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ONCLUSIONES

 

 

 

Estamos malogrando nuestra democracia porque la hemos restringido a las elecciones, las cuales, por otra parte, jamás fueron consideradas un instrumento democrático. Este es, en una frase, el concepto que he desarrollado en los tres primeros capítulos de este ensayo. En el cuarto he tratado el modo en que el sorteo, un instrumento históricamente más democrático, podría implantarse de nuevo hoy en día.

¿Y si no cambiara nada? ¿Qué ocurriría si los Gobiernos, los partidos y los políticos dijeran: «Sorteo, vale, muy bien, pero ¿acaso no hemos hecho mucho por los ciudadanos en los últimos años? ¿No hemos ideado un buen número de instrumentos?». Es cierto. Cada vez en más países quien tiene quejas puede acudir al Defensor del Pueblo. Quien tiene una opinión formada puede votar de vez en cuando en referéndum. Quien recoge suficientes firmas puede incluir algo en la agenda política a modo de iniciativa ciudadana. Sin duda son formas de participación que antes no existían, en un tiempo en el que la autoridad se encontraba sobre todo en diálogo constante con sindicatos, consejos, comisiones y consigo misma.

Estos nuevos instrumentos son valiosos, sobre todo cuando la sociedad civil organizada ha pedido poder de decisión. Pero siguen fracasando de forma estrepitosa. La iniciativa ciudadana lleva las necesidades del pueblo al legislador, como si de frascos de leche se tratara. No van más allá. Con un referéndum el pueblo puede aceptar una proposición de ley ya elaborada. Las entrevistas con el Defensor del Pueblo se producen siempre en el jardín, lejos del proceso legislativo. Nunca más cerca (por decirlo de algún modo, el Defensor del Pueblo vendría a ser el jardinero de las autoridades, aquel que charla con los vecinos y escucha sus preocupaciones).

Claro que existen nuevos instrumentos, pero siguen manteniendo al ciudadano alejado. Las puertas y las ventanas del edificio legislativo siguen cerradas. Nadie puede penetrar ahí, no hay ni siquiera una trampilla para el gato. A la luz de la crisis actual, una agorafobia como esta resulta incluso sorprendente. Parece como si la política se hubiera replegado en su propia torre y observara el alboroto de las calles con recelo desde detrás de las cortinas. No es ciertamente la mejor actitud, pues no hace otra cosa que aumentar la confusión.

Sin un cambio profundo, el sistema actual tiene los días contados. Basta con ver el aumento de la abstención electoral, la pérdida de afiliaciones de los partidos y el menosprecio por los políticos; cuán difícil resulta que se formen los Gobiernos, lo poco que duran y lo mal parados que acostumbran a salir; la rapidez con que se abren paso el populismo, la tecnocracia y el antiparlamentarismo; el anhelo creciente de los ciudadanos por poder participar y la rapidez con que ese deseo se puede convertir en frustración; todo eso basta para darse cuenta de que estamos con el agua al cuello. No nos queda mucho tiempo.

Es muy simple: o la política abre sus puertas o en un futuro no muy lejano unos ciudadanos furibundos las abrirán con proclamas como «¡Sin participación, no hay impuestos!» a la vez que hacen añicos la porcelana de la democracia y salen a la calle blandiendo en alto los símbolos del poder.

 

 

Lamentablemente, eso no es una fantasía. Durante la redacción de este libro Transparency International publicó su barómetro de corrupción en el mundo, conocido como Global Corruption Barometer. Los resultados son estremecedores. En todas las partes del mundo los partidos políticos se consideran las instituciones más corruptas del planeta. En prácticamente todas las democracias occidentales ocupan el primer puesto. En la Unión Europea las cifras no son menos dramáticas.

¿Cuánto tiempo se puede seguir así? Es una situación insostenible. Si fuera político, no dormiría tranquilo. Como demócrata apasionado, tampoco puedo hacerlo. Es una bomba de relojería. Ahora todo parece tranquilo, pero es la calma que precede a la tempestad. Es la placidez de 1850, cuando la cuestión social ya estaba latente pero aún no había estallado. Es la tranquilidad que antecede a un largo periodo de una gran inestabilidad. Entonces la cuestión era el derecho a votar; hoy en día, es el derecho a participar. Pero en esencia es lo mismo: la lucha por la emancipación política y la participación democrática. Tenemos que descolonizar la democracia. Tenemos que democratizar la democracia.

De nuevo pregunto: ¿a qué esperamos?