Xavier acabó conduciendo hasta la casa de Val después de todo. No tenía otro sitio adonde ir, y necesitaba hablar. Laurel era una mentirosa. Y muy hábil, además. Todo ese tiempo él se había echado en cara sus sospechas, cuando la realidad era que Laurel era una reportera encubierta que había estado husmeando para destapar un escándalo que desprestigiaría a LBC.
Quería odiarla, dejarse llevar por la indignación, reafirmarse en las justificaciones que le habían hecho alejarse de ella. Pero no sentía nada, era como si estuviese aturdido, anestesiado.
Era más de medianoche cuando llegó a casa de Val. Debería marcharse. Estando del humor que estaba, Val era la última persona con quien debería hablar. Y más teniendo en cuenta que aún no le había contado lo de Jennifer Sanders.
Justo cuando iba a encender el motor de nuevo para marcharse, Val apareció junto al coche y golpeteó el cristal con los nudillos.
Xavier bajó la ventanilla.
–¿Cómo…?
–Me ha llamado Laurel –le explicó Val sin preámbulos–. Vamos dentro.
Xavier suspiró, se bajó del coche y lo siguió hasta la casa.
–Sabrina está dormida –le siseó Val mientras lo conducía al salón–. Procura no hacer ruido.
Xavier se preguntó qué estaría pensando su hermano de él, sabiendo que había estado acostándose con el enemigo. O potencial enemigo, ya que Laurel había desistido de hacer aquel reportaje. Y lo había hecho porque… No recordaba por qué. Porque no había encontrado pruebas suficientes o algo así. Quizá había esperado que él se fuera de la lengua una noche, mientras estaban juntos en la cama.
No, Laurel no era así. Sabía que no era así. Pero le había mentido. Repetidamente. ¿Había algo de todo aquello que hubiera sido real?
Apesadumbrado, se dejó caer en un sillón y apoyó la cabeza en las manos. Tenía que pasar página y dejar de pensar en ella, se dijo masajeándose las sienes.
–Empieza tú –le dijo a su hermano, que se había sentado frente a él.
–Sé que Jennifer estaba llevándose dinero. Lo sé desde hace meses –comenzó Val encogiéndose de hombros, como si no acabase de soltar un bombazo–. Aunque ella ignora que lo he descubierto. Su marido tiene cáncer en estadio cuatro y está en fase terminal. Ya sabes lo elevados que son los gastos médicos y lo miserables que son las compañías de seguros, que no te cubren nada. Apenas puede pagar las facturas, pero se niega a aceptar el dinero que le ofrecí para ayudarla. Dime qué harías tú en esa situación.
–Nada de eso, desde luego –le espetó Xavier de inmediato–. No se puede dejar que un empleado robe. Yo la despediría y dejaría que se enfrentara a las consecuencias de sus actos.
Y probablemente esa era la razón por la que su padre les había puesto aquella prueba, pensó de repente, al oírse decir aquellas palabras tan duras.
–Esa es una mierda de respuesta. Es lo que diría papá. ¿Qué harías tú? –le preguntó Val.
–Yo… no lo sé… –balbució Xavier.
Era imposible para aquellos sutiles pero poderosos cambios en su interior. Había empezado a pensar con el corazón, y sabía que sería incapaz de despedir a esa mujer.
–Hasta que tengas la respuesta a esa pregunta, no presentes cargos –le sugirió Val en un tono quedo–. Marjorie llevaba una contabilidad paralela con la que subsanaba esas discordancias, así que no tenemos que preocuparnos por lo de la auditoría.
Ya sabía él que Marjorie también había tenido algo que ver en aquello. ¿Cómo sino podría haberse explicado que Michelle, que era la encargada de la contabilidad, no hubiera sabido nada hasta entonces?
De modo que, desde el punto de vista legal estaba todo bien. Desde el punto de vista ético quizá no, pero también era cierto que no sería justo juzgar duramente a Jennifer con la situación por la que estaba pasando, y que no podía sancionarla por lo que había hecho.
–Lo consultaré con la almohada –respondió.
Y de pronto, la idea de una cama vacía, sin Laurel, le llenó de tal tristeza que no se le ocurría otro motivo para lo que le soltó de pronto a su hermano.
–Laurel y yo hemos roto.
Val asintió y lo miró preocupado.
–Lo sé. Eso también me lo contó Laurel.
–¿Te ha contado todo? ¿También que nos ha mentido?
–Todo. Incluido lo mucho que le gusta trabajar en LBC, hasta el punto de que está pensando en dejar el periodismo. Me preguntó si habría alguna posibilidad de que perdonáramos su engaño y de que volviera a trabajar en la fundación cuando tú hayas vuelto a LeBlanc Jewelers.
Probablemente ese era el verdadero motivo por el que Laurel lo había llamado. Para ganarse su favor, porque sería para Val para quien trabajaría.
–Y les ha dicho que sí –adivinó–. Y supongo que también le habrás dicho que no había problema en que entretanto siga trabajando allí.
–Eso depende de ti.
–Ya veo. ¿De verdad me estás diciendo lo que me estás diciendo? Si dejo que se quede, ¿cómo crees que me sentiré cada vez que nos crucemos por los pasillos, sintiendo lo que siento por ella?
Xavier contrajo el rostro al darse cuenta de lo que acababa de revelarle sin querer. Le dolía el corazón, le dolía el alma. Detestaba sentirse así.
–Lo siento –murmuró Val–. Sé lo duro que esto debe estar siendo para ti.
–¿Qué vas a saber tú? –le espetó Xavier irritado. Pero luego suspiró y le pidió disculpas–. Perdona; estoy hecho un lío.
Val asintió y le puso una mano en el hombro.
–Sé lo que es eso –le dijo su hermano–. Aunque yo estaba en el otro extremo. Fui yo quien le hice daño a Sabrina y tuve que arreglarlo. Y soy un hombre afortunado, porque me perdonó, y no tomó en cuenta mis defectos cuando aceptó casarse conmigo. No sé dónde estaría sin ella.
–Eso es totalmente distinto –replicó él.
Además dudaba que lo que Val le hubiera hecho a Sabrina fuese ni de lejos tan malo como lo que Laurel le había hecho a él. Su hermano era un santo: dirigía LBC con mucha mano izquierda, y la prueba era que había hallado el modo de permitir que una mujer cuyo marido estaba muriéndose por una grave enfermedad pudiera pagar las elevadas facturas del hospital sin perder su trabajo ni su dignidad.
–¿Qué le hiciste a Sabrina? –preguntó de todos modos.
Val cerró los ojos un momento, como si el solo recuerdo le causase dolor.
–No íbamos en serio y de pronto, un día, se quedó embarazada. No cambié el modo en que enfocaba nuestra relación, como debería haberlo hecho. Pero es que pasó tan rápido… Nunca había ido en serio con una mujer, y todo aquello era nuevo para mí. Cometí muchos errores. Pero por suerte me perdonó, lo cual, por cierto, es el secreto de un matrimonio feliz. Nunca dejas de cometer errores porque todo es nuevo, cada día es distinto… pero mientras seas capaz de perdonar, la cosa funciona.
–¿Quién ha hablado de matrimonio? –preguntó Xavier aturdido–. ¡Si yo aún ni he sido capaz de pedirle que se venga a vivir conmigo!
Val enarcó las cejas.
–Quizá eso sea parte del problema: puede que hayas estado enfocando vuestra relación de un modo informal hasta que te sentiste preparado para ir un paso más allá, pero no se lo dijiste, y es posible que Laurel siga pensando que no vas en serio.
–¿Te ha dicho ella eso?
¿Pero qué diablos le pasaba? Prácticamente estaba suplicándole a su hermano que le contara lo que supiera cuando debería haber desterrado ya a Laurel de su mente. El problema era que, cada vez que lo intentaba, no podía dejar de recordar sus besos, su risa… Laurel significaba muchísimo para él, pero no veía que ella sintiera lo mismo.
–No –respondió Val–. Me dijo que había fastidiado lo mejor que le había pasado en la vida, y que no quería que ocurriera lo mismo con lo segundo mejor, y por eso me llamó, con la esperanza de poder salvar su trabajo en LBC, puesto que a ti ya te había perdido.
Xavier parpadeó.
–¿Yo soy lo mejor que le ha pasado en la vida?
–Lo sé, para mí también fue un shock –lo picó Val con una sonrisa burlona–. Y ahora viene la parte en que te subes a tu coche y vas a buscarla para que se disculpe directamente contigo en vez de a través de mí.
Xavier estaba tan aturdido que estuvo a punto de asentir y hacer precisamente eso, cuando recordó lo que había hecho Laurel.
–Da igual cómo se disculpe –replicó–. Hay cosas que son imperdonables.
–¿Como robar? –dijo Val, dándole un momento para que se diera cuenta de lo que estaba diciéndole–. Si sacas una acción de contexto, sí, por supuesto. Pero confío en que ahora que sabes por lo que pasan quienes son menos afortunados que nosotros puedas verlo desde otra perspectiva: las motivaciones son algo complejo; la gente comete errores. Y puedes buscar la manera de superar el daño que te hagan otras personas o quedarte solo. Tú eliges.
–¿Cuándo te has vuelto tan listo? –gruñó Xavier, aunque había captado lo que le quería decir.
Val se rio.
–¿Sabes?, hay días en que me siento como un idiota cuando estoy presidiendo una reunión en LeBlanc Jewelers –le confesó Val–. Tú, en cambio, te manejas tan bien en ese ambiente que al verte parece fácil. Así que supongo que lo que intento decir es que los dos tenemos algo en lo que destacamos y, cuando unimos fuerzas, somos imparables. Creo que eso es lo que papá quería que descubriéramos.
Si era así, pensó Xavier, él desde luego había caído por completo en el juego de su padre, porque era Laurel quien se lo había descubierto. Laurel había hecho de él una persona mejor.
Quizá debería darle una oportunidad y replantearse las razones por las que no le había dicho la verdad.
–Sigue mi consejo –le dijo Val–. Ve y habla con Laurel. No dejes que nada se interponga en el camino de tu felicidad.
Xavier se levantó y, después de darle las gracias, se marchó.
Cuando llegó a casa, Laurel aún estaba allí, sentada en silencio en su cama, como si hubiera estado esperando pacientemente su llegada, aunque hubiera tenido que esperar toda la noche.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó él con aspereza, poniéndola a prueba.
–No cometer otro error. Bastante metí ya la pata al no decirte la verdad. No voy a fastidiarlo todo otra vez.
–Entonces deberías marcharte.
–No –replicó ella bajándose de la cama. Se plantó ante él con los brazos en jarras–. Necesito que escuches lo que tengo que decir.
Xavier se cruzó de brazos.
–Bien. Te escucho.
Los ojos grises de Laurel, suplicantes, buscaron los suyos. Dejó caer los brazos.
–Xavier, me he enamorado de ti –murmuró.
Al oír esas palabras, el último trozo de hielo que cubría su corazón se resquebrajó.
Laurel estaba tan angustiada, esperando a que Xavier dijera algo, lo que fuera, que estaba clavándose las uñas en las palmas. Pero él seguía con la vista fija en el suelo, como si no pudiese soportar mirarla a la cara ni un segundo más. Se había arriesgado, pero estaba claro que había perdido; todo había acabado.
Se había disculpado. Le había abierto su corazón, confesándole que lo amaba, pero nada de eso había sido suficiente.
Y entonces Xavier levantó finalmente la cabeza, y al ver que había lágrimas en sus ojos fue como si un puño invisible la hubiese golpeado en el estómago. Le había hecho daño y estaba permitiendo que comprobara hasta qué punto.
–Dilo otra vez –le exigió.
–Me he enamorado de ti –repitió Laurel–. Nunca antes me había enamorado, y no tenía ni idea de que me asustaría tanto. Y ese miedo me ha hecho cometer estupideces que ahora no puedo deshacer.
Val asintió.
–Lo entiendo. Somos más parecidos de lo que crees.
Los ojos de Laurel también se llenaron de lágrimas, y no pudo evitar que una sonrisa acudiera a sus labios, porque aquello se había convertido en una broma entre ellos. No podía estar furioso con ella si estaba haciendo chistes. Tal vez aún quedara un resquicio de esperanza.
–¿Ah, sí? Cuéntame.
–Yo tampoco me había enamorado hasta ahora, y también estoy cometiendo unas cuantas estupideces. Además, me cuesta confiar, y para mí fue muy duro que hubieras traicionado la confianza que había depositado en ti.
Laurel sintió una punzada en el pecho.
–Cariño, no… –murmuró–. No te eches a ti la culpa. La única culpable aquí soy yo. No fue una estupidez confiar en mí, aunque tienes toda la razón para estar enfadado y…
–Pues he venido para cometer otra estupidez: perdonarte –la interrumpió él, y dejó a Laurel tan aturdida que se quedó callada–. No estoy muy seguro de qué ha inclinado la balanza, pero prefiero arriesgarme a confiar de nuevo en ti a quedarme solo con mi orgullo el resto de mi vida.
Laurel se quedó anonadada. ¿De verdad estaba perdonándola? ¿Y quería pasar con ella el resto de su vida?
–No comprendo –balbució.
–Entonces deja que te lo diga más claro: te quiero, Laurel. Y ahora deja de hablar y ven aquí para que pueda demostrártelo.
Laurel, que se sentía como si fuera a estallar de dicha, fue junto a él, obediente, y se fundió con él en un abrazo.
–¿Cómo puedes perdonarme y que no te importe lo que hice?
–Sí que me importa, cariño –murmuró él contra su cabello–. Y precisamente por eso, porque me importa, te estoy dando otra oportunidad. Si no me importara, te habría dejado marchar y habría pasado página. Lo he hecho muchas veces. Pero ya no quiero seguir haciéndolo. Quiero amar a alguien tanto que, cuando esa persona meta la pata, me duela. Y a cambio quiero pedirte algo a ti: quiero que intentes no volver a meterla, pero también quiero que sepas que, si vuelves a hacerlo, estoy seguro de que podré perdonarte otra vez con tal de poder seguir teniéndote a mi lado.
Aunque las lágrimas rodaban ya por sus mejillas, Laurel se rio.
–Vaya, eres muy generoso. Y hablas tan bien… deberías dar clases de autoayuda.
–Tomo nota, aunque ahora mismo preferiría llevarte a la cama, si no te importa.
Laurel asintió y dio un gritito cuando la alzó en volandas y la arrojó sobre la cama para, a continuación, colocarse a horcajadas sobre ella. Aquello era el final perfecto, pero…
–Solo hay una cosa que no entiendo –murmuró, en vez de besarlo hasta dejarlo sin aliento, que era lo que debería estar haciendo en lugar de abriendo más cajas de Pandora–: ¿qué ha cambiado desde que te fuiste a ahora?
–Recordé la actitud que tuviste cuando te conté lo del testamento de mi padre –contestó él sonrojándose–. Te lo había ocultado porque me daba vergüenza estar haciendo aquello por dinero, pero tú no me lo echaste en cara, sino que te pusiste de mi parte y me apoyaste. Y me he dado cuenta de que estaría siendo injusto si tirase por la borda lo que tenemos solo porque tú no habías encontrado el momento de confesarme tu secreto. Lo siento.
–¿Acabas de disculparte conmigo? –inquirió ella con incredulidad–. Pero si soy yo quien lo fastidió todo…
–Shh… sí, lo hiciste y me has pedido perdón –la cortó él, acariciándole el rostro con las yemas de los dedos–. Para mí, en eso consiste la confianza, aunque me cueste un poco de esfuerzo y tenga que seguir practicándola.
–¿Y si resulta que te he mentido respecto a otras cuarenta y siete cosas? –lo picó ella.
–Te olvidas de que somos como un libro abierto el uno para el otro –respondió él, mirándola con amor, antes de besarla en la nariz.
¿Qué había hecho para ser tan afortunada como para encontrar a un hombre como Xavier?
–Pues si soy un libro abierto… ¿qué estoy pensando en este mismo momento? –le preguntó ella sonriéndole.
–¿En ir a dar un paseo por la orilla del lago Michigan? –bromeó él, entrelazando sus piernas con las de ella.
Laurel resopló.
–Te concedo otro intento.
Pero, en vez de eso, Xavier la besó, y fue justo lo que esperaba que hiciera. Sí que podía leerle el pensamiento.
Por algún milagro había decidido darle una segunda oportunidad, y no tendría que preocuparse por cometer más errores, porque él estaría ahí a su lado, sosteniendo su mano mientras los dos saltaban al vacío. Juntos.