Capítulo Siete

Aparte de la increíble recuperación de Ryan, que cada día estaba mejor, todo lo demás marchaba mal. Muy mal.

Durante la semana que Gwen, Rose y el pequeño se quedaron en el centro médico, Fareed estuvo la mayor parte del tiempo acompañándolos. O por lo menos eso le parecía a Gwen, que estaba deseando regresar a la casa de él, donde lo verían menos. Fareed estaría todo el día trabajando y llegaría por la noche completamente exhausto.

Pero cuando finalmente volvieron a la vivienda de su anfitrión, ocurrió exactamente lo contrario. Fareed aparecía en la casa repentinamente, demasiadas veces. Ella estaba cada vez más nerviosa. No comprendía cómo, a pesar de su intensa jornada laboral y sus obligaciones como príncipe, podía tener tiempo para ella, cómo podía tener vida privada.

Sintió un nudo en la garganta al pensar en las innumerables atractivas mujeres que sin duda lo perseguirían… Seguro que se llevaba a la cama a las más bellas y voluptuosas…

Una mezcla de risas masculina e infantil le hizo volver a la realidad. Levantó la mirada y vio a Fareed y a Ryan juntos, disfrutando el uno del otro.

Por muy dolorosa que le resultara la imagen, tuvo que admitir que era increíble. Hacía que mereciera la pena cualquier sufrimiento futuro.

Fareed estaba sentado junto al pequeño en el suelo del salón de la mansión, una sala ricamente decorada en tonos carmesí, dorados y verdes, una preciosa sala que le había explicado que nunca antes había sido utilizada. Hasta que habían llegado ellos.

Les había dado la bienvenida en el lugar reservado a su futura familia.

Así mismo, había habilitado una de las habitaciones de la vivienda como centro de rehabilitación para Ryan; había convertido las duras sesiones de ejercicios en el momento más agradable de juegos del niño.

En aquel momento estaba jugando a la pelota con él. Se la estaba lanzando para que gateara tras ella. Tras unos segundos, la lanzó a una mesa y Ryan no supo cómo tomarla.

–Parece que le has puesto un reto que no sabe resolver –comentó ella.

–Todavía no se ha rendido; veamos qué hace.

Una vez que hubo analizado la situación, el pequeño se ayudó de la esquina de la mesa para levantarse. ¡Era la primera vez que lo lograba!

Emocionada, Gwen miró a Fareed, que parecía igual de contento. Pero cuando ella se movió para agarrar la pelota y dársela a su hijo, él le indicó con la mano que esperara.

Gwen esperó. Al poco rato, bajo su incrédula y exaltada mirada, Ryan levantó su pierna derecha, la que siempre había tenido más débil, sobre la mesa, y se subió a esta. Gateó entre candeleros, platos de plata y adornos de cristal sin tirar absolutamente nada. Cuando por fin agarró la pelota, con gran emoción la levantó en la mano y la agitó ante su madre.

–Lo has conseguido, cariño –dijo ella, conteniendo las lágrimas y esbozando una gran sonrisa.

El pequeño bajó entonces de la mesa y cuando sus pies tocaron el suelo, se dejó caer sobre la alfombra que había en la sala. El esfuerzo sin precedentes que había hecho lo había dejado agotado. Pero se giró hacia Fareed, dio un gritito y le devolvió la pelota.

Fareed la tomó, la sujetó bajo uno de sus brazos y le dio un gran aplauso al niño.

–¿Has visto? –le preguntó a Gwen–. Ryan es creativo, ambicioso y siempre superará tus expectativas.

Ella lo miró y deseó que dejara de provocar que lo anhelara más, ya que ni siquiera debía soñar con él. Pero era demasiado tarde. Había llegado a depender de Fareed… lo peor que podía haberle pasado. Se había enamorado de él. Lo amaba.

Sabía que Fareed deseaba acostarse con ella y que solo estaba esperando a darle el alta a Ryan para dejarse llevar por su deseo.

Aunque la culpa la embargaba, deseaba lo mismo que él. Pero no podía dejarse llevar por sus sentimientos…

–Me sorprende que todavía no se haya derretido –comentó repentinamente Rose, sentándose junto a ella.

Gwen ni siquiera se había dado cuenta de que la niñera había entrado en la sala.

–He visto pasión reflejada en los ojos de las personas… –continuó Rose– pero las llamaradas que reflejan los tuyos… ¡son impresionantes!

Nerviosa, Gwen miró a Fareed, que afortunadamente estaba lo suficientemente lejos como para haber podido oír los comentarios de Rose. Pero si esta se había dado cuenta de los sentimientos que él despertaba en ella, ¿se habría dado cuenta también Fareed?

Obviamente sí. No debía engañarse. Él sabía que lo deseaba.

–No empieces, Rose –protestó.

–¿Por qué no paras tú? –respondió la niñera–. Deja de apartarte de Fareed como si te alterara cada vez que se te acerca.

–¿Qué esperas? Él tiene un campo magnético que podría afectar a la órbita de un planeta –dijo Gwen–. Realmente me altera –admitió finalmente.

–Entonces disfruta de su magnetismo, chica –la animó Rose, codeándola ligeramente.

–No puedo. Lo sabes.

–Has estado de luto. Pero ahora debes abandonarlo. Deja que los muertos descansen y sigue con tu vida.

–No es solo por el luto –aseguró Gwen, mordiéndose el labio inferior.

–¿Qué otra cosa puede ser? ¿No será por Ryan, verdad? Fareed es lo mejor que le ha ocurrido nunca.

–Hablas como si Fareed fuera algo más que una presencia temporal en la vida de mi hijo… cuando sabes muy bien que solo es su cirujano.

–No es solo su cirujano… sé sincera –contestó Rose.

Durante un angustioso momento, Gwen pensó que su pariente sabía la verdad.

Pero no era posible que lo supiera. Rose no había estado presente en su vida durante los anteriores cinco años, no conocía los acontecimientos que la habían rodeado.

Rose solo sabía lo que ella misma le había contado una vez que todo había pasado. No conocía el origen de Ryan. Y no debía llegar a conocerlo jamás.

–Míralos –continuó la niñera, posando los ojos en Fareed y el pequeño–. Y mírate a ti. Estás muriéndote por él. Y Fareed te devoraría si pudiera.

–¿Reconoces los síntomas porque Emad y tú sufrís de lo mismo? –respondió Gwen, divertida.

–Emad y yo no sufrimos nada parecido –aseguró Rose, que no quería distraerse–. Yo no tengo tendencias melodramáticas y no permito que unos angustiosos problemas me impidan disfrutar de la felicidad que me ofrece la vida. Somos dos adultos libres a los que nada nos impide tener lo que queramos juntos. Y lo mismo puedo decir de Fareed y tú.

–Yo no soy libre.

–¿Porque eres madre soltera? Dime, ¿qué se supone que deben hacer las mujeres en tu situación? ¿Sacrificar sus vidas personales por sus hijos? De todas maneras, sabes muy bien que nada, empezando por la vida misma, es permanente. Piensa en eso y decídete.

–Ya estoy decidida, Rose –aseguró Gwen, sintiendo un nudo en la garganta.

Antes de que Rose pudiera contraatacar, el masculino tono de voz de Fareed dirigiéndose a ellas la alteró por completo. Él tenía a Ryan en brazos.

–Tengo que anunciar una cosa –dijo, deteniéndose delante de ambas–. He repetido una y otra vez todas las pruebas que existen. Este maravilloso chico va a recuperarse por completo. En pocos meses estará andando.

Emocionada, Gwen se llevó una mano a la boca para contener un grito. ¡Ryan andaría!

Pero a los pocos minutos se dio cuenta de que el día en el que Fareed anunciara la finalización del periodo de recuperación de Ryan estaba cerca. No podía esperar un resultado mejor. No podía haber un resultado mejor. Para Ryan.

Para ella… ese día implicaría el comienzo de un nuevo infierno.

Gwen estaba asfixiándose. Unos enormes tentáculos le oprimían la garganta y no le permitían respirar.

–¡No! –exclamó, angustiada.

Pero entonces se despertó. Había sufrido otra pesadilla.

Aunque sabía que no ayudaba, gritó. Temblorosa, se sintió de nuevo como el día del accidente; abatida, rota de dolor, indefensa…

Durante los meses que habían seguido al accidente, las pesadillas se habían apoderado de sus momentos de descanso y durante el día había sufrido ataques de pánico.

No le había servido de nada ser consciente de que no podía haberlo evitado.

Se bajó de la cama. Eran las dos de la madrugada. Apenas había dormido una hora. Y tenía miedo de volver a quedarse dormida…

Fue al dormitorio de Ryan para comprobar cómo estaba, aunque sabía que estaba bien ya que había oído el agradable sonido de su respiración a través del monitor para bebés.

Tras besar a su pequeño bajó a la planta de abajo de la mansión y sintió a Fareed por todas partes. Pero no tenía nada que ver con que aquélla fuera su casa; lo sentiría en cualquier parte del mundo.

De aquella manera sería durante el resto de su vida.

Todo había acabado. Ya no había ninguna razón para que continuaran quedándose en Jizaan.

Junto a su pequeña familia regresaría a los Estados Unidos por la mañana.

Fareed jamás sabría cómo se sentía de verdad. Pero aquello no importaba nada.

Lo que realmente importaba era que nunca supiera quién era…

–¿Sabes lo que eres?

El hipnótico tono de voz de él le impactó por completo. Se giró y miró hacia lo alto de las escaleras que llevaban a las habitaciones de Fareed. Pero este no estaba allí y se planteó si había imaginado oír su voz. Pero entonces lo oyó de nuevo…

–¿Sabes lo que pensé cuando te vi por primera vez? Que eras un ser mágico de otro reino. Te deseo con ansia y me ha costado muchísimo mantenerme apartado de ti –dijo él, apareciendo de entre las sombras de la planta superior.

La pasión se reflejaba en su rostro, una tempestuosa pasión que dejaba claras sus intenciones. Iba vestido con un abaya, el atuendo de su estirpe.

Pero ella no tenía ningún derecho a recibir su pasión. Al día siguiente perdería incluso el agridulce tormento de su cercanía.

Nunca volvería a sentirse tan viva.

–Me has sentido –comentó Fareed mientras bajaba por las escaleras–. Sabías que iba a buscarte y has venido a encontrarte conmigo. Sabías que no seguiría esperando.

Gwen se sintió embargada por una apremiante necesidad de revelarle parte de la verdad, aunque fuera solo sus sentimientos.

Se acercó a él, que comenzó a bajar más rápido. Pero repentinamente se detuvo como para ofrecerle a ella una última oportunidad de retirarse.

Aturdida, Gwen también se detuvo.

El impulso que había sentido cesó por completo y las confesiones quedaron en el aire. Miró a Fareed. El precioso abaya de seda caía por sus anchos hombros hasta sus pies. Debajo llevaba unos pantalones del mismo material que no ocultaban el poder de sus musculosas piernas ni de su erección.

Fue la pasión que emanaba, la misma que estaba recorriéndole el cuerpo a ella, la que logró que realizara la única confesión que podía hacer.

–No quiero que esperes más.