Cuando Laurel entró en su despacho al final de la mañana, a Xavier le pareció que estaba muy seria.
–¿Es una visita de trabajo? –le preguntó.
Al verla asentir y cerrar la puerta, Xavier cerró también su portátil y se cruzó de brazos, expectante.
–He hablado con Michelle, del departamento de contabilidad, hace un rato –comenzó ella, pero luego se quedó callada, vacilante.
Xavier se puso tenso. Laurel había mencionado que preguntaría por la cantidad que llevaban recaudada en donaciones, incluyendo lo que habían conseguido con la subasta. No podían estar tan por detrás del objetivo de los diez millones de dólares…
–¿Por qué me parece por tu cara que no son buenas noticias? –le dijo–. No se me dan tan mal las matemáticas; no podemos estar más que a un par de millones del objetivo, ¿no?
–¿Eh? Ah, no, claro que no –respondió ella. Parecía contrariada de que lo hubiera sacado a colación, como si aquello ni se le hubiera pasado por la cabeza–. No, vamos bien. Con que organicemos otro evento y se dé tan bien como la subasta, estará hecho. De hecho, Addy y yo hemos estado apuntando unas ideas que te consultaré en otro momento.
–Ajá, bien. ¿Y por qué eso no me hace sentir mejor?
Laurel esbozó una breve sonrisa.
–Mientras hablaba con Michelle, salieron otras cosas –comenzó a explicarle–, sobre la contabilidad relativa al departamento del servicio de comidas. Verás, no… –hizo una mueca–. No me gusta especular, así que te contaré lo que dijo y dejaré que saques tus propias conclusiones. Según parece hay una situación recurrente que todo el mundo se toma a guasa: la encargada de ese departamento nunca consigue cuadrar sus presupuestos con los gastos. Siempre se excede en los gastos, pero nadie le pide explicaciones.
Xavier, que tenía experiencia a ese respecto pues durante los últimos diez años había repasado innumerables balances en las reuniones mensuales de LeBlanc Jewelers, hizo un esfuerzo por mantener la calma.
–Sospechas que se está cometiendo fraude.
No era una pregunta, y la expresión de Laurel lo inquietó.
–No lo sé –respondió ella–, solo sé que Michelle mencionó que Val se encargaba de aprobar los gastos de ese departamento. Y que ahora lo haces tú.
–Está bien –dijo él. Tenía que empezar a investigar ese asunto enseguida–. Gracias por decírmelo; es cosa mía y me ocuparé de que se aclare.
La desazón que sentía en el estómago se incrementó cuando se dio cuenta de que Laurel no había saltado de inmediato a ofrecerse a ayudarle, a decirle que estaban juntos en aquello, como en lo demás.
Si había alguien robando en LBC, lo descubriría, y esa persona, o personas, lo pagarían muy caro. Luego ya se preocuparía acerca de por qué tenía la sensación de que Laurel estaba intentando escabullirse.
Muchas horas después, tras un repaso interminable y agotador, Michelle, la encargada del departamento de contabilidad, y él habían repasado juntos los números las veces suficientes como para llegar a la conclusión de que solo habían rozado la superficie del problema. A Michelle no se le había borrado la preocupación de la cara en ningún momento, y estaba seguro de que la suya debía reflejar esa misma preocupación.
–Es tarde –le dijo, viendo que pasaban ya de las ocho–. Deberías irte a casa. Contrataré una auditoría externa mañana por la mañana para que revisen todos nuestros libros de cuentas.
Y al decir «nuestros», lo decía en el sentido estricto de la palabra. En los meses que llevaba allí él había firmado algunos de esos recibos y facturas cuyos montantes parecían haber sido inflados. Parecía que Jennifer Sanders, la gerente del departamento del servicio de comidas, había estado llevándose dinero durante bastante tiempo, y además de un modo descarado.
–Gracias por no despedirme –dijo Michelle en un tono quedo–. Deberíamos habernos dado cuenta de esto mucho antes.
–No dependía solo de ti. Marjorie también debería haber estado más vigilante, igual que Val –respondió Xavier–. Solo te pido que no hables de esto con nadie hasta que no tengamos pruebas suficientes como para presentar cargos.
Hasta que no tuviera pruebas sólidas y averiguara cuánto tiempo llevaba pasando aquello, no podría culpar directamente a nadie. Aunque Val, por el momento, figuraba en lo más alto de su lista. Su hermano tenía unas cuantas explicaciones que dar…
Michelle acababa de marcharse, pero Xavier estaba demasiado tenso como para irse a casa, donde sin duda estaría esperándolo Laurel. No había tenido ocasión de hablar tranquilamente con ella desde que le había dado la noticia de que la gestión de LBC no era tan impecable como debería ser.
Le mandó un mensaje de texto diciéndole que no le esperara para cenar y salió del edificio. Se subió a su coche y condujo hasta el lago, aunque en esa época del año el paisaje estaba un tanto deslucido. Esa noche las aguas del lago estaban agitadas por el viento, además de oscuras porque no había luna.
Quería irse a casa, a pesar de lo enfadado y descorazonado que estaba por aquel asunto del supuesto fraude. El problema era que aún le descorazonaba más no entender las razones por las que Laurel había soltado aquella bomba sobre él y luego se había hecho a un lado, desentendiéndose por completo. ¿Lo habría hecho porque solo estaba en su vida de forma temporal y sus seis meses al frente de LBC casi habían terminado? Quizá pensaba que no debía involucrarse.
No era que quisiera que le resolviese todo su problema; era solo que le gustaría que en aquello también estuviese a su lado. Le gustaría tenerla a su lado para todo. Y también le gustaría poder decirle eso, pero era demasiado pronto. No podía acelerar las cosas.
En vez de dirigirse a la casa de Val en River Forest, que era donde debería ir, se encontró, dejándose llevar por un impulso, tomando la ruta a la costa norte, donde vivía su madre. No la había visitado desde el día de Acción de Gracias del año pasado.
Si alguien podía darle consejo sobre cómo manejar aquel problema con LBC era su fundadora. Fue su madre quien le abrió la puerta cuando llamó al timbre de la mansión palaciega.
–¡Xavier! ¿Pero qué haces aquí a estas horas? –inquirió. Apretó los labios con preocupación–. ¿Va todo bien?
Patrice LeBlanc, que podría pasar por una mujer de cuarenta y cinco años, tenía un magnífico cabello rubio ceniza que las mujeres a las que doblaba en edad le envidiaban.
–Hola, mamá. Creo que deberíamos hablar.
Ella enarcó las cejas pero no dijo nada y le hizo pasar a su salón favorito, donde tomó asiento en uno de los sofás.
–Me estás asustando, cariño –le dijo finalmente.
Xavier se sentó en el sillón de cuero a su derecha, aunque sabía que habría preferido que se sentase a su lado. Nunca habían tenido una relación muy estrecha. Él había sido el favorito de su padre desde muy niño, mientras que Val había sido siempre el ojito derecho de su madre.
Tiempo atrás había sentido celos de esa buena relación entre su hermano y su madre, pero había acabado superándolo para volcarse en complacer a su padre con una devoción servil. ¡Para lo que le había servido!
–Perdona, no pretendía presentarme a estas horas sin avisar.
–No seas tonto; aquí eres bienvenido ya sea de día o de noche.
Parecía que lo decía de verdad. Y aquello sí que era una novedad, teniendo en cuenta la relación tan distante que habían tenido hasta entonces, aunque quizá la culpa fuera suya. Jamás había tratado de establecer ningún tipo de vínculo con su madre; ni siquiera ahora, tras la muerte de su padre. Quizá hubiese llegado el momento de cambiar eso.
–¿Cómo estás, mamá?
Ella soltó una risa nerviosa.
–Ahora sí que estás asustándome.
Era verdad que no tenía por costumbre preguntarle por su salud, física o emocional, lo cual le avergonzaba más de lo que estaría dispuesto a admitir.
–Es que se me acaba de ocurrir que no he pensado mucho en lo sola que debes sentirte ahora que papá ya no está.
La expresión de su madre reflejó la misma confusión que sintió él tras decir eso. ¿De dónde habían salido esas palabras?, se preguntó. Pero él mismo se respondió: ese cambio era producto del efecto que Laurel tenía en él.
Había despertado tantas emociones en él, abierto dentro de él tantas puertas que hasta entonces habían estado cerradas… puertas tras las que se escondían sentimientos que ni siquiera había sabido que había en su interior, incluso respecto a cosas que nunca había pensado que le importaran.
–Eso es muy considerado por tu parte, cariño. Pues… estoy bien, dadas las circunstancias. Tu padre y yo llevábamos casados casi treinta y cinco años, y es duro estar sola, pero lo sobrellevo como puedo. Y ahora dime: ¿por qué has venido en realidad?
Que fuera tan directa le hizo reír suavemente.
–He descubierto un problema grave en la contabilidad de LBC. Parece que alguien ha estado llevándose dinero mediante facturas y recibos inflados. Estoy muy disgustado.
La ira se apoderó de las facciones de su madre y todo su cuerpo se tensó.
–¡Como para no estarlo! –exclamó–. Cuéntamelo todo. Aunque me haya jubilado, mi apellido sigue siendo LeBlanc.
A pesar de la seriedad del asunto, eso hizo sonreír a Val. Le explicó todo lo que sabía, y le comunicó que ya se había puesto en contacto con una auditoría para que revisaran toda la contabilidad. Su madre asintió y le dijo que era esencial que pusiesen a Val al corriente lo más pronto posible.
–Pero te agradezco que vinieras a mí primero –le dijo–. Es una prueba de lo mucho que has progresado desde la lectura del testamento de vuestro padre. Yo estaba en contra de obligaros a tu hermano y a ti a intercambiar vuestros puestos como él proponía, pero vuestro padre me convenció de que era una buena idea.
–¿Por qué? –le preguntó él de sopetón, ansioso por comprender–. ¿Qué bien podría salir de esta ridícula prueba?
–Cariño… –su madre sacudió la cabeza y lo miró con desaprobación, como si se supusiera que ya debería haberlo deducido por sí mismo–. Si no hubieras conocido LBC desde dentro, ¿habría salido a la luz ese robo? ¿Habrías venido a verme esta noche? A tu padre le preocupaba que estuvieses convirtiéndote en algo demasiado parecido a él, y no quería que llegaras al final de tu vida arrepintiéndose de las mismas cosas que él.
¿De qué se había arrepentido su padre? ¿De haber levantado una empresa que facturaba cada año casi mil millones de dólares? Allí había algo que no cuadraba.
–¿Estás diciéndome que papá ideó esto porque había cosas de las que se arrepentía?
Sin embargo, cuando su madre asintió, no sintió ni un ápice de ira. Su madre tenía razón. Nada de aquello habría pasado si hubiese seguido encerrado en su despacho en LeBlanc Jewelers.
No habría conocido a Laurel. Y si no la hubiera contratado, él no habría llegado a enterarse del robo. Podría decirse que había sido cosa del destino, pero si no hubiera depositado su confianza en ella, no estaría tan cerca de completar con éxito el objetivo que le había impuesto su padre en el testamento.
–Pues claro –asintió su madre–. Lamentaba no haber pasado más tiempo con Val, haberte enseñado a ti a ser tan duro, no haber recorrido el mundo conmigo cuando podía haberlo hecho… –encogió un hombro–. Había muchas cosas de las que se arrepentía.
Xavier no se habría descrito a sí mismo como un hombre «duro». Aunque LeBlanc Jewelers –y según parecía también LBC– requería de alguien que gestionase el negocio con mano firme, y él eso sabía hacerlo. Sin embargo, gracias a su paso por LBC había descubierto que a veces había gente, como Adelaide, a quienes a menudo subestimaba, y lo mucho que perdía con ello.
Aun así, había algo que seguía desconcertándolo.
–Pero, si papá hizo esto para ayudarme… ¿por qué metió a Val también de por medio?
–Val tiene otros retos a los que debe enfrentarse. Básicamente que siempre se involucra demasiado. Tiene que aprender a ser más objetivo en vez de dejarse llevar siempre por el corazón. Tu padre pensaba que Val aprendería de la experiencia de pasar seis meses al frente de LeBlanc Jewelers, y que también sería bueno para la empresa. Y creo que no se equivocaba.
Xavier se pasó una mano por el cabello mientras intentaba poner en orden sus ideas. Entonces, si podía creer lo que decía su madre… su padre no había pretendido arruinarles la vida poniéndolos a prueba.
La creía. Y eso significaba que había dejado de desconfiar de todo el mundo por defecto, como hasta entonces. Si con algo se quedaba de aquella conversación, era que ni podía seguir desconfiando de Laurel, ni tampoco dejarla marcha. Ya iba siendo hora de que admitiese que se había enamorado de ella.
Cuando Xavier entró como un vendaval en el dormitorio y se abalanzó sobre Laurel con un fiero abrazo, esta apenas pudo emitir un gemido ahogado antes de que devorara sus labios con el beso más increíble que habían compartido hasta entonces.
Sus manos no paraban quietas: le acariciaban el pelo, se deslizaban por su espalda, la estrechaban con fuerza contra él…
Debería preguntarle por su reunión con Michelle, si ya había cenado, o qué había provocado ese arranque tan ardiente, pero su cerebro parecía haber sufrido un cortocircuito y dejó que la arrastrara la tormenta hasta que finalmente Xavier separó sus labios de los de ella y apoyó la frente en la suya.
–Hola –murmuró con una pequeña sonrisa.
–Hola –respondió a duras penas Laurel, que aún estaba intentando recobrar el aliento.
–Te he echado de menos.
Dios… Y ella a él. Había estado paseándose arriba y abajo, inquieta, por su estudio, en el piso de abajo, hasta que al final había decidido subir al dormitorio, aunque estaba segura de que no lograría conciliar el sueño hasta que él no llegara.
–Esa impresión me ha dado –acertó a decir–. Confío en que no te moleste que haya venido aquí a esperarte.
–Pues claro que no –replicó él–. De hecho, era lo que quería: encontrarte aquí. Y me gustaría que siempre fuese así –le puso una mano en la mejilla y le acarició los labios con el pulgar–. Vente a vivir conmigo. Mañana mismo. Hagámoslo oficial.
«Sí, sí, sí, sí…». Eso era lo que quería responderle. Sí a descubrir cómo sería entregarse por entero a alguien. Sí a explorar lo que podrían llegar a ser el uno para el otro. Sí a… ¡No! No, imposible…
De pronto se le había hecho un nudo en la garganta. Tenía que decirle la verdad. Xavier la soltó finalmente, y se masajeó la nuca, como nervioso, mientras la miraba expectante.
–¿Voy demasiado deprisa? –le preguntó con una risa incómoda–. He venido desde casa de mi madre ensayando lo que iba a decirte, pero supongo que no ha salido como quería. Perdona si he metido la pata.
–No, es que… –balbució Laurel. ¿Había ido a casa de su madre? ¿Para pedirle consejo sobre cómo poner su mundo patas arriba, como acababa de hacer, o por alguna otra razón? La cabeza le daba vueltas–. No has metido la pata. Bueno, al menos yo no creo que lo hayas hecho. ¿Qué es lo que intentas decirme?
–Intento decirte que me estoy enamorando de ti, Laurel.
Y con esas sencillas pero arrolladoras palabras, todo se dislocó: su alma, sus planes, su cordura…
–No puedes soltarme eso así, de repente –susurró, aunque su corazón se aferraba con avidez a la idea de que Xavier LeBlanc acababa de confesarle que estaba enamorándose de ella–. Ahora no…
–¿Y entonces cuándo? –inquirió él. La confusión contrajo sus apuestas facciones, haciendo a Laurel sentirse aún peor–. No te oigo decir que no sientes lo mismo. ¿Qué es lo que nos frena?
«La verdad…».
–¡Que no sabes quién soy en realidad! –explotó ella, deseando con todas sus fuerzas habérselo dicho antes para poder confesarle que ella también se había enamorado de él.
Aquello no debería estar pasando; no así… Xavier dio un paso atrás, y su expresión osciló tan deprisa de unas emociones a otras que Laurel no pudo interpretarlas todas.
–¿Qué estás diciendo?
–¡Es lo que trato de explicarte! –exclamó Laurel. Inspiró profundamente. No sabía cómo decírselo, así que decidió lanzarse al vacío y confiar en que él impediría su caída–. Soy una reportera de investigación –le dijo de sopetón, rogando por que se lo tomara como esperaba–. Me presenté como candidata a ese puesto en LBC para destapar el fraude que sospechaba que estaba produciéndose. Lo siento; debería habértelo dicho antes.
–Pero no lo hiciste –contestó él lentamente–. ¿Por qué?
–¡Lo intenté! En la sala de reuniones el otro día. Me interrumpiste al menos cuatro veces…
–Ya. ¿Y es que te he tenido amordazada cada minuto desde ese día o qué?
–Creía que lo nuestro no iba en serio, Xavier. Jamás esperé que fuera a tener una razón para decírtelo. Pero me estaba dando cuenta de que esto iba a más y quería decírtelo, pero… No había encontrado pruebas sólidas hasta hoy, y ahora, de repente, llegas y lo pones todo patas arriba.
–A ver si lo entiendo –comenzó Xavier. Se pellizcó el puente de la nariz con los dedos y cerró los ojos un instante, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo–: nunca habías organizado un evento benéfico, y has estado jugando conmigo todo este tiempo.
–¡No!, ¡Dios mío, no! –exclamó ella. Horrorizada, alargó la mano hacia él, y dio un respingo, dolida, cuando Xavier se apartó–. ¿Por qué piensas que haría algo así? Sí que he organizado eventos benéficos en el pasado, eso es verdad. Igual que lo que siento por ti. Lo que hay entre nosotros es real.
–No, no lo es –la corrigió él con aspereza–. Ahora mismo no me creo ni una sola de las palabras que salen de tu boca.
–Xavier… –murmuró ella. Desechó al menos cuatro frases manidas que cruzaron por su mente para demostrar su inocencia. No, no era inocente–. Tienes razón, y lo siento. No debería habértelo ocultado. Pero hay algo que no sabes y es lo más importante: no voy a hacer ese reportaje. Por eso te conté la conversación que había oído entre Adelaide y Michelle, porque había cambiado de idea.
–Te agradezco esa generosidad –le dijo él en un tono apagado–. Pienso presentar cargos contra la presunta sospechosa en cuanto tenga las pruebas necesarias. Si hubieras destapado lo que estaba haciendo habría tenido tiempo de cubrir sus huellas, así que estamos en paz. Yo no te despediré por haber aceptado el empleo bajo un falso pretexto, y tú le presentarás tu dimisión a Adelaide mañana a primera hora.
No iba a darle una segunda oportunidad… A Laurel se le partió el corazón en mil pedazos. Había vuelto a estropearlo todo, a pesar de que esta vez había intentado hacer lo correcto.
–¿Y ya está?, ¿no vas a decir nada más? –inquirió con incredulidad.
–¿Qué quieres que diga? Según parece lo nuestro no iba en serio y yo había malinterpretado nuestra relación.
Su voz había adquirido ese tono que ella detestaba, el que adoptaba para asegurarse de que los demás entendieran que estaba por encima de las emociones mundanas, que nada le afectaba.
–Yo quería que fuéramos en serio; lo que pasa es que no…
–¿Que no qué? ¿Que no creías que mereciera saber la verdad? ¿Que no creías que lo fuera a descubrir? ¿Que no creías que me molestaría? –le espetó él mirándola fijamente–. Pues te equivocabas; en todo.
Laurel captó el mensaje a la primera: ya no le importaba nada.
–Puedes llevarte tus cosas de mi casa cuando quieras; yo no estaré aquí –murmuró Xavier.
Y, tras decir eso, salió calmadamente, dejándola allí de pie, temblorosa, preguntándose cómo podía haber sido tan estúpida como para haberse quedado a la vez sin el reportaje y sin el hombre al que amaba.