El castillo de las tres murallas

Para la Torci, que presidió, a los diez años,
el funeral por su abuelo Rafael.

 

 

 

 

 

 

Uno

 

Había una vez, hace mucho tiempo, un hombre inmensamente rico, pero tan desconfiado que nunca había sido capaz de disfrutar de su riqueza sin sobresaltos. Se había hecho construir en lo alto de una enorme montaña un castillo de mármol negro rodeado por tres murallas, a las que bautizó con los nombres de la de los Fosos, la Roja y la Erizada, y estaban dispuestas por ese orden, contando de arriba abajo. O sea que la Muralla Erizada, que era también la más alta, abarcaba a las otras dos y es la que se veía más cerca al pasar al pie de la montaña.

Entre la Muralla de los Fosos y las paredes negras del castillo corrían los dos fosos que le daban nombre, paralelos y un poco separados uno de otro.

De los dos, el más profundo y terrible era el que estaba pegado al castillo, sirviéndole de cinturón de seguridad. Por sus aguas, de un verde muy oscuro, nadaba una especie de ratas gigantes de color rojo y cola de cetáceo que se llamaban «brundas». Estaban muy nerviosas porque nunca dormían, y se pasaban todo el día y toda la noche batiendo con la cola el agua quieta del foso, que hacía un ruido monótono al chocar contra el basamento del edificio. Sus ojos brillaban con una fosforescencia amarilla, tenían un oído extremadamente fino y, en cuanto percibían pasos o cualquier rumor sospechoso al otro lado de la muralla, lanzaban un grito de alerta, mitad chillido de foca, mitad graznido de cuervo, tan agudo y espeluznante que hubiera sido capaz de espantar por sí solo a una cuadrilla de ladrones.

El otro foso de más abajo, aunque se llamaba así, «el Foso de Abajo», era más bien un riachuelo bordeado de arbustos y de ribazos, y en él se criaban peces de carne exquisita que proporcionaban alimento en toda estación. Sus aguas eran muy transparentes y plácidas y se podían surcar en un barco alargado como de juguete, pintado de colores vivos y resguardado con quitasoles bordados en oro y plata. Pero la cercanía del Foso de las Brundas y la sombra de la muralla que se cerraba sobre ambos hacían un poco siniestro el paseo.

La Muralla Roja se llamaba así porque había sido construida con una argamasa de arenillas rojizas que brillaban como estrellas cuando les daba el sol, y ni las lluvias torrenciales ni las heladas rigurosas eran capaces de erosionarla, tan resistente era.

Entre la Muralla de los Fosos y la Roja se extendía un jardín en declive lleno de flores y árboles de las especies más exóticas. Por el césped del jardín se paseaban doce pavos reales. Había también, repartidos acá y allá con mucho arte, una serie de cenadores, templetes, bancos y estatuas de alabastro representando dioses y ninfas, que daban al conjunto un aire de paraíso. Todo en aquel jardín, especialmente cuando llegaba la primavera y arrancaban a cantar miles de pájaros, convidaba al placer y parecía estar inventado para servir de escenario a grandes fiestas y diversiones.

Pero Lucandro, que así se llamaba el hombre rico, nunca daba fiestas ni invitaba a amigos, porque no tenía ninguno. Y lo peor era que tampoco él disfrutaba de las delicias del jardín ni era capaz de sentarse a leer a la sombra de los árboles o tumbarse en paz sobre la hierba a mirar pasar las nubes por entre los altos ramajes movidos por el viento. Ni dentro de la casa ni fuera de ella podía parar quieto. Se le veía siempre entrando y saliendo con ojos recelosos, yendo de una estancia a otra o de un lugar a otro del jardín, a pasos apresurados, como si se dirigiera a hacer un trabajo muy urgente. Pero nunca hacía nada más que dar órdenes a los criados o interrogarlos sobre la desaparición o la rotura de algún objeto. Siempre pensaba que le estaban engañando y que de ninguno se podía fiar.

El jardín daba mucho trabajo, sobre todo en la época de las lluvias, porque como el terreno estaba en declive, podían producirse desprendimientos de tierra.

Lo cuidaba un esclavo de raza malaya que se llamaba Tituc. Medía más de dos metros de estatura, llevaba un pendiente grande de latón, alfanje al cinto y pantalones bombachos de paño oscuro. Entendía mucho de jardinería y de horticultura, y de tarde en tarde bajaba a la cercana aldea de Belfondo para abastecerse de semillas y abonos o para preguntarles algo a los agricultores de allí, que eran gente muy pobre. Producía temor, a pesar de su mirada bondadosa, hablaba poco y tenía fama de ser invencible en las peleas.

Era una fama, sin embargo, que nunca había tenido ocasión de poner a prueba para defender la finca de Lucandro. Ningún ladrón ni salteador de caminos, de los que tanto abundaban en aquella región miserable, se había atrevido jamás a merodear por allí, por mucha hambre que tuviera. El castillo de las tres murallas, recortándose contra el cielo, parecía tan inexpugnable y fantasmal que producía respeto ya solo con mirarlo desde la falda de la montaña. Los campesinos de Belfondo la llamaban la «Montaña Tenebrosa», y al pasar por el camino que la bordeaba, al pie de la Muralla Erizada, apretaban el paso y se santiguaban, sobre todo si empezaba a caer la noche. Y mientras se alejaban casi corriendo, les respondía desde lo alto el lamento de las brundas en perpetua centinela.

Entre la Muralla Roja y la Erizada, había una franja de terreno muy ancha que se escalonaba en bancales. Allí había plantado Tituc toda clase de hortalizas y árboles frutales que se regaban por medio de primorosas acequias, crecían lozanos y daban cosecha en cualquier época del año. También se cultivaban gran profusión de hierbas medicinales, a las que Lucandro era muy aficionado, porque según le iba cambiando el humor, se inventaba una enfermedad distinta. Él mismo bajaba, a veces en plena noche, a arrancar la hierba que le parecía adecuada para calmar su dolor de aquel momento, y él mismo la cocía y se preparaba una tisana. Las hierbas medicinales estaban plantadas por colores en una parcela que se llamaba «el rincón del arco iris» y que iba del rojo al violeta. Las hierbas de tonos verdes curaban los males de hígado, las amarillas el dolor de riñón, las azules el de cabeza, las rojas el de barriga, las anaranjadas eran buenas para las fiebres infecciosas, las añiles para el reúma y, por último, las violetas estaban indicadas para todos los malestares que no se podían definir. El trozo donde crecían estas hierbas violetas y malvas era mucho más grande que los demás, porque eran las que Lucandro necesitaba tomar con mayor frecuencia. Así que la parcela del arco iris, con todos los colores repartidos tan igualitos y de repente la mancha aquella enorme al final, parecía el dibujo hecho por un niño aplicado y cuidadoso, al que se le hubiera volcado un tintero de tinta malva cuando lo estaba terminando.

Dentro de este recinto entre la Muralla Roja y la Erizada, que era el más grande de los tres, había también un bosquecillo a poniente donde se criaban faisanes, perdices, conejos y codornices. Un poco más abajo, un establo con vacas y, adosada a él, una granja con patos, gallinas y cerdos. De esta manera, la alimentación estaba asegurada para todo el año y solamente en alguna ocasión extraordinaria había que bajar a Belfondo a buscar algo.

Las pocas veces que Lucandro salía, lo hacía a caballo. Tenía un caballo blanco que se llamaba Info y otro negro que se llamaba Calermo. La caballeriza estaba ya pegada a la última muralla y desde fuera se podían escuchar distintamente los relinchos de Info y de Calermo, que, aunque se llevaban muy bien, se aburrían mucho allí encerrados y a veces se ponían algo inquietos.

La Muralla Erizada, que era la tercera y última, se llamaba así porque estaba coronada de cristales, pinchos, púas, espinos y zarzas, para evitar que nadie la saltase desde el camino. Era de piedra gris jaspeada con vetas de plata, y estaba interrumpida en el centro por un gran arco de bóveda con una inscripción en la piedra que decía: «Pasad de largo».

Si algún caminante, desoyendo este consejo, se metía por debajo del arco, se encontraba ante la verja enorme que guardaba la entrada del castillo. Era toda de hierro sobredorado y tenía en el centro un aldabón grande en forma de dragón. Este aldabón pesaba mucho y estaba colocado a bastante altura, de tal manera que solo una persona alta y vigorosa podía hacer uso de él. Pero cuando se usaba, sus ecos se extendían por todo el valle, sonoros como tañidos de campana. Era tan raro que alguien llamara al castillo de las tres murallas que aquellos aldabonazos, cuando resonaban en el pueblo, se tenían por un acontecimiento, y todos los vecinos de Belfondo se asomaban a las ventanas, preguntándose qué pasaría. También, en estos casos, aumentaba considerablemente la agitación de las brundas, las cuales, además de emitir su chillido habitual, se ponían a dar unos saltos tan fieros que casi llegaban a las ventanas del primer piso.

Pero esto de llamar al aldabón ocurría muy pocas veces. Lo que sí era más frecuente, en cambio, es que algún peregrino o mendigo que acertara a pasar por allí se acercase a la verja, atraído por la curiosidad, y se pusiera a mirar por los huecos. Los hierros de la verja estaban unos tan cerca de otros que ni siquiera un gato recién nacido se hubiera podido colar entre ellos, pero el ojo de un hombre sí cabía. Y lo que se veía era una escalera de mármol blanco interminable que subía encajonada entre altas barandillas.

Eran estas dos parapetos de mármol que, atravesando en línea recta la Muralla Roja y la de los Fosos, llegaban hasta la puerta principal del castillo. La escalera se convertía en un puente de tres arcos al pasar encima del Foso de Abajo y en un puente levadizo al llegar al Foso de las Brundas. Al cabo de este puente levadizo estaba, por fin, la puerta principal de entrada al castillo, que era de madera de cedro y estaba protegida por otra verja. Pero todo esto desde la verja de abajo no se distinguía bien, porque la escalera era tan larga que se perdía de vista.

Tenía trescientos sesenta y cinco escalones, tantos como días tiene el año, y estaba dividida en cuatro tramos que llevaban escritos al comienzo de cada uno el nombre de las distintas estaciones. Cada treinta escalones había rellanos amplios para descansar, con miradores y asientos. La barandilla de la izquierda estaba esculpida con imágenes relativas a los astros y los signos del zodíaco, alternando con otras que representaban batallas y acontecimientos de la remota antigüedad. La barandilla de la derecha era lisa y, de vez en cuando, se veían en ella unas inscripciones donde se iban explicando los dibujos de enfrente. Pero estas inscripciones estaban hechas en una escritura de caracteres tan menudos y enredosos que no se entendía nada.

El artista que había grabado aquellas letras sobre la barandilla de la derecha era un sabio oriental que se llamaba Cambof Petapel y tenía más de cien años. En su juventud se había dedicado al estudio de los jeroglíficos y de todas las formas de escribir que existen en el mundo. Pero de tantas caligrafías como habían pasado por delante de sus ojos, las confundía ya todas en su memoria, y había tenido que inventar una escritura nueva, mezcla de todas las que aprendió en su vida y de algunos signos y dibujos añadidos por su imaginación de viejo, que era todavía más rara y loca que la que tenía de joven.

Cambof Petapel llevaba muchos años viviendo en el torreón más alto del castillo de las tres murallas, dedicado a esculpir figurillas de madera, a disecar animales y a mirar los astros con un catalejo. La habitación de Cambof Petapel tenía el techo de cristal y estaba adosada a una almena. Él mismo la había arreglado y la tenía llena de libros, de mapas terrestres y celestes, de herramientas de carpintería y de retortas y probetas donde ensayaba mezclas con líquidos, hierbas y polvos de colores. Porque también era químico y curandero. De lo que más entendía era de leer en el rostro de las personas para adivinarles las enfermedades del alma.

—Los males que no dan fiebre ni hinchazón ni sarpullido, esos son los peores de todos —le decía a Lucandro, cuando este subía a consultarle algún problema o a pedirle remedio para uno de aquellos malestares tan difíciles de explicar que le quitaban el sueño y la respiración.

Cambof Petapel era la única persona de este mundo de la que Lucandro no desconfiaba y a quien pedía consejo en ciertos trances, aunque luego nunca le hiciera caso. Después de mucho observar su conducta, había llegado a la conclusión de que nunca intentaría robarle ni engañarle, porque no le interesaban las riquezas. Y esto le tranquilizaba y hasta le producía una punta de respeto. Aunque no lo pudiera entender.

Otra cosa que admiraba mucho a Lucandro de Cambof era que nunca se aburriera ni se le notara preocupado.

—¿Por qué voy a estar preocupado? —decía Cambof cuando hablaban de este tema—. No tengo motivos. Y si los tengo, se me han olvidado ya.

Motivos de preocupación reales tampoco los tenía Lucandro, pero se los inventaba de tanto vigilar lo que tenía, de tanto contarlo y sacarle brillo. Estaba rodeado de objetos sin vida que le esclavizaban.

—¿Para qué quieres tantos relojes, si no les das cuerda? —le preguntó Cambof un día que accedió a visitar con él las habitaciones del castillo.

En cada una había, en efecto, por lo menos un reloj de mesa, de consola o de pared. Eran de estilos muy diferentes, unos estaban debajo de un fanal, otros incrustados en el vientre de un león de marfil o en el escote de una pastorcita de porcelana, las pesas de otros eran de oro y piedras preciosas. Pero todos estaban parados. Y era porque Lucandro no podía aguantar la idea del paso del tiempo. Cuando pensaba que todas aquellas riquezas que con tanto desvelo conservaba iban a vivir más que él y a ser tocadas por otras manos, se enfurecía. Era un pensamiento que trataba de espantar siempre, pero que le volvía a venir cuanto más lo espantaba, como pasa con las moscas. Y cuando Cambof Petapel le veía entrar en su torreón por la noche con la respiración entrecortada y los ojos de un loco, ya sabía que estaba pensando en aquello.

—¿Tú no tienes miedo a morirte? —le preguntaba Lucandro.

—Yo no. Porque ya me he muerto otras veces y no te creas que se nota mucho.

Narraba episodios de otras vidas anteriores que, según decía, había vivido. Había sido pirata, soldado, ermitaño, princesa y hasta águila, y nunca supo cómo pasaba de un estado a otro. Y aunque seguramente se trataba de sueños que tenía o de historias que había leído o alguien le había contado a lo largo de su dilatada vida, él las contaba a su vez con tanta emoción y detalle que parecían recuerdos propios.

Cambof Petapel era muy pequeñito, vestía una túnica de colores y tenía el pelo liso y muy negro, sin ninguna cana. Comía poco, dormía menos y se había olvidado de quién era.

 

 

 

 

 

 

Dos

 

Lucandro vivía con una mujer muy joven y muy hermosa que se llamaba Serena. Nadie en Belfondo sabía desde cuándo vivía allí esa mujer, ni de dónde la había traído Lucandro, ni si estaban casados o no.

La primera vez que se había oído hablar de ella fue un día de verano, cuando unos mercaderes, recién llegados de la ciudad, que distaba treinta leguas, se detuvieron en una posada del pueblo a reponer sus fuerzas y preguntaron por el castillo de las tres murallas.

—¿Vais allí? —preguntó la posadera, bastante extrañada.

—Sí, allí vamos —respondió el más joven de los cuatro. Porque los mercaderes eran cuatro.

Venían polvorientos y sudorosos. La posadera los introdujo en un patio y sacó unos cubos de agua del pozo para que se refrescaran la cabeza y las manos. Luego se sentaron un rato a la sombra del emparrado y el niño de la posadera les trajo pan moreno, queso de oveja, higos y una jarra de vino frío.

Ellos pidieron agua y alfalfa para las caballerías, que habían dejado atadas fuera y que, según dijeron, venían agotadas de tanto calor y de tanta carga.

Traían, efectivamente, una recua de ocho mulas cargadas con grandes cofres. A las preguntas de la posadera, que se moría de curiosidad, contestaron diciendo que aquellos cofres contenían vestidos y aderezos para la señora del castillo.

—¿Qué señora? —preguntó la posadera—. El señor del castillo no está casado. Se enfadará si llamáis allí por equivocación. No le gusta ser molestado por nadie.

Pero los mercaderes aseguraron que no había equivocación, que el propio Lucandro era quien les había encargado toda aquella rica mercancía para ofrecérsela como regalo a su mujer.

La posadera se quedó un rato pensativa, mirándolos comer.

—No puede ser —murmuró.

Luego se metió en el local, despertó a su marido, que estaba dormitando entre un run run de moscas, y le contó con muchos aspavientos lo que habían dicho los mercaderes. El herrero y el molinero, que estaban un poco más allá jugando a las cartas, interrumpieron la partida y se acercaron para enterarse también. Y la posadera les pidió que salieran con ella al patio para servirle de testigos. El herrero, el molinero y el posadero afirmaron rotundamente que el señor del castillo de las tres murallas no vivía con ninguna mujer, y trataron de convencer a los mercaderes, pero sin conseguirlo.

Se bebieron aquella jarra de vino y otra, pagaron con generosa propina y salieron, por fin, a desatar las mulas. Parecían de muy buen humor. El niño de la posadera se ofreció a acompañarlos hasta el pie de la Muralla Erizada y se alejaron los cinco con las caballerías bajo el sol abrasador de agosto.

No habría pasado ni un cuarto de hora cuando el aldabonazo recio y sonoro de la verja del castillo atronaba con sus ecos todo el valle.

La posadera fue por las casas del pueblo propagando la extraña novedad. Algunos vecinos, a pesar de ser la hora de la siesta, ya se habían asomado a las ventanas de sus casas o habían salido a la calle. Se fueron congregando poco a poco bajo los soportales de la plaza y hablaban entre sí con aire de misterio. Pasaban tan pocas cosas en Belfondo que cualquier noticia relacionada con el castillo de las tres murallas era como tirar una piedra a las aguas dormidas de un estanque.

Así que cuando llegó el niño de la posadera, todos le rodearon y le acosaron a preguntas. Llevaban un rato esperándolo ansiosos, y les parecía que tardaba mucho. Incluso algunos chicos de su edad habían salido a su encuentro y ahora se adelantaban corriendo para resumir a los demás con mucho alboroto lo que él les había contado.

Entre unos y otros no le dejaban hablar, ni tampoco él sabía por dónde empezar de tan emocionado como venía. Tartamudeaba, mirando dos monedas que traía apretadas en el puño y que de vez en cuando le brillaban por entre los dedos. Se las había dado Tituc, el hortelano, como premio por haberle ayudado a meter las mulas de los mercaderes hasta la caballeriza. Él no imaginaba que lo iban a dejar entrar. En la caballeriza había visto una carroza con muchos adornos de oro en las portezuelas.

—Pero empieza por el principio —le dijo su madre muy impaciente—. ¿Viste a la señora?

No, él no había visto a ninguna señora. Había bajado a abrir Tituc y había hecho pasar a los mercaderes, diciéndoles que su amo ya los estaba esperando.

—¿Dijo su amo o sus amos? —quiso saber la posadera.

El niño se rascó la cabeza pensativo.

—No lo sé. No me fijé.

—Eres tonto. No se te puede mandar a ningún lado.

—Da igual —interrumpió la vecina—. Si los hicieron pasar porque los estaban esperando y dices que lo que traían en las mulas era ropa de mujer...

—Yo no vi nada —dijo la posadera—. Eso fue lo que me dijeron ellos. Pero los cofres venían cerrados. No sé si mentirían.

—No, no era mentira —saltó el niño—. Te dijeron la verdad. Yo lo he visto. Eran vestidos y zapatos de mujer. Muchos. Y muchas joyas y abanicos. Y telas de oro transparentes. Se pusieron a sacarlo todo de los cofres y bajaron criados con cestas a buscar las cosas. Bajaban por una escalera blanca larguísima como la que sube al cielo. Fue entonces cuando Tituc me dio estas dos monedas y me dijo que ya me podía ir. Yo no quería. Me hubiera gustado estar más rato y ver más cosas. Seguro que en la huerta tienen más de mil árboles.

Ya casi había anochecido cuando los cuatro mercaderes volvieron a pasar por delante de la posada con su recua de mulas. Cada cual iba montado en una y llevaba otra por la brida. Se sorprendieron de ver tanta animación y preguntaron si se estaba celebrando alguna fiesta.

—No —contestó la posadera—. Estábamos esperando para enterarnos de qué tal os ha ido en el castillo. ¿No queréis pasar a tomar algo?

Dijeron que no, que preferían llegar a dormir a otro pueblo que estaba a dos leguas, donde vivía la hermana de uno de ellos. Y que la invitación a pasar la agradecían, pero que en el castillo habían descansado ya un par de horas, después de cerrar el trato, y les habían dado merienda. Parecían excitados y alegres, como cuando se ha concluido con felicidad un negocio. Pero no se les notaban ganas de entretenerse ni de entrar en más detalles.

—¿Así que está casado el señor del castillo? —se decidió a preguntar la posadera, en vista de que el más viejo, que era el que iba en cabeza, hacía ademán de despedirse y volvía a picar espuelas a la mula.

Se detuvo un momento y, por toda respuesta, levantó la tapa de uno de los cofres. Estaba vacío.

—Así parece —comentó luego, cerrando nuevamente el cofre—. Arre, mula. Se nos hace de noche.

Sus compañeros le siguieron, agitando la mano y sonriendo, a modo de despedida. Solo el más joven, que había pedido agua y estaba bebiendo, se quedó un poco rezagado.

Se estaba limpiando la boca con el dorso de la manga y mirando con ojos soñadores hacia el sitio por donde acababa de salir una luna de color naranja, cuando la posadera se arrimó a su mula y le hizo un gesto como para indicarle que se agachara.

Estaba tan distraído que le tuvo que tirar de los pantalones.

—¿Qué pasa? —preguntó un poco asustado.

—Nada, calla, que te quiero preguntar una cosa.

El otro agachó el cuerpo, aunque sin desmontar, y la mujer se subió en una piedra para hablarle cerca del oído.

Los otros vecinos, que no perdían detalle, se mantenían apartados.

—Dime, ¿pero la habéis visto? —preguntó la posadera en voz baja.

El mercader joven asintió solemnemente con la cabeza.

Tenía un gesto ensimismado.

—Por favor, dime algo más —insistió ella—. ¿Le gustaron los vestidos? ¿Cómo es?

El mercader joven guardó silencio unos instantes.

—Nunca había visto una mujer más bella en toda mi vida —dijo luego—. Pero no quería que el señor del castillo le comprara tantas cosas. Parece algo triste.

No pudo contar más, porque sus compañeros, que se habían parado un poco más allá a esperarlo, se pusieron a darle voces para que se diera prisa.

Desde aquella tarde, la señora del castillo de las tres murallas se convirtió en tema central de todas las conversaciones.

Hay que decir que los vecinos de Belfondo eran, en su mayoría, vasallos de Lucandro. O sea que él les había cedido tierras suyas para que las sembraran, labraran y se beneficiaran de sus frutos. No lo había hecho apiadado de su pobreza, sino porque pensaba que así le estarían agradecidos y no pensarían en pedirle nada ni en robarle. Pero tenían que pagar tributo y además las tierras que había elegido para darles eran pedregosas. Ya llevaban mucho tiempo dando mala cosecha y por todos aquellos contornos se pasaba mucha necesidad. Los belfondinos querían pedirle a Lucandro que les cambiara sus tierras por otras mejores que tenía sin cultivar al otro lado del valle y que no aprovechaban a nadie. Pero no se atrevían. Le tenían miedo. No conocía el nombre de ninguno de sus vasallos ni le importaban sus asuntos, nunca eligió entre ellos a un solo criado para su casa, y las pocas veces que salía a caballo, pasaba de largo mirando hacia el horizonte, como si no los viera.

Precisamente aquel había sido un año de enorme sequía y bastante gente había muerto de hambre. Así que la existencia misteriosa de aquella mujer abría una ventana a la esperanza. Tal vez fuera buena y se prestase a acoger con clemencia sus peticiones. Pero pasaban los días y a nadie se le ocurría un medio eficaz para llegar a ella. Estaba claro que Lucandro no tenía interés en que nadie la conociera.

Por Tituc, que bajó una tarde a herrar los caballos, varias semanas después de la visita de los mercaderes, había logrado saber el herrero, a base de mucho sondearle al criado malayo, que su amo llamaba Serena a aquella mujer. Luego existía. Aunque no pudo arrancarle ninguna noticia más.

De todas maneras, como lo que más nos hace creer en las cosas es que tengan nombre, poco a poco la presencia de Serena empezó a extenderse por todo el valle, de una forma impalpable pero tan real como la luz que impregna el atardecer. Era una creencia que todos compartían y que les proporcionaba un extraño consuelo. Decían «Serena» y se ponían a hablar de ella como si la hubieran visto, igual que hablaban de Dios.

Se contaban en Belfondo muchas historias acerca de Serena, pero todas inventadas. Unos decían que era hija de un rey, otros que no era la mujer de Lucandro sino su hermana, otros que se la había comprado a unos piratas berberiscos que la llevaban a vender como esclava. Hubo quien llegó a decir que practicaba la hechicería, que algunas noches de luna se escapaba del castillo y que se la había visto vagando por los campos en camisón, como un alma en pena, recitando conjuros incomprensibles.

Pero lo cierto es que nadie la había visto.

Hasta que una tarde, un zagal que venía con su rebaño de ovejas hacia Belfondo, rodeando por la parte trasera de la Montaña Tenebrosa, acertó a alzar los ojos hacia el castillo y vio en los balcones de arriba una figura vestida de blanco. Se veía muy pequeñita desde tan lejos, pero se conocía bien que era una mujer.

El zagal se quedó inmóvil sin apartar los ojos de allí ni atreverse a respirar, por miedo a que se desvaneciera aquella aparición soñada. Pero se puso el sol y no se desvanecía, ni se movía, ni hacía nada más que estar allí. Hasta que se empezó a hacer de noche y el muchacho tuvo que echar a correr porque notó que el rebaño se le había ido. Y la figura blanca seguía allí asomada.

Guardó aquella visión para él solo. Le latía mucho el corazón cada vez que se acordaba, pero no se lo contó a nadie. Pensó: «Si ha sido un sueño, se reirán de mí. Y si ha sido verdad, también ellos querrán venir a ver la figura blanca, harán mucho ruido y ya no será mía, la habrán visto todos». Era tan pobre que no quería que nadie le quitara la primera cosa que tenía en su vida, y que era suya solo por habérsela encontrado él.

Así que guardó el secreto. Y se sonreía un poco cada vez que oía hablar a la gente de Belfondo de la señora del castillo de las tres murallas, a quien nadie había visto.

Se acostumbró a seguir siempre el mismo camino a la misma hora, aunque antes algunas veces viniera por otros. Y volvió a ver a Serena alguna tarde más. Era verdad. Era ella. Siempre quieta, como si estuviera muerta, siempre vestida de blanco. Mirando hacia el valle. Y cuando se hundía el sol y él tenía que irse en pos de su rebaño, seguía allí todavía. Era verdad.

Y lo que más le gustaba al zagal era pensar que, si estaba viva, tenía que estarle viendo igual que él la veía a ella. O todavía mejor, porque siempre se distingue todo más claro desde lo alto, y especialmente cosas que se mueven, como es un rebaño de ovejas con su pastor. Cuando Serena estaba asomada al llegar ellos, era como si los estuviera esperando.

Porque además al anochecer no pasaba nadie por aquella ladera. Tenía fama de ser peligrosa. La llamaban la Ladera de los Lobos.

 

 

 

 

 

 

Tres

 

El tocador y el cuarto de costura de Serena se comunicaban entre sí y daban a poniente. En el cuarto de costura había una escalera de caracol por la que se bajaba al dormitorio que compartía con Lucandro. Estaba alfombrada y no se oían los pasos cuando alguien subía por ella. A Serena, cuando estaba cosiendo, mirando libros de estampas o simplemente asomada al balcón siguiendo las nubes con los ojos, le molestaba que apareciese Lucandro de repente por la escalera de caracol y se pusiera a revolverle en los cajones, a abrir los armarios o a contar las cosas que había entre los dos cuartos, para ver si faltaba algún regalo de los que él le había hecho. A pesar de lo grande que era el castillo y de los muchos objetos de valor que cada estancia contenía, entre los que estaban a la vista y los que estaban guardados, Lucandro se acordaba de todos ellos, hasta de los más pequeños, y en cualquier momento hubiera podido hacer de memoria el inventario completo.

—¿Cómo tienes esta arquilla abierta? —le preguntaba a Serena, mirándola con gesto de inquietud—. No te entiendo. Nunca escarmientas.

—¿Pero quién me va a robar nada? ¿Y de qué tengo que escarmentar? —se extrañaba ella, abriendo de par en par sus ojos color caramelo.

—Pues, ya ves, te falta el broche de coral.

—Lo tengo puesto. Pero toma, guárdalo tú si quieres —contestaba, quitándoselo.

—Sí, mejor será. Te fías demasiado de tus doncellas y de todo el mundo.

Serena se quedaba mirando a través del balcón abierto con una sonrisa triste.

—¿Quién es todo el mundo? —murmuraba como para sí.

Ella no tenía más mundo que aquel paisaje grandioso y pelado de la Ladera de los Lobos, por donde todos los días veía meterse el sol. Solo por allí se podía escapar de los jardines, murallas y escaleras construidos por Lucandro, de las joyas regaladas por Lucandro, de los miedos y consejos de Lucandro y de aquellos horribles animales del foso que vigilaban su hacienda. La Ladera de los Lobos era lo único suyo de verdad, y la amaba. Hubiera querido bajar a correr entre los tomillos, perseguir al sol con los brazos abiertos por lomas y valles como a una corneta roja, hablar con el pastorcito aquel que veía volver algunas tardes caminando a Belfondo. Se paraba allá abajo con el rebaño de ovejas y se quedaba mirando hacia su balcón como si le estuviera enviando un mensaje silencioso. ¿Qué le querría decir? ¿Cómo se llamaría? Le parecía el único habitante de ese mundo lejano, su único amigo. Y además, aunque no lo fuera, aunque estuviera espiándola lleno de odio y de malas intenciones, ¿cómo iba a tener miedo de él, si estaban separados por tres murallas que nadie era capaz de atravesar?

Pero como Serena no tenía ganas de ponerse a discutir con Lucandro ni les tenía apego a los regalos que le hacía, empezó entregándole la llave de todos sus cofres y cajones y acabó dándole permiso para que se llevara todo lo que le pareciera de algún valor y lo guardara él en otro lugar más oportuno y seguro.

Con lo cual, poco a poco, el tocador y el cuarto de costura de Serena se fueron quedando vacíos de adornos, y así se parecían más de verdad a la cárcel que eran. Cada tarde de las que Lucandro subía sigilosamente por la escalera de caracol le quitaba a Serena una cosa, de la que luego nunca le volvía a hablar, ni ella tampoco le preguntaba dónde la había puesto. Y él la miraba con recelo y un poco de incredulidad.

—¿De verdad que no te importa que me lleve también esto? Lo hago para guardarlo mejor. Pero, al fin y al cabo, es tuyo —le decía.

—No, no, de verdad. Contigo está más seguro. Y además a mí me gustan mucho los cuartos vacíos.

Hasta que se quedó solo con el costurero, objetos de primera necesidad, algunos libros y unas cuantas chucherías baratas. Pero Lucandro, de esa manera, empezó a respetar su retiro y a dejarla en paz.

A él se le hacía corto el día para pasar revista a todas las riquezas de aquel enorme castillo. Recorría a diario y una por una sus habitaciones. Y cuando dejaba alguna por revisar, por haberse entretenido más de lo debido en las otras, se iba a la cama tan a disgusto que se tenía que volver a levantar para terminar la tarea. Una de las cosas que más le irritaba era que los criados, al limpiar, le cambiasen algo de sitio. Necesitaba ver siempre las cosas en los mismos sitios. Su manía había llegado a tal punto que hasta las estatuas del jardín bajaba a inspeccionar y las contaba, igual que la vajilla o las joyas, como si alguien se las pudiera llevar. Y cuando les pasaba los dedos por el pedestal de alabastro, para comprobar si habían sufrido algún deterioro, en lo único que pensaba era en el mucho dinero que valían, nunca en si eran bonitas o feas o en la historia que podía haber vivido la persona muerta a la que estaban representando. Y ellas le miraban desde lo alto con frialdad y desprecio, como miran siempre las estatuas.

A Lucandro, antes de bajar al jardín, le gustaba detenerse unos instantes en el puente levadizo que había sobre el Foso de las Brundas y contemplar desde allí la gran escalera blanca y las tres murallas con los espacios correspondientes que cada una defendía. Y respiraba satisfecho. «Todo esto es mío —murmuraba—. Todo lo que está a mis pies ahora, es mío». Y se inclinaba después hacia el foso profundo que corría bajo la lámina de hierro del puente. Hacía un chasquido con la lengua o arrojaba una piedra al agua oscura, y sonreía al ver los bultos rojizos de las brundas que sacaban la cabeza para mirarle con sus ojos relucientes. Enseguida volvían a sumergirse con mansedumbre, sin emitir grito de alarma alguno, y se volvía a escuchar el batir de sus colas contra el agua del foso. En eso conocía Lucandro que a él ya habían aprendido a conocerlo.

—Tengo en ellas los guardianes más fieles del mundo —se decía complacido.

Pero lo que no sabía era que, de tanto observarlas, cada día que pasaba se iba pareciendo un poco más a ellas.

Serena fue la primera en notar que Lucandro empezaba a volverse como aquellos animales que había amaestrado para que le defendieran. Hacía los mismos giros nerviosos y bruscos cuando oía a sus espaldas un rumor sospechoso, levantaba la cabeza con un gesto parecido. Y por la noche, si se despertaba sobresaltado y se asomaba a la ventana a acechar las tinieblas, al volver luego a entrar al dormitorio, sus ojos desprendían un fulgor amarillento que se prolongaba por el aire como la luz oscilante de una vela.

Serena le miraba entre los párpados semicerrados. Solía hacerse la dormida y fingir que no se enteraba de sus insomnios, para lograr, a cambio, que Lucandro no le preguntase por los suyos. Pero al cabo de un rato, cuando él ya había vuelto a meterse en la cama con dosel que compartían y empezaba a roncar, ella se atrevía a abrir los ojos de par en par y a rebullir un poco, y era como soltar pájaros de una jaula. Poco a poco aprendió también a echarse fuera de la cama sin hacer ruido; se deslizaba de puntillas por la escalera arriba y se asomaba al balcón de su cuarto de costura a mirar las estrellas que hacían guiños encima de su cabeza. Se acordaba de que él estaba abajo durmiendo.

—¡Cómo se parece a las brundas! —pensaba.

Y sentía una mezcla de miedo y de pena, porque de niña había leído muchos cuentos donde las personas se convertían en animales y los animales en personas y se preguntaba si tal vez pesaría sobre Lucandro un maleficio de ese mismo tipo.

La noche le gustaba mucho a Serena, y era cuando se le ocurrían fantasías más raras. Las apuntaba en un cuaderno de tapas verdes, donde escribía también los sueños que había tenido. Esto era más difícil, porque los sueños hay que apuntarlos enseguida de haberlos soñado: si no, se les va el polvillo de oro, igual que cuando se tocan las alas de una mariposa. Serena tenía miedo de que Lucandro se despertara y la encontrara con la vela encendida, así que aprendió a escribir a oscuras, y al día siguiente casi nunca entendía lo que había escrito. Aunque algunas de las cosas que veía en sueños eran bastante terribles, si se le olvidaba apuntarlas le parecía que había perdido algo, porque todo aquello lo sentía más verdad que lo que veía cuando estaba despierta. La única llave que conservaba era la del cajoncito donde tenía guardado el cuaderno de tapas verdes y la llevaba al cuello colgada de una cadena, que se quitaba por las noches al desnudarse. Nunca se atrevía a decirle a Lucandro que le gustaría mucho dormir ella sola en otro cuarto.

Las horas en que se sentía más libre y a sus anchas eran las del atardecer, sobre todo desde que Lucandro había dejado de subir a molestarla al cuarto de costura. Le encantaba asomarse a mirar la puesta de sol sobre la Ladera de los Lobos, quedarse quieta en el hueco del balcón esperando a que el cielo palideciera y saliera la primera estrella. Muchas veces se le llenaban los ojos de lágrimas.

Una tarde, cuando estaba allí, entró Lucandro sin avisar, la abrazó por detrás y ella dio un grito. Le preguntó él que qué hacía asomada al balcón a oscuras y que por qué se había asustado tanto.

—No sé —dijo ella—. No hacía nada. Mirar.

Y procuraba hablar sin que se le notara que estaba llorando. Porque sabía que eso de que llorara era lo que más le enfadaba a él. Pero la voz se le quebraba y las lágrimas le corrían por la cara sin que fuese capaz de contenerlas. Lucandro, muy alterado, empezó a hacerle preguntas sobre la causa de su llanto, y ella se encogía de hombros y guardaba silencio mirando para abajo. No sabía qué contestar.

—Pero algo te pasará —insistía él—. En algo estarías pensando cuando he entrado. ¿En qué pensabas?

—En nada. En tonterías.

—Dímelo —mandó él—. Aunque sean tonterías.

—Me da pena que se vaya el sol —dijo, por fin, Serena—. Es mi amigo. Me gustaría tener alas en los pies y seguirlo y conocer todas las casas donde se mete y todos los ríos en los que se baña y todas las personas a las que alegra el corazón.

A Lucandro todo aquello le pareció muy raro y le puso de mal humor, como todas las cosas que no entendía. Así que aquella misma noche, después de la cena, que transcurrió sin que ninguno de los dos despegara los labios, en vez de acostarse, subió a visitar a Cambof Petapel y mantuvo con él una larga consulta.

Cambof dijo que tal vez a Serena le conviniera cambiar de aires y hacer un viaje. Pero a Lucandro no le gustó nada aquel consejo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó—. ¿Qué razones puede tener Serena para no encontrarse bien aquí?

Cambof explicó que las mujeres tienen unos sentimientos y unos sueños especiales, que él lo sabía por la época en que había sido princesa. Y se puso a contar cómo era el palacio de su padre y el jardín que se veía desde la ventana ojival de su cuarto. Pero Lucandro le interrumpió, porque le aburrían las historias de otros.

—¿Y qué pasaba? ¿Querías viajar?

—Sí —contestó Cambof—. Y también que hablaran conmigo. Nadie hablaba conmigo ni me consultaba nada. Todo lo decidían los demás por mí.

—¿Y tú crees que a Serena le gustaría viajar?

—Yo creo que sí. Pero se lo deberías preguntar a ella y así lo sabrías seguro.

Lucandro se quedó con el gesto fruncido.

—No —dijo—. Yo creo que no le gustaría. Así que no se lo voy a preguntar.

Le parecía que era un capricho tonto, caso de que lo tuviera. Y, además, salir de viaje significaría dejar el castillo expuesto a un posible asalto de los ladrones. Cuando Lucandro decía «ladrones», pensaba siempre en aquellos rostros curtidos y serios de los campesinos de Belfondo, que apenas se alzaban al verlo pasar a caballo. Tampoco él se atrevía nunca a mirarlos a la cara. Sentía una amenaza en su actitud reservada, como de animales al acecho. Tituc le había venido con el cuento de que querían tierras mejores y de que andaban algo agitados. Cuanto mejor se les trataba, más pedían. Le envidiaban porque era rico. Y por lo visto estaban pasando mucha hambre porque la cosecha había sido mala.

—Pues ocúpate de ellos un poco más —le aconsejó Cambof—. Baja al pueblo a hablar con ellos. Nunca lo haces y eso debe ser lo que les tiene descontentos.

—Total —se enfadó Lucandro—, que he venido a que me resuelvas un problema y me sales con otro.

Cambof le miró muy serio, moviendo la cabeza.

—Tu único problema, Lucandro, es que tienes el alma encogida —le dijo—. Quiere crecer y no la dejas. Quiere gritar y le tapas la boca. Quiere volar y le atas las alas. Ni yo ni nadie te podemos ayudar a ensanchar el alma. Solo tú, desde dentro, lo puedes hacer. Pero no quieres. A tu alma la tratas peor que a tus vasallos.

Lucandro no llevó de viaje a Serena, aunque procuró dedicarle más tiempo y más atención. Pero a ella no pareció gustarle que estuviera pendiente de sus movimientos y de sus humores. Y es que notaba que no lo hacía por cariño, sino por una especie de penitencia que se había impuesto. La atosigaba a preguntas sin sacar nada en limpio más que impacientarse. ¿Qué quería Serena en realidad?

—Nada —le dijo ella un día—. Que no me hagas tantas preguntas. Cuando no me preguntas nada es cuando me encuentro mejor.

Lucandro se quedó bastante aliviado.

—De acuerdo —le dijo—, pero cuando quieras algo, prométeme que me lo pedirás.

—Te lo prometo —contestó ella.

Poco tiempo después, Serena quedó encinta y le pidió a Lucandro que le dejara poner una cama en su cuarto de costura y dormir allí. Lucandro accedió y le dio a elegir entre todas las camas que había en el castillo. A ella le gustó una de madera de cerezo que tenía incrustado en la cabecera un pavo real en colores tornasolados. Se la subieron al cuarto de costura y se la pusieron arrimada al balcón. Serena se pasaba las tardes echada allí, mirando al campo, sin hablar con nadie.

En aquella cama, una tarde de diciembre, Serena dio a luz una niña. Poco después empezó a nevar y ella cerró los ojos. Sabía que tenía que pedir algo para su hija, porque no se había presentado ningún hada de las que se presentan, en los cuentos, a formular sus deseos junto a la cuna del recién nacido.

—Que entienda sus sueños mejor que yo entiendo los míos —les pidió con los ojos cerrados a los copos de nieve—. Y que los pueda seguir siempre. La niña tenía la piel muy blanca y el pelo y los ojos muy negros. Le pusieron de nombre Altalé.

 

 

 

 

 

 

Cuatro

 

Lucandro hubiera preferido tener un hijo mejor que una hija, y Serena, que se lo había oído decir muchas veces, abrigaba la esperanza de que hiciera poco caso a Altalé y la dejara a ella encargada de su educación. Pero pronto se dio cuenta de que él consideraba a la niña como objeto de su exclusiva pertenencia. Comprendió también que acabaría por quitársela, como todos los regalos de valor que le había hecho. Y, a medida que pasaba el tiempo y se cumplían sus temores, Serena se iba poniendo cada vez más triste.

Lucandro, en efecto, se aficionó a su hija de la misma manera exagerada y maniática con que se apegaba a todas las cosas, aunque no supiera disfrutar de ninguna. Altalé era para él como una piedra preciosa y no estaba dispuesto a que se la robara nadie.

Le encargó los juguetes más raros y costosos y le mandó construir un aposento en forma octogonal en la parte alta del castillo, junto al torreón de Cambof Petapel, a quien nombró enseguida su tutor y maestro. Las paredes de aquella habitación estaban llenas de jaulas con pájaros de especies diferentes, para que divirtieran a Altalé con su revoloteo y con sus trinos. Pero, como también había mandado poner barrotes en las ventanas, toda la habitación parecía una gran jaula.

Desde el principio, Altalé mostró unas dotes asombrosas para la música. Ya antes de aprender a hablar, imitaba a la perfección el gorjeo de todos los pájaros que había en su cuarto. Cada vez que uno de ellos rompía a cantar, ella se quedaba mirándolo con la cabecita un poco ladeada y luego le respondía en el mismo registro y con tal primor que resultaba en verdad muy difícil diferenciar sus voces.

Al cumplir Altalé los cuatro años, Cambof le sugirió a su padre que le pusiera un maestro de música. Dijo que cuando un talento natural despunta tan claramente desde la infancia, conviene perfeccionarlo por medio del estudio.

—¿Y por qué no le das clase tú? —le preguntó Lucandro.

Pero Cambof se quedó reflexionando y reconoció que no podía. Por mucha memoria que hiciera, no recordaba haber dado muestras de vocación musical en ninguna de sus vidas anteriores. Ni siquiera cuando había sido princesa. A la reina, su madre, le costaba Dios y ayuda lograr que pusiera bien los dedos encima del arpa, y luego, cuando los movía, arrancaban de las cuerdas unos sonidos horribles.

Lucandro escribió varias cartas para gente que él conocía en la ciudad, pidiendo que le buscaran un maestro de música para su hija, el mejor que hubiera. La única condición que ponía era la de que accediera a vivir en el castillo de las tres murallas, pero el precio de las clases y todas las demás condiciones las podía fijar él. Decidió mandar a Tituc a la ciudad para que llevara las cartas y esperara allí el tiempo que fuera preciso para poder traer al maestro de música y comprar los instrumentos que él dijera.

Una mañana de niebla, Tituc enganchó a Info y Calermo a un carricoche cubierto, con asientos de terciopelo, que se usaba para los viajes, se subió al pescante y salió con rumbo a la ciudad.

Serena lo vio partir con una emoción extraña. El pensamiento de que fuera a venir un desconocido a vivir con ellos y a ocuparse de su hijita le parecía una aventura maravillosa. Pero también, sin saber por qué, le daba algo de miedo.

Los diez días que tardó en volver Tituc se le hicieron muy largos. Algunas tardes bajaba despacio los trescientos sesenta y cinco escalones que terminaban en la Muralla Erizada y se quedaba allí un rato con la cabeza pegada a la verja, acechando el camino desierto. Y a veces subía ya de noche, cuando la niña estaba dormida. Pero Lucandro no la había echado de menos ni se había preocupado por su tardanza.

Desde que había nacido Altalé, para Lucandro era como si Serena hubiera dejado de existir. Ya no la perseguía ni le preguntaba qué estaba pensando o qué escribía en aquel cuadernito con tapas de terciopelo verde que a veces le veía esconder. Se acostumbró a que saliese más al jardín y a la huerta, a que tuviera toda la noche la luz encendida en el cuarto de costura, a que comiera a otras horas diferentes de las suyas, y hasta llegó a decirle que por qué no se daba algún paseo hasta el pueblo. Pero en cambio se enfadó mucho un día que salió con Altalé y se dieron un paseo juntas en el barquito de quitasoles que recorría el Foso de Abajo. Las estaba esperando sobre el puente vociferando y rojo de ira, y la niña lloraba desconsoladamente agarrada al cuello de su madre. Antes de desembarcar le dio muchos besos mojados de lágrimas y a Serena le pareció que se estaban despidiendo. Lucandro le tenía prohibido sacarla sin su permiso. Le molestaba mucho que se divirtieran juntas o que hablaran en voz baja de cosas que él no entendía. Era él quien se quedaba junto a la cuna de la niña hasta que se dormía. Serena había decidido que Altalé no tuviera que volver a llorar por su causa. «Mejor que me vea poco —pensaba—, y así no me echará de menos». Había ido aceptando la nueva situación y procuraba consolarse pensando en que tenía más libertad que antes y que alguna vez la aprovecharía para escaparse a correr mundo.

La tarde en que iba a volver Tituc con el maestro de música, Serena bajó al jardín y se quedó dormida debajo de un árbol. Vio en sueños a una joven vestida de blanco que se asomaba por encima de la Muralla Roja y le hacía señas con mucho apuro. Trató de acercarse a ella pero no podía. La muchacha se ponía a gritar y le pedía que se metiera en el cuarto de costura y no volviera a salir de allí hasta nuevo aviso. Y se echaba a llorar. «Te lo pido por favor, madre —decía—, que nadie te vea. Es por mi bien». Y Serena supo que aquella muchacha era Altalé, aunque tenía como quince años.

Se despertó porque las brundas se habían puesto a chillar. Y cuando subía hacia el cuarto de costura para encerrarse en él como Altalé le había mandado, se cruzó con unos criados que bajaban a toda prisa la escalera. Le dijeron que acababa de llegar el maestro de música e iban a ayudarle a subir su equipaje y los instrumentos.

Serena estuvo más de un mes sin salir de su cuarto. Por su doncella había mandado recado a Lucandro de que no quería que nadie la molestase. Él se alegró en el fondo de su alma y pensó que era mejor no preguntar las razones de aquel encierro. Se limitó a respetarlo y no apareció a verla.

Serena se pasaba casi todo el día bordando o leyendo unos libros de viajes que le había regalado Cambof. Cuando pensaba que nunca vería aquellos ríos ni aquellas montañas que venían pintados en el libro, se encogía de hombros. Se le había quitado la inquietud que tenía días antes, pero también se le quitaron las ganas de vivir. Y ni siquiera por su hija preguntaba, ya la avisarían ellos si querían algo. Le daba todo igual.

La doncella de Serena se llamaba Luva y quería mucho a su ama. Cuando le subía las comidas, se quedaba un rato con ella y trataba de animarla dándole conversación. Por ella supo que Altalé había recibido con entusiasmo al maestro de música y que estaba haciendo grandes progresos. Le había enseñado la letra de algunas canciones y a tocar la flauta y el violín. Serena escuchaba aquellas noticias como si no tuvieran nada que ver con ella y no hacía ninguna pregunta. A medida que pasaban los días iba perdiendo la noción del tiempo, le parecía que todo lo que le pasaba le estaba pasando a otra persona y que aquella niña de quien le hablaban ni siquiera era su hija. También había perdido el apetito casi por completo.

Luva le contó a Lucandro que pocas veces tocaba la comida que le subían al cuarto y que se estaba quedando muy desmejorada. Lucandro se encogió de hombros. Pero Altalé, que estaba presente, preguntó que qué le pasaba a Serena.

—Está un poco enferma —dijo Lucandro—, y no quiere ver a nadie.

—Pero yo la quiero ver a ella —dijo la niña—. Quiero que me oiga tocar el violín.

Altalé tenía una manera tan firme de decir lo que quería que lograba imponer su voluntad. Así que Lucandro no tuvo más remedio que subir a ver a Serena, aunque de mala gana. Y le transmitió el recado de su hija.

—¿Seguro que te ha dicho que puedo salir de este cuarto? —le preguntó Serena, con ojos asustados.

—Dice que quiere que la oigas tocar el violín.

—¿No querrá venir ella aquí?

A Lucandro le impresionó la mirada hundida de Serena y su extrema delgadez. Y sintió algo parecido al remordimiento. Pero no quería que Altalé se aficionara a visitar a su madre en aquel refugio del cuarto de costura para que le llenara la cabeza de ideas locas.

—No, no. Ha dicho que quiere que asistas tú a sus clases. Lo hace muy bien. Verás cómo te gusta.

Hubo una pausa. Un pájaro negro vino a posarse sobre los hierros del balcón. Serena se estremeció.

—¿Y el profesor? —preguntó de repente, mirando a Lucandro con inquietud.

—Te gustará también —dijo él.

Cuando se quedó sola, Serena sacó el cuadernito donde había apuntado el sueño, porque ya no se acordaba de los detalles. La chica de blanco le había pedido que permaneciera encerrada en el cuarto de costura hasta nuevo aviso. Sin duda este era el nuevo aviso.

Llamó a Luva para que la ayudara a peinarse y a vestirse, y lo hizo despacio, con mucho esmero, notando un placer desconocido al mirarse al espejo. Se veía mucho más delgada, pero los ojos le brillaban como si fueran de oro. Y parecía una niña convaleciente. Se probó varios vestidos, y por fin eligió uno de color malva. En el pelo, rendidas a las trenzas, se puso unas flores del mismo color. Y se calzó con chinelas de plata.

Y cuando iba andando hacia el aposento de su hija, el corazón le latía muy fuertemente. Iba despacio, cruzando largos corredores, doblando esquinas y subiendo escaleras. Como si no quisiera llegar nunca y le bastara con saborear el camino.

Altalé estaba sola en su cuarto con el maestro de música. Serena se paró en el umbral a escuchar cómo tocaban. Entraba una luz suave de primavera que hacía brillar los instrumentos. El maestro estaba de espaldas, vestido con una chaqueta de paño verde. De pronto, Altalé levantó los ojos y, al ver a Serena allí de pie, sonrió, dejó de tocar y agitó el arco del violín a manera de saludo. En ese momento, el maestro de música se volvió y se quedó mirando a Serena con los ojos muy abiertos, como si se tratara de una aparición mágica. A Serena se le vino a la cara una oleada de rubor. No había visto en toda su vida ni en ninguno de sus sueños a un joven más hermoso. Tenía el pelo castaño un poco rizado y los ojos verdes. Pero lo que más conmovió a Serena fue la seriedad y la dulzura con que la miraba. Le pareció que hasta aquel momento no la había mirado nadie en toda su vida. No era capaz de articular una sola palabra ni de apartar los ojos de él. Su hija era como si hubiera desaparecido. Y el castillo. Y las brundas. Y las murallas. Y todo. Se estaban mirando a los ojos en un campo lleno de flores y de caminos para correr por ellos.

—¿Nos hemos conocido antes? —oyó que le preguntaba él.

—Es mi madre —dijo Altalé.

El maestro de música se levantó y se acercó para besarle la mano.

—Me llamo Gisel —dijo—. Y desde hoy mi vida no tiene más razón que la de serviros.

Serena entró y se sentó junto a Altalé, cerró los ojos y todo le daba vueltas. A petición suya, continuaron la clase interrumpida. Luego Gisel, acompañado al violín por Al-talé, se puso a cantar una canción muy triste donde se contaba la historia de un prisionero que oía cantar a los pájaros a través de las rejas de la cárcel.

—¿Qué es una cárcel? —interrumpió Altalé.

—Un sitio del que no se puede salir —dijo Gisel, haciendo un alto en la canción.

Y a Serena le pareció terrible que hubiera dejado de cantar, no podía soportarlo.

—Entonces esto es una cárcel —dijo la niña—. ¿O no?

Gisel miró a Serena y ninguno de los dos dijo nada. Lucandro había prohibido a todos los habitantes del castillo que le hablaran a Altalé de muerte ni de ladrones.

—¿Quieres dejarle seguir? —dijo Serena impaciente.

Siguieron. Desde la cárcel, el prisionero de la canción miraba los campos verdes y soñaba con escapar llevando a su amada de la mano por una vereda en flor. Y ella decía: «Dime, si tú lo sabes, ¿por dónde, amor, se va hacia la libertad?».

Serena escuchaba con las manos cruzadas sobre el regazo, el pulso agitado y los ojos bajos. Pero cada vez que los alzaba, se encontraba con los de Gisel, verdes como uvas mojadas de rocío. Y era igual que sentir el sol metiéndose a raudales por dentro de su cuerpo.

«Que no me deje de mirar nunca —rezaba—. Que no me deje de mirar nunca. Nunca. Nunca. Nunca».

Al cabo de una semana, la noticia se extendió por todo el pueblo de Belfondo como un reguero de pólvora: la mujer de Lucandro y el maestro de música se habían escapado juntos del castillo de las tres murallas, nadie sabía por dónde ni hacia dónde.

Y lo mismo que había pasado cuando se tuvo en Belfondo la primera noticia de que Serena existía, también ahora cada uno inventaba una historia sobre aquella extraña desaparición. Dijeron que se habían escapado a caballo. Dijeron que las brundas habían enmudecido porque el maestro, al salir con la señora de la mano, les había cantado una copla mágica. Dijeron que Tituc los había ayudado a escapar. Dijeron que se habían descolgado hasta el puente levadizo por una escalera de cuerda. Dijeron que habían dormido en el jardín y que partieron al alba. Dijeron todo eso y mucho más y todo lo contrario.

Pero lo único que nadie se atrevió a asegurar es que fuera a volver Serena. Había cundido una sensación de catástrofe, de desamparo. Se marchaba la señora del castillo sin que ningún belfondino hubiera llegado a conocerla, sin haber tenido ocasión de pedirle, al verla pasar: «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos», sin saber siquiera si sus ojos eran misericordiosos o no.

Pasaban los días y los meses, y aunque todo siguiera como antes, en el fondo era diferente, porque les habían matado la esperanza de llegar a tener algún abogado entre el señor del castillo y ellos. ¿Qué iban a hacer ahora?

—Tendremos que esperar a que crezca la hija —dijo una tarde la posadera.

 

 

 

 

 

 

Cinco

 

Pasaron los años y Altalé se convirtió en la muchacha que su madre había visto en sueños vestida de blanco. Algunas tardes, cuando bajaba a pasear por el jardín, le parecía ver la sombra de Serena escurriéndose entre las estatuas, y entonces echaba a correr llamándola: «¡Madre!, ¡madre!», porque sentía, como la chica del sueño, que le tenía que dar un recado muy urgente, aunque no sabía cuál. Luego se paraba, al ver que no había nadie. Y se sonreía. Una de las ciencias que había aprendido Altalé era la de convertir la mueca de llanto en mueca de risa. Cambof le había dicho que llorar trae mala suerte, y que solo salen bien las cosas que se desean sonriendo. Así que, en vez de echarse a llorar, pensaba que su madre se había escondido para jugar con ella. Y que también estaba sonriendo.

—¡Qué mala eres! —decía en voz alta—. Ya te has vuelto a escurrir otra vez. Pero a la próxima te pillo.

Se quedaba a la escucha y solo le contestaba el piar de los pájaros entre el ramaje.

Tenía de su madre un recuerdo tan lejano que ni siquiera estaba segura de reconocerla si aparecía. Pero sabía que iba a aparecer, no podía vivir sin aquella certeza. Y cuanto más tiempo pasaba y más se le borraban el rostro y la voz de Serena, más ganas tenía de volverla a ver.

Les preguntaba por ella a los pájaros del jardín, a las flores, a los conejos del bosquecillo, a las aguas del foso, a las nubes. Y las nubes eran las únicas que parecían contestarle algo. Cambiaban continuamente de forma, y era como si estuvieran escribiendo una contestación a sus preguntas con aquellos signos de algodón deshilachado.

—No entiendo la letra de las nubes —le dijo un día a Cambof—. Se entiende todavía peor que lo que escribes tú. Pero me dicen muchas cosas, ¿sabes?

—Claro que te dirán cosas. Y cuanto más difíciles sean de entender, más verdad serán. Tú estate siempre alerta, que los informes vienen de todos lados.

Y Altalé se mantenía atenta, a la espera de cualquier acontecimiento que pudiera tomarse como mensaje. Ni Tituc, ni Luva, ni siquiera Cambof, que parecía saberlo todo, le habían sabido decir dónde estaba su madre, así que ya no se lo preguntaba a ninguno. Había llegado a la conclusión de que era un secreto complicado que tenía que desvelar ella sola.

—¿Sabes? Hoy la he visto un momento en el Foso de Abajo —le contaba a Cambof—, pero se borró enseguida. Me llevaba en brazos y yo era pequeña. Luego me hice mayor, y se escondió. Se esconde porque le gusta hacérmelo desear, ¿verdad, Cambof?

—Claro —contestaba él—, le gusta jugar como al aire que sopla las nubes y las borra del cielo cuando quiere.

—A mi padre no le gusta jugar, ¿verdad que no?

Cambof se quedaba pensativo.

—Yo creo que no. Pero a lo mejor es que juega a ser malo. Juega a huir de la luz.

Cuando hablaban de Lucandro, Cambof y Altalé perdían la sonrisa. Desde que se fue Serena, Lucandro había envejecido mucho, le había dado por beber y se había quedado un poco sordo. A ratos se adormilaba y se despertaba gritando muy exaltado y abriendo los ojos con un gesto a la vez estúpido y furioso. Había prohibido que se pronunciara el nombre de Serena en toda la casa, pero Altalé le había desobedecido desde que era muy pequeña. Se atrevía a levantar la cabeza hacia él, desafiando su cólera, y a decirle: «No pienso dejar de hablar de mi madre en toda mi vida». Aguantaba sin rechistar los castigos y las riñas de Lucandro y jamás le pidió perdón. De esa manera consiguió que él se diera por vencido. Notaba que estaba perdiendo todo poder sobre su hija y que era él quien tenía que bajar los ojos cuando Altalé le miraba. Los ojos de Al-talé despedían un fulgor como nunca se había visto. Y Lucandro la luz no la podía soportar. De día casi siempre estaba durmiendo. Y por la noche, de tanto rondar el Foso de las Brundas y quedarse sentado junto a aquella humedad, se había vuelto reumático, y tenía dolores muy fuertes en la espalda. A veces subía a que Cambof le diera friegas con un cocimiento de hierbas de color añil.

—Las vértebras de la espina dorsal —le contó Cambof a Altalé en secreto— le sobresalen mucho, y toda la piel de la espalda se le ha endurecido y le brilla. Creo que se está operando en él una mutación.

—¿Qué es una mutación? —preguntó Altalé.

—Convertirse en otra cosa más adecuada con los gustos de uno. Lucandro en la condición de hombre no está a gusto. Odia el sol, no quiere disfrutar ni pensar, no le importa nadie y su única aspiración es despertar miedo.

—Yo no le tengo miedo, le tengo pena —dijo Altalé.

—Claro, pero a él la pena no le sirve. Ha fracasado como hombre y acabará convirtiéndose en brunda, que es lo que quiere.

—¿Cómo puede querer eso? —se horrorizó Altalé.

—Tal vez no sea tan horrible ser brunda —decía Cambof—. Yo no te lo puedo decir porque nunca he sido brunda. Pero lo que en un hombre resulta monstruoso, a lo mejor al transformarse en esa otra figura se vuelve placer y cosa natural. Las brundas, si te fijas bien, son inofensivas y hasta pueden hacerse simpáticas. Nada es lo que parece.

—En eso tienes razón —reflexionaba Altalé—. A mí, algunas veces, el agua de los fosos me parece que está pintada, aunque se mueve, y en cambio creo que las estatuas del jardín son personas de verdad que me hablan y se ríen. Es muy raro. ¿A ti no te pasan cosas así?

—Me pasaba más cuando era águila —decía Cambof—. No distinguía la verdad de la mentira ni lo vivo de lo pintado. Desde tan alto, volando encima de las cosas, todo parece un juego. Nada es nuestro y todo es nuestro. Resulta muy agradable ser águila.

—¿Y cómo dejaste de serlo? —le preguntaba Altalé—. ¿Te cazaron?

—Ya no me acuerdo. Me morí sin notarlo. Cuando quise recordar, me había vuelto ermitaño y entendía todas las cosas que había visto siendo águila. Tenía la cueva en una montaña amarilla, por encima de la cual había planeado muchas veces. Era muy rara.

Las historias de Cambof Petapel estaban llenas de pausas, que Altalé aprovechaba para hacerle preguntas. Y de cada pregunta, surgía otra historia.

—¿Por qué era rara la montaña amarilla?

—Bueno, pues, aparte de ser amarilla, terminaba en un pico de piedra tan afilado que parecía la aguja de una cúpula. Había un secreto que solo sabían algunos pájaros, y era que en aquel pico de piedra se enganchaba el sol todas las mañanas, se hacía una heridita y dejaba caer tres gotas de sangre dorada que se recogían en un estanque muy chico, la Poza del Sol se llamaba. Los pájaros que venían a beber allí, cuando el sol acababa de herirse y de dejar caer las tres gotas, se volvían de color de fuego y alcanzaban la inmortalidad. Pero yo creo que de este secreto de la Poza del Sol —proseguía Cambof tras un nuevo silencio— me enteré siendo águila, no siendo ermitaño.

Uno de los pájaros que tenía Altalé en las jaulas de su cuarto era de color de fuego y la miraba con ojos tan inteligentes que se habían hecho amigos desde el primer día. Era al único que se dirigía como a un amigo, el único que la invitaba a hablar y le hacía compañía. Y empezó a pensar que pudiera haber bebido alguna mañana en la Poza del Sol. Por eso quería saber dónde estaba aquel sitio.

—¿Caía muy lejos de aquí esa montaña amarilla?

—No sé, hija —dijo Cambof—. Posiblemente muy lejos no estaría. Pero es que tampoco sé bien dónde estamos ahora. ¿Lo sabes tú?

Altalé movía la cabeza negativamente. Cuando Cambof se ponía a contarle historias, nunca sabía dónde estaban ni si les alumbraba el sol o la luna, ni si hacía frío o calor, y hasta llegaba a olvidarse de quién era ella misma. Miraba alrededor y le parecía que estaban colgados del universo, navegando entre otros planetas sin rumbo fijo, como si todo el castillo fuera un globo soplado por el aire. ¿Qué más daba por dónde estuvieran pasando ni adónde se dirigieran?

—No, no sé dónde estamos —le contestaba—. Pero sigue contando, anda. ¿De ermitaño te aburrías?

—Creo que sí, que me aburría un poco. Pero allí, en la cueva aquella, me aficioné a pensar. Porque de águila, claro, no pensaba. Y me di cuenta de que todo da igual. Y de que, cuanto más igual dé todo, más fácil es que resucite uno.

A Altalé le fascinaban aquellas historias de resurrección, aunque no las entendiera muy bien, porque tampoco comprendía lo que era la muerte. Pero de vez en cuando le entraba mucho miedo y se abrazaba a las rodillas de Cambof. Le cogía las manos huesudas y se las llenaba de besos.

—Ya no te pensarás morir ninguna vez más, ¿verdad, Cambof? —preguntaba asustada—. Porque ahora estás conmigo. No me dejes nunca, ya no te mueras más, por favor, por lo que más quieras.

Cambof acariciaba con mucha delicadeza las trenzas negras de Altalé y su voz se volvía joven como la de un enamorado.

—Tú eres lo que más quiero, Altalé —le decía.

Ella levantaba la cara para mirarle y aquellos ojos rasgados del viejo sabio lanzando chispas de luz le parecían lo más querido del mundo. Se echaba a llorar.

—Pero dime que no te vas a morir nunca. Prométemelo.

Cambof le secaba las lágrimas con la manga de su túnica de seda y movía la cabeza muy serio. Un día le dijo:

—No te puedo prometer eso. Esta vida que llevo se me está haciendo larga. Me iba a morir el día que tu madre se fue, pero aquella misma noche se me presentó ella en sueños y me dijo que tenía que esperar a que cumplieras quince años.

Altalé se acordó de que los iba a cumplir dentro de poco.

—¿Quieres decir que te vas a morir ya? —preguntó con susto.

—Anda, no llores —le dijo Cambof—. Cuando me muera, te dejaré en buenas manos. De eso puedes estar segura.

 

 

 

 

 

 

Seis

 

Los vecinos de Belfondo tenían muchas más noticias de Altalé que habían tenido nunca de su madre. Luva, que se había hecho amiga de la posadera, se escapaba al pueblo siempre que podía y se pasaba las horas muertas contando gracias de la niña, de lo simpática, lo buena y lo lista que era.

Se había relajado un poco la disciplina que prohibía a los criados de Lucandro mezclarse con los belfondinos y alternar con ellos; y aunque seguía siendo Tituc el único que tenía permiso para bajar al pueblo, él a veces les daba la llave a otros servidores del castillo, cosa que no se atrevía a hacer antes. Y es que ahora Lucandro, a pesar de que tenía incluso peor carácter, no se enteraba tanto de las cosas. Vivía distraído, rumiando obsesiones suyas que le hacían mover los labios como si rezara, le ponían un gesto ceñudo y podían desembocar en cualquier estallido inesperado de furia, pero también le aislaban de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Los criados se habían dado cuenta de esto, pero, además, de otra cosa importante: de que Altalé le desobedecía desde muy pequeña y de que él acababa por aguantarse, aunque fuera a regañadientes. A veces la castigaba y otras le pedía perdón. No sabía cómo contentar a la hija.

Contaban que cuando cumplió ocho años, la llevó Lucandro a una sala magnífica en el sótano llena de joyas, de esculturas y de vajilla de un cristal precioso veteado de oro, que se había puesto de rodillas delante de ella y le había dicho: «Todo esto es tuyo, Altalé, si no vuelves a nombrármela», pero que ella, por toda contestación, se puso a romper objetos de cristal a patadas y a llorar gritando que no quería nada, que lo único que quería era que volviera su madre. Lucandro la había encerrado en una mazmorra durante una semana entera.

—Pero a ella los castigos no la amansan —le decía Luva con orgullo a la posadera—. Salió de la mazmorra más testaruda que antes. Es él quien va perdiendo pie.

Otra cosa que contaba Luva era que Lucandro, a raíz de la desaparición de Serena, había condenado una escalera de caracol que comunicaba su dormitorio con las habitaciones de ella. Les dijo a todos que estaban embrujadas, las cerró con llave y prohibió que nadie se acercara a ellas bajo ningún pretexto. Pero Altalé sabía que había nacido en uno de aquellos cuartos, porque Luva se lo dijo, y le gustaba mucho merodear por allí. Se sentaba a oscuras en el pasillo junto a las puertas prohibidas y se ponía a llamar a su madre o a cantar una canción muy rara que había inventado sobre un país donde creía que estaba Serena ahora. A Lucandro le sacaba de quicio aquello, la reñía y muchas veces tenía que llevársela de allí a rastras. Pero ella volvía siempre sin hacerle caso.

—La tiene que dejar por imposible —decía Luva—. Está comiéndole el terreno.

En Belfondo les gustó mucho saber que la hija de Lucandro no tenía miedo de su padre y se atrevía a desobedecerle, aunque la castigara. Aquello les sirvió de ejemplo y la sintieron como aliada. También ellos podían desobedecer a Lucandro y afrontar sus iras, si lo hacía su propia hija.

Lo mismo que Luva contaba en Belfondo cosas del castillo, también a Altalé, según fue creciendo, le empezó a hablar de las calamidades e injusticias que sufrían aquellos pobres vasallos de su padre y de cómo tenían puesta su esperanza en ella.

—Me preguntan que si tú los defenderás —le dijo un día.

—¿Yo? ¿Y qué tengo que hacer?

—Nada más quieren saber si eres su amiga. Si le piensas contar a tu padre lo que hablas conmigo.

—No, claro que no —dijo Altalé muy seria—. ¿Y eso es ayudarlos?

—Sí, porque los animas. También quieren saber si te parece mal que cojan unas tierras que son de tu padre pero que él no las aprovecha ni casi debe saber que las tiene.

—No, no. ¿Cómo me va a parecer mal? Tienen razón. Diles que las cojan.

Y los habitantes de Belfondo empezaron a celebrar reuniones en la taberna para discutir aquellos asuntos. Decidieron invadir las tierras que Lucandro les negaba y dejar de pagarle impuestos. Pero decidieron, sobre todo, perderle el miedo. Algunos vecinos recelosos no acudían al principio a estas reuniones de la taberna, pero acabó viniendo el pueblo en pleno. Todos daban su opinión por turno. Los más cobardes decían que ellos no podían hacer lo mismo que Altalé, porque era arriesgado.

—¿Por qué no? ¡Claro que podéis hacer lo mismo que ella! —exclamó cierta noche un chico que estaba sentado, no sabían desde cuándo, en una esquina del local—. ¡Y lo tenéis que hacer! Hay que imitar el ejemplo de Altalé, pero, al mismo tiempo, ofrecerle nuestra hazaña, para que se entere de que no está sola. Ella es como nuestra reina y nuestro jefe. ¡Adelante por Altalé!

Todos le miraron. Era un chico moreno. Muy delgado. Dijo que venía de otros pueblos de hambre a buscar fortuna en este, que había oído hablar del castillo de las tres murallas y que su dueño no le parecía invencible, sino solo un pobre loco.

—Sí, un pobre loco —dijo alguien—. Pero nos puede mandar encarcelar.

Le contaron que Lucandro había mandado reconstruir un edificio en ruinas que había en la Ladera de los Lobos, y no para hacer un convento o un almacén de trigo o un hospital, sino para poner allí la cárcel. Desde entonces se sentía más seguro. Había mandado venir de la ciudad a unos guardias muy severos que andaban por los contornos persiguiendo a los ladrones y a los vagos. Pero como la rapiña y la vagancia son consecuencia de la pobreza, al poco tiempo de inaugurarla, la cárcel estaba llena, y tenía que soltar a unos presos para poder meter a otros. Algunos hasta se dejaban coger, de pura desesperación, porque dentro de la cárcel, aunque mal, comían algo. Había amurallado un terreno detrás de la cárcel donde los propios presos cultivaban hortalizas y tenían algunas aves de corral.

—¿Y ese terreno es suyo, no? —interrumpió vivamente el forastero.

Se hizo un silencio. Al chico le brillaban mucho los ojos.

—Bueno, suyo no sé —contestó alguien—. Pero, por lo menos, comen de él.

—Eso, comen de él —continuó el chico—. ¿Y todo por qué? ¡Porque están presos! Cazan primero a la gente para luego darle de comer. Pues nosotros vamos a hacer lo mismo, pero estando libres. ¡Vamos a comer! ¡Se acabó la paciencia! Cultivaremos todos los terrenos que a Lucandro le sobran y tiene abandonados, los de al lado del río. Tanto si le parece bien como si le parece mal. Además Altalé nos da permiso.

Hablaba con tanto calor y explicaba las cosas tan claras que a nadie se le ocurrió preguntarle quién le había informado de todo aquello ni de dónde sacaba tanta energía, solo notaban que les estaba animando mucho y que necesitaban a una persona así.

Poco a poco se fue convirtiendo en el caudillo de aquella empresa y todos los asuntos se los tenían que consultar a él para que diera el visto bueno. Sobre todo cuando empezaron a darse cuenta de que, a pesar de su gran juventud, entendía mucho de agricultura y de construcciones.

No sabían de él otra cosa sino que se llamaba Amir y que por las noches desaparecía.

—¿Y a dónde va? —le preguntó Altalé a Luva, una vez que le estaba hablando de él.

—Dice que se ha construido un albergue en un hueco del monte. Pero nunca lo ha visto nadie.

—¿Y por qué no vive en el pueblo?

—No sé.

A Altalé aquel chico le producía mucha curiosidad. Además Luva le había explicado que también a las mozas del pueblo las traía revueltas.

—Y tienen celos de ti —le contó, sonriendo.

—¿De mí?

—Sí, de ti. Porque siempre que va a beber en la taberna levanta el vaso y dice: «¡Por Altalé!». Y todos le corean.

Altalé desde entonces inventó un juego que la divertía mucho, y era cerrar los ojos, siempre que bebía, y murmurar: «¡Por Amir!». No podía dejarlo de hacer, porque le parecía que le traía buena suerte.

Como, a cada día que pasaba, Lucandro estaba más desmemoriado y raro, tardó mucho en enterarse de que los belfondinos habían empezado a vivir mejor. Y tampoco se dio cuenta de que habían dejado de pagarle los impuestos. Así fueron pasando los años, y los campesinos de Belfondo, envalentonados al ver que no pasaba nada, fueron invadiendo todas sus tierras abandonadas, que eran muchas y estaban algo alejadas del pueblo. Empezaron a cultivarlas y a construir allí apriscos para el ganado y viviendas para la gente, con lo cual el pueblo se fue extendiendo y prosperó. Hasta el punto de que empezó a dividirse en dos, Belfondo del Castillo o el Viejo y Belfondo el Nuevo o del Río, porque estaba cerca del río.

Los guardias de la cárcel, aunque estaban bien al tanto de todas las novedades, no se decidían a informar a Lucandro, porque no les parecía mal. Algunos tenían novias o amigos entre los nuevos agricultores y cuando hablaban con ellos se daban cuenta de que estaban defendiendo una causa justa. De hecho, los maleantes y vagos que ahora soltaban no volvían a ingresar en prisión, porque enseguida encontraban trabajo; los que no en el campo, como albañiles de las nuevas edificaciones, o como tenderos.

También conocían los guardias a Amir y habían tomado copas juntos en la taberna. Era él quien los había convencido, más que ningún otro, de que no se trataba de un robo, sino de un acto de justicia.

—¿Lucandro vive peor que antes? —les preguntaba—. No. Vive igual. Y ni se entera. ¿Pues entonces?

Pero cierto día, uno de aquellos guardias tuvo una riña con la hija del molinero, que era su novia. Y al día siguiente se enteró de que ella le había dejado porque estaba enamorada del chico aquel morenito que echaba discursos. Al guardia le dio un ataque tan furibundo de celos que, sin consultarlo con ninguno de sus compañeros, se presentó a visitar a Lucandro y se lo contó todo.

Lucandro, aunque el problema lo veía confuso, sobre todo porque se acaba de despertar de la siesta, se puso a vociferar y mandó que detuvieran a aquel insolente que se atrevía a desobedecer su autoridad. Así fue como metieron preso a Amir una tarde de otoño.

 

 

 

 

 

 

Siete

 

Pocos días después, llegó una mendiga junto a la verja de la Muralla Erizada. Acercó la cara a los barrotes y se encontró con otros ojos que la miraban desde dentro. Era Al-talé que, después de comer, solía bajar a escudriñar el camino. Los ojos de la mujer brillaban mucho, pero como estaba tan cerca de los hierros, no se podía distinguir si era vieja o joven.

—¿Eres tú la hija de Serena? —le preguntó a Altalé.

—Sí, soy yo —contestó ella—. Pero tú, ¿quién eres? ¿Conoces a mi madre?

—Soy una mendiga —dijo ella, sin contestar la segunda pregunta—. ¿Por qué no me dejas pasar a verte?

—Espera un momento —contestó Altalé decidida.

Subió corriendo las escaleras y llegó al primer rellano. Allí, debajo de una piedra que se movía, le había visto a Tituc un día esconder la llave de la verja. Pero no la encontró. Cuando volvió a bajar corriendo y con el corazón alborotado, la mujer ya no estaba. Altalé empezó a llamarla por el nombre de su madre, por si acaso era ella, y no la contestaba sino el ruido del viento. Se estaba haciendo daño de tanto apretar la cara contra la verja. De repente vio brillar algo en el suelo, al bajar los ojos. La mendiga había deslizado por entre los barrotes un alfiletero delgado de marfil. Altalé lo abrió y, en vez de agujas, encontró dentro de él un papelito enrollado. Se sentó en el primer escalón para desplegarlo. Era de seda rosa y tenía dibujada arriba con todo primor y detalle una cajita china. Debajo leyó: «Ha llegado la hora de que estés bien atenta a tus sueños. Y de que los entiendas tú sola».

Algunas veces Altalé le contaba sus sueños a Cambof para que la ayudara a descifrarlos, porque soñaba cosas muy raras. Y Cambof le decía que era complicado y que le dejara un día para estudiarlo. Luego le entregaba la explicación apuntada en un papel. Pero era como echar un misterio sobre otro, porque venía escrita con aquella caligrafía incomprensible, la misma que había usado para explicar los jeroglíficos de la escalera. Y se negaba a hacer más declaraciones.

Aquella noche Altalé se acostó muy temprano, puso el papelito rosa debajo de la almohada y soñó que Serena era una de las estatuas del jardín. Le hablaba y le decía que se pusiera a excavar al pie del tilo que había detrás de su pedestal, pero que se fijara bien en cuál para no confundirse con el de otra estatua.

A la mañana siguiente, casi con el alba, Altalé salió al jardín. Estaba segura de que la estatua que le había hablado era la segunda empezando por el lado de allá. La miró. Representaba una reina con la mano derecha levantada. Detrás estaba el tilo. Llamó a Tituc, le pidió que se pusiera a cavar allí y ella se sentó a su lado muy atenta. Las paletadas de tierra que Tituc sacaba iban formando un montoncito junto a las rodillas de Altalé. Cuando el montón ya había sobrepasado la altura del pedestal y Altalé empezaba a perder las esperanzas de encontrar nada, vio brillar de repente entre la tierra oscura una llave de oro. Se la metió por el escote y Tituc, que estaba de espaldas, no la vio cogerla.

—Déjalo, Tituc —le dijo—, y perdona la molestia. Ya veo que no aparece nada.

Esperó a la tarde y subió sigilosamente a las habitaciones de Serena, después de haberse cerciorado de que su padre se había quedado dormido en una butaca del comedor. Avanzaba a oscuras por el pasillo con un poco de miedo al acordarse de los ronquidos de Lucandro, tan parecidos a los de un animal, y de la piel brillante y rojiza que le había visto a través de la camisa abierta. Apretaba la llave de oro dentro del puño cerrado, como si fuera un talismán. Se detuvo delante de una de las puertas prohibidas, metió la llave en la cerradura y empujó.

—Estaba segura, estaba segura —exclamó, al ver que la puerta cedía sin dificultad—. Gracias, madre.

Y entonces, cuando aún no había pasado del umbral y estaba mirando la gran cama llena de polvo donde ella había nacido, sonó en sus oídos una música muy rara que había olvidado completamente. Era la de una canción que le oyó cantar al maestro de música la tarde en que Serena y él se habían conocido. Nunca se había vuelto a acordar de aquella canción ni de aquella tarde, pero ahora las revivía con extraña fuerza.

Y avanzó como en sueños, hacia el balcón, cantando la canción del prisionero.

Enfrente, a la derecha de la Ladera de los Lobos, se alzaba el edificio de la cárcel. Nunca lo había visto tan bien ni tan cerca como desde aquel cuarto. Abrió el balcón, sin dejar de cantar ni de mirar aquella fachada fea y gris, llena de ventanucos con rejas. Mientras cantaba, pensaba en Amir, y así llegó a la estrofa final, sorprendida de lo bien que recordaba todas las palabras de la canción, a pesar de no haberla vuelto a oír nunca. El prisionero se había escapado de la cárcel y subía por la cuesta arriba llevando a su amada de la mano.

 

Dime, si tú lo sabes,

¿por dónde, amor, se va

hacia la libertad?

 

le preguntaba ella.

Y, de pronto, vio claramente Altalé, aunque solo por instantes, una mano que aparecía entre las rejas de una de aquellas ventanas de enfrente y se quedaba señalando hacia el sitio por donde estaba a punto de ponerse el sol. Inmediatamente se volvió a meter.

Una sonrisa de felicidad se dibujó en los labios de Al-talé. Se quedó todavía un rato mirando hacia el punto del cielo a donde la mano había señalado y tarareando la música de la canción. Luego cerró el balcón muy consolada. Había entendido lo principal: que aquella mano era de Amir y que él sabía por dónde había que ir a buscar a Serena. Porque para Altalé, ir hacia la libertad era salir a buscar a su madre. Y Amir la iba a ayudar a encontrarla. Pensaba esto mientras registraba los cajones vacíos del mueblecito tocador, entre los cuales encontró uno cerrado con llave.

Pero alzó los ojos y vio sobre un estante una cajita china exactamente igual a la que venía dibujada en el mensaje de la mendiga. «¡Qué bien se entiende todo!», murmuró sonriendo divertida. Dentro de ella estaba la llave del cajón. Altalé lo abrió y encontró un cuaderno con tapas de terciopelo. En la primera hoja estaba escrito: «Sueños y visiones de Serena», con una letra igual a la del mensaje.

Cogió el cuaderno y salió de la habitación, por miedo a que se despertara su padre. Ya se había puesto el sol. Le parecía más que suficiente por aquella tarde.

—¡Por Amir! —dijo mirando hacia el balcón, antes de cerrar la puerta.

Y nunca se había sentido tan alegre.

Empezaron los días fríos y Altalé subió algunas tardes más al cuarto de costura, pero la mano aquella no volvió a aparecer por entre las rejas de la cárcel. ¿Habían soltado a Amir? Se lo preguntó a Luva y ella no sabía nada.

Después de leer con mucha atención el cuaderno de terciopelo verde, a Altalé le entraron muchas dudas. No sabía si consultar o no con Cambof las frases que no entendía, que eran muchas. Él había conocido mejor a su madre y tal vez tuviera pistas. Pero no se decidía. Habría tenido que contarle lo que le estaba pasando desde que vino la mendiga y su madre le había mandado que descifrara las cosas ella sola. Hacía mucho que no pasaba a visitar a Cambof. Y le echaba de menos.

—¿Qué haré? —le preguntaba al pájaro de fuego que tenía enjaulado en su cuarto—. Si voy a ver a Cambof, me notará en la cara que me pasa algo y se lo tendré que decir. Y si no voy, creerá que ya no le quiero. Pobre Cambof.

Y el pájaro de fuego la miraba a través de los barrotes de su jaula con aquellos ojos inteligentes que parecían entender como los de una persona amiga.

A medida que se acercaba la fecha de su cumpleaños, Altalé se ponía cada vez más nerviosa. Por una parte, tenía miedo de que Cambof se fuera a morir. Pero, por otra, sentía que se acercaba el tiempo de encontrar a su madre. Las últimas palabras escritas en el cuaderno, con letra apresurada, eran: «Cuando cumplas quince años, niña mía, nos volveremos a ver. No me olvides nunca. Adiós».

El día del cumpleaños de Altalé amaneció nevando. Ella se despertó muy tarde porque se había dormido hacia el amanecer y enseguida percibió ese silencio raro que deja la nieve. De lo primero que se acordó es de que tenía que soltar los pájaros de su cuarto. Había tenido un sueño en que su madre le mandaba hacerlo. «Será la última prueba», le decía.

Se levantó, y estaba disponiéndose a abrir las jaulas, cuando llamaron con los nudillos a la puerta. Era Cambof Petapel. Casi nunca venía a visitarla y se quedó muy sorprendida. Traía un catalejo en la mano. Y en el rostro, una expresión triste.

—Felicidades y salud, Altalé —le dijo—. Te he traído este regalo. Como ya nunca me pasas a ver...

Altalé le abrazó con un nudo en la garganta. El catalejo era dorado y tenía una inscripción que decía: «Paso corto y mirada larga».

—Gracias, Cambof. Es precioso. Luego iré a verte. Te lo prometo. Me pasaré la tarde contigo y te contaré muchas cosas.

Pero se lo decía con prisa y con ganas de que se fuera, para poder cumplir el recado de su madre.

Cambof no dijo nada. Le dio un beso y luego, ya desde la puerta, cuando se iba, miró hacia ella sonriendo y agitó la mano con un gesto solemne de adiós. Lo último que vio Altalé fueron los reflejos de un anillo con piedra azul que llevaba siempre en el dedo índice. Cerró los ojos porque eran tan fuertes que la deslumbraban. Cuando los abrió, Cambof se había ido.

Altalé abrió todas las jaulas menos una y los pájaros salieron volando desde la ventana al jardín nevado. La jaula que había dejado cerrada era la del pájaro de fuego. La cogió y subió a las habitaciones de Serena con ella en una mano y el catalejo de Cambof en la otra.

Desde el balcón del cuarto de costura, la fachada gris de la cárcel se veía confusa entre la ventisca de nieve. Altalé abrió el balcón y entró un aire helado. Luego apoyó la jaula sobre la barandilla y la abrió también. El pájaro de fuego se quedó inmóvil asomado a la puertecita de la jaula, con los ojos fijos en los de Altalé, como si no quisiera salir.

—Adiós, amigo mío. No hay más remedio. Es la última prueba —le dijo ella.

Y le dio un beso en el pico.

El pájaro de fuego saltó a posarse sobre el catalejo y desde allí levantó el vuelo hacia la cárcel.

Altalé tomó el catalejo y lo enfocó en aquella dirección. El pájaro iba abriendo a su paso un camino de luz por entre los copos de nieve. Voló derecho hasta la ventana de Amir. Por el redondelito del catalejo se veía muy bien. El reborde exterior estaba lleno de nieve, pero se fundió cuando el pájaro se posó allí, y toda la escena se veía rodeada de resplandor de oro. En ese momento salió por entre las rejas una mano con una carta azul que el pájaro se apresuró a coger con el pico. Altalé, a través del catalejo, distinguió un anillo centelleante en el dedo índice de esa mano. Tuvo que cerrar los ojos porque la cegaban aquellos reflejos azules, tan parecidos a los del anillo de Cambof.

Cuando volvió a abrir los ojos, la mano se había metido y el pájaro había arrancado a volar nuevamente hacia ella con el papel en el pico. Altalé dejó el catalejo en el suelo y esperó con ansia su llegada. La ventisca le agitaba los cabellos, pero estaba tan emocionada que no sentía frío. El pájaro de fuego llegó, se posó en el balcón y alargó el cuello, ofreciéndole el mensaje que traía. Ella lo cogió y lo apretó contra su pecho, tan abstraída, que no se dio cuenta de que el pájaro de fuego había alzado el vuelo hasta que ya era solo un puntito de oro muy lejano en el horizonte. Le dijo adiós con la mano y le entraron ganas de llorar. Pero la consolaba tener consigo aquel mensaje. Cerró el balcón, se sentó en la cama y lo desplegó. Era muy breve.

«Antes de llorar —decía—, baja a la Muralla Erizada. Nada es lo que parece».

Se quedó suspensa. Tal vez tenía que bajar a la Muralla Erizada ahora mismo. Se dirigió a su cuarto y se puso un abrigo y un gorro de piel. Luego, sin saber por qué, cogió también un bolso y metió en él algunos objetos queridos, entre ellos el cuaderno de Serena. Pero, antes de salir del castillo, se acordó de la promesa que le había hecho a Cambof de pasar a verle. Y dirigió los pasos hacia su torreón.

Cambof estaba sentado muy quieto en una butaca amarilla. Tenía los ojos cerrados y parecía más pequeño que nunca. Altalé se arrodilló a su lado y hundió la cara en los pliegues de su túnica.

—Creo que te lo tengo que decir, Cambof —empezó—. Me parece que quiero irme, que debo salir en busca de mi madre. Ha llegado el momento, ya he cumplido quince años y ella dejó escrito que a partir de ahora es cuando nos volveríamos a ver. ¿A ti qué te parece...? Es que te tengo que contar muchas cosas, vino una mendiga, ¿sabes...?, y luego... ¿Pero qué te pasa, Cambof? ¿Por qué no me contestas? ¡Tienes las manos heladas!

Empezó a llamarlo y a sacudirlo. Pero era inútil. Cambof estaba muerto. Y Altalé comprendió de repente que era la persona de este mundo a quien más había amado. No quería llorar. Antes de llorar tenía que bajar a la Muralla Erizada. Era la última prueba. Se inclinó a besar las manos frías de Cambof. No llevaba sortija alguna en el índice de la mano derecha. Le miró y, aunque tenía los ojos cerrados, le pareció descubrir en sus labios una mueca de risa. También ella sonrió.

—¡Qué bien finges! —le dijo—. Nada es lo que parece. Adiós, dulce Cambof.

Bajó corriendo las escaleras nevadas. Donde ponía el pie, la nieve se derretía y surgía un redondelito de luz. Iba pensando que todo saldría bien, aunque no sabía qué era lo que tenía que salir bien.

Cuando llegó abajo, se detuvo y pensó: «Pero estoy loca. ¿Adónde voy si no tengo la llave de la verja?». Y en ese mismo momento oyó con toda claridad la voz de Cambof que le decía:

—Vamos, date prisa. Te estamos esperando.

Levantó los ojos, porque le parecía que la voz venía de lo alto, y vio a un hombre sentado a caballo en la Muralla Erizada. Tenía los ojos negros y risueños y parecía muy joven. Pero, a pesar de lo raro que era verlo allí encima tan tranquilo, como si los pinchos que remataban la muralla fueran almohadones rellenos de plumas, a Altalé lo que más le extrañó de todo fue no ver a Cambof por ningún lado.

—Oye, tú, quien seas, ¿has visto a Cambof? —le preguntó al joven—. Acaba de hablarme. Tiene que estar por ahí. Es un hombre pequeñito de pelo negro y túnica de colores. ¿Lo has visto?

—Yo no —dijo el chico—. Pero date prisa, anda. ¡Qué importa eso ahora!

—¡Cambof! —exclamó Altalé, cayendo de rodillas en la nieve—. ¡Eres tú! ¡Te conozco la voz! ¿No te haces daño ahí subido?

—No —dijo el chico—, pero ¿por qué no me llamas Amir? Recuerda que nada es lo que parece. Vamos, sube.

Le tendió una cuerda y Altalé vio que era capaz de trepar por ella con toda agilidad. Una vez arriba, se veía al otro lado una escalera apoyada en la muralla.

—Agárrate fuerte a mí —dijo Amir.

Rodeó con su brazo la cintura de Altalé y ella vio brillar en su dedo índice el anillo resplandeciente de Cambof.

—No sabía que eras tan hermosa —le dijo Amir al oído, cuando bajaba con ella en brazos por la escalera de cuerda—. Te amaba sin haberte visto. He tenido suerte.

Una vez llegados al camino, se cogieron de la mano y echaron a andar. A medida que avanzaban, iban abriendo una senda de luz entre la nieve, como el pájaro de fuego. Altalé tenía las mejillas rojas de felicidad y de frío. Se puso a cantar:

 

Dime, si tú lo sabes,

¿por dónde, amor, se va

hacia la libertad?

 

Dieron la vuelta al castillo, se perdieron a lo lejos y Amir iba señalando hacia la cumbre de la Ladera de los Lobos con el brazo libre extendido.

Aquella misma noche, se abrió la ventana del dormitorio de Lucandro y un bulto encorvado se inclinó hacia el vacío, emitió un gruñido feroz, que fue coreado por las brundas, y se precipitó en la oscuridad surcada por rachas de nieve. Se oyó el ruido de un cuerpo que caía al foso.

A la mañana siguiente, Tituc y Luva descubrieron con gran sorpresa que tanto Cambof, como Altalé, como Lucandro habían desaparecido. Pero lo que más les horrorizó fue contar las brundas del foso y comprobar que en vez de doce eran trece.