Algunas tardes, volver del parque por la calle empinada, a sol depuesto, era como volver de una escaramuza inútil y totalmente exenta de grandeza, a la zaga de un ejército rebelde y descontento que se había alzado alevosamente con el mando, sentir barro y añicos las arengas triunfales. Y en la retirada a cuarteles de aquella tarde de marzo, cuya repetida y engañosa tibieza había vuelto por centésima vez a seducirla y encandilarla, casi odiaba no solo el estandarte hecho ahora jirones donde ella misma se empeñó en bordar con letras de oro la palabra primavera, sino principalmente a los soldados sumidos en el caos y la indisciplina para quienes había enarbolado solo tres horas antes el estandarte aquel. Odiaba, sí, la belleza y el descaro de aquellos dos reclutas provocativos, intrépidos y burlones que la precedían dando saltos de través sobre los adoquines desiguales de la calzada —«imbo-cachimbo-ganso-descanso... piripí-gloria-piripí-descanso... ganso-cachimbo-imbo y afuera»—, abriendo y cerrando las piernas al son de aquel himno disparatado y jeroglífico, desafiando las leyes del equilibrio y de la gravedad que deben presidir cualquier desfile acompasado, osando ignorar la consistencia de los transeúntes contra los que se tropezaban, aquel insoportable y denso caldo de vocerío y de sudor que emanaban los cuerpos enquistados en plena calle, en plena tarde, tan presentes e insoslayables que su evidencia era una puñalada, por favor, pero ¿cómo no verlos?, era como no ver los coches, las esquinas y paredes, las fruterías que aún no habían echado el cierre, y ahora no, pero luego enseguida tendría que bajar, patatas no quedaron; qué más querría ella que olvidarse de si quedaron o no quedaron patatas, dejar de ver el habitual muestrario de colores, formas y volúmenes que se lo traía a la memoria, pero era imposible que los ojos no se topasen con aquella ristra de imágenes cuyos nombres y olores difícilmente disparaban hacia ningún islote mágico donde pudiese reinar el idioma del «imbo-cachimbo».
—Usted perdone, señora; mirar por donde vais, hijas... ¡Pero Niní!
Y casi le irritaban más que los ojos reflejando enfado, aquellos otros sonrientes y benignos que hasta podían llegar a acompañar la sonrisa con una caricia condescendiente sobre las cabezas rubias de los dos soldaditos por el hecho de serlo; ¡qué beaterio estúpido!, ella había abjurado por completo de semejantes sensiblerías patrioteras y la actitud de aquella gente le traía a las mientes el entusiasmo con que emprendió la expedición y embelleció ella también los rostros de los soldados, su perfil, su ademán, «impasible el ademán», bajo el sol de primavera, calle abajo, cara al sol, sí, hasta música de himno se le podía poner al comienzo marcial del desfile que inauguró la tarde, y ahora aquellas gentes paradas en la acera que los miraban volver conseguían echarle en cara su apostasía. Porque la verdad es que ya no tenía credo, que le parecían patraña las consignas que animaron su paso y su talante al frente de la tropa calle abajo total tres horas antes, no parecía ni la misma calle, ni la misma tarde, ni el mismo ejército, en nada era posible adivinar punta de semejanza; pero, sobre todo, ¿dónde habían ido a parar las consignas y la fe en ellas, dónde estaba la música del himno? La primavera era una palabra sobada, un nombre con pe lo mismo que patata, que portal, lo mismo que peseta y que perdón señora, un nombre como esos, que nada tenía que ver con la ninfa coronada de flores del cuadro de Botticelli; la moral falla a veces, mejor reconocerlo y confesar que la tentación de herejía venía incubándose en su sangre casi desde que entraron en el parque y el ejército se desmandó campando por sus fueros y respetos, desde que vio a los otros jefes cotilleando al sol inmersos en la rutina de sus retaguardias, desde aquel mismo momento le empezó a bullir el prurito de la retirada, aun cuando consiguiera todavía mantenerlo a raya bajo el imperio del himno, a base de echarle leña a aquel fuego retórico que la convertía a ella en un capitán distinto de los demás, esforzado, amante del riesgo, inasequible al desaliento, engañosas consignas, bien a la vista estaba ahora que la retirada era patente, de inasequible nada, un puro desaliento era este capitán. Precisamente poco antes de abandonar definitivamente el puesto, en una tregua de las escaramuzas, hurgando en su imaginación, que ya desfallecía, a la busca y captura de recursos, vino a proponerles de pronto a los soldaditos suyos y a otros que habían venido a unírseles de otras filas, que, en vez de efectuar aquellas consabidas maniobras de acarreo de arena, fingieran otro tipo de acarreo, de nombres, por ejemplo, que es ficción bien antigua, sustituir un menester por otro, la tierra por los nombres, palabra en vez de tierra, que todo es acarreo al fin y al cabo.
—¿Jugamos a los nombres?
—Bueno, sí. Pero estos niños no saben.
—Sí sabemos, te crees que somos tontos.
—Tontos y tontainas y tontirrí.
Amagaban con reanudar la escaramuza inútil, enarbolaban puñados de arena polvorienta.
—Venga, elegid la letra. No riñáis. «De La Habana ha venido un barco cargado de...».
Y se aburrieron pronto, volvieron enseguida a la espantada, a las hostilidades y a la indisciplina. Pero duró un ratito aquella última prueba de concordia. Quisieron con la de. Y había sido horrible, porque ¡cuántas palabras como cuervos oscuros y agoreros anidaban con de en su corazón, al acecho, dispuestas a saltar! Tenía que hacer esfuerzos inauditos para decir dedal, dulzura o dalia al tocarle a ella el turno, las que se le ocurrían de verdad eran desintegrar, derrota, desaliento, desorden, duda, destrucción, derrumbar, deterioro, dolor y desconcierto; eran una bandada de demonios o duendes o dragones —siempre la de— confabulados en torno suyo para desenmascararla y deprimirla —también con de, todo con de.
Pues bien, ¡fuera caretas!, ahora ya de regreso, cuesta arriba, ¿a quién iba a engañar?, mejor reconocerlo: estaba presidida por el cuervo gigante y conductor de la bandada aquella, el de la deserción, mejor era dejarse arrastrar por su vuelo atrayente y terrible, conocer el abismo, apurar la herejía hasta las heces. Se sentía traidora, empecatada, sí, ganas tenía de hundirse para siempre en uno de aquellos sumideros oscuros que le brindaban al pasar sórdidas fauces oliendo a lejía, a berza, a pis de gato, guardia y escondrijo de cucarachas viles como ella; se quedaría allí quieta por tiempo indefinido en el portal más lóbrego, oculta en sus repliegues, vomitando y llorando sin que nadie la viera sobre un sucio estandarte hecho jirones.
Y hubiera, por supuesto, pasado inadvertida su deserción, la vuelta a la caverna que el cuerpo le pedía con apremio: durante un largo trecho, los soldados habrían continuado avanzando calle adelante al son de sus cantos cifrados, alimentando a expensas de su mero existir aquella irregular y empecinada guerrilla que los erigía en dioses arbitrarios y sin designio, en individuos fuera de la ley. Ni siquiera se dignaban volverse a mirar a aquel remedo de capitán zaguero y vergonzante; ignoraban, tanta era su ingravidez, que eran ahora ellos quienes tiraban como de un carro vencido de aquel arrogante jefe, ignoraban la transformación que lo había traído a ser cenizas, el quiebro que había dado su voz, el desmayo en su andar, la sombra en sus pupilas; el poder de ellos residía en que cantaban victoria sin saberlo, gustaban de su anárquica victoria ignorando el sabor de la palabra misma, la letra de su himno decía «imbo-cachimbo» no «victoria». Victoria se llamaba la portera, una de aquellas manchas movedizas que se veían ya a lo lejos, pasada la primera bocacalle, Victoria, lo dirían al llegar: «Ya venimos Victoria, cara de zanahoria»; «imbo-cachimbo» era un galimatías afín a las burbujas de su sangre, a su pirueta absurda, improvisada. A caballo del «imbocachimbo» podían llegar a perderse por la ciudad y salir hasta el campo anochecido, sin echar de menos a capitán, maestro o padre alguno, montarse en el trineo de la reina de las nieves y amanecer en un país glacial sin saber ni siquiera dónde estaban ni quién les había echado encima un abrigo de piel de foca o de oso polar, todo lo aceptaban y lo ignoraban, todo excepto el ritmo desafiante de su cuerpo. Iban, con el incubarse de la noche, hacia un terreno irreal y al mismo tiempo nítido que a ella le producía escalofrío y que a duras penas se negaba a admitir, país donde dormían las culebras y abejas de la propia infancia y que apenas en intuición sesgada e inquietante osaba contemplar de refilón, indescriptible reino de luz y de tormenta, donde el lenguaje cifrado empieza a proliferar subterráneamente hasta hacer estallar la corteza de la tierra y llenar el mundo de selvas, ella bien lo sabía, avanzaba con miedo detrás de sus soldados; no se encaminaba a casa, no, por la cuesta arriba, hacían como que iban allí, pero no. «Ya venimos Victoria, cara de zanahoria» sería abracadabra, santo y seña capaz de franquearles acceso a ese otro reino y en él se instalarían después de remolonear un poco y de tomarse la cena a regañadientes, en cuanto ella se metiera en la cocina a recoger los cacharros sucios y a esperar la llegada de Eugenio, que vendría cansado y sin ganas de escuchar estos relatos del parque —«Mujer, es que todos los días me cuentas lo mismo, que las niñas te aburren»—, en cuanto les oyeran ponerse a discutir a ellos y las estrellas se encendieran ya descaradamente, los soldaditos estos que aún fingía ahora capitanear entrarían por la puerta grande de la noche a ese reino triunfal, diabólicos, fulgurantes, espabilados, alimentándose de la muerte que, sin sospecharlo, promovían y escarbaban en ella, crueles e insolentes.
—Cuidado, Celia, no os salgáis de la acera.
Celia era el soldado mayor, el más avieso e intrépido, el más bello también. Y se volvió unos instantes a mirarla sacudiendo los rizos rubios que coronaban aquel cuello incapaz de cerviz, la fulminó con sus ojos seguros; pasaban junto al puesto de tebeos.
—Yo quiero un pirulí y Niní quiere otro.
Y el soldado menor asentía, después de un conciliábulo al oído.
—Nada, os digo que no, nada de pirulís, que os quitan la gana. Venga, vamos, se hace tarde.
Pero se habían parado los reclutas aquellos con los ojos de acero y las manos al cinto, prestos a disparar invisibles revólveres, y ella ya echaba mano al monedero, les daba las monedas.
Arrancan a correr chupando el pirulí, sin mirar a los coches; ya están en el portal, ya se han metido. Victoria caradezanahoria ha tenido apenas tiempo de acariciarles al pasar la cabeza, pero ha sido bastante, bajo el espaldarazo de la victoria van. El cielo está muy blanco, a punto de tiznarse con las primeras sombras. Ya llega ella también.
—Buenas tardes, señora. Vaya tiempo tan bueno que tenemos.
Ha bajado los ojos. Voz de capa caída, de acidia y de derrota ya pura y sin ambages es la que, como remate a la expedición de esa tarde, hace un último esfuerzo para pronunciar apagadamente la salutación vespertina de la retirada:
—Buenas noches, Victoria.
Madrid, octubre de 1974