El año pasado estuve con los de Ibérica Films en el pueblo donde estudié los primeros cursos del bachillerato, cuando mi padrino era juez de allí. Hay una catedral muy interesante y restos de muralla romana. También es hermosísimo el paisaje del contorno, ya cercano a la frontera de Portugal. Fui yo quien había sugerido la idea de hacer un documental de esta zona y era mío el guión literario.
Después de cinco días un poco malgastados por culpa de ratos de lluvia, cuando ya habíamos terminado de rodar lo del pueblo, amaneció una mañana sin nubes y Torres con los otros aprovechó para ir a tomar las fotografías que faltaban del campo. Salieron temprano y dijeron que a lo mejor lo terminaban todo en aquel día y que por la noche nos volvíamos a Madrid.
Julián y yo nos quedamos en la fonda y dormimos hasta bastante tarde. Era el cumpleaños de Julián y estaba de muy mal humor porque contaba con haber estado ya de vuelta aquel día para celebrarlo con su plan de entonces, una tal Silvia, muy guapa, que ahora trabaja en televisión y está liada conmigo.
—¡Qué más da un día que otro! —le dije—. Lo celebráis mañana.
—Ya; pero era un pretexto para irnos por ahí a bailar. Sin pretexto, no hay ambiente. Mañana ya no tiene gracia.
—¿Y estás seguro de que iba a tener gracia hoy? —insistí.
Ya un rato antes me había estado riendo del entusiasmo con que aseguraba estar enamorado de la tal Silvia y se molestó. Dijo que no estaba seguro de nada más que de que le dolía la cabeza y de que yo era un tío aguafiestas. A lo cual sucedió un silencio, torvo únicamente por su parte. Yo, en cambio, estaba alegre y tranquilo. Me gustaba ver el sol después de tantas mañanas nubladas. Comimos, como en los días anteriores, en el restaurante que tenía el futbolín, y luego volvimos a la fonda porque nos habíamos olvidado el tabaco y los periódicos. Habíamos bebido algo. Yo tenía ganas de pasear.
—¿Más paseos? —protestó Julián cuando se lo propuse—. ¿No tienes ya más que aborrecido el dichoso pueblecito?
Se echó en la cama y, al poco tiempo, le empezó a entrar sueño. Dijo que cuanto más se duerme, más se quiere dormir. También habló de las ganas que tenía de darse una ducha en un cuarto de baño decente. La gente de cine se queja, por sistema, de lo que no es muy refinado, y en aquellos días me habían hartado un poco entre todos con sus continuas ruedas de protestas. Abrí el balcón y avanzó un rectángulo de sol hasta las mismas patas de hierro de la cama. Me senté y metí allí los pies como en un barreño de agua templada. Era marzo. Veía toda la plaza que tantas veces crucé de pequeño para ir al instituto. Dieron las cuatro.
—Me dan ganas de llamar a ese amigo que te dije el otro día —le comuniqué a Julián.
—Pero ¿no le llamaste ya?
—Sí. Es que no estaba. Me dieron el teléfono de la oficina donde trabaja, pero luego lo pensé mejor y me entró pereza.
—Claro. Como que es una lata reanudar relaciones —dijo Julián—. No sabes qué decir. Luego te pesa.
No le contesté nada y seguí sin moverme. Sin embargo, la nostalgia iniciada los otros días se hacía cada vez más aguda. Empezaron a sonar campanadas leves del convento de las monjitas. Enfrente, el hombre gordo de la tiendabarpastelería vino a levantar el cierre. Lo dejó a medias y volvió la cabeza para hablar con uno que pasaba y que se paró para decirle algo. No se despedían. Con los ojos entornados los veía manotear, entre destellos de iris, como si estuvieran mucho más lejos. Había dos galgos echados en medio de la plaza.
A las cuatro y media salí al pasillo para telefonear. Julián levantó los ojos de una novela policíaca que había cogido.
—¿Dónde vas?
—A llamarle por fin a ese. Para lo que estamos haciendo...
El teléfono estaba al lado de la puerta de nuestro cuarto.
Cuando ya había marcado, oí a Julián que todavía me disuadía, a través de la puerta entreabierta.
—Venga, no seas, déjalo. Si ni se acordará de ti...
Pero, casi inmediatamente, para desmentirlo, me llegó del otro lado del hilo una voz que se encendió jubilosamente al oír mi nombre. ¿No acordarse de mí? ¿Estaba yo loco?... ¡Pero, hombre; pero, hombre, qué alegría! Que cuándo había llegado.
—Hace unos días. Me voy esta noche.
—¿Esta noche? Conque me llamas a lo último por cumplir. Muy bonito. Pero no te creas que te vas a librar de verme, eso ni hablar, te lo aviso. ¿Y a qué has venido? No serás de los del cine.
Le dije que sí con cierta timidez y pareció muy emocionado. Él lo había dicho siempre que yo llegaría lejos. ¡Pero mira que era faena no haberle llamado antes! Seguro que incluso nos habíamos visto en la calle sin reconocernos.
Se oía un roce de papeles, un cercano tecleo de máquina de escribir. Seguros Rosillo. El edificio de la esquina de la plaza. Ya estaba allí hacía cinco años. Y contento. Le daban libertad.
—Verás, vamos a hacer una cosa... ¡Es que también te gastas unas horas para llamar a un desgraciado chupatintas! ¿Tú tienes la tarde libre?
—Sí. Puedo ir un rato. Estoy en la fonda de enfrente.
No, no. Allí, a la oficina, mejor que no fuera. Era como solemne, antipático volvernos a encontrar allí. Pediría que hoy le soltaran pronto, y yo, mientras tanto, daría un paseo con su hermana Amparo, que también iba a ponerse muy contenta de volverme a ver. ¡Cuando supiera que había venido el largo! Le quise interrumpir, pero no pude. Él la iba a avisar inmediatamente para que viniera a recogerme.
—¡El largo —decía—, pues no es nadie! ¡Volver de pronto el largo, por sorpresa, metido en cosas de cine! Ya no te enfadarás de que te llamen largo.
Se reía. Venía su risa hasta mi oído en culebrillas, como un calambre nervioso.
—No. Ya no me lo llama nadie. Pero escucha, Rafa...
Nada. No me oía. Resumiendo: hasta que a él le soltaran, vendría Amparo a buscarme. ¿Estábamos de acuerdo? Dentro de un cuarto de hora. Protesté en cuanto pude. Por Dios, cuánta complicación. Amparo tendría sus quehaceres. Pero la voz de mi amigo se alzaba inexorable, como la rúbrica a los pies de un edicto. Yo, a callar, ¿lo había oído? Me callaba. En Madrid, cuando ellos fueran, organizaría las cosas yo. Dentro de un cuarto de hora, pasaba Amparo. La fonda grande, ¿no?, la de la Estrella.
Se lo dije a Julián, cuando colgué. Que me habían liado los amigos aquellos y que no había podido decirles que no.
—¿Cómo amigos? ¿No era uno solo?
—Sí, pero primero viene su hermana. No he podido rechazar.
—Ya. No te dejaba ni meter baza. ¿Qué te decía tanto tiempo?
—Nada. Que qué alegría.
Me puse a peinarme delante del espejo, mientras él me miraba divertido, echando el humo del pitillo hacia la alta lámpara de platillos verdosos.
—Conque me abandonas por dos niñitos que han crecido. Solo a ti se te ocurre...
—Vente con nosotros si quieres —le ofrecí.
Julián frunció el entrecejo.
—¿Yo? ¡Pues vaya un plan que me preparas! Lo que voy a hacer es dormirme. Pero telefonea dentro de un rato, tú, no vengan esos, que yo estoy deseando largarme.
—Bueno, hasta luego.
—Hasta luego. Y que, por lo menos, esté bien la chica. Cierra un poco ahí. ¿Estaba bien de pequeña?
—Eran dos hermanas. Ya ni me acuerdo.
Hoy he pasado todo el día con Silvia. Enlazamos desde anoche, así que después de comer en un restaurante de la carretera de La Coruña estábamos los dos algo cansados. Sin embargo, aún no hemos llegado a la etapa en que esto se puede decir sin que el otro se ofenda, sino que es necesario fingir que se ha olvidado todo proyecto y preocupación ante la maravillosa realidad del ser deseado.
De sobremesa miré disimuladamente el reloj y decidí borrar de mi mente una cita que tenía con los de la productora para la que ahora trabajo. Silvia se estuvo arreglando en el tocador y vino muy guapa. Yo, que había terminado el coñac, miraba mi Seat aparcado fuera y del que aún no he tenido tiempo de aburrirme. Me repetía: «Es mío». Dejé de mirarlo para atender a las caderas de mi amiga, cuando se sentaba, y vagamente las relacioné con el Seat. Tal vez porque tampoco me he aburrido de ellas aún.
Me sonrió y al cabo de un rato me estaba acariciando la mano en la que sostenía el pitillo, y diciéndome por enésima vez lo mucho que para ella ha significado nuestro encuentro del invierno. Con lo cual salió a relucir Julián. A las cinco ya me había contado no sé cuántas historias relacionadas con él y conmigo. Muchas me las ha contado también otras veces. Le extraña que yo no le tenga antipatía por el hecho de haberme precedido en recibir sus favores amorosos. Además afirma que conmigo se portó muy mal y para esclarecer este criterio se lanza, haciendo paralelos y diferencias entre el comportamiento de él y el mío, a un exaltado examen retrospectivo de una historia que para mí es insignificante. Dentro de algún tiempo (al ritmo que vamos puede calcularse en un mes y pico) notará que me aburre con estos chismes y se enfadará. Dirá que no la oigo. Pero hoy, a pesar del silencio con que eran acogidos sus abundantes «¿no te parece?», se limitó a afirmar encendidamente que soy un buen amigo y que nunca hablo mal de nadie.
—No, mujer. Lo que pasa es que Julián no es mi amigo ni mi enemigo. Solo un conocido del que me importa más bien poco. Desde el documental del año pasado, ya sabes que apenas si lo veo...
Por ahí se desvió la conversación y nos pusimos a hablar del documental que, por haber obtenido un brillante puesto en la clasificación, dio arranque, al ser estrenado, a una serie de circunstancias fulminantemente favorables para mi carrera. A Silvia le parece mentira no conocerme de antes, dice que desde siempre estoy en su vida.
De pronto me acordé de Amparo, con un súbito remordimiento, de nuestro paseo de hace un año. A estas horas, todavía no habíamos llegado al río. La eché de menos.
—Precisamente hoy es el cumpleaños de Julián —dijo Silvia—. No tengas celos, me acuerdo solo porque también es el de mi hermano Carlos...
No contesté. Arrimó su silla a la mía y se puso a acariciarme el cogote.
—Eres un niño, los hombres sois como niños. Capaz serás de haberte enfadado. Vamos...
Repitió varias veces «vamos, vamos», espaciadamente, como una melodía a la que daba dulces reflexiones, y, a pesar de que no la miraba, me sentía a disgusto bajo el intenso haz apasionado con que detallaba mi perfil. Sobre todo por la interferencia que suponía para mis recuerdos, concretados ahora en el esfuerzo de reproducir el texto de la única carta que Amparo me escribió, a los pocos días de mi vuelta a Madrid. Una carta poética. «Ya sé que cada una de las personas que te conozca —decía— se habrá hecho de ti una idea y que esta idea será distinta de la que yo me he formado. Pero todas estas imágenes son las que componen tu ser, y por eso yo, aunque nunca volviera a verte, he reflejado y guardo una parte de tu ser. Solamente te pido que me escribas una vez para decirme si tú también has guardado algo de mí. Escríbeme enseguida porque luego vendrá el tiempo a echar nuevas imágenes encima y todo se borrará. Ha sido tan endeble nuestro conocimiento y, sin embargo, ¡cuántas cosas...!».
—¡Cuántas cosas han pasado en un año!, ¿verdad, mi vida? —interrumpió Silvia, y los pedazos de la carta sin contestar se esparcieron al viento—. Por lo menos para mí. ¿Para ti?
Me encogí de hombros. También Amparo, como esta mujer, pensará que me han pasado muchas cosas en este año. Pero es un poco triste tener que decir que a uno le han pasado cosas porque se ha comprado coche y un apartamento.
—¿En qué piensas? —me apremió Silvia, al cabo de un rato.
—En nada.
—En algo pensarás.
—Pues sí. Me estaba acordando de una chica.
Silvia cesó instantáneamente en su operación de acariciarme.
—¿Una chica? ¿Y a eso llamas «nada»? ¿Quién es?
—No la conoces.
—¡Pero dime por qué te acuerdas de ella! Yo soy muy celosa. Me pongo mala si piensas en otra. Mala, lo que se dice mala. Y me alegro de que salga en la conversación para que lo sepas —me miraba; hubo un silencio—. Di algo. ¿No eres celoso tú?
A una mujer como Silvia se sabe que le tienen que halagar los hombres celosos, así que habría tenido que responderle afirmativamente si quería aceptar la nueva regla recién propuesta para continuar con interés el juego en que andamos metidos y cuyo círculo no hemos rebasado aún. Ese círculo donde se da por supuesta una magia de amor que se siente uno comprometido a no empañar, y más aún que tiene obligación de alimentar con un fluido permanente lubrificante de cada palabra y cada mirada.
Yo sabía perfectamente todo esto y también lo que habría tenido que responder en aquella ocasión, igual que sabe un jugador profesional el naipe que conviene enseñar a cada instante. Pero sentí todo mi ser entumecido por tantas horas de postura mantenida a la fuerza y tuve ganas de abandonar el juego. Así que cuando dije secamente: «No, no soy celoso. Los celos son una estupidez», era como si me estuviese levantando y tirase las cartas sobre el tapete verde.
Silvia se quedó tan resentida como era de esperar. Es la primera vez que le he hablado en este tono.
—Entonces es que yo soy una estúpida —aventuró, aun sin rencor, como si lanzase un cable para que yo me agarrara.
—No sé. Podría ocurrir. No te he tratado lo bastante.
—Vaya. Muchas gracias, rico.
También es la primera vez que ella ha puesto en este adjetivo con que suele endulzar sus transportes amorosos una nueva carga de enemistad y agresión. Dejé que la carga estallara, y su eco quedó vigente en el silencio tenso y largo que se sucedió. Fue ella quien, incapaz de soportarlo, preguntó con una voz entre sarcástica y deportiva, demasiado parecida a la que tantas veces se ha escuchado en el cine:
—¿Y quién es esa chica tan maravillosa, si se puede saber?
—Yo no he dicho que fuera maravillosa.
—Hombre, pero se nota. Acordarte de ella y hablarme con despego ha sido todo uno. A ver si te crees que he nacido ayer.
No dije nada. Silvia me hizo mirarla con un gesto brusco de levantarme la barbilla.
—¿Tan guapa es? —preguntó.
La miré. Tenía una seriedad estólida. Me pareció alguien con quien no se puede llegar jamás a establecer ni remotamente algo parecido a la comunicación.
—No era guapa —dije tan solo, como si hablara de una muerta con otra muerta.
Luego pagué al camarero y salimos.
A Rafa no le llegué a ver, y desde las seis dejé de mirar la hora. Su hermana me entretuvo, prendiéndome e intrigándome poco a poco con lo que decía y lo que callaba, primero de paseo por el río, luego en varias tabernas.
—Te quiero llevar a las menos finas —repetía en el umbral de cada una, con reto y avaricia, como si defendiera su honra—. ¡Aquí no pisan nunca señoritas!
En la última donde estuvimos, ya de noche, nos vinieron a encontrar Torres y los otros que andaban buscándome locos desde media tarde. Tenían el coche aparcado fuera, pero a la urgencia con que me instaban a emprender el viaje de regreso, se mezclaba un cierto azaro, al verme sentado en un rincón con aquella chica de ojos medio llorosos que enlazaba su mano con la mía. Le dejé unas líneas de excusa para Rafa, y ella, sentada aún en la misma postura en que nos habían encontrado los amigos y desde la cual les había alargado la mano sucesivamente en silencio, murmuraba, mientras me miraba trazar las líneas de aquel mensaje apresurado para su hermano:
—¡Y qué más da Rafa ahora! ¡Qué más da! ¡Qué más da todo!
Hice silencioso el viaje de regreso, como arrancado a la fuerza de un mundo al que empezaba a asomarme, y apenas me enteraba de las bromas de Julián, que no hacía más que reírse con los otros. Hasta que me hice el dormido para que me dejaran en paz. Por dentro de los ojos cerrados, Amparo, o sea, el fragmento de su imagen que me había sido dado poseer, revivía para mí solo.
Amparo tenía los ojos azules. Es la primera y tal vez la única seña que alguien podría haber dado de ella: ojos azules. Unos grandes ojos solitarios, estancados seguramente en la mirada que habrían tenido para el novio primero. Pálida, aséptica mirada, como de llama de alcohol.
Cuando la esperaba a la puerta de mi pensión, como había convenido con Rafa, y la vi cruzar la plaza, estirándose un poco la chaqueta, atenta a sus tacones, me pesó de antemano como una condena el tiempo que íbamos a tener que pasar juntos. Y cuando me preguntó, ya caminando a mi lado, que dónde prefería ir, y que si me gustaba la parte del río, le dije que me gustaba todo y me lancé a hacerle un elogio del pueblo y de las tardes de primavera con frases ampulosas y convencionales que se enlazaban unas con otras, conforme íbamos andando. Hablé bastante rato. Siempre que me enfrento con alguien cuyo mundo sospecho que puede serme demasiado distante, echo sin tino palabras como piedras a esa zanja que siento abrirse en medio, en lugar de tratar de entenderla y salvarla, o mejor de mirar a ver si en realidad se ha abierto. Amparo se echó a reír.
—A mí eso no me lo digas con tanto calor. Díselo a tus amigos de Madrid cuando vuelvas.
Era una risa rara y tuve miedo de haberla ofendido. Me cortó. Comprendí que mis palabras habían sido piedras tiradas al azar y que podría haberla alcanzado con alguna, no sabía con cuál ni cómo porque se me borraba —tan inútil era— todo lo que había dicho.
Bajábamos por una callecita mal empedrada que termina en el barrio del río. Ella miraba frente a sí como si caminara sola. Nos paramos en la plaza del instituto.
—Te acordarás —dijo.
—Claro. Ya vine ayer.
Me sentía en falta, apesadumbrado.
—¿Lo sacáis en el documental? —preguntó.
—No. Vine por mi cuenta. Porque me gustaba venir.
Estábamos quietos, mirando fijamente la puerta del instituto, cuyo umbral habíamos surcado tantas veces en racimo, corriendo. Todo estaba silencioso. Solamente se oían los golpes acompasados que daban dentro del patio unos hombres que estaban picando piedra.
—Ya. Para eso está bien este pueblo —dijo Amparo—. Para acordarse. Y para sacarlo en un documental. Para eso, bueno. ¿Vamos?
—Como quieras.
Al llegar al arrabal del río, las casas son bajas y desiguales. Algunas mujeres nos miraban por las ventanas abiertas; otras, desde la puerta, levantando los ojos de su costura. Se vislumbraban algunos interiores, camas con muñeca echada sobre la colcha, floreros. Amparo se torcía sobre los guijarros en cuesta y le ofrecí mi brazo. Se cogió sin mirarme. Niños jugando, barreños de agua, gallinas se fueron quedando atrás. Sentía el roce de sus dedos oprimiéndome la manga de la chaqueta. Al enfilar el puente se soltó.
—¡El río! —exclamó impetuosamente.
Y me precedió con un taconeo firme. Nos acodamos en la barandilla ancha del puente romano, a mirarlo. ¡Qué bueno hacía! Casi calor. En la aceña se alborotaba el agua y las espumas venían deshaciéndose hacia nosotros.
—Todavía el mes pasado arrastraba trozos de hielo —dijo Amparo—. ¿Quieres que vayamos allí, a la chopera? Se está muy bien.
Y, al proponerlo, me miró y tenía una chispa de alegría en los ojos azules. Pero luego, sentados en la chopera, le volvió aquel particular encogimiento, como si temiera haber sido demasiado espontánea, y se puso, sin transición, a hablarme de cine. Le gustaban mucho los documentales. Me pasmó que conociera los títulos de los más recientes, premiados en certámenes de todo el mundo, el nombre de sus directores y el tema de cada uno. Se gozaba en opinar acerca de ellos casi como si los hubiera visto. Estaba abonada a las mejores revistas. Dijo que el documental era tan interesante o más que las películas con argumento, que, o bien eran incapaces de dar la sensación de realidad, o la camuflaban. Teníamos enfrente, en la otra orilla, la silueta del pueblo rematado por la catedral.
—Por ejemplo —dijo—, el que quisiera hacer una película buena de la vida de este pueblo tendría que ser un genio. Pero en un documental se pueden sacar las cosas que no cambian. Las que están siempre ahí, a la vista, como cuando éramos pequeños. Y si está bien hecho, es arte. Es verdad.
Yo convine en que sí, pero que era un género más limitado. Sin embargo, no me gustaba aquella conversación. El tono de amargura que había en el fondo de todo lo que decía Amparo me hacía desear acercarme a conocerla un poco, pero me sentí torpe. Aproveché un silencio para tirar del hilo de los recuerdos de infancia y evocar los días en que andábamos por aquel mismo sitio, cazando lagartos. Nombré a Rafa, a Joaquín y a otros niños de la pandilla. Ella movió lentamente la cabeza. Dijo que no se acordaba.
—Sí, mujer —insistí—. Cuando hacíamos novillos ¿No te acuerdas de cuando remábamos? Estoy seguro de que venías también tú.
—Yo nunca he hecho novillos —dijo, seria—. Ya suponía que me estabas confundiendo con mi hermana. Yo soy Amparo, la mayor.
Nos estábamos mirando. De pronto abatió los ojos, como si no soportaran mi inspección, y se puso a jugar con unas hierbas del suelo. Precisamente acababa de reconocerla. Era una niña mayor que yo, muy lista, de trenzas rubias. La otra hermana era más guapa y tenía mi edad. Amparo sacaba siempre sobresalientes y estuvo enferma del pecho. La tuvieron casi un año en la cama y aquel curso se examinó por libre. Un día fui a buscar a Rafa y entramos al cuarto de ella a recoger algo. Yo avancé apenas: me daba aprensión. Estaba sentada en la cama con almohadones a la espalda y muchos libros sobre la colcha. Me fijé en las manos larguísimas y delgadas, las mismas que ahora arrancaban briznas de hierba.
—Clara se ha casado —informó—. Yo soy cuatro años mayor. ¿A que tú decías Clara?
Estaba turbado de haberla confundido con la otra. Pero creía que ella había venido también con nosotros al río. Insistía con falsa seguridad para disimular mi turbación.
—No —dijo, terca—. Yo no. Lo puedes jurar.
—Pero ¿qué pasa con el río? —intenté bromear—. Hablas de él como de un lugar maldito.
—No, no. ¡Qué disparate! Es lo más mío del pueblo. Siempre lo ha sido.
Sus manos arrancaban hierbas cada vez más deprisa.
—¿Entonces?
—Nada. Que no había aprendido a remar, como vosotros. Y cazar lagartos me horrorizaba. Venía, pero sola. Eso es todo.
Cogió un pitillo que le encendí, después de dos tentativas. Se inclinó al cuenco de mis manos y rocé con ellas su mejilla. Ya fumando, parecía tranquila y ausente.
—Cuéntame por qué no venías con nosotros —reanudé.
—No sé. Me daba vergüenza. Y envidia, en el fondo. Andar sola era una defensa como otra cualquiera.
—¿Y qué hacías?
—Estudiar. Y hacer versos, hijo, lo siento.
—¿Por qué lo sientes? Ni que fuera algo malo.
—Tampoco es bueno, si se queda crónico. Yo tuve un novio que decía que los versos en una mujer son síntoma de mala salud.
—¡Qué bruto!
—No; tenía razón en eso. Y en otras cosas. También decía que a mí solo pueden aguantarme los niños. Vámonos de aquí, ¿quieres? —cortó, levantándose—. Me quedo un poco fría.
Se sacudió la falda mirando, hierática, el contorno del pueblo al otro lado del río, anaranjado y duro contra el poniente que se iniciaba.
—¿Por qué los niños? —le pregunté con dulzura—. Todas las conversaciones te gusta dejarlas cortadas.
Me miró con un titubeo.
—Los niños, porque soy maestra, maestra nacional. Esa es la clave de todo.
Me contó luego en la carta que estaba muy a disgusto, sin confesarme que era maestra; es una dedicación que está desprestigiada y, aunque ella la adora, se deja influir por la opinión de los demás. Le alivió mucho que yo dijese, mientras la cogía del brazo:
—Anda, vamos a beber un poco de vino por ahí y deja de defenderte. Me gusta mucho estar con mi amiga la maestra, y todavía queda algo de tarde.
Eran casi las seis. Las oímos dar en el reloj de la catedral cuando entramos en aquella tabernita. Había notado ella el deseo que me asaltó de acompañarla, y me pidió que no fuéramos a buscar a Rafa todavía, que no volviéramos a mirar el reloj. Se reía.
—Queda mucha tarde, la tarde es joven —dijo al beber el primer vaso de vino.
Al salir de allí íbamos del brazo por calles en cuesta. Me quería llevar a las tabernas que nunca pisa la gente fina. Ella iba cuando quería. Y también con los niños de su escuela en verano a bañarse al río. La criticaban, la criticaban por todo. Levantaba con empeño, exhibiéndola para mí, la bandera de las malas lenguas. La conversación se me desmenuza en el recuerdo. Le hablaba también yo de mi trabajo, de los esfuerzos que hay que hacer en el mundo del cine para conseguir una labor decente. Montaba para ella un personaje puro, incontaminado de las intrigas que urdían los demás para medrar. Lo veía reflejado en el brillo de sus ojos azules como en un espejo, destacándose de Torres, Julián y de todos mis compañeros habituales a los que había olvidado por completo, a pesar de que aludía a ellos. Me gustaba ser aquel personaje para Amparo, y el vino bebido con ella, en los sucesivos locales, tomaba entidad por sí mismo, dejando de ser un recurso de aquel poco de tiempo que me faltaba para alcanzar mi mundo interrumpido. Este mundo de fantasmas. Amparo tenía las manos frías y el rumor de los locales nos aislaba, acercándonos uno a otro.
Durante algunos días, Julián, Torres y los demás me parecieron más mediocres y aburridos que nunca.
De la carta de Amparo, que tardé algún tiempo en romper, no me reí, como ella tal vez habrá temido, y hasta incluso busco de nuevo su lectura en los ratos de abatimiento, con la avidez con que se quiere escuchar una voz diferente, cuando por todas partes nos agobia un clamor demasiado sabido y uniforme. Pero solamente se podría haber contestado con un telegrama que dijese: «Ven. Me caso contigo», o con una visita para reanudar lo que había quedado suelto. A una carta sentimental, del tipo de la suya, no habría habido derecho y, además, era difícil. Un hombre atareado de la ciudad rechaza toda introspección y sutileza, y yo tenía muchos asuntos que reclamaban mi tensión todo el día. Pensé mandarle algún libro o regalo, pero me parecía pobre e inoportuno. Lo fui dejando.
Por la cuesta de las Perdices la pierna de Silvia empezó a rozar la mía. La miré y, como estaba lloriqueando, le pedí perdón por mis brusquedades. Sacó una voz dolida para concedérmelo.
—¿Vamos a tu piso?
—Sí.
Por Puerta de Hierro ya me miraba tiernamente.
—De verdad, ¿qué hubo con esa chica, Juanjo?
—Nada, mujer, te lo aseguro.
—Pero ¿nada, nada?
—Nada en absoluto. Era una muchacha provinciana, más bien feíta. Solo di un paseo una tarde con ella el año pasado.
—¿Y por qué te acordaste?
—Por lo del documental.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
Silvia pareció quedarse tranquila. Llegados a Madrid, en una parada de semáforo de la calle de la Princesa, me preguntó todavía, como al descuido, mientras encendía un pitillo:
—¿Cómo se llamaba?
—¿Quién?
—La chica esa.
—¡Ah!, Amparo. O Clara. Ya ni me acuerdo.
Madrid, primavera de 1962