Socios… A Xavier le gustó la idea. Sobre todo por la impresión que tenía de que Laurel Dixon ocultaba algo. Era una suerte que fuera ella quien había sugerido que deberían trabajar juntos, porque así podría tenerla más vigilada.
–¿Socios? ¿Y luego qué? –le preguntó después de soltar su mano.
Sin embargo, la electricidad estática que parecía haber entre ellos no se disipó. No sería buena idea volver a tocarla, pero precisamente por esa razón de pronto no podía pensar en otra cosa.
–Acompáñame –le dijo Laurel.
Se levantó de su asiento y mientras se dirigía hacia la puerta giró la cabeza, quizá para asegurarse de que la seguía. ¡Como si fuese a quitarle los ojos de encima ni un segundo! Ni hablar… Iba a averiguar qué escondía bajo la manga.
Laurel lo llevó hasta la mesa de su secretaria y al verlo llegar Adelaide los miró con unos ojos como platos a través de sus gafas bifocales. Casi se sintió tentado de gruñirle para hacerla dar un respingo. ¿De qué servía que la gente le tuviera miedo si no lo aprovechaba de vez en cuando para divertirse un poco?
Laurel se echó hacia la espalda un largo mechón azabache y le dijo:
–Hoy es tu día de suerte, Addy. A partir de ahora estás al mando: el señor Leblanc acaba de ascenderte.
–Yo no he… –comenzó a replicar Xavier, pero Laurel lo calló de un codazo en las costillas–. ¡Ay! Quiero decir… sí, es justo como Laurel ha dicho.
Adelaide los miraba a uno y a otro como aturdida.
–Es muy generoso por su parte, señor Leblanc –musitó–, pero no comprendo… ¿un ascenso?
–Exacto –intervino Laurel con una sonrisa radiante–. Te ha ascendido a gerente de servicios. Vas a ocupar el puesto de Marjorie.
Un momento… ¿Cómo? Eso era ir demasiado lejos. Si Adelaide hubiese estado remotamente cualificada para ese puesto o hubiese tenido algún interés en él, ella misma se habría presentado como candidata. ¿A qué jugaba Laurel?
–Espero que sepas lo que haces –le siseó al oído.
Lo que estaba claro era que tenía un plan y que pretendía que él lo siguiera. El codazo que le había dado era su manera de darle a entender que, si lo que quería era que tuvieran una conversación sobre sus tácticas, la tendrían, pero más tarde.
–Sabes todo lo que hay que saber sobre LBC, Adelaide. Díselo al señor LeBlanc –la instó Laurel con un entusiasmo empalagoso–. Me hizo una visita tan completa por las instalaciones, que pensé que no acabaría nunca. Se conoce al dedillo los entresijos de cada departamento de LBC –le dijo a Xavier–. ¿Verdad, Addy?
Adelaide asintió.
–Llevo aquí siete años y empecé en la cocina como voluntaria. Me encanta trabajar aquí.
–Salta a la vista –dijo Laurel–. ¿Y sabes qué? El señor LeBlanc se estaba lamentado ahora mismo, diciéndome que no tiene a nadie que lo ayude a organizar un evento para recaudar las donaciones que LBC necesita tan desesperadamente.
¡Por Dios! Eso no era lo que le había dicho. Si Adelaide le contaba aquello a los demás, todos pensarían que era un llorica, incapaz de hacerse cargo de las tareas que se le habían encomendado. Pero antes de que pudiera corregir las palabras de Laurel, esta siguió hablando.
–El caso es que me dije «esta es una oportunidad de oro para que Addy demuestre su valía». Solo tienes que ocuparte del trabajo que hacía Marjorie, y así yo podré dedicarme a ayudar al señor LeBlanc a conseguir esas donaciones. ¿Te parece bien?
Cuando Adelaide sonrió y dio palmas como si le acabaran de hacer el mejor regalo de Navidad de su vida, Xavier se quedó con la boca abierta, aunque se apresuró a cerrarla antes de que nadie pudiese darse cuenta de cómo lo descolocaba Laurel Dixon.
Las dos mujeres se pusieron a hablar sin parar sobre la logística de LBC, llevaban así dos minutos seguidos cuando Xavier, que ya no podía más, las interrumpió.
–¿Y ya está?, ¿así de fácil? ¿Adelaide va a hacer el trabajo de Marjorie?
Las dos se volvieron hacia él y se quedaron mirándolo. Laurel enarcó una ceja.
–Perdón, ¿vamos demasiado rápido? Sí, Adelaide se ocupará a partir de ahora de las tareas de Marjorie. Y hará un trabajo estupendo.
Debería haberle hecho unas cuantas preguntas más en su despacho, pensó Xavier. Como cuál era exactamente el concepto que Laurel tenía de «equipo». Porque cuando le había dicho que iban a ser un equipo y que trabajarían codo con codo, se había hecho una idea algo distinta de cómo sería la interacción que tendrían.
En ningún momento había imaginado que fuera a arrogarse la tarea de recaudar ese dinero para LBC. Eso era cosa suya. Necesitaba demostrarle a su padre –y también a sí mismo– que podía con cualquier reto. Conseguir recaudar diez millones de dólares en donaciones le parecía algo nimio a cambio de recuperar la confianza en sí mismo y dejar atrás la inseguridad que acarreaba desde la lectura del testamento. Y no permitiría que nadie le arrebatara esa satisfacción.
–Discúlpenos un momento, por favor –le dijo a Adelaide entre dientes.
Llevó a Laurel de vuelta a su despacho, cerró la puerta y le preguntó con aspereza:
–¿A qué diablos ha venido eso? Le has traspasado todas tus obligaciones a Adelaide. Y sin consultármelo, por cierto. ¿Qué se supone que vas a hacer tú si le dejas todas esas tareas a ella?
–Pues ayudarte a ti, por supuesto –respondió ella, dándole unas palmadas en el brazo–. Tenemos un evento que organizar para recaudar donaciones. Vamos, es lo que acabo de decir hace un momento.
Le había tendido aquella trampa tan hábilmente que no se había dado ni cuenta hasta que había caído en ella.
–No tienes suficiente experiencia en organizar ese tipo de eventos –replicó.
Ella se encogió de hombros.
–¿Por qué esa obsesión con la experiencia? Adelaide no tiene ninguna, pero lleva años aquí y ha aprendido de Marjorie todo lo que hay que saber. Y estoy segura de que lo hará maravillosamente.
–Para gestionar una fundación como esta hace falta alguien con puños de acero –le espetó él al instante–. No alguien como Adelaide, esa especie de… búho que no hace más que asentir con la cabeza.
Laurel soltó una risa seca.
–Más vale que no te oiga decir eso. No creo que le haga gracia que la llames así solo porque lleva gafas.
–Yo no pretendía… –reculó él. Estaba empezando a dolerle la cabeza–. Parece un búho porque se te queda mirando ahí plantada, sin decir nada, como si fuese un búho sabio. No me la imagino diciéndole a los demás lo que tienen que hacer. Yo no… Olvídalo, es igual.
Laurel Dixon lo estaba volviendo loco. No podía deshacer lo que acababa de hacer sin disgustar a Adelaide, que parecía encantada con el ascenso, y tendría que pasarse las próximas semanas vigilándola, no fuera a hacer que LBC se estrellase. Aquello podía acabar en desastre.
–Está bien, de acuerdo –masculló–. Adelaide ocupará el puesto de Marjorie y lo hará estupendamente. Y tú vas a ayudarme con el evento. ¿Lo harás igual de bien?
–Por supuesto.
Cuando la vio echarse de nuevo el pelo hacia atrás, no pudo evitar preguntarse por qué lo llevaba suelto si tanto le molestaba. Así al menos él no estaría todo el tiempo muriéndose por tocarlo para averiguar si era tan suave como parecía. Se cruzó de brazos; mejor no tentar a la suerte.
–Estupendo. Entonces, ¿cuál es el plan, mi general?
–¿Apelativos cariñosos ya? –murmuró ella, pestañeando con coquetería. Lo repasó de arriba abajo, deteniendo su mirada en un punto poco apropiado–. Pensaba que eso no pasaría hasta mucho más adelante. Y en… circunstancias distintas.
La insinuación era evidente. Y él no debería estar sintiendo un cosquilleo en ese punto poco apropiado.
–No he podido evitarlo; es un apelativo que te va como anillo al dedo.
–No te preocupes, me gusta –murmuró Laurel, y el aire pareció volverse más denso mientras seguía mirándolo–. Me halaga que te hayas dado cuenta de que no soy de las personas que se quedan sentadas y esperan a que las cosas sucedan.
–Lo supe desde el primer día, cuando te presentaste aquí sin que hubiéramos concertado una entrevista –le contestó él–. Eres un libro abierto.
Una sombra cruzó los ojos de Laurel. No sabía qué, pero volvió a tener la impresión de que estaba ocultándole algo. Si se la llevase a la cama, ¿conseguiría arrancarle esos secretos?
–Bueno, es verdad que soy bastante transparente –concedió ella, pero su expresión se veló de nuevo.
Mentir se le daba fatal. O a lo mejor era que había una sintonía tan fuerte entre los dos que no podía engañarle. Empezaba a sentirse acorralado y no podría evitar tener que pasar mucho tiempo en su compañía.
–Probablemente vea más de lo que querrías que viera –le dijo. Laurel parpadeó. Se estaba divirtiendo–. Por ejemplo, estoy bastante seguro de que has hecho esta maniobra táctica de convertirte en mi asistente porque no puedes soportar estar lejos de mí.
Laurel enarcó las cejas.
–Eso suena a provocación. ¿Y si dijera que es verdad?
Estaría mintiendo de nuevo, pensó Xavier. Estaba convencido de que sus fines eran otros, aunque aún no hubiese dilucidado cuáles eran. Pero si quería que jugaran a ese juego, estaba dispuesto a seguirle la corriente.
–Pues diría que tenemos un problema. No podemos permitirnos un romance. Sería demasiado… arriesgado. Y no querría andar todo el día nervioso, sudando a mares ante las miradas suspicaces de los demás.
Los labios de Laurel se curvaron en una sonrisa pícara.
–Lástima. Porque a mí me encanta sudar… y acabar toda pegajosa.
De pronto Xavier se encontró imaginándola desnuda y sudorosa sobre el escritorio, y todo su cuerpo se puso rígido.
–Pues yo creo que es mejor evitarse complicaciones –contestó.
Ella resopló y le puso una mano en el brazo.
–Por favor… –murmuró con una sonrisa sarcástica mientras le apretaba el antebrazo–. Al menos podrías tener la cortesía de ser sincero conmigo si es que no te sientes atraído por mí.
Vaya, buena jugada. Acababa de lanzar la pelota a su tejado. Podría tomar el camino fácil y responderle que no, no se sentía atraído por ella, aunque así estaría dándole la oportunidad de tildarlo de embustero. O podría admitir que lo ponía como una moto y acordar una tregua.
Al final se decantó por una tercera opción: asegurarse de que le quedase claro que no iba a bailar al son que le tocase.
–No creo que sea el momento de hablar de quién está o no está siendo sincero.
El doble sentido de sus palabras tensó visiblemente a Laurel, pero logró no perder la sonrisa.
–Touché –dijo–. Entonces, volvamos a ignorar la química que hay entre nosotros.
–Será lo mejor –asintió él. Tampoco había esperado que le revelara voluntariamente sus secretos. Todo a su tiempo–. Y ahora, respecto a ese evento…
–Ah, claro –murmuró ella. Dejó caer la mano, por fin, y se quedó pensativa un momento–. Deberíamos asistir a un evento de ese tipo y tomar notas.
Xavier parpadeó.
–Eso es… una gran idea.
¿Cómo no se le había ocurrido? Eso era lo que hacía en LeBlanc Jewelers: si otra joyería tenía una estrategia de mercado que le gustaba, la estudiaba. ¿Por qué no aplicar ese mismo método a la fundación?
Laurel sonrió, y sus ojos grises brillaron.
–Empezaré por seleccionar unos cuantos y haremos un poco de trabajo de campo.
Genial. Ya que no podía mantenerse alejado de Laurel, aprovecharía que iba a tener que pasar bastante tiempo con ella para investigar cuáles eran sus intenciones ocultas. Y tampoco diría que no a explorar un poco esa química imposible de ignorar que había entre los dos. Solo tenía que andarse con cuidado para no dejarse embaucar por ella. Solo quedaba por determinar cómo de difícil se lo pondría Laurel.