En septiembre de 1990, el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica, con auspicio de la Fundación Ford, organizó el seminario “Hacia una democracia moderna: la opción parlamentaria”, en el que se debatió sobre el diseño interno del régimen político que existiría en Chile una vez concluida la transición (pactada) a la democracia. Como era de esperar —considerando cuál había sido la tradición de debate político convencional en el país— la discusión giró sobre si ese diseño debía ser con sesgo “presidencialista” o bien “parlamentarista”. Y como era de esperar, no se discutió si el régimen político (o su equivalente: la Constitución Política del Estado) debía o debió ser generado mediante la deliberación y ejercicio informado de la voluntad ciudadana, o por la voluntad dictatorial de un grupo (armado) particular de la nación. Como este último dilema no estuvo en la agenda de discusión, cabe suponer que los asistentes al seminario dieron por sentado que la primera alternativa de este dilema (la de la voluntad ciudadana) no tenía registro de haber operado en Chile ni era, por sí misma, un factor operante (implicando que carecía de relevancia teórica) y que, por lo tanto, no cabía considerarla en la discusión. Con eso, tácitamente, estaban aceptando que la segunda alternativa del dilema (la de la voluntad dictatorial) era no sólo un factor operante sino también, hacia 1990, un hecho consumado, de modo que no cabía discutir sobre si el régimen político materializado por ese hecho era democrático o no, sino, sólo, sobre los ajustes internos necesarios a su perfeccionamiento.
Cabe recordar en este punto que el ajuste interno de los grandes hechos políticos ya consumados se había discutido siempre en Chile, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX, en relación al dilema ‘presidencialismo’ versus ‘parlamentarismo’1. Dilema que no era (ni es) un problema de esencias o de estructura, sino de énfasis en los dispositivos internos del régimen de Estado ya impuesto o ya existente. Y en el caso del seminario citado, ese problema no podía menos, por tanto, que remover los ecos de la historia y traer al tapete el viejo dilema del proceso político chileno: ¿había que retomar la línea autoritaria y presidencialista inaugurada con tanto éxito por el célebre ministro Diego Portales, o había que reincidir en la línea más abierta y parlamentarista caricaturizada por el presidente Ramón Barros Luco y dramatizada hasta la tragedia por el presidente Salvador Allende Gossens?
No fue materia central de ese seminario, por tanto, la cuestión de cómo el régimen formalizado por la Constitución de 1980 fue impuesto o debió ser establecido, ni tampoco cuáles serían, para todos los chilenos, los beneficios reales resultantes de su irrestricta aplicación. Los asistentes criollos al dicho evento (Genaro Arriagada, Angel Flisfisch, José Luis Cea, Francisco Cumplido, Manuel Antonio Carretón, Tomás Moulian, entre otros) pensaron y debatieron en general como si para ellos el régimen u ‘orden’ político establecido por la dictadura del general Augusto Pinochet fuera una categoría fáctica de tal suficiencia, que justificaba ignorar la historia previa de cómo se constituyó ese régimen y cuáles serían los resultados probables de su aplicación (dejándolo por tanto sin evaluación, ni científica ni ciudadana) para concentrarse sólo en el problema de dónde colocar el énfasis técnico dentro de su estructura (neoliberal) ya dada.
En verdad, la suficiencia de la categoría orden en sí (o de “Estado en forma”, según la llamó el historiador Alberto Edwards) ha sido subentendida, proclamada y aplicada, tanto ayer como hoy, no sólo por políticos profesionales sino también por altos oficiales de las fuerzas armadas y numerosos politólogos e historiadores, a tal punto que la han convertido en un axioma ‘oficial’ que han debido respetar, aprender y asumir todos los chilenos2. Más aun: la suficiencia y oficialidad de la categoría ‘orden en sí’ ha terminado por dar vida al más célebre mito de la memoria política chilena: aquel que dice que el orden constitucional ha tenido en Chile una estabilidad y duración ejemplares, configurando un caso excepcional con relación a cualquier otro país de América Latina3. Mito que, como cabe suponer, ha sido una de las principales fuentes del ‘orgullo patriótico’, considerándose la cristalización más clara de los valores cívicos superiores de la nación (aquellos que los chilenos adultos deben asumir como el imperativo categórico de su conducta pública y los niños como la asignatura obligatoria de su patriotismo). No debe extrañar, por tanto, que la defensa del orden constitucional haya sido siempre, en Chile, más importante y a la larga determinante que la necesidad histórica de reformar la estructura constitucional de la política y la estructura automática del mercado con arreglo a la justicia social, como quedó dramáticamente demostrado en el período 1932-1973. Y tampoco debe sorprender que en el actual régimen democrático (neoliberal) la ética compulsiva del ‘orden en sí’ reaparezca como guardaespaldas de la principal idea fuerza que proclama y rige hoy a la clase política nacional: la de gobernabilidad (entiéndase ésta como la responsabilidad estatal y la tarea gubernamental de disciplinar la masa ciudadana dentro del “estado de derecho” ya establecido, con prescindencia del problema de cómo fue establecido o cómo reformarlo)4.
En consecuencia, considerando el notable carisma que ha rodeado y rodea a la noción de ‘orden en sí’, cabe explicarse también por qué el panteón de los héroes políticos chilenos está formado exclusivamente por aquellos individuos que inventaron, crearon o contribuyeron decisivamente a imponer, en distintas coyunturas históricas, el dicho ‘orden’. Reconózcase allí por ejemplo, en primer lugar, a don Diego Portales (el ‘orden’ que él estableció, considerado un verdadero paradigma político, se extendió por casi un siglo: entre 1830 y 1925). Véase allí también a don Arturo Alessandri Palma, bien o mal acompañado por don Carlos Ibáñez del Campo (entre ellos se repartieron, en postas, la tarea de consolidar un orden político que, con pocos retoques, copiaron del de Diego Portales, logrando que durase desde 1925 a 1973). Y hasta se podría divisar también sobre ese panteón —sujeto, claro, a la azarosa evolución del prestigio moral de su actuación pública— al general Augusto Pinochet (cuyo ‘orden’, anunciado de modo explícito como continuación del de Portales, permanece incólume desde 1973). Se concluye de lo anterior que el célebre ‘orden’ institucional chileno ha sido, en cada caso, obra de un ‘estadista’ genial, y de sólo uno, de manera que el orgullo nacional por el orden heredado ha debido extenderse, por reduccionismo patriótico, al ‘genio’ de sus creadores. Con un agregado significativo: los arquitectos de Estado que se fueron agregando al modelador original (o sea: Alessandri, Ibáñez y Pinochet) han declarado, o terminó por entenderse así, que su intervención consistió en restaurar la clásica obra de Portales. Con esto, de un modo o de otro, los ciudadanos han debido enraizar su orgullo patriótico en otro sentimiento conexo: el de admiración perpetua por lo que hizo ese triministro entre los años 1830 y 1837.
El cíclico retorno de Portales y la continua restauración de su obra han permitido que el orden estatal ‘portaliano’ tenga —ideológica pero también fácticamente— no sólo una larga vida, sino también que esa misma alargada (y estabilizada) vida se tome como prueba histórica suficiente de su perfección cívica y política. Lo cual tiende a configurarse como un virtual artículo de fe: en Chile ha habido y hay un solo Estado, y un solo fundador no más. Alabado sea.
En el mismo seminario que se citó más arriba, el conocido cientista político Giovanni Sartori, professor de la Universidad de Columbia (Nueva York, EE.UU.), ante la ortodoxia demostrada por la mayoría de los analistas chilenos respecto del artículo de fe enunciado en el párrafo anterior, reaccionó con ideas simples, pero tajantes y categóricas. Pues, refiriéndose al dilema técnico que sí se estaba discutiendo, señaló
El parlamentarismo puede fallar tanto y con tanta facilidad como el presidencialismo… ¿Es realmente cierto que el presidencialismo proporciona un gobierno fuerte y eficiente?... La estabilidad gubernamental indica mera duración; los gobiernos pueden tener larga vida y a la vez ser impotentes: su duración no constituye de manera alguna un indicador de eficiencia o eficacia.5
Los hombres fuertes que por sí mismos modelan o hacen modelar el Estado pueden, en virtud de su ‘genio’ personal (carisma), o poder institucional (fuerza armada), imponer un orden durable, pero ni su carisma ni la fuerza de que disponen, ni la durabilidad de su obra bastan para garantizar, en la lógica de Sartori, situaciones y resultados históricos de “eficiencia y eficacia”. ¿Qué se puede entender por eso? ¿Con referencia a qué patrón de medida se establece la eficiencia o la eficacia? ¿Quién es el juez que evalúa esas situaciones y resultados como eficientes o no eficientes? ¿Qué valores sociales, qué ética política entran aquí en juego? ¿Qué es lo que permite pasar de una mecánica duración cronológica a un valórico espesor cualitativo?
Es evidente que en un orden o sistema político no se relacionan sólo los ‘hombres fuertes’ y las ‘normas constitucionales’ que aquéllos determinan para la sociedad. La ‘eficiencia’ de un orden político no puede reducirse a la relación entre una acción creadora individual y la durabilidad sistémica de la creación. Reducir el análisis histórico y político al círculo cerrado que une la genialidad del ‘estadista’ a la durabilidad de su ‘obra’ es ignorar por completo la presencia o ausencia de un gran convidado de piedra, tercer gran actor involucrado en ese círculo de poder: la sociedad civil y/o la soberanía ciudadana. Pues es con relación a ésta, y sólo con ella, que cabe plantear, medir y juzgar la eficiencia o eficacia de cualquier orden político, duradero o no6. Reducir el orgullo patriótico y los valores cívicos chilenos a la relación entre la supuesta ‘genialidad’ de Portales y su cíclicamente retornada ‘obra’ equivale, con mucho, a ignorar, anonadar y violar la capacidad soberana de los chilenos. Y esto, ciertamente, obliga a examinar este problema con mayor detención.
¿De qué modo un orden político es o puede ser eficiente con relación al ‘tercer actor’ (esto es: la ciudadanía)? La observación histórica señala que, al menos, hay dos modos fundamentales: 1) según haya sido la participación de los ciudadanos en el proceso de construcción e instalación del orden de que se trate, y 2) según el grado de desarrollo social, cultural y económico que ese orden efectivamente genere para todos los sectores de la sociedad civil.
Si durante el proceso histórico de construcción e instalación del orden político la ciudadanía participó efectiva, deliberada y soberanamente, entonces el orden resultante será eficiente en términos de su legitimidad; es decir: porque guarda correspondencia positiva con la voluntad soberana de la sociedad civil. Y si durante el proceso de funcionamiento del orden así establecido se produce el desarrollo global de la sociedad civil, entonces ese orden será eficiente también por su correspondencia positiva con los fines socialmente definidos de la equidad humanizadora. De alcanzar el orden político estatuido eficiencia en ambos aspectos, entonces el único héroe político, el único estadista y el único mito debiera ser la soberanía popular (o la sociedad civil), y sólo por extensión, los políticos, militares o dirigentes que se hubieran distinguido en la lucha orientada a permitir que la soberanía popular pudiera ejercerse libremente7. El orgullo patriótico no debe surgir a propósito de cualquier régimen político durable, sino del ‘sí mismo’ soberano; es decir: de la masa ciudadana constituida en actor colectivo en los procesos y coyunturas propios de la construcción (legítima) y administración ecuánime (eficiente) del Estado. El orgullo no puede surgir a propósito de una ‘cosa’, sino, principalmente, a propósito de una ‘conducta’ colectivamente soberana y exitosa.
La mera duración de un sistema es, por eso, una ‘cosa’ sin contenido de valor. Una cáscara política sin la sinergia colectiva (o “capital social”) que puede darle vida, valor y sentido.
La ‘eficiencia’ de un orden político, en suma, depende del efectivo poder humanizador que sea capaz de desarrollar la soberanía popular respecto de sí misma. Poder que depende, en primer lugar, de cómo la sociedad civil despliegue sus vínculos asociativos y sus índices de participación colectiva en los proyectos que ella misma defina para su pleno desarrollo. La ‘legitimidad’ (valor social fundamental en la construcción de la política) se sustenta sobre esa doble base, lo mismo que el poder soberano. Esta articulación de valor y poder es el fundamento no sólo de la democracia, sino de lo que muchos analistas llaman hoy “capital social”, “tradición cívica” o “capital humano”8. No hay verdadera democracia sin un capital humano desplegándose desde sí mismo y por sí mismo sobre la historia y la realidad. Sólo dentro del libre ejercicio de ese capital humano puede realizarse plenamente el respeto a la ‘persona’ (sujeto social) y alcanzarse el ‘bienestar colectivo’ (material y cultural) del ser social de la humanidad.
En consecuencia, la mera duración de un ‘orden en sí’ —o todo orden que no haya sido construido por la voluntad soberana de la ciudadanía— no puede ser sino una cosa sin contenido de valor, sin capital humano que la presida y, por tanto, sin sentido de humanización. Peor aun: puede ser un sistema de dominación enajenante, que erosione y destruya esos valores, ese capital y la propia soberanía ciudadana. Y hasta puede ser un orden formalmente democrático, pero cívicamente muerto.
¿Cómo se constituye la memoria política de un ‘orden’ durable pero cívicamente enfermo? ¿Qué ocurre allí con los valores cívicos, con la sinergia ciudadana, con el capital humano, con la conciencia histórica del pueblo?
La historia de Chile muestra efectivamente que el orden político ha sido estable y duradero, pero que, con respecto a la soberanía popular, ha sido por más de un siglo un orden ajeno y cosificado. Pues, en las coyunturas constituyentes o reconstituyentes del Estado, nunca, ni en 1830 (cuando Diego Portales lideró el sangriento golpe militar perpetrado por sus generales títeres: Prieto y Bulnes, para inspirar luego la constitución política antidemocrática de 1833), ni en 1925 (cuando un grupo de políticos liberales, designados por Arturo Alessandri tras un golpe militar llevado a cabo por la alta oficialidad del ejército, redactaron la constitución política de ese año), ni en 1980 (cuando un grupo de políticos designados por el general Pinochet redactaron la constitución neoliberal) hubo efectiva participación ciudadana, ni deliberación informada del real potencial desarrollista del ‘orden’ que así se imponía a todos los chilenos. La ausencia deliberativa y soberana del ‘tercer actor’ fue, en los tres casos, más que notoria. Y los resultados netos del orden respectivo, a veinte o treinta años de instalado, han sido —según registra la historia— siempre los mismos: subempleo y marginalidad para la mayoría de los chilenos, “malestar cívico” general, rabia sorda en la juventud, consolidación ostentosa de las clases políticas (civil y militar) y, sobre todo, raquitismo y pobreza cívicas. ¿Los intentos realizados por algunos para despertar la soberanía popular? Acusados de anarquía, subversión y/o de terrorismo, y por tanto, debidamente reprimidos y anulados9.
De los tres casos mencionados cabe colegir una conclusión adicional de gran relevancia ética: el gran mérito público de los estadistas respectivos consistió —repítase: en los tres casos— en haber sido autoritarios, arbitrarios y represivos (acaso por haber contado con respaldo callejero de las fuerzas armadas), y en dos de los tres casos, además, el haber sido violadores de los derechos cívicos y humanos de sus conciudadanos. Y cabe agregar en añadidura que, en los tres casos, el orden que establecieron fue impuesto destruyendo violenta y desconsideradamente el proyecto de orden que esgrimían sus adversarios políticos (que fue democrático liberal en el caso de Portales; democrático social en el caso de Alessandri, y democrático popular en el de Pinochet), en el cual la presencia protagónica y los valores sociales propios del ‘tercer actor’ eran ostensibles y preponderantes.
Se desprende de lo anterior que en Chile, al ser celebrada y mitificada la estabilidad y recurrencia del ‘orden’ establecido por los estadistas Portales, Alessandri, Ibáñez y Pinochet, y al heroificarse a sus restauradores, no se ha hecho otra cosa que exaltar como valores patrióticos el autoritarismo, la arbitrariedad gubernamental y la represión a los derechos cívicos y humanos de los chilenos, y condenar al olvido o a la negación fáctica los valores propios de la sociedad civil, la ciudadanía y la humanización. Y por esto mismo, cabe decir que detrás de la magnificada idea del ‘orden’ se ha ocultado y se sigue ocultando una escala invertida de los valores sociales (se han glorificado de hecho los antivalores encarnados en la conducta pública de los ‘estadistas’ citados, y se han reprimido y olvidado los valores propios de la ética ciudadana); escala invertida que, al hacer pesar su carácter corrosivo a lo largo de casi dos siglos, ha generado y sedimentado entre los chilenos una memoria política espuria y una conciencia ciudadana alienada. Memoria política espuria, porque en ella han predominado la veneración pública hacia ‘estadistas’ de dudosa ética ciudadana, y el orgullo público por la mera durabilidad del régimen político. Y conciencia cívica alienada, porque ésta no se ha constituido entre los ciudadanos a base de ejercicios de soberanía, sino adecuándose disciplinadamente bajo regímenes de dudosa legitimidad y eficacia.
Que en una nación coexistan por largo tiempo una memoria y una conciencia políticas de esa naturaleza no es una cuestión de menor cuantía histórica, sino, por el contrario, un tema estratégico atingente a su éxito o fracaso como nación10. Pues, sobre la existencia de ese tipo de memoria y ese tipo de conciencia ¿es posible construir y practicar, por ejemplo, una auténtica democracia participativa? ¿Es posible articular con ellas un “capital social” (cultural) que le dé al proceso de desarrollo histórico un sentido de humanización social y democratización política? ¿Es posible, sobre tal base, ofrecer a los niños una educación cívica que desarrolle en ellos la eficiencia solidaria y la proyección democrática de ‘su’ humanización?
Sin la práctica real de verdaderos valores cívicos, un sistema político puede perdurar por largo tiempo y hasta puede autodenominarse democrático, pero en esencia no puede ser otra cosa que una cáscara normativa sostenida por valores espurios, garantizada por la misma fuerza armada que le dio origen y equilibrada sobre una masa ciudadana incrédula, desmotivada y marginal. En él, la verdadera política no es la que, de modo conspicuo, los políticos profesionales y las testas superiores de los poderes fácticos monopolizan entre las cúpula del sistema y ante las cámaras de televisión, sino la que, sofocada y confusa, transcurre como auténtico torrente sanguíneo en la subjetividad e intersubjetividad de los ciudadanos marginados —pero todavía de carne y hueso—, que rumian la rabia por los proyectos cívicos militarmente derrotados, la utopía lejana de un distante amanecer y la improbable aparición de un verdadero ‘estadista del pueblo’, capaz de construir por sí mismo un nuevo Estado11. Este cuadro no es, ciertamente, el de una nación que ha realizado plenamente su destino, en conformidad consigo misma. Más bien, es el cuadro de un pueblo en el que una parte de él ha engañado a la otra parte hasta imponerle un ‘orden’ estable, pero precario y falso.
Se concluye que, en Chile, la memoria política de la nación está enferma. Que está saturada de estatuas y héroes que, en estricto rigor histórico y cívico, no han sido ni son ejemplares. En ningún rincón de ella aparece el pueblo y/o la masa ciudadana como el principal actor de su destino o el único héroe que debió y debe ser. Nunca el orden portaliano (en cualquiera de sus tres o cuatro avatares) ha dado paso libre al poder soberano de la ciudadanía. Razón por la que ésta no sólo no tiene recuerdos de sí misma (como no sea el recuerdo de sus mártires y deudos) sino tampoco conciencia clara de su soberanía (sólo tiene recuerdos variopintos de la omnipresente ‘clase política’).
La memoria política de los chilenos debe ser, por tanto, revisada e intervenida. Reestructurada según criterios cívicos y democráticos, a objeto de rescatar y reconstruir el gran “capital humano” que ha perdido12. Y esto implica llevar a cabo un sinnúmero de tareas: entre ellas, desnudar la verdadera naturaleza del proyecto de orden hegemónico que expropió y enajenó la memoria ciudadana de los chilenos. Y precisar cuál ha sido el papel que los historiadores han desempeñado en la distorsión de esa memoria. Y no lo menos, rescatar del olvido y el silencio los proyectos políticos destruidos, derrotados y marginados. Es decir: es necesario derribar el panteón de los antivalores políticos oficializados y construir sobre sus ruinas el de los verdaderos valores ciudadanos. Se trata de un imperativo histórico, de descontaminación de la política, que exige una acción urgente, radical y colectiva, como único camino para autentificar la democracia chilena.
El nudo del problema radica, en gran medida, en cuál ha sido y cómo se ha constituido la interpretación histórica predominante sobre el crucial período 1810-1837, y por qué esa interpretación y no otra ha prevalecido hegemónicamente en la memoria política de los chilenos. En otras palabras: el problema radica, y no poco, en cómo y con quiénes se ha levantado el panteón de los héroes nacionales y, junto con él, la constelación de valores públicos que, se supone, ha regido, rige y debe regir a los chilenos de todos los tiempos. El dicho período corresponde, como se sabe, al de fundación del Estado y la Política. Pues fue entonces cuando grupos de chilenos promovieron la separación del Imperio Español, iniciaron la construcción del Estado nacional y oficializaron los paradigmas que, a través de periódicas restauraciones, han estructurado el ‘deber ser’ de los procesos estatales. Tal período se ha impuesto en los hechos como el tiempo-madre de la historia política de Chile. Y por tanto como el tiempo de las luchas heroicas y los héroes por excelencia (aquéllos que se asumen como “padres”, a los cuales se debe fidelidad y que, por lo mismo, dudar de ellos implicaría un parricidio antipatriótico), cuando, a través del ‘orden’ establecido por ellos, quedó fijada cuál era y debía ser el “alma nacional”. El único tiempo, por tanto, verdaderamente épico de nuestra historia.
En la interpretación histórica predominante sobre ese tiempomadre (1810-1837), se observa que en ella a) la lucha militar por la independencia ha ocupado mayor espacio y ha sido más heroificada que la subsiguiente lucha política por la democracia republicana, y b) la imposición de un ‘orden en sí’ ha concentrado la máxima valoración histórica, en desmedro de los esfuerzos realizados entonces por la masa ciudadana para ejercer su soberanía. Por eso, el principal héroe del tiempo-madre (Bernardo O’Higgins) es visto sólo como militar heroico y no como gobernante civil; como el primer Director Supremo de la República, y no como el dictador que actuó bajo el mando estratégico de una sociedad secreta (la Logia Lautarina); como el general victorioso que dio la independencia a la patria, y no como el lugarteniente de los generales Carrera y San Martín, donde su más recordada acción bélica fue la derrota de Rancagua; como el primer líder republicano del país, y no como el jefe sobre el cual flota la sombra de los primeros asesinatos políticos perpetrados en Chile (los hermanos Carrera y Manuel Rodríguez)13. ¿Cuáles fueron los valores cívicos de verdad asociados a su actuación pública? Se afirma que, en última instancia, era un republicano convencido. Sin embargo, debe recordarse que se asoció en la Logia con personeros que abogaban por instalar en América un régimen monárquico, y él mismo nunca creyó en la soberanía popular, de la cual desconfiaba porque, por la “ignorancia” que reinaba entonces en el pueblo, reconocerla significaba, para él, dar libre curso al “anarquismo”. Es cierto que, pese a eso, se enemistó con la oligarquía mercantil de Santiago por cuestiones financieras y blasones de nobleza; pero su estilo de gobierno autoritario y su proyecto de orden no-democrático resultaron a la larga, para esa misma oligarquía, atractivos y suficientemente válidos como para que ella conspirara con él mismo para retornarlo de su destierro, para restaurar su dictadura y, con ésta, destruir el movimiento democrático que impulsaron después de 1822 la mayoría liberal, los pueblos de provincia y el general Ramón Freire. Se ha aplaudido con justa admiración su gesto republicano de abdicar el poder ante el patriciado de Santiago reunido en pleno, pero debe tomarse en cuenta que ése fue un gesto obligado por la enorme extensión y legitimidad de la revolución ciudadana que, pacíficamente, de sur a norte del país, exigió su renuncia en 1823.
Si el general O’Higgins ha sido el “padre” militar de la separación de Chile del Imperio Español, el comerciante Diego Portales ha sido el “padre” civil del Estado nacional. Si de O’Higgins se ha aplaudido apoteósicamente su valentía en Rancagua y su honestidad en la abdicación (no se le cuentan otros hechos apoteósicos), de Portales se ha aplaudido sin ambages sólo lo que escribió a un amigo en sus cartas privadas: unas apoteósicas líneas en las que dice que él creía en el “orden” pero no en la “ley”, y en el garrotazo a los opositores pero no en la soberanía popular. Si en O’Higgins se magnificó su trayectoria militar ignorando su concepción dictatorial del gobierno y la política, en Portales se magnificó la durabilidad de su ‘obra’ ignorando sus métodos políticos conspirativos, arteros y golpistas. Si en O’Higgins existió de algún modo una opción republicana que se expresó en el acto postrero de su abdicación, en Portales no existió ni una opción republicana ni una democrática, lo cual se expresó por contraste, también postreramente, en la forma de su muerte (asesinado por militares republicanos en 1837). Ambos ignoraron la soberanía popular y los proyectos constitucionales emanados de ella (Portales, en sus cartas, se mofó de las constituciones ‘en sí’). Ambos ignoraron el diálogo con sus adversarios políticos, la amnistía para los ciudadanos opositores y aplicaron penas máximas contra los que discreparon y se rebelaron. Para ambos se ha dicho, a modo de justificación, que su conducta dictatorial, arbitraria y represiva era necesaria por razones prácticas, para constituir un ‘orden’ que realmente funcionara en una sociedad que aun era primitiva y dominada por su enorme “falta de ilustración”. Su genialidad heroica habría consistido, por tanto, en asumir conductas dictatoriales al servicio superior del “realismo político”: ése que ignora los medios para llegar a los fines.
¿Se pretende, con la heroificación de tales “padres de la patria”, transmitir la idea de que en política y en los momentos cruciales en que un pueblo tiene que construir o reconstruir el Estado (y el mercado) sólo tiene validez el pragmatismo maquiavélico?, ¿según el cual los clubes conspirativos, los golpes militares contra el gobierno constitucional, las policías secretas, la represión masiva contra los perdedores y el asesinato selectivo son prácticas de poder con plena y aun recomendable validez política? Se podría aceptar que, en una situación de guerra externa (como ocurría en 1817, cuando se designó a O’Higgins como Director o Dictador Supremo), algunas de esas prácticas podrían ser convenientes y aceptables como medidas de emergencia, pero sólo como recurso transitorio y de excepción (así lo entendió el Senado designado por el propio O’Higgins). Pero ¿se pretende, por ser prácticas ‘de héroes’, que también deben ser válidas para tiempos de paz externa e interna, como ocurría en Chile en 1821 ó 1828 o en los dos siglos siguientes a las guerras de la independencia? ¿Existía una situación de guerra en 1828, cuando Diego Portales y sus asociados complotaron para atraer a su bando al oscuro general Joaquín Prieto y dar luego un sangriento golpe militar contra la mayoría liberal, para instalar una dictadura mercantil conservadora? Para construir un orden estable en tiempos de paz como vivía Chile entre 1823 y 1830 ¿se requería descabezar el ejército nacional, aprobar leyes secretas, desterrar a adversarios, fusilar a rebeldes e instalar el terror en el país? Por la misma razón ¿se justifica admirar, reproducir y mantener en vigencia todavía hoy los métodos políticos que Portales, según se nos hace creer, inmortalizó después de la sangrienta batalla de Lircay?
La mitificación y heroificación de los personajes nombrados —y de otros que no cabe consignar aquí— ¿ha respondido a una necesidad colectiva de todos los chilenos, o sólo a la necesidad particular de un grupo determinado? La interpretación predominante del período 1810-1837 ¿es una interpretación historiográficamente probada y teóricamente consolidada, o fue y es sólo una oportunista construcción ideológica tendiente a justificar, tras la máscara encubridora de “la patria”, la imposición abusiva de los intereses y conveniencia de un grupo particular de chilenos a toda la nación?
Debe recordarse que Diego Portales —un hombre sin gran educación superior— fue un mercader de mentalidad monopolista que fracasó en la mayor operación empresarial que intentara en su vida (el estanco del tabaco, a cambio de amortizar la deuda contraída por O’Higgins con bancos ingleses) y un patricio emparentado con familias (que se autoestimaban aristocráticas) cuya riqueza provenía del tráfico comercial sobre el mercado virreinal formado por Lima, Buenos Aires y Santiago. Como tales, los intereses y la conveniencia de esas familias apuntaban a maximizar sus ganancias en ese espacio económico y, en lo posible, a dominarlo mercantil y políticamente, desplazando de él a su competidor principal: la burguesía limeña. La lógica de poder de las elites mercantiles de todo el mundo ha sido competir entre ellas para monopolizar el mercado, y de no lograrlo sólo por la vía comercial pura, incursionar entonces por las vías militares y políticas hasta conseguirlo. Semejante proyecto ha llevado siempre a crear sistemas complejos de dominación a partir de un centro único de poder, donde éste debe ser capaz de asegurar (policial o/y militarmente) la libre circulación del dinero y las mercancías, eliminando de su camino toda clase de obstáculos: piratas, ladrones, peones rebeldes, comunas autónomas, proteccionismo de la producción local, impuestos y aranceles, empréstitos forzosos, contrabando, violadores de contratos, soberanía popular, etc14. El concepto comercial del poder (y del sistema de dominación mercantil) lo definió claramente Adam Smith, pero también lo hizo, con idéntica nitidez, el fracasado capitalista Diego Portales en el telegráfico, resentido y “chusco” lenguaje de su correspondencia privada15. El proyecto competitivo de expansión y dominación de los mercaderes de comienzos del siglo XIX no concebía la existencia de límites que frenaran su desarrollo. Todo límite podía y debía ser superado por la expansión de sus negocios. Y dentro de estos límites superables estaban la Constitución y la Ley. Los mercaderes ingleses se las arreglaron, por ejemplo, para perforar y violar, después de 1811, la legislación aduanera de Chile (tenían como respaldo tácito los cañones de la Royal Navy, estacionada en el Pacífico) hasta lograr la instalación fáctica del librecambismo; violaciones que provocaron la indignación contra sus compatriotas del mismo Lord Cochrane. Portales no dudó tampoco en violentar la ley con su negocio del estanco, y tampoco dudó cuando decidió pasar (después de su fracaso) de la expansión competitiva a la expansión abusiva (militar, policial y luego ‘sistémica’), según la lógica de hierro de los negocios mercantiles.
El orden portaliano fue y ha sido un sistema de dominación mercantil asociado al retorno reiterativo del autoritarismo y el librecambismo (esto último se denomina hoy “globalización”). Y no fue ni ha sido —como llegó a decirse hacia 1950— un orden feudal impuesto en Chile por los “terratenientes”. Por eso, por ser de esencia mercantil, es que el orden portaliano nunca ha respondido a los intereses estratégicos de las clases productoras (agricultores, campesinos, mineros, artesanos e industriales) ni a los de las clases asalariadas (peones, obreros y trabajadores por cuenta propia)16. No cabe extrañarse por tanto que en los casi dos siglos en que ha regido el orden portaliano en Chile no haya habido jamás algo parecido a una revolución industrial o a una revolución social, pero, en cambio, es posible contabilizar, no una, sino varias y sucesivas invasiones monopolistas del capital comercial-financiero de las grandes potencias. Ni menos cabe sorprenderse de que hoy mismo se celebre esa invasión como el ingreso definitivo de Chile al selecto club de los países desarrollados.
El abrumador predominio de la tradición portaliana en la memoria política de Chile ha excluido, minusvalorado y hecho olvidar las tradiciones vinculadas al espacio comunal de la producción, donde, como se sabe, las clases productoras han tendido y tienden a desarrollar concepciones políticas participativas, comunales, de vecindad democrática y, ciertamente, descentralizadas. La obra maestra de Portales consistió en derrotar y sepultar en el olvido las tradiciones que surgían y han tendido a surgir del espacio local y cotidiano, logrando fijar sobre ellas la ‘acusación’ de que constituyen manifestaciones subversivas del ‘orden’ (mercantil), de que son anarquistas o se dejan guiar por instintos primarios o la ignorancia de la ilustración competitiva propia del gran mercado globalizado17. Estando bajo sospecha de esa ‘acusación’, los líderes de la producción, del vecindario, del trabajo y la lucha social, no han calificado antes ni califican ahora como ‘héroes’ y no pueden ni han podido subir al gran pedestal de los “padres” de la patria. Ninguno de ellos ha sido ‘padre’ de nada. Ningún antiportaliano puede estar allí: ni los líderes de la soberanía ciudadana, ni los militares que lucharon por hacer posible el ejercicio de esa soberanía. Mucho menos los movimientos sociales que intentaron hacer en colectivo lo que no podían hacer sus dirigentes. La memoria política oficial no tiene cabida para los líderes y movimientos que caen bajo su sospecha ‘tradicional’.
Un caso significativo en este sentido ha sido el del general Ramón Freire Serrano. En la memoria política oficial es visto como ‘uno más’ de los jefes militares que lucharon por la independencia. Y se sabe también, como lección de escuela, que reemplazó en el mando supremo al general O’Higgins. En la memoria historiográfica —donde los juicios de Diego Barros Arana se han instalado sobre el tiempo-madre en los términos de una real dictadura ‘portaliana’— es caracterizado como el general que liberó la isla de Chiloé —su lado ‘heroico’— pero que, como político, no tuvo la misma estatura de ‘estadista’ que Portales, pues fue, apenas, una especie de Mateo de Toro y Zambrano: bonachón, liberal de pocas luces, sin gran capacidad intelectual, y por ser todo eso (es decir, por ser también ese antihéroe) fue un factor desencadenante de la anarquía que asoló a Chile entre 1823 y 1829. Es el reverso caótico y amorfo que permite, por contraste, en el medallón de la patria, reconocer el anverso rampante y rectilíneo de Portales. Sin embargo, la más mínima lectura cuidadosa de los documentos de ese período revelan otra cosa: la presencia de un general que tuvo una hoja de triunfos militares mucho más nutrida que la de O’Higgins y Carrera, y un ‘estadista’ que se jugó entero (sorteando con sorprendente habilidad, durante seis años, las múltiples trampas que le tendió el patriciado mercantil de Santiago) para que “los pueblos” (las comunidades productoras) pudiesen construir, libre, deliberada y democráticamente, el tipo de Estado que necesitaban para su desarrollo. Freire no fue dictador como O’Higgins —pese a que también fue designado Director Supremo—, ni conspirador golpista como Portales, pudiendo haber dado golpes militares en más de una oportunidad (gozaba de enorme popularidad entre los militares y de gran confianza en la ciudadanía provincial) o haberse aferrado al poder (‘abdicó’ voluntariamente no una, sino varias veces, y fue llamado otras tantas al gobierno, por todos los sectores). No hay duda de que fue, ante todo, un militar con conciencia ciudadana y un liberal demócrata permanentemente preocupado de que la soberanía popular tuviera la mejor oportunidad para ejercer por sí misma su poder constituyente. No ha habido militar en toda la historia de Chile que haya actuado con semejante ética política. Sin embargo, si está en el panteón de los padres de la patria lo está como sombra acompañante, entre bambalinas. Teniendo sobre su imagen no la aureola del héroe, sino el juicio lapidario del historiador Barros Arana y de sus muchos continuadores, para beneficio y larga vida, sin duda, del mito que reúne, en una sola secuencia, el heroísmo de O’Higgins con la genialidad política de Portales18.
Lo que ha ocurrido y ocurre con Ramón Freire ha ocurrido y ocurre con la que fue su principal preocupación como militar y como gobernante: la soberanía ciudadana. ¿Cómo se manifiesta o debería manifestarse en la historia política este trascendental cuanto maltratado actor histórico? De muchos modos, en muchos momentos, pero, sobre todo, como poder constituyente. Es decir, como poder para construir y reconstruir el Estado. La memoria política oficial de Chile retiene con grandes caracteres la capacidad de los ‘estadistas’ (ya citados) para, con su genio o con la fuerza, imponer el Estado que ellos quieren que necesiten los chilenos, y retiene también, con gran parafernalia cotidiana, los procesos electorales que llevan al gobierno o al Congreso a los políticos que lucharon o luchan por mantener con éxito (como Arturo Alessandri Palma en su segundo gobierno o, recientemente, Patricio Aylwyn o Ricardo Lagos) el “estado de derecho”, o lucharon por transformar sin éxito (como Eduardo Frei Montalva o Salvador Allende) el sistema de dominación. Pero esa memoria no retiene nada acerca de, ni menciona siquiera, el poder constituyente que, en momentos críticos, debería ejercer plenamente —como quería Ramón Freire— la ciudadanía. Por eso, la soberanía ciudadana no ha sido ni es un actor histórico relevante, ni en la memoria política oficial ni en la historiografía de Chile. Y por esto mismo es que los momentos críticos en los que la ciudadanía ha ejercido o ha intentado ejercer su poder constituyente (como en el período 1823-1828, liderado por Freire; o en el período 1919-1924, liderado por Luis Emilio Recabarren) han sido perfectamente ignorados o, en su defecto, han sido sepultados bajo el epíteto impolítico y delictivo de “anarquía”. Y es por eso que, hasta el día de hoy, no se ha estudiado sistemáticamente ni se ha discutido en seminarios académicos o políticos, por ejemplo, la importancia y significado de las Asambleas Populares Constituyentes de 1823 o 1828, o la Asamblea Constituyente de Trabajadores e Intelectuales de marzo de 192519.
No hay duda de que la memoria política oficial de los chilenos mantiene escondida y sepultada bajo ella una memoria que le es en todo diferente, pues se centra en la lógica de la producción, no en la mercantil; en la democracia participativa, no en la abstracción del ‘orden en sí’; en el desarrollo comunal, no en la globalización de los mercados y, no lo menos, en un militarismo ciudadano, subordinado en todo a la soberanía popular.
¿Cómo mostrar y dejar en plena evidencia el lado oscuro de los héroes y los estadistas ‘oficiales’ del país? ¿Cómo rescatar del olvido y el oprobio los valores y los héroes que expresaron y expresan la soberanía de los pueblos? ¿Cómo oficializar la memoria soterrada de la ciudadanía?20
De momento, parecer ser una tarea de historiadores. ¿Y qué hemos hecho los historiadores al respecto?
¿Qué hemos hecho los historiadores? Preciso es decirlo: no mucho. Y esto se debe, en parte, a que el “padre” de la historiografía chilena, Diego Barros Arana, escribió una monumental crónica en 16 tomos del tiempo-madre y de sus antecedentes coloniales, relato que, apoyado sobre un amplio material documental y dividido en rigurosos períodos y secciones, abarca casi toda la anchura de los procesos que estudió. La consistencia empírica de su trabajo es tal, que se impone por sí misma como un todo, como impacto de totalidad. No por veracidad o interpretación particular fina de casos y procesos específicos. Su rango de héroe historiográfico ha inhibido la crítica. Y, por esta condición, se asume como verdadero lo que probó empíricamente y también lo que ‘opinó’ interpretativamente sin probarlo. Su credibilidad es mayor que la consistencia teórica de su hermenéutica. Pero es evidente que, más allá de su erudición documentada y su innegable meticulosidad descriptiva, sus afirmaciones ‘caracterizadoras’ de una persona o situación —que son muchas, tantas como sus proposiciones empíricas— tienden a ser reiterativas y, a menudo, de gran simplismo, sobre todo porque, una con otra, engarzan tesis políticas subliminales que desnudan su afiliación oligárquica, mercantil y pelucona, que se trasluce notoriamente en su interpretación del período 1823-1837. En su obra mayor, por ejemplo, rodea la figura y actuación del general Ramón Freire con profusión de datos, cartas, documentos y testimonios, pero, cuando redondea sus afirmaciones ‘caracterizadoras’, juzga al personaje construyendo frases despectivas y condenatorias que no tienen correspondencia con la descripción empírica que él mismo ha ofrecido. Y es sorprendente que, mientras sus datos demuestran que en el período señalado los verdaderos frondistas y anarquistas fueron, todo el tiempo, los líderes del patriciado mercantil de Santiago, sus ‘juicios’ caracterizadores afirman, todo el tiempo, que Freire y los liberales fueron los responsables de la “anarquía”. Es como si su calidad de historiador científico no hubiera podido sobreponerse a su condición de oligarca liberal y, en última instancia, de creyente pelucón21.
Su interpretación ‘caracterizadora’ del período 1823-1837, por ejemplo, se puede resumir en lo siguiente: en Chile predominaba entonces la ignorancia y la estupidez, sobre todo en provincias, razón por la que no tenía sentido práctico instalar un régimen democrático liberal, sino, sólo, uno autoritario. Además —según él—, la mayoría de los liberales, federalistas y pipiolos carecían de suficiente ilustración (para Barros Arana, los jefes del liberalismo y federalismo, como José Manuel Infante, eran hombres honestos pero de inteligencia limitada y escasa ilustración). En cambio, frente a la abrumadora mayoría liberal (Barros Arana dio a entender, sin probarlo, que los liberales manipulaban las elecciones), destacó con fuerza y adjetivos generosos el perfil de la elite ‘aristocrática’ de Santiago, señalando una y otra vez que estaba compuesta de familias de honor, respetables y respetadas, de fortuna e ilustración. Por más erudito y concienzudo que haya sido su trabajo historiográfico, Barros Arana fue, sin lugar a dudas, en relación a la fase constituyente del tiempo-madre que aquí se comenta, un intelectual antidemocrático, el primer mitificador de la imagen pública de Diego Portales y Joaquín Prieto y el sepulturero de los próceres e ideales del movimiento liberal democrático del período 1823-1830. Sin duda alguna, este historiador ha sido uno de los principales artífices de la (perversa) memoria política oficial de Chile22.
Trabajando bajo la sombra maciza proyectada por Barros Arana (que se duplicó con la sombra también maciza y pelucona de Andrés Bello) los historiadores propiamente liberales del siglo XIX (Benjamín Vicuña Mackenna, Miguel Luis Amunátegui, José Victorino Lastarria y Federico Errázuriz), pese a sus esfuerzos, poco pudieron hacer para modificar la acrisolada posteridad de los ‘juicios’ emitidos por el “padre” (o gran ‘juez’) de la Historia de Chile. Sobre todo porque, aunque denunciaron las conductas dictatoriales y atrabiliarias de O’Higgins, Prieto y Portales, lo hicieron de un modo menos monumental y sistemático que Barros Arana, y porque moderaron su crítica para reconocer, con respeto patriótico, la gloria militar del primero (el gran ‘héroe’ de la Independencia), el sablazo propinado por el segundo a sus conciudadanos (traicionó y venció a los generales Borgoño y Freire) y la dictatorial genialidad política del tercero; gloria, sablazo y genialidad que permanecían vigentes, dominadores e intimidantes durante el tiempo en que esos historiadores (fines del siglo XIX) escribieron sus obras. Al día de hoy ya es un hecho que la historiografía liberal del siglo XIX no fue todo lo convincente que hubiera sido necesario para barrer la polvareda mítica que levantó el golpe de Estado propinado por Prieto, Portales y otros en ‘recuerdo’ de la dictadura de O’Higgins pero en la ‘lógica’ del sistema mercantil de dominación. Acaso por su bajo impacto político, la historiografía ‘liberal’ del siglo XIX se ha convertido, con el tiempo, en la obra complementaria de Barros Arana, y en el primer archivo de las curiosidades inocuas de la historia (donde se acumulan las rebeliones derrotadas de la ciudadanía, junto a sus ‘anecdóticos’ historiadores)23.
Reducida la historiografía crítica liberal a un anecdotario lateral, la gran crisis nacional del Primer Centenario (1910: desnacionalización de la economía, explosión de miseria social, corrupción administrativa de la oligarquía) no fue interpretada ni asumida como crisis del orden portaliano, sino como otra manifestación del anarquismo liberal de siempre y de su nueva consorte: la subversión socialista y anarquista. Así, se atribuyó la crisis a la (liberal) ley antimonopólica de bancos promulgada en 1860, al supuesto contubernio político de los gobiernos liberales con la clase terrateniente para bajar el valor de la moneda, y a la protección que el Estado (liberal) dispensó al poderoso gremio de los trabajadores portuarios. En esa interpretación, los juicios históricos del mercader-banquero Agustín Ross (asociado al mercader-banquero Agustín Edwards) adquirieron tal infalibilidad, que se utilizaron como verdades hasta mediados del siglo XX24. De nada sirvió que el profesor Alejandro Venegas, el médico Nicolás Palacios, el ingeniero Tancredo Pinochet Le Brun, el industrial Luis Aldunate y el latifundista Francisco Encina denunciaran que la crisis tenía más profundidad histórica que la que denunciaba Ross: la clase política civil y militar (o sea, lo que quedaba de la poderosa oligarquía mercantil) no tenían oídos para eso, pues su objetivo, a esa altura, era tan simple como desesperado: el orden portaliano (“¡la República!”, gritó Enrique Mac Iver) tenía que ser salvado a toda costa25. ¿Cómo?
En primer lugar, masacrando a la chusma anarquista y protosocialista que comenzó a controlar las calles desde el cambio de siglo (las fuerzas armadas dispararon contra el pueblo en 1890, 1901, 1903, 1905, 1906 y 1907). En segundo lugar, instalando la alta oficialidad de las fuerzas armadas como respaldo y garante de algún ‘estadista’ que estuviese dispuesto a restaurar, con leves retoques, el orden impuesto por Portales y Prieto en 1830 (se hallaron dos ‘estadistas’ dispuestos a eso y a aceptar que se perpetraran selectivos golpes militares de inspiración portaliana: Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez). En tercer lugar, formalizando todo lo anterior en una Constitución Política convenientemente redactada, no por el pueblo soberano, sino por un grupo de selectos políticos amigos. Y, por último, ‘legitimando’ a posteriori ante la nación el operativo realizado mediante la publicación de “semblanzas” enaltecedoras (mitificadoras) de los nuevos “caudillos”, de discursos para masas que endulzaban la dureza de la operación constituyente realizada, y de libros tendientes a ‘inaugurar’ las nuevas políticas liberales (ahora anunciadas como democráticas)26.
¿Qué hicieron los historiadores durante esta nueva coyuntura constituyente? Unos, siguiendo la huella de Barros Arana (Toribio Medina, Juan Luis Espejo, etc.) se concentraron en la recopilación archivística, la monografía erudita y la genealogía oligárquica. Loable trabajo, sin duda, pero, en esa situación, políticamente marginal. Otros, como el conocido trío formado por Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Jaime Eyzaguirre, impresionados por la intervención enérgica de los nuevos “hombres fuertes”, miraron hacia atrás en perspectiva y escribieron de retorno varios importantes “ensayos históricos”, en los que no dudaron en estampar la huella de su intencionalidad política. ¿Cuál era la plantilla madre de esas huellas? No hay que preguntarse demasiado a este respecto: fue la idea de que el argumento central de la historia de Chile era el ‘orden en sí’ fundado por el gran estadista Portales, el cual habría experimentado una lamentable decadencia liberal y moral, de la cual lo habrían rescatado, con acciones y talla de “caudillos” (ya que no de héroes), Alessandri Palma e Ibáñez de Campo, para bien de la República y de la emergente democracia. Apoyándose en su reconocida capacidad “ensayística” (configuraron el tronco principal del pensamiento político del siglo XX), el trío de historiadores mencionado cimentó aun más, incluso después de 1938, el pedestal heroico de Portales, superando en esto a los historiadores del siglo XIX27.
De este modo, bajo tal pedestal se podía decir cualquier cosa. Y se dijo, por ejemplo, que la restauración del Estado portaliano en 1925 iniciaba en Chile el liderazgo nacional de las clases medias, y la era de la “república democrática”. Los encendidos discursos para masas que Arturo Alessandri dirigió a su “querida chusma” en la agitada campaña presidencial de 1920 hicieron creer a muchos que la Constitución impuesta a los movimientos sociales en 1925 estaba inspirada en el contenido democrático de esos discursos. La profusa lectura de los “ensayos históricos” indicados —ninguno de los cuales dejó en claro los objetivos perseguidos por los movimientos sociales de ese tiempo— no contribuyó a despejar la confusión, sino a aumentarla28. Y desde entonces, la defensa del Estado portaliano-liberal de 1925 se usó para liderar la profundización de la democracia en Chile. Para aventurar, apoyándose en las masas, programas de acción reformista e incluso revolucionaria. Y porque se creyó que ese Estado era democrático y se le defendió por ser tal, no se reformó nunca su consistencia portaliana y liberal. La tercera edad del ‘orden en sí’ establecido en 1830 se caracterizó, pues, por las paradojas y confusiones propias de su fase senil. Y los historiadores no despejaron esas paradojas.
Del mismo modo que la segunda fase del orden portaliano (la parlamentarista, entre 1891 y 1925) fue literalmente invadida por movimientos sociales de todo tipo (trabajadores de la FOCH, estudiantes de la FECH, industriales de la Sofofa, ligas de arrendatarios, profesores de la AGP, oficiales jóvenes del Ejército, etc.), la fase senil de ese mismo orden (la ‘democrática’, entre 1938-1973) resultó también invadida por movimientos de masas (obreros, campesinos, empleados, pobladores, estudiantes, etc.), a tal punto, que reforzó la idea de que el orden portaliano-liberal instalado en 1925 era, en sí mismo, no sólo presidencialista y liberal, sino, sobre todo, democrático social. Y que, como tal, debía y podía ser eficiente en producir el desarrollo productivo del país y establecer la justicia social para todos. O sea: que debía ser eficiente en lo que no era. De este modo, pronto se descubrió que si bien el dicho orden, forzándolo con la presión de las masas callejeras podía asumir ‘actitudes’ democrático-sociales, no estaba en sí capacitado (le pesaba su ‘estructura’ portaliana-liberal) para producir de modo efectivo y sostenido el desarrollo económico y social del país. Hacia 1955, esa incongruencia estaba más que clara. Y desde ese momento se produjo una paradójica bifurcación en la reflexión teórica y política sobre la sociedad chilena.
De una parte, la mayoría de los cientistas sociales (economistas, sociólogos y politólogos) concordaron en que el desarrollo económico y social no era factible ni posible si no se realizaban profundas reformas estructurales al orden establecido. Esto significaba impulsar políticas de carácter reformista que, si las cosas no resultaban, podían ser también revolucionarias, no tanto contra el orden político y portaliano como tal (se creía que era democrático), sino contra el sistema capitalista internacional y nacional. De este modo, se dio la paradoja de que los nuevos “caudillos” (Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende Gossens) promovieron políticas revolucionarias contra el capitalismo nacional e internacional encajados en el incómodo zapato chino del orden político portaliano-liberal. Lo cual significaba que era poco lo que podían (y pudieron) hacer, y mucho lo que podían perder (y perdieron). En esta coyuntura, siguiendo la innovadora y audaz ruta abierta por los cientistas sociales, el materialismo histórico cobró súbita vigencia en la política de la izquierda chilena, pero sólo para quedar aherrojado en el mismo zapato chino de los caudillos: tenía que destruir las perversidades de la economía capitalista sin destruir las perversidades del Estado (capitalista) portaliano.
De otra parte, y dadas las paradojas de la etapa senil, se dio el caso de que políticos, intelectuales y no pocos historiadores se concentraron en la defensa de la constitución ‘democrática’ de 1925 (y por tanto, también del ‘orden en sí’) y construyeron un gran muro historiográfico, ideológico y legal que limitó y sirvió de obstáculo interno a los procesos reformistas y/o revolucionarios29. Y muchos que se habían embarcado en el vértigo inicial de esos procesos, a medio camino saltaron y se aferraron a la cáscara legal del Estado, terminando por arroparse con las poderosas sombras del pedestal portaliano. Tanto, que hasta podía justificarse o dar vía verde a un golpe militar que, ‘a nombre’ de la Constitución, defendiera la inmortalidad de dicho pedestal. Hacia 1973, no hay duda de que, en su tumba, el ministro Portales pudo lanzar un sarcasmo de aprobación: habían entrado a su servicio no sólo uno, sino muchos generales Prieto. En 1930 el general Prieto, casi solo, había atacado por traición a la mayoría de sus pares y a la gran mayoría de sus conciudadanos. En 1973, fueron todas las fuerzas armadas las que arremetieron contra la mitad de la nación.
Por lo dicho, entre 1932 y 1973 prácticamente nadie se preocupó en serio de criticar, desnudar y combatir la patología interna de la memoria política chilena, ni las ambigüedades y confusiones que ella generaba entre todos los que intentaban hacer política de desarrollo económico y social en la compleja coyuntura histórica del período 1964-1973. ¿Qué hicieron los historiadores en ese período?
Debe tomarse en cuenta que, después de 1930, la Historia de Chile tendió a convertirse de modo creciente en una disciplina académica cobijada en y subordinada a la institucionalidad universitaria. Esto significaba que debía trabajar cubierta por la toga solemne de la ciencia, la objetividad y, quiérase o no, de la neutralidad política. El desparpajo con que los historiadores del siglo XIX (Benjamín Vicuña Mackenna, Ramón Sotomayor Valdés, Federico Errázuriz, Valentín Letelier y otros) trataron los problemas políticos de su pasado reciente y de su propio tiempo comenzó así a desaparecer. En parte, por las exigencias científicas e institucionales propias de la ‘toga académica’; en parte, porque los nuevos académicos vivían de su trabajo universitario, y en parte, porque la Universidad comenzó a ser un instrumento ideológico controlado y supervisado por el Estado o por la Iglesia, en un período en que Chile y el mundo estaban divididos y acicateados por la Guerra Fría. La tendencia general de la historiografía universitaria fue, por todo eso, eludir el estudio del tiempo presente, concentrarse en los tiempos lejanos (coloniales o postcoloniales), despegarse de las peligrosas ciencias sociales y convertir a Barros Arana o Toribio Medina en el paradigma historiográfico a imitar y reproducir. De un modo u otro, la “objetividad científica”, junto con ser un buen principio (positivista) epistemológico, era al mismo tiempo un buen refugio para las inclemencias que eventualmente desencadenara la Guerra Fría. Se produjo así una suerte de mitologización y fetichización de los datos, los archivos, las fuentes y los métodos. Lo que era importante para el tiempo presente, lo trascendente para la vida de todos, las urgencias derivadas del subdesarrollo del país podían esperar: la ciencia se debía a sí misma, y el que no la practicaba como debía ser, podía y —sobre todo— debía irse30.
En ese contexto, cada “escuela historiográfica” exigió a sus seguidores el cumplimiento riguroso de sus normas, métodos y teorías (la de los Anales de Fernando Braudel, la “filológica” de Leopold von Ranke, la cuantitativista de Pierre Vilar, Ruggiero Romano o Ernesto Labrousse, la marxista de José Stalin o Louis Althusser, etc.) y se abandonó el riesgoso tiempo presente para las ‘generalizaciones’ de las ciencias sociales y las “presunciones ideológicas” de aquellos que pensaban políticamente fuera o en los bordes de la universidad. Los principales historiadores chilenos del período (Mario Góngora, Néstor Meza, Eugenio Pereira, Álvaro Jara, Rolando Mellafe, Julio Heise, Hernán Ramírez, Sergio Villalobos, Marcelo Carmagnani, Armando de Ramón, etc.) se volvieron, cuál más, cuál menos, colonialistas, cuantitativistas, indigenistas, estructuralistas o institucionalistas, lo que los condujo a utilizar con todo esmero metodologías auxiliares derivadas del derecho, la estadística, la demografía, la economía, el materialismo Histórico, etc.31 Es cierto que se avanzó en el conocimiento ‘estructural’ de la sociedad chilena del período colonial y parte del siglo XIX y se profundizó monográficamente el estudio de ciertos procesos específicos (comercio colonial, instituciones laborales de la colonia, la coyuntura independentista de 1810, instituciones de derecho, evolución general del capitalismo chileno, la guerra civil de 1891, etc.), pero no se alteró la mitología de los grandes héroes y estadistas, ni se descontaminó la memoria política de las adulteraciones que la aquejaban. Sólo se modificó el concepto de “anarquía” (referido al período 1823-1830) cambiándolo por otro más prudente y neutral: el de “período de ensayos políticos”32. Es notable que se haya llegado a la crucial coyuntura de 1973 sin que la historiografía hubiese acumulado un bagaje intelectual de peso para nutrir la cultura política del país desde una perspectiva más rica, dialéctica y social que la que proyectaban por entonces —sin peso histórico— las ciencias sociales.
¿Qué cambios introdujo el golpe militar de 1973 y la explícita restauración portaliana impuesta por el general Augusto Pinochet? En la actualidad se da nuevamente en el país la paradoja de que, siendo casi unánime entre los chilenos (y en el sentir universal) el rechazo y desprestigio de la forma en que ese general impuso el orden neoliberal que hoy rige a los chilenos —violando los derechos humanos y civiles de los que promovieron la reforma profunda del orden establecido en 1925—, es también unánime la aceptación de ese orden por parte de las actuales clases políticas civil y militar. Es poco probable que Augusto Pinochet suba al pedestal de los “padres” del Estado (no tanto por sus crímenes ‘portalianos’ sino por la forma ‘antiportaliana’ en que acumuló una gran fortuna personal en la banca mundial), pero ya es un hecho que su ‘obra’ (neoportaliana) ya está sobre el pedestal de los regímenes políticos estables, asegurando así la codiciada “gobernabilidad” que necesitan los políticos civiles para gobernar y prosperar. A tal grado, que podrían de nuevo comprometerse de lleno en la defensa de su ‘legalidad’, ignorando, como siempre, la ilegitimidad del sistema y la marginada soberanía popular. No debe extrañar, así, que en tiempos de la Concertación de Partidos por la Democracia se haya rendido un solemne homenaje en el Congreso Nacional y en los grandes periódicos al general Joaquín Prieto Vial, ni que se haya creado una considerable expectación ‘oficial’ en torno al desentierro del cadáver momificado del “padre” del Estado: Diego Portales, que fue de pronto ‘descubierto’ en la cripta de la Catedral de Santiago.
¿Y qué han hecho o hacen los historiador frente a la “jaula de hierro” que, según el sociólogo Tomás Moulian, dejó el general Pinochet como herencia a la gran masa ciudadana? En las últimas décadas, los historiadores no se han preocupado mucho, ni del tiempo-madre de nuestra historia ni del panteón tradicional de los héroes, sino de los sujetos sociales que han padecido, desde el fondo marginal de su ciudadanía, los rigores del cuadrifásico orden portaliano. Sin embargo, algunos historiadores se han preocupado por retomar esos viejos temas: uno (Alfredo Jocelyn-Holt) para asociar el patriciado mercantil de esos años (y de todos los tiempos) a la imagen amable y progresista de la ‘modernización’; otro (Simon Collier), para recorrer el tiempo-madre en alas de “las ideas” que los intelectuales de entonces publicaron sobre “la independencia” y sobre el subsiguiente “orden republicano” de Diego Portales33. Sólo el historiador Sergio Villalobos se ha atrevido, con no poca valentía, a publicar un libro en el que denuncia la figura y la persona de ese dictador; lamentablemente, sin denunciar el proyecto mercantil y pelucón que lo inspiraba, ni la destrucción del movimiento democrático-liberal que le estorbaba. Ninguno de estos historiadores, por lo demás, relevaron o rescataron la importancia de ese último movimiento y la actuación de sus líderes principales (por ejemplo, del general Ramón Freire)34. De modo que la soberanía ciudadana, golpeada y marginada por el golpe militar de 1830, olvidada y sepultada por las restauraciones de 1925 y 1973, a diferencia de la momia de Portales, no ha sido exhumada todavía de su tumba.
En lo que a nosotros respecta, este libro pretende reconstruir la historia del tiempo-madre trabajando la documentación y las crónicas de ese período con el objetivo de detectar qué se estaba desarrollando en la masa ciudadana de entonces, que tanto molestó al patriciado de Santiago al punto de que, encabezado por Prieto y Portales, rompió todas las tradiciones coloniales y postcoloniales para perpetrar el inédito cuanto sangriento golpe de Estado de 1830 y constituir luego un orden político librecambista, centralizado y, en esencia, antidemocrático. Parece llegado el tiempo de que se intente rescatar lo que allí y entonces crecía por sí mismo, y fue cercenado. Por esto, pero por razones de método, el intento que se realiza con este trabajo se llevó a cabo leyendo la obra monumental de Barros Arana en doble clave: aceptando e incorporando lo que él ‘probó’, y rechazando o refutando lo que él, sin pruebas, juzgó y ‘condenó’. Como prueba neutral, se utilizó exhaustivamente la rica colección documental de las Sesiones de los Cuerpos Legislativos, recopilada por Valentín Letelier en 37 volúmenes, además de otras fuentes.
Naturalmente, este trabajo está dedicado a la masa ciudadana de Chile, y en especial, a la juventud.