—Guau, estás preciosa.
Le sonrío mientras Jeff me invita a pasar a su loft, mirándome de arriba abajo.
—¿Dónde está Owen?
—En la ducha; debe de estar a punto de salir. Por cierto, llama a tu madre, no le coges el teléfono. —Se encoge de hombros mientras rebusco en el pequeño bolso de mano para coger mi móvil y descubrir que tengo cuatro llamadas perdidas—. Estabas en la peluquería. —Se me escapa la risa; menos mal que Jeff es ingenioso para justificar mis ausencias, si no mi madre me mandaría a mi hermano día sí y día también para que comprobara si estoy bien.
—Bueno, ¿voy aceptable?
—Estás radiante.
Me ofrece su mano y, agarrada a ella, doy un giro sobre mí misma, y oigo el silbido de Owen a mi espalda.
—¿Estás segura de que te quieres ir? —Curvo la comisura de mis labios hacia arriba cuando observo cómo Owen ladea la cabeza para verme mejor—. Román va a estar encantado con tu visita. —Jeff lo mira molesto y yo le resto importancia a su comentario con un chasquido—. ¿Cuántos años has dicho que tiene?
—Demasiados para ella. —Jeff no tarda en aclararle que tanto Román como Robin no son hombres para mí, aunque no era necesario que lo expresase, yo opino del mismo modo.
—Es un hombre encantador, jamás me diría algo fuera de lugar. —Miro el reloj que cuelga de la pared del salón—. Me voy.
—¿Quieres que te acerque?
—¿Puedes?
Me sabe mal molestarlo tanto, pero la verdad es que caminar con estos zapatos es lo último que me apetece.
—Vamos. —Me agarro del brazo de mi marido y le lanzo un beso a Owen, que se pasea en calzoncillos por la casa como si nada—. No tardaré; ni se te ocurra cenar sin mí —le advierte cuando lo ve oliendo la comida que se está calentando en el fuego.
—Aquí te espero. Disfruta mucho, Ave.
—¡Gracias!
Le lanzo un beso justo cuando voy a cerrar la puerta y me levanta el pulgar, volviendo a confirmar lo guapa que estoy. Me fascina la frescura de Owen; supongo que por ello me gustó ya desde el primero día que lo vi.
Jeff me espera con la puerta del ascensor abierta, así que me apresuro un poco para que bajemos hasta el subterráneo, donde él aparca su todoterreno.
—Pensaba que iba a invitarte a ti también —le digo mientras me apoyo en uno de los laterales y lo veo en medio del cubículo, mirando hacia delante, bastante pensativo.
—Y lo ha hecho, pero no me entusiasman ese tipo de fiestas.
—¿Ese tipo? —Me muero de curiosidad—. ¿Puedes ser más preciso?
—Ese en el que el único objetivo es fanfarronear de los millones que gana la empresa.
—Eso no es malo, ¿no? —intento sonsacarle un poco más—. Y a vosotros no os va nada mal.
—Nunca sabes lo que va a depararte la vida, así que prefiero no presumir para después no tener que llorar por las esquinas.
—¿Estás preocupado? ¡Jeff, mírame! —Lo cojo del brazo; sé que no me lo está contando todo, que algo lo tiene abstraído y, sea como sea, averiguaré lo que es.
—Nada, tranquila; creo que últimamente pienso más de lo que debería.
—Sabes que puedes contar conmigo para cualquier cosa.
Me mira a los ojos y veo cómo sonríe. Me lleva hasta él y me abraza con todas sus fuerzas, para luego besarme en los labios, sin importarle que se esté manchando los suyos con mi carmín. Justo en el momento en el que se separa de mí, se abre el ascensor y me invita a salir la primera. Abro la puerta que nos separa del garaje y, en cuanto pongo un pie fuera, veo la insignia del Mercedes frente a nosotros.
Agarrada de su brazo, llegamos al coche y, muy caballerosamente, me abre la puerta para que pueda sentarme en él, a lo que respondo con un «gracias» mudo y luego él rodea el vehículo para montarse a mi lado.
Arranca el motor y salimos lentamente del parking; en ese momento suena su móvil y leo el nombre de mi hermano en la pantalla; lo miro, alucinada.
—Te he avisado.
—Mi madre… —Suspiro antes de presionar para responder a la llamada—. Buenas noches, hermanito.
—¿Por qué no le has contestado el teléfono a mamá? Parece mentira que no la conozcas; pretendía que fuera hasta tu casa, no me hagas ir.
—He estado en la peluquería. ¿Sabes cuánto se tarda en hacer unas mechas?
Miro a Jeff, que está riéndose en silencio al ver mi cara de hastío ante el control de mi familia, que no cesa aun estando casada y conociendo de sobras a Jeff.
—Bueno, estás bien; ya lo he comprobado.
—Perfectamente, hermanito.
Miro a mi acompañante y ya no se puede aguantar la risa. Los dos rompemos a reír en una carcajada que somos incapaces de parar.
—Me habéis jodido un plan que tenía entre manos, así que no os riais tanto.
—Pues cuelga y continúa con lo tuyo, cuñado. —Veo cómo Jeff finaliza la llamada y sigue conduciendo, divertido—. De verdad, tu madre es la leche.
—Es una pesada. No sé cuándo se va a dar cuenta de que no soy una niña.
—Nunca. Eres su única hija, y yo se la he arrebatado, te he arrastrado a la otra punta del país. ¿Crees que me lo perdonará alguna vez? —Niego con la cabeza. Si mi madre supiera un poco más de mi vida, me mataría. Menos mal que hemos sabido llevar nuestro tipo de relación en secreto; de no ser así, sé que le rompería el corazón, y es lo último que me gustaría hacer—. ¿Quieres que te venga a buscar luego?
—No, llamaré a un taxi.
Se detiene frente a la puerta de Román & Robins y me dispongo a salir cuando me agarra de la nuca y me lleva hasta él para darme un casto beso en los labios.
—Ten cuidado.
—Ya sabes que siempre lo tengo.
Bajo, le digo adiós con la mano cuando cruzo el umbral para que se quede tranquilo y sepa que ya se puede marchar, y de pronto noto un calor que me paraliza. Me giro para observar el interior del edificio y allí está. ¡No me lo puedo creer! Justo en medio de la recepción veo a Román, bebiéndose una copa con Sean Cote. ¿Jeff sabía que iba a estar aquí? Supongo que no, o me habría avisado, ¿no? En realidad, apenas me había hablado de él, lo justo para desahogarse.
Sé que estoy petrificada en medio de la entrada y que los invitados están sorteándome para poder acceder al interior, pero soy incapaz de seguir avanzando. Me duele el estómago, y de pronto siento la necesidad de huir.
—¡Avery! No te quedes ahí; ven, por favor.
¡Mierda! Román me ha visto y ahora sí que ya no tengo escapatoria. Sean, al oír sus palabras, se ha girado y ambos nos hemos mirado fijamente al tiempo que mi cuerpo me ha conducido hasta ellos sin saber cómo. No puedo soportar su mirada, me desarma igual que lo hizo el primer día… Y me odio por ello. Hasta este momento ningún hombre había conseguido tal cosa—. Señor Cote, le presento a la señorita Gagner. Ella es la culpable de que usted y yo seamos socios.
Lo miro sin comprender a qué se refiere. ¿Yo soy culpable de qué? ¿Socios? Que yo sepa, Román no es socio de Jeff, me lo comentó cuando me enteré de que se conocían, y eso fue mucho después de que comenzara a formar a sus trabajadores. ¿Qué tiene que ver Sean en todo esto?
—Encantado, señorita Gagner. —Me hace una reverencia que me deja patidifusa, mucho más de lo que ya estaba, y me besa la mano ante la sonrisa de Román, que sabe perfectamente que Sean está empleando todas sus técnicas de seducción conmigo—. Ya tenemos el placer de conocernos; es más, es nuestra nueva formadora.
—Entonces ya sabe de lo que es capaz esta mujer. —Paseo la vista del uno al otro sin ser capaz de decir nada, como ya empieza a ser habitual cuando está delante—. Yo siempre había pensado que esas cosas eran una bobada, sin querer menospreciar su trabajo…
—Tutéame, Román, por favor. —Al fin abro la boca para decir algo coherente, pero no dejo de sentirme acorralada por su mirada; aunque ahora mismo no lo diviso, sé que no deja de observarme.
—Es la mejor. Ha conseguido que seamos capaces de triplicar nuestros ingresos cambiando nuestra forma de trabajar.
Es la primera vez que Román habla tan abiertamente de mi trabajo con los demás. Ya no tiene nada que ver con cuando comenzamos y era reticente a mis sugerencias, a mi visión de la relación con los clientes. No me resultó nada fácil que se olvidara de su experiencia y empezara a probar técnicas nuevas, pero al final cedió y los resultados han sido extraordinarios.
—Triplicar es algo que no se puede decir a la ligera —suelta Sean Cote.
Dirijo toda mi atención, molesta, hasta él por dudar de mi trabajo y, aunque intento morderme la lengua durante unos segundos, no lo logro.
—¿Crees que no es posible? —lo enfrento.
Estoy tan segura de los resultados que obtengo que incluso me olvido de que es Sean, tanto que por primera vez estoy deseando que lo compruebe con sus propios ojos y tenga que aceptar que, a veces, sus formas, como la de tantos otros empresarios, no son las correctas.
—Yo de ti no la retaría; saldrías perdiendo, amigo.
Román le aprieta el hombro y desaparece tras nosotros para seguir saludando al resto de invitados a su fiesta. Yo no me puedo creer que esté con él en este sitio; no se me había pasado por la cabeza pensar que me lo encontraría aquí.
—No me has contestado. —Me muero porque me lo diga.
—¿Quieres una copa? —me propone.
Sus ojos grisáceos me penetran, pero no tanto como su lasciva sonrisa, que se pronuncia un poco más cada segundo que me mira.
—Ya tengo una —acabo diciendo, cuando uno de los camareros pasa por mi lado y muy amablemente se detiene para que pueda coger una de ellas, ante su socarrona sonrisa—. ¿Quieres? —Le señalo la bandeja que el pobre chico sostiene cortésmente hasta que al final agarra una copa sin dejar de mirarme y sin tan siquiera tener un gesto de agradecimiento con el muchacho.
—Teníamos un acuerdo y lo has roto.
—¿Qué acuerdo teníamos? —simulo no saber a qué se refiere; esperaba no tener que enfrentarme a esta conversación tan pronto—. No lo recuerdo.
—Yo decido en mi empresa quién, cómo y cuándo, por si algo no te quedó claro.
—Jeff tendrá algo que decir al respecto también. —No quiero amedrentarme, pero cada paso que da hacia mí me resta seguridad; por ello, retrocedo hasta que topo contra una columna y quedo parada en un lateral de la sala, sin importarme que nos puedan ver.
—Él sabe lo que es bueno para la empresa —retira un mechón de pelo que se me ha enganchado en los labios debido al carmín— y creo que tú también.
—No pienso ir a tu casa —suelto de repente, nerviosa por su cercanía, suplicante para que no insista en el tema, pero ambos sabemos que lo va a hacer, y yo no voy a ser capaz de decirle que no.
—¿Me tienes miedo? —Se aproxima más de la cuenta y está a punto de rozar sus labios con los míos, pero no lo hace, se detiene apenas a unos centímetros. Yo no digo nada, sólo siento la pulsación de mi corazón en mi reseca garganta, en mis sienes, y noto que mi cuerpo está completamente paralizado. Experimento ese calor que me mortifica cada vez que está cerca—. ¿Lo tienes?
—No. —Trago saliva.
—Pues deberías. —Acaricia mi labio al tiempo que mi boca se entreabre—. Voy a besarte y, cuando lo haga, ya no tendrás escapatoria; tú decides. —Se aparta un poco y se estira la solapa de la americana al tiempo que disimula la tensión sexual que hay entre nosotros con una fingida tos, mientras dirige toda su atención al resto de las personas que están charlando como si nada, como si a su lado estuviéramos hablando como ellos, pero vuelve a mirarme—. Si te vas ahora, no volveré a tocarte, pero, si no lo haces, no podré parar de hacerlo jamás. —No me puedo creer lo que me está diciendo. No me conoce de nada, pero por una extraña razón permanezco inmóvil frente a él, sin poder dejar de contemplarlo, sintiendo cómo mi pecho se infla y desinfla en cada una de mis forzadas respiraciones—. Has tenido tiempo suficiente. —Da dos zancadas y percibo cómo su fornido cuerpo me aprisiona entre la columna y él; mis brazos quedan atrapados en su pecho. Eleva con una mano mi rostro y veo un brillo de excitación en sus grisáceos iris antes de besarme.
No sé si alguien nos observa; ahora no puedo pensar en nada más que no sea en lo excitantes que son sus besos y en lo que está provocando en mí. Lejos de rechazarlo, paseo mis labios por los suyos, permitiéndole a su lengua que acaricie la mía, de forma lenta, intensa, dando círculos. No puedo hacer nada para detenerlo, no quiero hacerlo, anhelo que siga.
—Suficiente espectáculo por hoy. —Se separa de pronto, dejándome los labios inflamados y sonrosados por sus besos, para mirarme de arriba abajo. Me quita la copa, que ni recordaba que sostenía en una de las manos, y se bebe el contenido de un trago—. Nos vamos. —Me agarra del brazo y tira de mí hacia la puerta.
—No, no puedo irme. —Intento frenarlo con todas mis fuerzas, pero tira de mí con tal seguridad que mis pies deben seguirlo o me caeré al suelo—. Señor Cote, por favor, no puedo irme así sin más. —Se para de repente para girarse y mirarme fijamente. Noto cómo respira en busca de templanza.
—Primero, llámame Sean. —Asiento como un robot—. Segundo… —Se da media vuelta y mira a nuestro alrededor hasta que veo que pasa por nuestro lado Robin, el socio de Román—. ¡Robin!
—Señor Cote. —El recién llegado detiene su mirada en mí y le digo hola con la mano, un paso por detrás de Sean, que aún me tiene agarrada del brazo—. Avery, espero que estéis disfrutando de la velada.
—No sabes cuánto. —Lo miro, alucinada; no me puedo creer lo que acaba de decir por mí. Sólo de ver la sonrisilla de Robin al ver cómo me tiene sujeta me estoy poniendo más colorada que nunca—. Te importaría despedirnos de Román, se nos ha hecho tarde.
¿Cómo me voy a ir? Acabo de llegar, pero… ¿por qué no abro la boca y me niego?
—Tranquilos, yo me encargo de él —contesta y me guiña un ojo.
No me puedo creer que esté ocurriendo esto, que esté a punto de salir de la fiesta con él, sin saber a qué o a dónde.
—Perfecto. Hasta otra, Robin. —Baja su mano por mi muñeca hasta que entrelaza sus dedos con los míos y yo siento que me arden; estoy tensa, pero sigo sus pasos sin saber por qué.
—¿Éste es tu coche? —Ahogo un grito cuando llegamos a la puerta y veo que un chico aparca justo en la puerta, como si supiera que nos íbamos a ir, el deportivo de Sean.
—Ah, tercero: te lo he advertido y no te has ido, así que ahora pagarás las consecuencias. —Por primera vez noto diversión en su rostro, al contrario de lo que ha mostrado hasta ahora desde que lo conozco personalmente. Está disfrutando del momento, y yo, en vez de parar con esta locura, dejo que me estreche la barbilla entre sus dedos y vuelva a besarme como ha hecho en el interior del edificio.
—¿Tengo que asustarme?
Nos miramos fijamente a apenas unos centímetros el uno del otro y vuelvo a ver cómo sonríe. Luego me giro para ser testigo de cómo se elevan las puertas del superdeportivo naranja, como si fueran las alas de una gaviota, y me quedo boquiabierta mientras él se divierte conmigo.
—Vas a sentir de todo, menos dolor, te lo aseguro.
Me invita a sentarme y yo lo miro a él, después al asiento del coche y de nuevo a él, que espera paciente a que me monte, y experimento una presión en mi sexo que asciende hasta mi estómago, contrayéndolo como nunca antes había estado.