara la frase Xavier estaba ya conduciéndola hacia la puerta y murmurándole al oído cosas picantes que la hicieron estremecerse de placer. El aparcacoches tenía el Aston Martin de Xavier esperándolos junto a la acera, y en cuanto se subieron Xavier lo puso en marcha con impaciencia y se alejaron a toda velocidad.
Laurel había aprendido a calibrar lo excitado que estaba por su manera de conducir, y a juzgar por el chirrido de las ruedas cuando giraron, estaba al borde la fusión termonuclear. Bien, porque ella estaba igual.
A los pocos segundos de entrar en el dormitorio Xavier le levantó el vestido, se lo sacó por la cabeza y la llevó con él hasta la cama. Cayeron sobre el colchón en una amalgama de brazos y piernas, y Xavier la arrastró a un mundo de sensaciones donde solo existían ellos dos. La besó y la acarició, llevándola hasta cotas insoportables de placer, y cuando alcanzó el orgasmo casi sollozó de alivio. Xavier eyaculó poco después, mientras ella se aferraba a sus hombros.
Cuanto más hacían aquello, más le preocupaba acabar con el corazón roto cuando llegara el momento de separarse de él. Aquello no era el preludio de una relación a largo plazo.
Además, prácticamente había decidido que iba a abandonar la investigación sobre el fraude porque no había encontrado ninguna prueba. Y estaba segura de que el conocer a Xavier la había ayudado a crecer como persona y que le recordaría con cariño.
Pero ahí acabaría todo, se dijo. Y, sin embargo, cuando Xavier la atrajo hacia sí y le peinó el pelo con los dedos, no sentía como si aquello estuviese desinflándose. Eso tenía que significar algo… aunque no sabía muy bien qué.
–Aún no puedo creerme que ese cuadro de Miró se vendiera por más de un millón de dólares –comentó Xavier de repente–. Solo con ese cuadro hemos conseguido lo que me había convencido de que sacaríamos como mucho en total.
–Fuiste tú quien conseguiste subir la puja –le recordó ella, aliviada por poder olvidarse por un momento de la preocupación y el drama que rondaban su mente–. Parecía que llevaras toda tu vida organizando subastas cuando te subiste al estrado y anunciaste que había dos coleccionistas entre el público y empezaron a pujar el uno contra el otro.
Xavier se encogió de hombros con modestia.
–Me ayudó el conocer a buena parte de la gente que asistió.
–Sí, es verdad. Y pretendiera lo que pretendiera tu padre con ese juego del testamento, no impedirá que recibas tu herencia.
Y al menos ella podría ayudarle a conseguirlo antes de que lo suyo terminara.
–Si hemos recaudado tanto como esperamos con la subasta, debería faltar poco para llegar a los diez millones –respondió él.
–Si quieres el lunes me reuniré con Addy y con alguien del departamento de contabilidad para que tengamos unas cifras más concretas.
–Me parece una gran idea –murmuró Xavier, descendiendo beso a beso desde su cuello hasta el hombro.
Laurel se arqueó cuando apretó los labios contra uno de sus senos, y se olvidó por completo de la subasta.
No fue hasta el lunes por la mañana, sentada ya entre Addy y Michelle, del departamento de contabilidad, cuando Laurel se dio cuenta de que aquello era justo lo que tanto había ansiado al entrar a trabajar allí de forma encubierta: que confiaran en ella lo suficiente como para dejarle ver los libros de cuentas de LBC.
El corazón le latía muy deprisa mientras escuchaba a Addy y Michelle le explicaban en detalle los números que estaban repasando. Nada calmaba sus nervios; ni siquiera el saber que Xavier estaba muy, muy cerca del objetivo de los diez millones de dólares en donaciones. Si organizaban otro evento benéfico igual de exitoso, llegaría a esa cifra sin ningún problema.
Sin embargo, eso también significaba que pronto ya no la necesitaría más a su lado, y al pensarlo se le cayó el alma a los pies. No podía seguir fingiendo que no sufriría con aquella separación; no cuando la sola idea de perderle hacía que le doliera tanto el corazón.
Laurel le preguntó a Michelle cuándo tendría las cantidades finales de la subasta, y anotó unas cuantas ideas con Addy para otro evento benéfico. Las tres se quedaron charlando, y en un momento dado Michelle y Addy derivaron en una conversación totalmente distinta sobre un problema relativo al departamento de los servicios de comidas que, según parecía, venía pasando desde hacía un tiempo. Laurel, que seguía añadiendo ideas para otro evento en su libreta, no les estaba prestando mucha atención.
–Los cálculos de Jennifer para los presupuestos hace tanto que cojean que ya nadie dice nada –le estaba comentando Michelle a Addy, señalando con un gesto despectivo la pantalla del portátil que tenía abierto frente a sí.
–Sí, lo sé –respondió Addy, poniendo los ojos en blanco–. Marjorie solía quejarse acerca de eso al menos dos veces al mes: cuando Jennifer le presentaba el presupuesto y luego, cuando le pasaba la relación de los gastos. No sé por qué Jennifer se molesta siquiera en hacer esos presupuestos.
–Porque yo la obligo a hacerlos –le dijo Michelle entre risas–. Si tuviera que aprobar los gastos que me pasa luego, me volvería loca intentando cuadrarlos con los presupuestos. Me alegro de que sea Val quien se ocupe de eso.
Laurel se esforzó por ignorar el cosquilleo que le recorrió la espalda, pero no sirvió de nada. Algo le decía que había algo detrás de aquello.
–¿Es Val quien comprueba las facturas del departamento del servicio de comidas y da el visto bueno? –les preguntó–. ¿No alguien de contabilidad?
–Sí, es Val quien lo hace –contestó Michelle–. O, bueno, quien lo hacía. Es Xavier quien se encarga ahora, sobre todo por las cantidades de las que estamos hablando. LBC tiene unas normas sobre quién puede aprobar los gastos a partir de ciertas cantidades.
Y eso era lógico. Pero en cambio era algo inusual que alguien se preocupara de cuadrar con lo presupuestado. Y más que alguien hubiese hecho algo respecto a esas inconsistencias, que según parecía se remontaban a meses y meses atrás.
Laurel se guardó para sí esa información y decidió no presionar a Michelle para saber más, puesto que no había evidencia de delito alguno.
Sin embargo, a medida que avanzaba el día, no podía dejar de darle vuelta. Las fuentes que la habían llevado a iniciar aquella investigación habían mencionado inconsistencias en la contabilidad. Y aunque esas inconsistencias se referían a los artículos almacenados en la sala de suministros y no en la despensa, podría ser que hubiese problemas con más de un departamento. O podría ser que no hubiese ningún problema y que sus sospechas fueran infundadas y pudieran desmentirse con facilidad. Y por eso había ido a LBC, para averiguarlo.
Fuera como fuera, había llegado el momento de poner al corriente a Xavier de lo que había oído. Era lo que se había prometido que haría, y no solo sería una buena manera de poner a prueba cuáles eran sus intenciones con respecto a ella, sino que además descubriría si lo suyo iba a algún sitio.