—¡Así que Avery, la mujer segura que enseña a hombres como yo, es celosa!
—No lo soy —rebato toda digna, apoyando los codos sobre la mesa y reposando la barbilla entre mis manos, sabiendo que ahora mismo mis ojos son los únicos protagonistas, y pienso sacarles partido.
—Cuando me miras así, me dan ganas de llevarte al baño y mostrarte las consecuencias de retarme. —Se acerca mucho más a mí para susurrármelo al oído, aunque sé perfectamente que no le importaría que se enterara alguien—. Te lo voy a decir sólo una vez, una. —Levanta el dedo índice y lo miro curiosa—. Tú no eres como ellas.
—¡Ja! —Se me escapa una carcajada que lo sorprende—. Eso mismo, ¿a cuántas se lo has dicho? —suelto antes de morderme el labio inferior de la forma más seductora que sé, y veo cómo se detiene a observarlo; luego me coge las manos y las lleva hasta la mitad de la mesa.
—A ninguna más que a ti, porque antes me importaba una mierda lo que pensaran de mí; es más, prefería que me odiaran a tener que aguantar lloros innecesarios.
Creo que me dice la verdad, al menos se lo ve muy seguro de ello, y debo decir que suelo detectar rápidamente cuándo me están mintiendo.
—¿Y qué ha cambiado conmigo para que no seas como con ellas?
Necesito saber lo que él siente de verdad, porque yo estoy confundida; por un lado, tengo claro que nuestra relación no tiene más vida que unos pocos días y, por otro, no deseo que termine nunca.
—Tú eres la que lo ha cambiado todo. Debería estar trabajando y no soy capaz de concentrarme desde que apareciste con ese vestido en mi despacho. Sólo quiero volver a acariciarte, ver cómo entreabres esa preciosa boca cada vez que te corres…
—Soy una novedad, pero todo se acaba.
—No, sé que contigo todo es diferente —afirma mientras sus ojos grisáceos me penetran, tornándose dos tonos más oscuros cuando me miran. Espero no equivocarme, pero creo que, cuando se vuelven de ese color, es porque lo siente desde dentro.
He conocido a muchos hombres a lo largo de esta vida, y sobre todo he sabido estudiarlos para poder ser la mejor en mi profesión, y él o es muy bueno interpretando o realmente siente lo que me está diciendo.
—Nosotros no podemos tener una relación formal. Lo sabes, ¿no?
—¿Y por qué no? No pienso esconderme mucho tiempo y no vas a poder evitarlo.
Al oír esas palabras, el estómago empieza a comprimírseme. ¿Por qué todo se está complicando tanto? ¿Por qué lo nuestro no es un simple encuentro salvaje que se repite porque a ambos nos gusta, sin contemplaciones?
—Sí lo harás… o no me volverás a ver más —le advierto, sabiendo que no puedo ser transigente en este tema—. No tienes otra que aceptarlo.
—¿De qué te escondes?
—De ti —le respondo, aunque tengo claro que no será capaz de entender lo que le digo y que va a intentar averiguar qué significa esa respuesta, y lo sé por cómo se lleva su dedo a la boca y lo mordisquea como hace siempre que está dándole mil vueltas a algo en su cabeza—. ¿Te parece poco? ¿Quién es Sean Cote? ¿Por qué no nos centramos en ello?
—El tío que despierta cada uno de tus sentidos.
—Eres un narcisista. —Clavo uno de mis finos tacones en uno de sus zapatos y pone una mueca de dolor cuando presiono sobre él—. No creas que eres el único de este mundo que ha sabido darme placer.
—Seguro que no como yo. —Veo que se acerca el camarero y me acomodo en el respaldo, alucinada y negando en silencio, cuando le oigo decir—: Ahora no. —Al pobre chico ni lo mira; éste se queda paralizado y blanco como las servilletas que descansan sobre la mesa—. Dime mirándome a los ojos un solo nombre de alguien que te haya hecho disfrutar como yo.
No puedo, porque no existe; él ha sido, sin duda, con quien mejor me lo he pasado, pero no creo que necesite que infle todavía más su gran ego.
—¿Por qué tienes miedo a mostrar quién eres?
—No estás respondiendo a mi pregunta.
No lo distraigo, lo sé perfectamente, pero sé que por algo no se muestra tal y como es. ¿A qué o a quién teme?
—Ni voy a hacerlo, igual que tú tampoco. —Con mi respuesta tengo claro que le he ganado esta partida, que lo he dejado sin habla, y me siento orgullosa por ello.
—Ellas no han sabido jamás acallarme ni replicarme, sólo decirme que sí a todo —retoma el tema inicial.
—Ya te he comentado muchas veces que yo no soy como todas con las que te has acostado. Yo soy Avery Gagner, y nadie ha conseguido silenciarme jamás.
—Yo sí.
Está muy seguro de ello, pero no le respondo. Me giro para mirar al camarero y le hago un gesto para que se acerque, al tiempo que cojo la carta que tengo frente a mí y paso un dedo por encima de todos los vinos que aparecen en el listado; cuando encuentro el más caro, sonrío ladina antes de mirarlo a los ojos y leerle al camarero el nombre.
—¿Dos copas?
—Una botella, por favor. —Vaya, ¡sí sabe ser amable cuando quiere!, así me gusta—. ¿Qué quieres comer? —Pasa la página de mi carta y, divertida, la leo, pero no me decido.
—¿Qué me recomiendas? —le pregunto ante la paciencia infinita del pobre camarero, a quien le han tocado los clientes más pesados de la noche.
—Carpaccio de vieiras a los cítricos, te encantará.
—Eso quiero, entonces. —Le entrego la carta al chico—. Yo también sé dejarme llevar, no siempre quiero tener el control. ¡Deberías probarlo alguna vez que otra!
—Prefiero mantenerlo, y te aseguro que tú también. —Se aproxima más a mí y me pide que me acerque, supongo que para decirme algo al oído—. Si llevaras un vestido, te exigiría las bragas y volverías a quedarte sin ellas. —Trago saliva al procesar lo que me dice; no sé si preferiría no haberme puestos estos vaqueros y comprobar de lo que es que capaz este hombre—. Y te aseguro que hoy no te quedarías con ganas de más; hoy no pararía hasta saber que no te quedaban ganas ni de moverte de la cama.
—¿Y por qué me lo dices si sabes que ya es tarde? —Nota mi frustración y me acaricio el muslo bajo la mesa—. No me gusta que jueguen conmigo.
—No lo estoy haciendo, sólo te informo de las ventajas de ciertas prendas de ropa.
—¿Tengo que ponerme vestido todos los días?
—Y, a poder ser, lencería de… —Se le oscurecen los ojos cuando va a terminar la frase y sé que es de rabia—. ¿Te lo pusiste?
—¿El qué? —No sé a qué se refiere, así que lo miro, confundida, intentando deducirlo, cuando de pronto pasa por mi mente una imagen: la bolsa de Victoria’s Secret; entonces me fijo en el detalle de que tiene los puños cerrados y apretados sobre la mesa—. No, aún no lo he estrenado. —No sé por qué le digo la verdad, porque se merece que le mienta, que lo haga sufrir, pero no me gusta verlo tan enfadado por algo. Acaricio sus puños y, poco a poco, los relaja.
—Te lo pondrás para mí.
—Eso será si yo quiero —replico mientras retiro rápido las manos ante su postura tan machista, tanto que me cabrea.
—Avery —me nombra intentando serenarse, pero ahora la que está molesta soy yo.
—Sean. —Nos retamos el uno al otro. Somos como dos bombas de relojería que están a punto de explotar, y no sé si es muy bueno hacerlo en público, aunque ahora mismo es lo que menos me importa, pues no pienso consentir que ni él ni nadie me diga lo que tengo que hacer o decir—. No puedes ordenarme las cosas; pienso contradecírtelo todo tan sólo por molestarte, y por mi propio orgullo.
—¿No te das cuenta de que es más fácil si me haces caso?
—¿Y tú no consideras que ya soy mayorcita para decidir por mí misma?
—Eres testaruda. Ya lo negociaremos.
Levanto las cejas, asombrada por su forma de zanjar el asunto, y sorprendentemente se me escapa una sonrisa que debería ocultar, pero sé perfectamente cuál es su plan de negociación, y con sexo no va a lograr dominarme.
—Si tú lo dices… —Por fortuna, el camarero aparece con nuestros platos y yo lo miro antes de llevarme un bocado del marisco a la boca, dejando que la melosidad de su textura recorra mi paladar—. Esto está delicioso. —Le señalo el carpaccio con el tenedor y, sin haber tragado del todo, doy un segundo bocado; él, en vez de empezar a comer, prefiere mirar cómo lo hago yo.
Al fin prueba su plato y me siento más cómoda, hasta el punto de olvidarme de todo lo que nos rodea.
—Tu amigo, al final, ha comprado la casa de Zoé. —Procuro mantener una conversación como personas civilizadas y normales—. Ella está muy contenta.
—Sabía que lo haría, a Andrew le encanta derrochar el dinero, y esa casa era de su estilo.
—Qué casualidad que os conocierais, ¿no?
No puedo evitar pensarlo; desde el momento en el que lo vi con él, me sorprendió la coincidencia, pero a juzgar por su cara no demuestra que me oculte nada.
—Todo en la vida no se puede dirigir.
—Qué alegría me da oír eso de tus labios, pensaba que eras de otro planeta.
Consigo llamar su atención y deja de cenar para centrarse en mí.
—¿Por qué dices eso? ¿Acaso no soy normal? —No me puedo creer que él opine que lo es. Pues no, no lo es, sólo hay que ver cómo se comporta—. A ver, ¿qué tengo de especial?
—Yo no he dicho que seas especial.
—Peculiar.
—Imposible —lo defino, y al instante suelto una carcajada, al tiempo que dejo la servilleta sobre la mesa y me recuesto en la silla para mirarlo fijamente—. Los chicos que conoces tomando una copa en un bar no tienen deportivos, ni empresas importantes, ni casas sacadas de una revista de diseño.
—Mis amigos son así —replica como si nada, y lo comparo con Jeff y Owen… y no, no son como él—. Andrew lo es.
—Una segunda excepción. —Defiendo mi postura como puedo, porque si una cosa tiene Sean son argumentos para todo, y cuando creo que se le han terminado, saca su as bajo la manga: el sexo.
—Cuando quieras, te muestro un abanico de excepciones.
—Perfecto. —Atrapo un mechón de mi pelo y lo enrollo en uno de mis dedos, lo suelto y vuelvo a repetir el mismo movimiento, sabedora de que lo estoy provocando—. ¿Cuándo me vas a llevar a…? ¿Cómo se llamaba? ¿Privado? No… Alternative, eso era.
—No creo que te guste el ambiente.
—¿Hay un abanico de excepciones? —replico con malicia, consciente de que ponerlo celoso no es la mejor de mis opciones, pero sin duda sí la que más me apetece.
—Con esta excepción ya tienes más que suficiente, te lo aseguro. —Se acerca para decírmelo mirándome a los ojos con esa mirada grisácea que me acalora de una forma que me hace perder los nervios, por lo que me remuevo en la silla, incómoda. No sé cómo lo logra, pero cada vez que siento que está molesto despierta algo en mí que se torna incontrolable—. ¿O no lo crees así?
—Tengo mis dudas —miento, y él lo sabe perfectamente; por ello se cruza de brazos, apoyado en el respaldo igual que yo, y nos retamos durante unos segundos con los ojos, sin decirnos nada.
—Vente conmigo; mañana me voy de viaje. Te demostraré que no necesitas a nadie más.
—Tengo más clientes, ¿lo recuerdas? —Está loco si piensa que lo voy a dejar todo por irme con él, eso sí que no lo voy a hacer jamás. Los hombres vienen y van, pero las facturas aparecen cada mes, y no estoy dispuesta a arruinarme por ir detrás de ningún hombre—. No puedo.
—Como tú quieras. —Levanta las manos y sonríe satisfecho al ser yo la que, una vez más, no he querido aceptar su proposición—. Después no digas que no te lo he ofrecido a ti.
—Supongo que aguantarás —me quito un zapato y, lentamente, le acaricio la pantorrilla y el muslo hasta subir a su entrepierna— una noche sin mí.
—Dos, si contamos ésta.
Percibo la frustración en su mirada y simulo que no me importa en absoluto, cuando lo que estoy pensando realmente es en irme con él esta noche y aprovechar hasta el último minuto antes de su partida, pero no…, me mantengo firme y me obligo a seguir mi instinto, como siempre he hecho.
—Dos. —Tiene razón.
—¿Quieren postre?
Él le niega al camarero sin dejar de observarme a mí, y yo me pongo colorada al mirar al pobre chico, que está esperando a que le conteste, pero lo único que puedo pensar es que mi pie sigue en su pantalón y que se ha encargado de atrapármelo para acariciarlo de la forma más sensual imaginable, tanto que siento la necesidad de abrir la boca y dejar salir el gemido que está amenazando mis cuerdas vocales.
—No, ya está bien —logro responder al fin.
Me apoyo en los codos y, tras hacerle un gesto de reproche, le dedico una sonrisa al camarero que sé que no le va a gustar nada. El pobre me retira la mirada y mira el iPad que sostiene entre sus manos. Noto que Sean clava con fuerza sus dedos en la planta de mi pie y luego comienza a retorcerme el dedo pequeño mientras me mira. Tras sentir la tensión entre nosotros dos, el pobre camarero desaparece a toda prisa, supongo que intuyendo lo que estaba ocurriendo.
—¿Estás segura de que estás bien?
—Eres un bruto, eso me ha dolido. —Intento retirar el pie, pero no lo suelta, y por primera vez miro a nuestro alrededor para comprobar si alguien nos puede ver—. ¿Me lo devuelves?
—Cuando aceptes que vas a venirte conmigo.
—No puedo, no es que no quiera. —Soy sincera; tiene que entender que el mundo no se detiene por él, al menos el mío no lo hace. Él continúa como si nada mientras yo siento que me acerco al precipicio y experimento el vértigo a las alturas, temiendo terminar hecha añicos y sin poder hacer nada por salvarme, pero, cuando veo la peor de mis pesadillas, percibo cómo su mano me acaricia de nuevo de esa forma tan dulce y tan suya que me vuelve loca y olvido cada uno de los miedos que mi estúpida cabeza fabrica cada vez que se pone trascendental—. Y, a decir verdad, debo irme ya o no me dará tiempo a preparar la formación de mañana.
—No puedo hacerte cambiar de opinión, ¿verdad?
Niego con la cabeza mientras me escanea y me suelta el pie, y disimuladamente me coloco el zapato. Cuando ya estoy lista, me agarro de su mano, que me ofrece para ayudarme a levantar; a continuación me precipita hasta su cuerpo y, sin importarle nada más, me besa… ante la sorpresa de los comensales, quienes esta vez están todos mirándonos, incluida la mujer que ha venido antes a nuestra mesa; me llena de satisfacción ver su cara de repulsa.