Prólogo

Al principiar la década de los cincuenta, cuando un grupo de amigos (Aldecoa, Fernández Santos, Ferlosio, Sastre, Medardo Fraile, Josefina Rodríguez, De Quinto y yo, entre otros) nos acogimos al mecenazgo del difunto hispanista Rodríguez Moñino para fundar, aquí en Madrid, aquella Revista Española de vida tan efímera, donde aparecieron nuestros primeros cuentos, el ejercicio de la literatura, como el de la mayoría de los oficios, estaba jalonado por graduales etapas de aprendizaje. Y, de la misma manera que un carpintero o un fumista, antes de soñar con llegar a maestro, pasaba por aprendiz y oficial, casi nadie que se sintiera picado por la vocación de las letras se atrevía a meterse con una novela, sin haberse templado antes en las lides del cuento. Aprendimos a escribir ensayando un género que tenía entidad por sí mismo, que a muchos nos marcó para siempre y que requería, antes que otras pretensiones, una mirada atenta y unos oídos finos para incorporar las conversaciones y escenas de nuestro entorno y registrarlas. La vida de la calle era entonces menos compulsiva y apresurada, discotecas no había, no circulaban tantos coches, no existía la televisión y la gente tenía menos dinero, paseaba más y bebía vino por los bares de su barrio despacio, mientras charlaba con los amigos y con los desconocidos. Alguna historia de las que afloraban en aquellas conversaciones era con frecuencia, antes de pasar al papel, materia de nuestros comentarios, de los cuentos que nos contábamos unos a otros, a lo largo de aquel tiempo generosamente perdido por los bares con futbolín, por los parques y por los bulevares. La fisonomía, completamente distinta, de aquellos locales y calles, anotada como al descuido en nuestros cuentos, les confiere ahora cierto valor testimonial.

La mayor parte de los relatos que componen el presente volumen están escritos entre 1950 y 1960 y muchos no había vuelto a mirarlos. Invitada ahora, al cabo de los años, a revisarlos, no he conseguido hacer la relectura tan «desde fuera» como para que la irrupción de aquel tiempo olvidado, en que un oficinista vivía con dos mil pesetas al mes, no me pase la factura de mi actual edad.

Lo que más me ha llamado la atención es lo pronto que empezaron a aparecer en mis tentativas literarias una serie de temas fundamentales, que en estos cuentos van casi siempre combinados, a reserva de que predomine o no uno de ellos: el tema de la rutina, el de la oposición entre pueblo y ciudad, el de las primeras decepciones infantiles, el de la incomunicación, el del desacuerdo entre lo que se hace y lo que se sueña, el del miedo a la libertad. Todos ellos pertenecen a campos muy próximos y remiten, en definitiva, al eterno problema del sufrimiento humano, despedazado y perdido en el seno de una sociedad que le es hostil y en la que, por otra parte, se ve obligado a insertarse. Me refiero de preferencia (como en el resto de mi producción literaria) a la huella que esta incapacidad por poner de acuerdo lo que se vive con lo que se anhela deja en las mujeres, más afectadas por la carencia de amor que los hombres, más atormentadas por la búsqueda de una identidad que las haga ser apreciadas por los demás y por sí mismas, hasta el punto de que este conjunto de relatos bien podría titularse «Cuentos de mujeres». Suelen ser mujeres desvalidas y resignadas las que presento, pocas veces personajes agresivos, como trasunto literario que son de una época en que las reivindicaciones feministas eran prácticamente inexistentes en nuestro país. Pero diré también que ese malestar indefinible y profundo sufrido por las protagonistas de mis cuentos, ese echar de menos un poco más de amor, creo que sigue vigente hoy día, a despecho de las protestas emitidas por tantas mujeres «emancipadas», que reniegan de una condición a la que siguen atenidas y que las encarcela.

El ejemplo de Andrea, la protagonista de «Variaciones sobre un tema», me parece bastante ilustrativo de este conflicto —no solo femenino, por supuesto— entre la emancipación y la búsqueda de unas raíces que apuntalen la propia identidad. Este cuento es bastante posterior, de finales de los sesenta, y he querido ponerlo en primer lugar, porque tal vez sea el que más me gusta.

La ordenación no está hecha, pues —como puede verse por las fechas anotadas al final de cada cuento—, ateniéndose a un criterio cronológico, sino que he procurado agruparlos más o menos por su asunto, aun contando con la evidente dificultad derivada de que ningún tema se dé en estado puro, como ya he advertido al principio.

En términos generales, diré que he comenzado por los cuentos que podrían llamarse «de la rutina» y he terminado por aquellos en que predomina una especie de alegato contra la injusticia social, pasando por otras gamas que el propio lector descubrirá, si es que vale la pena.

 

Madrid, junio de 1978