Xavier decidió darle a Laurel un poco de espacio durante varios días. Sabía que se había pasado un poco cuando se la había encontrado en el pasillo, después del incendio. Pero es que había sido ella la que había empezado a flirtear con él con lo de la subasta de solteros, y había empezado a seguirle la broma y luego de repente lo había cortado en seco. Había sido como chocarse de cabeza contra un muro de ladrillo.
Se había distanciado de nuevo, como en la galería de arte. Lo exasperaba profundamente, pero al fin se había dado cuenta de que era él el que tenía un problema, no ella.
Estaba fastidiando su plan. No sabía muy bien cómo. Por el momento había fracasado miserablemente en su intento de averiguar qué le ocultaba, y en vez de eso había descubierto a una mujer con la que le gustaría pasar más tiempo. Mucho tiempo, y no solo en la cama. Y eso estaba volviéndole loco. Quizá después de todo lo de dejarle un poco de espacio también le iría bien a él.
Se distrajo llamando a sus contactos de negocios y a sus compañeros de la universidad para conseguir objetos para la subasta. Las conversaciones con unos y con otros resultaron demasiado tensas y formales, por lo que no le sorprendió que no estuviera obteniendo demasiados resultados. Y la fecha límite que había puesto su padre en el testamento estaba cada vez más próxima.
Casi podía oír a su padre riéndose desde el más allá, pero eso no hizo sino que se reafirmase en su determinación de superar el reto que le había impuesto. No dejaría que su padre ganase aquella partida de ajedrez que había organizado antes de morir, aunque estaba claro que, Dios sabía por qué, le había puesto aquella prueba con la intención de hacer que fracasara.
Probó con el siguiente contacto en su agenda y de nuevo veía que no iba a conseguir nada cuando, de repente, en medio de una frase, recordó algo que le había dicho Laurel: «La gente no dona dinero porque sí; lo donan para una causa en la que creen».
Si no estaba consiguiendo resultados, era porque no creía en los objetivos de LBC. Aquella revelación lo inquietó. No se consideraba una persona egoísta o insensible al sufrimiento de aquellos con menos suerte que él. ¿No había estado ayudando ayer a reabastecer la cocina, cargando pesados sacos de patatas?
Su madre había fundado LBC y le había dedicado mucho tiempo y esfuerzos. Luego Val había seguido sus pasos y había tomado el relevo cuando ella se había jubilado.
Su hermano sentía verdadera pasión por su trabajo, y en ese momento él se encontraba a un paso de admitir que el que su hermano hablara y actuara siempre con el corazón en la mano podría ser la razón de que con él LBC hubiese funcionado tan bien.
Él no tenía esa pasión. Había cosas que le interesaban, cosas con las que disfrutaban, y tenía unos principios por los que se regía, pero era evidente que con eso no le bastaría para pasar la prueba que le había impuesto su padre. Si quería conseguir los quinientos millones de dólares, tendría que esforzase más. Tendría que ser como… como Laurel.
En ella también había pasión. Se desbordaba cuando hablaba del tiempo que había estado trabajando en el centro de acogida para mujeres. De hecho, rezumaba convicción hablase del tema que hablase.
Se levantó de la silla y salió de su despacho para ir en su busca. El despacho de Laurel estaba en el extremo opuesto del edificio, el único disponible después de que Adelaide hubiera ocupado el despacho de Marjorie. Pero no la encontró allí y la silla estaba pegada a la mesa, como si hubiese salido y fuera a tardar en volver, y no como si hubiese salido a por un café o algo así. Frustrado, se puso a buscarla hasta que finalmente la encontró en una de las salas de reuniones.
Estaba de pie en la cabecera de la larga mesa, dirigiéndose a cuatro jóvenes que la escuchaban embelesados. Por su aspecto –todos con ropa cara aunque informal– debían ser voluntarios de Northwestern. De esa universidad provenían la mayoría de los voluntarios que llegaban a LBC, aunque aquella era la primera vez que veía a Laurel tomar parte en las charlas de bienvenida.
En vez de interrumpir, se apoyó en el marco de la puerta con los brazos cruzados para escucharla. Era tan preciosa, hablaba tan bien y de un modo tan vivaz, que en ningún momento dejó de atender a lo que estaba diciendo.
–Y eso es lo que hacemos aquí –concluyó–: dar esperanza a la gente. Porque si pensáis que lo único que hacemos aquí en LBC es darles de comer, perdéis de vista lo que de verdad importa: la persona. Tener algo con lo que llenar el estómago es importante, sí, esencial para vivir, pero también lo es comprender lo que representa para esas personas. Y para muchos de ellos lo que representa es eso: esperanza.
Los cuatro voluntarios aplaudieron, y Xavier casi estuvo a punto de imitarles, pero en ese momento Laurel levantó la mirada, vio que estaba allí, y la sonrisa que iluminó su rostro desterró todo pensamiento lógico de su mente.
–Estáis de suerte, chicos –les dijo a los jóvenes, señalando a Xavier con un ademán–: el señor LeBlanc ha pasado a saludaros.
Los voluntarios se giraron en sus asientos, y uno de ellos se levantó de inmediato y fue a estrecharle la mano con entusiasmo.
–Me llamo Liam Perry, señor. Mi padre es el director de Metro Bank y es cliente de LeBlanc Jewelers desde hace muchos años. Es un honor conocerle.
–¿Tu padre es Simon Perry? –inquirió Xavier innecesariamente.
Por supuesto que tenía que serlo. Solo había un director de Metro Bank y era así como se llamaba.
El joven asintió.
–Sí, señor.
La cosa era que Xavier siempre había pensado que Simon Perry era de su edad. Bueno, quizá no exactamente de su misma edad, pero no mucho más mayor. Y sin embargo, por lo que parecía, estaba casado, tenía un hijo universitario… y probablemente alguno más.
La idea de formar una familia siempre le había aterrado. Y ahora Val y su esposa iban a tener un bebé, y hasta eso le parecía que había pasado demasiado pronto, demasiado deprisa. Su hermano parecía llevarlo bien, pero él no se sentía preparado para algo así.
Y conocer al hijo de Simon Perry se le hacía aún más raro. ¿Cómo llegaba un hombre al punto de embarcarse en algo así sin sentir que estaban metiéndose en un berenjenal durante las dos próximas décadas?
Xavier apartó esos extraños pensamientos de su mente, charló un rato con el joven Perry y los otros voluntarios, y esperó a que Laurel los enviara a la cocina con Jennifer, donde pasarían el resto de la tarde ayudando a preparar la cena que se iba a repartir.
Cuando al fin estuvieron a solas, Laurel se volvió hacia él y se quedó mirándolo.
–¿A qué debo este honor? –le preguntó.
–¿Es que no puedo asistir a las charlas de bienvenida a los nuevos voluntarios si quiero? –replicó él con humor. El perfume de Laurel olía a una mezcla de vainilla y limón, dos aromas que nunca hubiera dicho que pudieran combinar bien. Ni que esa mezcla en ella pudiera resultar tan erótica–. Hablando de lo cual… ¿desde cuándo te ocupas tú de estas charlas?
Laurel encogió un hombro.
–Hago lo que se necesite que haga. Suele ocuparse Marcy, pero hoy tenía que llevar a su hija al dentista porque iban a sacarle la muela del juicio, así que me ofrecí.
Xavier sentía que debería saber esas cosas. Era Adelaide quien se ocupaba de coordinar todo eso, pero estaba seguro de que Val sí sabría quién daba normalmente esas charlas y hasta el nombre de la hija de Marcy. Seguro que ya habría hecho que una floristería le mandara un ramo a la chica, y no le habrían presentado a los voluntarios como «señor LeBlanc», sino como «Val».
Necesitaba la ayuda de Laurel para salir de aquel atolladero.
–¿De dónde has sacado ese discurso que estabas dándoles? ¿Es el que les dan normalmente y te lo habías aprendido?
–No, lo he improvisado –le confesó ella con una sonrisa radiante–. Me pareció que les hacía falta oír eso. Porque para empezar algunos de esos voluntarios en realidad no quieren estar aquí, así que he intentado hacerles ver que lo que hacemos aquí es algo más que ponerle comida a la gente en la mano.
Xavier se quedó mirándola algo contrariado.
–¿Que no quieren estar aquí? Eso sí que es nuevo para mí. ¿No se supone que son precisamente eso, voluntarios, que vienen por voluntad propia?
–Bueno, eso es lo que cabría esperar. Pero muchas veces les requieren hacer este voluntariado para conseguir créditos en la carrera. A otros les animan a hacerlo la empresa en la que trabajan. Hay muchas razones por las que acaban aquí, y pocas veces es porque estén deseando tratar con un puñado de gente sin hogar.
A él todo aquello le sonaba a chino. ¿Cómo podía ser que no se hubiera enterado de aquello hasta entonces? ¿O cómo no se le había ocurrido preguntarlo? Había estado centrado en las donaciones porque era lo que estipulaba el testamento, pero Laurel acababa de descubrirle una nueva dimensión de LBC que hasta ese momento ni había explorado.
–Bueno, tú sí estás aquí porque querías ocuparte de esa gente sin hogar –apuntó.
–Pero no soy una voluntaria –le recordó–. He elegido trabajar aquí porque este trabajo significa algo para mí.
Eso era en lo que él tenía que incidir. Fue a cerrar la puerta y se apoyó en ella. No quería que los interrumpieran.
–¿Qué quieres decir? Dime por qué crees tú en esta fundación.
–¿Para que lo apuntes y luego lo repitas como un loro? –le espetó ella enarcando una ceja–. Dime por qué crees tú en LBC. ¿Qué es lo que hace que vengas aquí cada mañana?
«Mi herencia». Aquellas palabras acudieron a su mente de inmediato, pero no fue capaz de pronunciarlas. Era cierto aquello de que el dinero movía el mundo, pero él ya era un hombre rico. Lo que quería era lo que le correspondía por derecho. Lo que creía que ya se había ganado después de todo lo que se había esforzado al frente de LeBlanc Jewelers con la esperanza de obtener la aprobación de su padre.
En vez de eso, al morir su padre, su mentor, le había encomendado una tarea casi imposible porque no tenía la pasión necesaria para completarla.
–Cruzo cada mañana las puertas de este edificio porque necesito demostrar que tengo lo que hay que tener –le dijo con una sinceridad descarnada–. He tenido éxito en todo lo que he intentado hasta ahora, y no puedo dejar que esto me venza.
Laurel esbozó una sonrisa amable.
–Exacto –susurró–. Y ahora imagínate que estás en el otro lado, y piensa en lo que acabas de decir desde la perspectiva de alguien que necesita la ayuda que presta LBC.
Embelesado por su voz, Xavier cerró lo ojos e hizo lo que le pedía. Ya no era un director de empresa con todos los privilegios, dolores de cabeza y responsabilidades. Era un hombre que sabía lo que era tener la suerte en su contra, no tener esperanza alguna y no poder contar con nadie más que consigo mismo.
Laurel tomó su mano y se la apretó. El suave tacto de su mano lo desconcentró, pero no abrió los ojos.
–No pasa nada. Sé que tienes hambre y que te sientes derrotado –murmuró Laurel, hablándole como si fuese un indigente de verdad–. Estoy aquí, a tu lado. No tienes que sobrellevar esto tú solo. Deja que te dé algo de comer. Así podrás recuperar las fuerzas para decidir hacia dónde quieres encaminar tu vida.
Sí, no tenía por qué enfrentarse solo al reto que le había impuesto su padre. Igual que la gente que pasaba hambre en Chicago podía contar con ellos. LBC se preocupaba de las verdaderas necesidades de la persona. No se trataba de la comida, sino de ayudar al individuo a sanar su alma cuando todo parecía perdido. Se trataba de devolver a esas personas la fe en sí mismos.
Podía vender eso. ¡Dios, podía vender eso! Abrió los ojos y le preguntó emocionado a Laurel:
–¿De dónde ha salido todo eso? No llevas trabajando aquí nada de tiempo. LBC pertenece a mi familia, y yo jamás habría sido capaz de expresarlo con tanta claridad.
–Me ha salido de aquí –contestó ella dándose unas palmadas en el corazón con la mano libre–. También es mi historia: me niego a rendirme, pero sé que a veces la determinación por sí sola no basta.
–Empiezo a darme cuenta.
Tampoco podía negar que quizá no se había equivocado al decir lo mucho que se parecían el uno al otro. ¿Cómo sino podría haber verbalizado con tanta facilidad lo que él sentía en su interior?
–¿Sabes qué es el infierno para mí? –le dijo Laurel–. No tener a nadie con quien contar, nadie que me apoye cuando me he caído. Encontrarse esa mano que te ayuda a levantarte es lo que me da fuerzas para seguir caminando.
Esa era la clave de toda aquella conversación: la determinación era solo el primer paso, pero a veces había que dejar a un lado el orgullo y tomar la mano de la persona que te estaba ofreciendo su ayuda.
De pronto lo veía todo tan claro… Laurel había estado guardando las distancias porque sabía que le costaba confiar. Era como un libro abierto para ella, y acababa de demostrárselo.
¡Dios!, era un tonto. Laurel había advertido sus reticencias a trabajar codo con codo con ella, y por eso se había sentido obligada a distanciarse un poco. Había demostrado su valía profesional desde el primer día, pero él había titubeado todo el tiempo, ignorando la ayuda que le ofrecía.
No podía confiar en ella, pero estaba esa química increíble que había entre ellos… La atrajo lentamente hacia sí, dándole tiempo para imaginar cuáles eran sus intenciones y rechazarlo, si es que aún no había aceptado, como él, que aquello era inevitable. Cuando sus ojos se encontraron, ella lo miró sobresaltada. La temperatura parecía haber subido de repente.
–Xavier, no podemos… –murmuró.
–Claro que podemos –le aseguró él. Sin embargo, en deferencia a esa protesta, en vez de rodearla con sus brazos, se limitó a acariciarle la mejilla con el dorso de la mano–. No aquí, pero pronto.
Laurel sacudió la cabeza, aunque no se apartó.
–Soy yo la que no puedo. Es…
–Shhh… Lo sé. Te preocupa el hecho de que trabajamos juntos –respondió él. El tacto de su piel era pura poesía. Le encantaría encontrar las palabras para describir lo que sentía al tocarla–. Pero eso no debe preocuparte. Solo voy a estar aquí unos meses; luego volverá Val. Pero hasta entonces vamos a colaborar estrechamente para organizar ese evento, y creo que es cuestión de tiempo que acabemos rindiéndonos a la atracción que hay entre nosotros. ¿Por qué esperar?
–Porque yo no pienso hacerlo –replicó ella con fiereza–. Te estás dejando llevar por las emociones, no por la lógica.
–¡Exacto! –exclamó él. Ahora que por fin lo veía todo claro, ¿era ella la que se ponía obtusa? Resultaba tan irónico que no pudo evitar reírse–. Nunca me había dejado llevar por las emociones. Jamás. Es la primera vez que me pasa. No me pidas que lo reprima, ayúdame a abrirme a esas emociones.
–Xavier…
–Por favor, Laurel: te necesito. Permite que me deje llevar por la pasión. Deja que te corteje mientras trabajamos juntos en lo del evento. Seguro que se me darán fatal las dos cosas, así que necesitaré que seas sincera conmigo y me lo digas cuando esté metiendo la pata –le pidió con una sonrisa, que le arrancó otra a ella también–. ¿Qué mujer en sus cabales rechazaría algo así?
Laurel se rio, pero luego esbozó una media sonrisa y lo miró vacilante.
–Si me dejaras al menos decir algo…
–Dirías que sí.
La tomó de la barbilla y le acarició los labios con el pulgar. Laurel no se apartó, sino que se inclinó hacia él con una sonrisa. Con eso le bastaba.
Apoyándose en esa pequeña muestra de consentimiento, acercó sus labios a los de ella y empezó a besarla con pasión. La lengua de Laurel se unió ansiosa a la suya y le rodeó el cuello con los brazos.
Cuando se aferró con los dedos a su nuca, captó el mensaje y la atrajo más hacia sí, deleitándose con la sensación de su cuerpo apretado contra el suyo. Quería tocar su piel, su pelo, que ella recorriera su cuerpo con las manos…
Laurel se puso de puntillas, arqueándose hacia él, y las caderas de ambos se alinearon con tal perfección que se quedó sin aliento. ¡Dios!, era increíble… Era como energía en estado puro que electrizaba todo su cuerpo.
Le ladeó la cabeza para cambiar el ángulo del beso, y dejó que sus manos se deslizaran hasta su maravilloso trasero. Lo notaba firme contra las palmas de sus manos, y de inmediato supo que desnuda sería aún más espectacular.
–Laurel… –murmuró mientras separaba sus labios de los de ella para cubrirle el cuello de pequeños besos–. Cena conmigo mañana…
Laurel soltó un suspiro tembloroso. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja y la oyó aspirar por la boca, excitada, y cómo subía su pecho, aplastándose contra el suyo.
–Xavier, yo…
Un gemido ahogado escapó de su garganta cuando le dio un chupetón en el cuello. Quizá no debería haber aspirado tan fuerte porque podría quedarle marca, pero le gustaba la idea de que Laurel luciese en la piel una marca de su pasión. Y siempre podría ocultarla con la ropa; sería un secreto entre los dos.
Le bajó cuidadosamente la blusa de un hombro, y sus labios descendieron beso a beso por su clavícula. Laurel se tambaleó ligeramente, pero le puso una mano en el hueco de la espalda para sostenerla.
El suave hombro que había dejado al descubierto parecía estar llamándolo, y lo besó también, abrasándolo con su boca. Laurel le agarró por la camiseta con ambas manos y tiró, atrayéndolo más hacia sí.
Cuando finalmente levantó la cabeza, vio que esa vez sí había quedado una marca en su piel. No era mayor que una moneda de diez centavos, pero le produjo una enorme satisfacción.
–Después de cenar pienso dejarte más marcas como esta. En los muslos, en el hueco de la espalda, en el pecho…
Laurel cerró los ojos, como buscando en su interior la fuerza para resistir.
–No puedes decir esas cosas… –murmuró.
–¿Porque es inapropiado?
–¡No, porque haces que quiera que me hagas todo eso! –le espetó ella, resoplando de frustración–. Esto no está bien, no debería desearte de esta manera…
Xavier no pudo evitar sonreír.
–No veo dónde está el problema. Tú solo deja que te lleve a cenar. Sin presiones. Necesito una acompañante. Será una cena en casa de mi hermano, algo informal. Y como no estaremos a solas no tendrás que preocuparte porque vaya a arrastrarte a un dormitorio a hacerte apasionadamente el amor.
Por algún motivo Laurel seguía conteniéndose. Probablemente porque aún notaba esa vacilación en él. No podía dejar que pensara que seguía sospechando de ella cuando estaba esforzándose por cambiar.
–Vamos, Laurel –le suplicó–. Di que sí. Te prometo que tendré las manos quietas si es lo que quieres. Solo será una velada que pasaremos juntos. A mí me encantaría. Así que… si a ti también te gustaría, te recogeré mañana a las siete.
–Debería decir no –murmuró Laurel, pero sacudió la cabeza y se rio–. ¿Me prometes que solo será una cena y nada más?
–Palabra de honor –respondió Xavier, besándola en la mejilla antes de soltarla–. ¿Lo ves? Puedo dejar de tocarte si me lo pides.
Laurel dio un paso atrás, con las mejillas arreboladas mientras se ponía bien la blusa.
–No debería ir, pero está bien, acepto.
Le había costado tanto convencerla que a Xavier se le puso una sonrisa enorme en la cara.
Tenía treinta y seis horas para pensar en cómo vencer el resto de sus objeciones. Treinta y seis horas para convencer a Val de que organizara una cena en su casa y lo invitara. Después de todas las dificultades por las que había pasado, eso debería ser pan comido.