Para Miguelito Aguilar, por todos los cuentos
que nunca tengo tiempo de contarle.
El pájaro bate sus alas
y lanza su grito
cuando los pasos del caminante perdido
le dan la espalda y se alejan
para perderse en otro sueño.
MIGUEL SÁNCHEZ OSTIZ,
Travesía de la noche
Uno
No había en toda la aldea de Trimonte ni en las de los contornos una niña tan rara como la de Zenón el alfarero. Había venido al mundo cuando sus padres, ya algo entrados en edad, estaban hartos de visitar a curanderos, de hacer rogativas y de llevarles exvotos de cera a san Onofre y a la Virgen del Cucurucho para que les concedieran el consuelo de no morirse sin tener descendencia; así que aquel nacimiento constituyó para ellos un suceso tan jubiloso e inesperado que se empeñaron en bautizar a la niña con el nombre de Sorpresa, aunque la gente de la aldea se escandalizara un poco porque era un nombre que no venía en el santoral. Pero el padre dijo que su hija iba a ser distinta a todas y que por eso también tenía que llevar un nombre distinto.
El cura, que ya era viejecito y no tenía cabeza para acordarse bien de las cosas ni para decidir nada, fue a consultar aquel caso con el señor de la Casa Grande, que había viajado mucho por el mundo y tenía cientos de libros. Y este señor dijo que, aunque no conocía esa advocación de Nuestra Señora de la Sorpresa, seguro que en algún rincón de la tierra la tenía que haber, y que si no ya era hora de inventarla, porque es de sobra sabido que la Virgen María siempre ha tenido la costumbre de aparecerse por sorpresa a la gente que la invoca en situación de peligro o conflicto. Y que, además, todo lo que fuera inventar algo nuevo le parecía que era glorificar al Supremo Hacedor y darle gusto, ya que con tantas cosas como había inventado Él, era de suponer que estuviera aburrido de recibir siempre por parte de los hombres los mismos homenajes rutinarios y ninguna sorpresa.
Así que los nuevos padres se salieron con la suya y a la niña se le impuso como nombre de pila María de la Sorpresa.
Otra cosa que dio bastante que hablar fue la fiesta que Zenón organizó para conmemorar aquel bautizo, con un lujo y un derroche más propios de gente principal que de un humilde artesano. Se celebró en un claro del frondoso bosque de Los Gozos, que separaba Trimonte de otro pueblo mayor, Sietecuervos, donde estaban la iglesia, la farmacia y la escuela. Se invitó a todos los vecinos de ambos lugares, y hubo banda de música, farolillos, cohetes, puestos de chucherías y confites y sobre todo merienda y bebida sin tasa. El alfarero, que era muy mañoso para toda clase de oficios, se había pasado varios meses construyendo para su hija una cuna de madera de cerezo en forma de balancín, rematada en sus cuatro esquinas por angelitos tocando la trompeta, tan bien torneados que causaban maravilla. La cuna la colocaron en el centro del prado donde se celebraba la fiesta, sobre una pequeña tarima alfombrada de flores de los más diversos colores, perfumes y tamaños, porque después de las lluvias de marzo había estallado una primavera esplendorosa. Los que se acercaban allí, como si lo hicieran a una especie de altar, no sabían qué admirar más, si la confianza con que los pájaros y mariposas venían a posarse en los barrotes de la cuna, la delicada labor de ebanistería de esta o la mirada curiosa y espabilada de la recién nacida, a quien tan bien cuadraba el nombre con que la acababan de bautizar. Ni lloraba ni reía, pero levantaba un poquito la cabeza de la almohada y sus ojos, que parecían querer abarcarlo todo sin perder detalle, se clavaban en los de quienes se inclinaban a mirarla, y en los pájaros y en las mariposas, como si fuera a romper a hablar o a preguntar algo. Eran unos ojos rasgados en forma de almendra con la pupila de color de fuego.
—Trae en el alma el viento de la inquietud y en el corazón el fuego de la pregunta. Hará preguntas que no le sabrá contestar nadie y deseará siempre todo aquello que no pueda tener —sentenció entre dientes, nada más mirarla, una vieja curandera que tocaba el tambor en los entierros y tenía fama de adivina.
Y después se retiró a la espesura con unas rosquillas y una bota grande de vino, y nadie la volvió a ver.
Pero la madre de Sorpresa, que había oído aquella predicción, porque estaba junto a la cuna, se quedó tan triste e intranquila que por la noche no se podía dormir. Hasta que finalmente se echó a llorar. Su marido, que también estaba despierto, le preguntó qué le pasaba y ella no tuvo más remedio que contárselo. Zenón trató de consolarla; le dijo que Balbina, la vieja curandera, tenía un poco perdido el seso, ya se sabía, y que, cuando se emborrachaba, cosa que ocurría con frecuencia, decía disparates sin pies ni cabeza; pero que, de todas maneras, él iría a verla al día siguiente para que le explicara qué significaba aquello que había dicho, si es que se acordaba de haberlo dicho. Y con estos consuelos del marido, Remigia (que así se llamaba la madre de Sorpresa) se durmió. Pero él, en cambio, ya no podía conciliar el sueño, que es lo que nos pasa muchas veces cuando ahuyentamos la preocupación de otro, pagando el precio de que nos la contagie. Así que Zenón ya no podía quitarse de la cabeza las palabras de la vieja Balbina y estaba deseando que se hiciera de día para irla a buscar. Además, una vez disipados los vapores del vino, de la música y de las enhorabuenas, que le habían hecho estar viviendo toda la tarde como dentro de un sueño, empezaba a pensar si no tendrían razón algunos amigos que le habían reprochado la locura de gastarse en aquella fiesta casi por completo sus ahorros de muchos años. Habría querido ser un rey para poderle dar a Sorpresa todo cuanto se le antojara en la vida, pero al considerar lo miserable de su condición, las lágrimas se le venían a los ojos. Era como despertar de un sueño maravilloso, pero imposible.
Hacia la madrugada, cuando Remigia ya llevaba un rato dormida, su marido se levantó de puntillas, encendió una vela y se acercó furtivamente a la cuna, que destacaba como una joya preciosa en medio de la pobreza de aquel decorado. La niña seguía despierta en la oscuridad y no emitía ningún ruido.
—¿Qué quieres, hija? —le preguntó Zenón en un susurro—. ¿Te pasa algo, mi corazón? ¡Díselo a tu padre! ¿Por qué no te duermes, ni lloras ni sonríes? ¿En qué estás pensando tú, niña mía?
Sorpresa seguía atenta el oscilar de la vela. El brillo de aquella llama empalidecía en contraste con el de sus ojos, mucho más refulgentes. Luego miró a su padre con una expresión tan seria y penetrante que él bajó la cabeza suspirando, apagó la vela y se volvió a acostar.
En cuanto se hizo de día salió en busca de Balbina. Pero en el pueblo le dijeron que un leñador acababa de encontrársela muerta junto a un arroyo del bosque, con la bota de vino vacía apretada contra el pecho. Fue el primer entierro, después de muchos años, en el que nadie tocó el tambor.
Dos
Sorpresa, según las predicciones de la vieja curandera, creció impaciente y descontentadiza. Preguntaba que por qué había que rezar, que por qué había que coser y echarle pienso a la vaca, que por qué había que saber la hora que era, que por qué había que vivir siempre en aquel sitio, que por qué no pasaba el tren por allí, que por qué no podía ella ver el mar y otros ríos y ciudades grandes de las que el maestro de Sietecuervos les señalaba repartidas por la bola azulada del mundo. Y se extrañaba de que los otros niños de la escuela no se hicieran preguntas por el estilo y la miraran con recelo cuando ella se desesperaba porque nadie contestaba a las suyas.
Era además muy arisca a las caricias de sus padres y reacia a obedecer. Este último defecto se le fue agravando a medida que crecía. Siempre que la mandaban con el cántaro a la fuente, o a cualquier otro recado, no volvía hasta que habían pasado muchas horas, sin que nadie lograra sacarle palabra después de dónde había estado ni de lo que había hecho. Se le iba muchas veces el santo al cielo escuchando los cuentos que contaban los viejos al atardecer a la puerta de la taberna o sentados en corrillo en torno a la fuente. Hablaban de guerras antiguas, de viajes que habían hecho ellos cuando jóvenes o de gentes que no estaban ya en el pueblo. Hablaban también del señor de la Casa Grande, pero con misterio y diciendo cosas que no se entendían bien.
Los padres de Sorpresa discutían mucho por causa de su hija y ya no sonreían ni se llevaban tan bien como antes de nacer ella. Zenón era muy condescendiente con la rebeldía de la niña y se sentía incapaz de reprenderla. Pero su mujer, aconsejada por las vecinas, le imponía deberes y castigos que nunca, sin embargo, le servían de escarmiento. Le echaba la culpa al marido y se enzarzaban en peleas que les iban amargando el carácter.
Sorpresa estuvo yendo a la escuela de Sietecuervos hasta los diez años, pero cuando cumplió esa edad, el maestro vino una tarde a ver a Zenón y le pidió que no volviera a mandar a su hija por allí. Lo decía como aturdido, como si le costara violencia explicar los motivos de aquella decisión. Presionado al fin por las preguntas del alfarero, y compadecido del vivo dolor que se reflejaba en su rostro, acabó confesando que no lo decía porque Sorpresa fuera negada para los estudios, sino por todo lo contrario. Zenón no lo entendía y el maestro se rascó la cabeza debajo de la boina. Pues sí señor, era tan lista que ya le daba miedo. Iba siempre más allá que él, su curiosidad no tenía fronteras y le avergonzaba delante de los otros chicos, haciéndole unas preguntas tan especiales que no sabía cómo contestarlas. Había días en que casi no hablaba en clase más que ella, y al propio maestro, que no sabía cómo impedirlo, lo dejaba suspenso y maravillado. Pero también se daba cuenta de que si seguía consintiendo aquello, acabaría por perder su autoridad frente a los otros alumnos de la clase, que ya se reían de él. Y al hacer esta declaración, el maestro miraba para el suelo con una expresión de impotencia. Luego, después de una pausa, levantó la cabeza y dijo suspirando:
—Yo también era así de pequeño, lo recuerdo bien. Me parecía que todo iba a ser mío, que me iba a comer el mundo. Y aquí me tienes, Zenón, hecho un desgraciado.
El alfarero, que estaba obsesionado con el caso de su hija, y no era capaz de interesarse por otro ninguno, no percibió la amargura de aquella frase y se limitó a preguntar con alarma si con aquello el maestro había querido decir que Sorpresa de mayor iba a ser desgraciada.
—Eso no lo puedo saber yo —dijo el maestro—. Desde luego, talento tiene mucho, y creo que podría dedicarse a los estudios. Pero necesita libros, muchos más libros de los que puedo darle yo. Y también otros profesores. Este sitio le viene pequeño, Zenón, por mucho que nos moleste tener que reconocerlo.
Cuando el maestro se marchó, Zenón se quedó inmóvil en su pequeño taller, mirando por la ventana cómo iba cayendo la tarde. Se la pasó entera dándole vueltas a aquellas palabras y era como dar vueltas por un laberinto sin salida.
Con los años se le había agarrado un mal reúma a la columna vertebral y, como cada vez se veía más torpe para el trabajo, se refugiaba en la bebida. Remigia le ayudaba en la economía casera, cortando sayas y pantalones y trabajando a veces como asistenta para el señor de la Casa Grande, cuando recibía huéspedes o daba algún convite para la gente principal que venía de lejos a visitarle. Porque, aunque tenía un criado, un chófer y un jardinero, no siempre le bastaba con aquel servicio. Tenía fama de pagar con esplendidez, pero Remigia nunca daba cuentas de aquel dinero que recibía del señor de la Casa Grande. Su marido sospechaba que estaba haciendo ahorros a espaldas suyas para hacerle poco a poco un buen ajuar a Sorpresa, porque en aquella aldea las chicas se casaban muy jóvenes, casi niñas. Y la mujer del alfarero, influida por las críticas de sus vecinas, estaba convencida de que, a base de mano dura, su hija llegaría a ser como las demás, a conformarse con su destino y a casarse pronto con un hombre honrado y trabajador que le quitara de la cabeza todos los pájaros que se le habían metido en ella. Lo cierto es que en casa del alfarero se pasaban muchas estrecheces. Y lo peor era que ya no se hacía frente a la pobreza con resignación y serenidad, como antes de venir al mundo la niña.
Cuando empezó a oscurecer, el alfarero recogió los bártulos de su pequeño taller y subió a la casa por una escalerita de caracol. Había llegado a la conclusión de que darle estudios a Sorpresa era punto menos que imposible. Entró con la cabeza gacha en la cocina, donde su mujer estaba preparando unas sopas de ajo para la cena. Se sirvió un vaso de vino.
—Remigia —dijo—, quiero hablar contigo.
Ella levantó hacia el marido unos ojos cansados y hostiles. Luego se acercó a la mesa donde él se acodaba pensativo y se quedó de pie, esperando sus palabras.
—Suelta lo que sea —dijo impaciente—. Supongo que se tratará de Sorpresa, ¿no?, como siempre.
—Sí, de ella se trata.
—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Remigia sobresaltada.
—Nada, mujer, no ha hecho nada —contestó su marido, conciliador—. Pero es que creo que no la entendemos, de verdad. El maestro dice que en la escuela ya ha aprendido todo lo que él le puede enseñar.
—Pues que no vuelva y en paz. No sabes lo que me alegro. Con el pretexto de los dos kilómetros de ida y los dos de vuelta que se hace todos los días hasta Sietecuervos, se acostumbra a andar por ahí como una cabra loca y luego no hay quien la retenga en casa. Ahora mismo fíjate la hora que es y sin volver todavía. Y la culpa la tienes tú que nunca le dices nada.
—Pero, Remigia, por Dios —interrumpió el alfarero—, si es que no escuchas. Lo que me ha dicho el maestro es que sabe ya tanto que necesita muchos más libros de los que él le puede dar.
—¡Vaya noticia! —estalló ella—. ¿Y qué quiere decir con eso? ¡No pretenderá que se los demos nosotros!
—No, claro...
—¿Pues entonces?
El alfarero apuró su segundo vaso de vino y procuró dar a sus palabras un tono enérgico.
—Verás, mujer. Se trata de una cosa muy importante, aunque también difícil. Me he pasado la tarde dándole vueltas al asunto y se me ha ocurrido que por qué no hablas tú con el señor de la Casa Grande. No le veo otra solución.
Remigia, que había vuelto junto al fogón, y estaba revolviendo la sopa con una cuchara de palo, giró en redondo con el rostro incendiado, como si acabara de picarle un enjambre de avispas.
—¡Bonita solución! —vociferó indignada—. Eso ni hablar, ¿lo oyes? ¡Ni hablar! Ya te he dicho muchas veces que Sorpresa, mientras yo viva, no pondrá los pies por allí. ¡Pues solo le faltaba eso!
No era aquella la primera vez que salía a relucir en las conversaciones entre el matrimonio el señor de la Casa Grande, y Remigia siempre estaba atenta a que la niña no anduviera por allí cuando lo nombraban. Pero Sorpresa, como les pasa a todos los niños cuando sus padres se ponen a hablar de algo que no quieren que ellos oigan, andaba continuamente con el oído alerta, por si podía recoger alguna noticia de aquella casa, tan próxima y al mismo tiempo tan lejana. Era un edificio de piedra rosa con cinco chimeneas, que se alzaba a la salida de Trimonte, junto a la falda de la montaña, escondido en la espesura de un enorme jardín. Estaba rodeado de una tapia muy alta, por entre cuyas ranuras crecían las malas hierbas y corrían las lagartijas, y desde cualquier punto elevado de la aldea podía divisarse la fachada de balcones abombados y el sombrío jardín que había que atravesar para llegar a la escalinata que daba acceso a ella. Pero Sorpresa no había cruzado nunca los umbrales de aquella casa ni conocía a ningún niño que lo hubiera hecho. Le había pedido muchas veces a su madre que la llevara con ella para ayudarla en la cocina cuando el señor de la Casa Grande tuviera invitados, pero, a pesar de su insistencia, siempre había recibido una negativa rotunda, y si preguntaba por qué, Remigia le contestaba: «Porque no», que era una de las respuestas que a ella más le envenenaban la sangre, hasta el punto de hacerla rabiar y patalear.
Aquella tarde había andado de paseo por el monte inventando un cuento para contárselo al día siguiente al Pizco, el chico del herrero, que siempre le pedía cuentos; y al volver oyó desde la huerta que sus padres estaban discutiendo y que salía a relucir el nombre de la Casa Grande, como si saliera por la ventana abierta de la cocina un cometa desconocido a pasearse por entre las frondas con su larga cola de luz. Se subió a un árbol que había cerca de la casa para verlos y oír mejor lo que decían, y se quedó allí acurrucada, conteniendo la respiración. El corazón le latía muy fuerte, a compás con el canto de los grillos. Su madre estaba diciendo muy acalorada que el señor de la Casa Grande llevaba mala vida. Inmediatamente tuvo ganas de preguntar que en qué consistía llevar mala vida, pero se contuvo. Lo primero para que no la descubrieran fisgando desde allí, y luego porque se había ido acostumbrando a entender, aunque dentro de sí nunca lo aceptara, que hay cosas que a un niño de nada le sirve preguntar porque no van a hacerle caso, o todo lo más van a contestarle con una tontería. Imaginaba que llevar mala vida significaría, por lo menos, llevar una vida distinta de la que llevaban los demás, cosa que le parecía natural, porque aquella casa también era distinta de las demás. Se acentuó su curiosidad y también la llamita de sus ojos, que se pusieron a arder en la oscuridad como gusanos de luz.
—Si llevara mala vida —estaba diciendo Zenón en aquel momento—, no le visitaría el señor cura.
—Bueno —replicó su mujer—, ya sabemos que el pobre don Amancio no tiene cuatro gramos de sal en la mollera, y, además, como el otro le da buenas limosnas para la iglesia...
—Por algo se las dará.
La madre de Sorpresa se echó a reír con una risa que a la niña no le gustaba, porque no daba a entender que estuviera alegre, sino dispuesta a enfadarse más.
—Claro —dijo—, para ver si se pone a bien con la corte celestial, que buena falta le hace. A la vejez viruelas. El diablo, harto de carne, se metió a fraile.
¿Quién tenía viruelas? ¿Quién se había metido a fraile? Sorpresa no podía aguantar aquellos refranes tan tontos que solían soltar sin venir a cuento su madre y otras mujeres de la aldea. No había manera de entenderlos ni guardaban relación con lo que se estaba deseando saber. Lo que ella quería es que alguien le contara cómo era por dentro la Casa Grande, y qué hacía su dueño metido en ella todo el año, teniendo dinero para viajar como los amigos que venían a verle; quería saber de qué hablaba con estos amigos, cómo eran las fiestas que preparaba para ellos, qué comían, cómo se vestían. Es lo único que le interesaba saber.
Zenón se había puesto de pie y estaba ayudando a su mujer a poner la mesa para la cena. A través de la ventana abierta, salía a la huerta en sombras el resplandor apagado de siempre, el olor a comida de siempre, el tictac del reloj de siempre, la silueta agrandada de los objetos y muebles de siempre, de sus padres de siempre. Ahora estaban de espaldas y se les oía peor, hablaban de si eran malos o buenos los libros que tenía el señor de la Casa Grande, no de las ilustraciones que los pudieran adornar o de los cuentos que en ellos se contaban. Y Sorpresa notó que le entraba sueño y que empezaba a no esperar nada nuevo. Cada vez se les oía con más dificultad, como si estuvieran muy lejos, y la niña, mirando sus perfiles grotescos, que cambiaban de forma sobre la blanca pared de la cocina, notó de repente un dulce abandono y ganas de llorar. Era inútil pasarse el día con el oído tenso a la caza de historias inesperadas. Se daba cuenta de que las personas que conocía nunca, ni siquiera hablando de la Casa Grande, iban a decir más que lo de siempre, que no iban a darle jamás de los jamases ninguna sorpresa. Había encontrado una postura bastante cómoda entre dos ramas del árbol. Apartó la vista del rectángulo iluminado de la cocina y se reclinó un poco para mirar las estrellas, que empezaban a parpadear sobre el fondo aún pálido del cielo. Se encontraba bien. Cerró los ojos para no llorar y se quedó un buen rato muy quieta y recogida, escuchando el canto de los grillos, el croar de las ranas, el ladrido de un perro, voces agudas de mujeres que llamaban a sus hijos para que volvieran a cenar. Si abría los ojos, allí seguían las estrellas como una corona de joyas sobre su cabeza, una corona para ella sola, porque seguro que nadie la quería, que nadie se preguntaba por qué estaban allí las estrellas ni las miraba siquiera. ¿O tal vez las estaría mirando también el señor de la Casa Grande? En ese caso eran amigos, lo podían ser. «Yo puedo inventarme un señor de la Casa Grande, y ellos no», se dijo de repente. Y sintió un gran consuelo.
El reloj de la cocina dio las diez y Sorpresa, como si despertara, se bajó del árbol sin hacer ruido y entró en la casa. Al oír sus pasos por la escalera, Remigia se llevó un dedo a los labios y le hizo a su marido señas con la mano para que se callara. Sorpresa entró a tiempo de notarlo, pero ya se le había apagado la curiosidad por saber lo que le ocultaban sus padres.
Cenaron en silencio, como tres extraños. Sorpresa estaba sentada frente a la ventana y miraba el árbol donde acababa de estar subida, como si mirara a un amigo que los demás no conocían. Los ojos le brillaban con un fulgor especial y su padre, cada vez que levantaba los suyos de la sopa para mirarla a hurtadillas, sentía un nudo que le oprimía la garganta. «¿Qué será de ella?», se preguntaba.
Aquella noche Sorpresa, antes de dormirse, sacó un cuaderno grande que se solía llevar al campo para pintar lo que veía, y se entretuvo mucho rato dibujando una casa muy complicada llena de escaleras interiores, pasadizos en forma de espiral, estatuas, recintos con cortinas y unos muebles muy raros y picudos. Hasta que la terminó no supo que aquello era haber entrado en la Casa Grande. ¡Qué maravilla! Y la miraba con asombro e incredulidad, pero también con orgullo, porque nunca había hecho un dibujo que le quedara tan bien. Parecía una decoración de teatro. Y eso que Sorpresa no había estado nunca en el teatro.
Tres
Desde que dejó de ir a la escuela, a Sorpresa se le redobló su afición por inventar cuentos. Los pocos que había podido leer o le habían contado se los sabía ya tan de memoria que no le divertían. Pero había sacado una cosa en consecuencia: tanto en los cuentos que recordaban los viejos como en los que el maestro les daba a leer o les contaba, siempre había un momento en que alguien salía de viaje, y ese momento era como un imán que hacía girar a su alrededor los demás argumentos; a partir de entonces cambiaba todo. Los protagonistas del cuento se ponían en camino para salir en busca de algo que deseaban mucho o les deparaba el azar. Unas veces encontraban lo que iban buscando y otras no, daba igual. Lo importante era el viaje y las cosas nuevas que aprendían o veían al hacerlo. Yendo de acá para allá se transformaban en otros. Era como si viajaran precisamente para cambiar la vida que padecían al empezar el cuento. Y para poderlo contar.
—Si no pasa algo nuevo, no hay nada que contar. ¿Qué cuento vas a sacar de las cosas que te pasan todos los días? —le decía Sorpresa a Pizco, el chico del herrero, que siempre la escuchaba con los ojos muy abiertos.
Era un muchacho guapo y coloradote, de manos muy grandes y hábiles para toda clase de tareas, los pies ágiles y curtidos para subir descalzo a los riscos más escarpados, diestro en el juego de pelota, vivaracho para entender cualquier recado y cumplirlo con ligereza, despierto frente a los peligros, excelente cazador. A Sorpresa le halagaba que un chico bastante mayor que ella prefiriera su compañía a la de nadie, y era un alivio poder contar con él y saber que le guardaba siempre todos los secretos. Si no fuera por Pizco, no tendría a quien contarle cuentos. Pero la verdad es que no estaba segura de que entendiera bien lo que le decía, y a veces le parecía un poco tonto. Si le pedía, por ejemplo, que se escaparan juntos una noche a ver el mar, le ponía unos inconvenientes absurdos, como decir que el mar estaba a muchas leguas de allí y que no podrían estar de vuelta al día siguiente. Y eso qué más daba. Ya se vería. A quién se le ocurre pensar en volver cuando emprende una aventura. Era una respuesta que nunca habría dado nadie en un cuento.
—Pero es que yo creí que decías de verdad lo de irnos, no como si fuera un cuento —contestaba él desconcertado—. Contigo nunca se sabe. ¿Lo decías de mentira o de verdad?
—¡Ay, hijo, qué tonto eres! —se enfurruñaba ella—. Si no nos lo inventamos primero y no creemos que se puede hacer, nunca será verdad.
—Es que no se puede hacer.
—Claro, sobre todo si no se tienen ganas. A ti es que parece que no te importa quedarte en este sitio hasta que te entierren.
—A mí no.
—Pues me iré yo sola.
Pizco la miraba preocupado. ¿Por qué se querría ir? A él su pueblo le parecía precioso. Conocía el nombre de todas las plantas, de todos los bichos, de todos los árboles y los picos de la montaña, de todos los vecinos. Y una vez que había ido con su padre para hacer un trabajo a la ciudad cercana, casi no contó nada de lo que había visto, aunque estuvieron fuera siete días. Vino diciendo que Trimonte era mucho más bonito, que estaba deseando volver.
—Pero estarías deseando volver para contar algo, ¿no? —le decía ella, impaciente—. Porque si no, ¿para qué te has ido?
Y acababan riñendo, porque eran muy distintos. Pero Pizco, aunque no sabía contar cuentos, se había acostumbrado tanto a escuchar los de su amiga que, cuando se enfadaban, siempre era él el que la volvía a buscar para que hicieran las paces. Cuando tardaba en verla y en oírla era como si le faltara el aire.
La protagonista de los cuentos que inventaba Sorpresa era casi siempre una niña que se convertía en mujer de la noche a la mañana, arriesgándose a alguna aventura temeraria, recitando un conjuro o valiéndose de determinado talismán. Viajaba por tierra y por mar, sorteaba grandes peligros y llegaba a países inventados de nombres muy sonoros. Allí las gentes vestían de una manera especial y se pasaban la vida contando cuentos difíciles de entender, donde todo quería decir algo distinto de lo que parecía. Pero Sorpresa lo descifraba. Porque ella era aquella niña que quería crecer.
—Y para crecer, ¿sabes? —le decía a su amigo—, hay que entender las cosas difíciles.
A Pizco no le gustaban las cosas difíciles. Y, sin embargo, seguía pidiéndole que le contara aquellos cuentos tan raros. Algunas noches, recordándolos, tardaba en dormirse y se sentía muy intranquilo. ¿Se escaparía un día Sorpresa de verdad y le dejaría solo para ir al encuentro de aquella gente distinta? Claro que no podía, porque era muy pequeña. Pero ¿y si crecía de pronto, de tanto entender las cosas difíciles? Y cuando imaginaba esto, le entraba miedo y no se podía dormir. Sin Sorpresa, Trimonte dejaría de ser lo que era, se le irían los colores y la luz, se desmoronarían las casas, se secarían los árboles. No podía soportar la idea.
Sus amigos del pueblo, que ya andaban detrás de las chicas y se perdían con ellas por los caminos al anochecer, se burlaban de él, porque no había tenido novia todavía y en cambio se pasaba todos sus ratos libres con aquella niña estrafalaria, a la que seguía como perrillo faldero. En el pueblo les parecía a todos muy antipática y la madre de Pizco decía que había nacido para princesa y se había quedado en el camino. Pizco no podía aguantar que hablaran mal de ella, y por eso procuraba no nombrarla nunca. Le hubiera gustado que fuera amiga también de los demás, pero por otra parte le hacía muy feliz que solo fuera amiga suya. Pero acabó por avergonzarse de que los vieran juntos y, para no dar que hablar, solía citar a Sorpresa en sitios apartados de la aldea, cosa a la que ella accedía encantada porque le molestaba mucho la gente.
Pero el remedio fue peor que la enfermedad, porque es bien sabido que, en todos los pueblos y ciudades pequeñas del mundo, quienes buscan lugares apartados para pasear son precisamente los novios. Y en Trimonte ocurría lo mismo. Así que los paseos de Pizco y Sorpresa fueron más de una vez descubiertos por parejas de novios que se escondían en la espesura cuando llegaba el anochecer. Y fueron ellos los que empezaron a hacer correr por el pueblo comentarios de burla, que luego los amigos de Pizco hacían llegar a sus oídos. Y de nada le servía a él protestar. Si andaba por los bosques y los montes con la niña del alfarero a la caída de la tarde, y a veces la cogía de la mano para ayudarla a saltar una cerca o a escalar una peña difícil, nadie podía creer que fuera simplemente por el puro placer de oírle contar cuentos. Era que la quería para novia, que estaba enamorado de ella.
Y así vino Pizco a pensar en algo que nunca se le había pasado antes por la cabeza, y que ahora le quitaba el apetito y le tenía todo el día caviloso y distraído.
—No atiendes a lo que digo —se impacientaba ella algunas veces cuando le estaba contando un cuento—. ¿En qué estás pensando?
—En nada.
—No se puede estar sin pensar nada. Si pudieras quedarte sin pensar en nada, te saldrían alas y volarías como los pájaros. Sería muy bonito. Yo a veces lo he intentado hacer, pero no puedo. Y tú tampoco, ¿lo ves?, porque no estás volando. Anda, dime lo que piensas —insistía con voz autoritaria.
—¡Te digo que en nada! ¡Déjame en paz!
—Eres un mentiroso. ¿Por qué me mientes? Te van a salir patas de ciempiés.
Pizco bajaba los ojos o se enfadaba. Por primera vez se sentía incómodo al lado de aquella niña tozuda y fantasiosa. Nunca se habían dicho mentiras. Antes podían reñir, pero hablaban de todo lo que se les pasaba por la cabeza, y no había cosa de las que no entendían que no pudieran preguntarse uno a otro. ¿Qué le ocurría ahora? ¿Sería esto estar enamorado? A los demás no quería preguntárselo, y a ella tampoco, porque ¡qué iba a entender de amores una niña tan pequeña! Pero no, no era eso, era porque no se atrevía. A veces la miraba a hurtadillas y pensaba que aquellos ojos de bruja tan sabios y brillantes podían dar respuesta a todo. Y eso todavía le daba más miedo.
Decidió verla menos y hacerle menos caso, aunque lo sentía como una especie de traición. Al salir del trabajo, se iba a cazar pájaros con los amigos y también algunas veces a la taberna del pueblo, siempre animada y ruidosa. Al fin y al cabo, tenía dieciséis años recién cumplidos, era ya un hombre. En la taberna se hablaba mucho de las chicas del pueblo, que a veces pasaban por delante de la puerta cogidas del brazo y riéndose. Era verano y se acercaba la romería de san Juan, de la que salían muchos noviazgos. Todos los amigos de Pizco andaban alborotados y señalaban desde dentro a la chica que les gustaba. Él no señalaba a ninguna, pero andaba con el oído alerta a aquellas conversaciones de los demás, a la caza de alguna frase que, aunque fuera difícil de entender, como las de los cuentos de Sorpresa, le diera alguna pista acerca de lo que es estar enamorado. Pero nada de lo que los otros chicos decían, entre risotadas y guiños, le servía de explicación ni de consuelo. No porque fuera difícil de entender, sino porque no tenía nada que ver con aquella pena tan rara que él sentía desde que andaba huyendo de Sorpresa y no tenía cuentos que recordar por la noche. Eran sobre todo sus cuentos lo que echaba de menos. Pero no podía decírselo a nadie, porque se habrían reído.
La víspera de san Juan, al acabar su trabajo en la herrería, Pizco salió camino de Sietecuervos, donde se celebraban las fiestas y había una romería muy sonada. Iba estrenando un traje que le había acabado su madre la noche anterior, y estaba incómodo porque le tiraba un poco por las mangas. La madre le vio pasar desde una huerta donde estaba trabajando la tierra con otras mujeres. Había también un cacho de jardín. Le llamó.
—¡Qué guapo vas, hijo! Ven acá que te veamos.
Pizco se acercó un poco avergonzado, y su madre cortó una rosa para ponérsela en el ojal de la chaqueta.
—No sé bien a qué hora volveré —dijo él.
—Vuelve cuando quieras. Ya eres mayor. A ver si te echas novia, hombre.
Luego le dio un beso y se quedó mirándolo marchar. Pizco, según avanzaba a buen paso, oía la risa de las mujeres a sus espaldas y le daba rabia pensar que estarían cuchicheando con su madre.
Al llegar a la entrada del bosque de Los Gozos, se detuvo, como dudando. Hacía calor. De allí, junto a una cruz de piedra, arrancaba una veredita que no se internaba en el bosque, sino que salía de él. Conducía al semicírculo de montañas que respaldaban el pueblo y que ahora se perfilaban como castillos ruinosos bajo el sol ya cansado de la tarde. Una de aquellas cimas, que se llamaba el Perro Dormido, era la preferida de Sorpresa. Tal vez estuviera allí, porque iba muchas tardes. Llevaba ocho días sin verla. Miró alrededor. No había nadie. Solamente se oía el canto de los pájaros y el ruido de un arroyuelo. De pronto Pizco echó a correr por la vereda, alejándose del bosque. Le daba tiempo a dar aquel rodeo. Antes de ir a la romería, necesitaba que Sorpresa le viera con su traje nuevo. Era lo que más deseaba en este mundo.
Sorpresa estaba, efectivamente, en la cima del Perro Dormido, sentada en una peña que ellos llamaban el Sillón, porque tenía una especie de respaldo, y desde la que se dominaba todo el pueblo. Tenía las piernas en pico y apoyaba su cuaderno de dibujo contra las rodillas. No pareció sorprenderse cuando le vio aparecer jadeante y sofocado.
—Menos mal que vienes —dijo solamente—. Creí que tu madre no te habría dado el recado. ¿Traes algo de merienda?
—No. Pero ¿qué recado?
Ella esperó a que llegara a su lado y le hizo un sitio en la peña, al tiempo que recogía el cuaderno y lo cerraba.
—Fui a tu casa esta mañana, ¿no te lo ha dicho? Quería entrar a verte al taller, pero no me dejó. Me parece que estaba algo enfadada. Le dije que te esperaba aquí. Pero ¿no te sientas?
Pizco obedeció. Sentía una rabia que no acertaba a explicarse. Contra él mismo por sentarse en cuanto su amiga se lo mandaba, contra su madre que no le había dado el recado, y sobre todo contra Sorpresa, que no le decía nada de su traje nuevo.
—¿Y tú para qué tienes que ir a mi casa? Te crees que los demás andamos perdiendo el tiempo como tú, y que en cuanto mueves un dedo todo el mundo va a estar pendiente de tus caprichos. Has nacido para princesa y te has quedado en el camino. Más valía que te metieras en casa a ayudar a tu madre, en vez de pasarte el día subida por los riscos como una cabra loca.
De repente se extrañó de estar hablando así. Eran cosas que no pensaba de verdad, y que, cuando se las oía decir a otras personas, le indignaban. Además, a los riscos era él mismo quien la había enseñado a subir. Se miraba, enfurruñado, el pantalón, que, al trepar, se le había manchado de resina a la altura de la rodilla.
Sorpresa no decía nada. Se había quedado muy quieta, con los ojos clavados en las nubes, que empezaban a teñirse de rosa sobre el tejado de la Casa Grande. El sol parecía una bola de billar naranja, bajando despacito.
—Y además, ¿para qué querías verme? —preguntó Pizco, que no podía aguantar aquel silencio.
Sorpresa se encogió de hombros. Vio un coche negro que entraba por el parque de la Casa Grande, oyó voces distantes, el ladrido de un perro. ¡Qué lejos estaba todo! De pronto escondió la cabeza entre los brazos.
—¡Para nada! ¡Vete! Como mejor estoy es yo sola.
Entonces Pizco la miró y vio que estaba llorando. Le dio mucha pena, pero no quería hacer las paces tan pronto.
—Todo lo arreglas llorando —dijo de mal humor—. La culpa la tengo yo que te aguanto.
Ella levantó la cara. Tenía las mejillas encarnadas y una expresión de protesta y rebeldía.
—¿Arreglar qué? —preguntó—. ¿Qué tengo que arreglar? ¿He hecho algo malo? Si no te veo, podré ir a tu casa a dejarte un recado, ¿no? Se me había ocurrido un cuento y te lo quería contar. ¿Tiene eso algo de malo?
Le estaba mirando con aquellos ojos inmensos del color del sol que se hundía. Pizco bajó los suyos. Comprendió que era muy pequeña y muy inocente. Que tardaría mucho tiempo en poder pedirle que fuera su novia. Pero también que se arrepentía de haberla hecho llorar.
—Todos igual —seguía ella—. Mis padres que soy mala, las mujeres que soy mala, el cura que soy mala. Y ahora encima también tú. Pues acabaré siendo mala, si tanto os empeñáis, más mala que el diablo. Me iré de aquí, me saldrán cuernos y rabo, y no volveré nunca. ¡Qué ganas tengo de ser mala de verdad!
Se limpió las lágrimas de un manotazo y se puso a arrancar con furor unas hierbas silvestres que crecían por entre las ranuras de la peña.
—No digas esas cosas, que te puede castigar Dios —dijo Pizco asustado—. Yo no he dicho que seas mala. Anda, toma, sécate las lágrimas. Y perdóname.
Le tendió un pañuelo planchado que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Sorpresa lo cogió y se lo pasó por la cara. Le gustaba aquel fresco de la batista contra sus mejillas ardiendo. Pero seguía con el ceño fruncido.
—Has dicho que soy una cabra loca. ¡Cómo me aburre oír siempre las mismas tonterías, como si las dijera el loro del señor cura! ¿Es que no se te ocurre nada a ti solo? Nadie me dice nada que me dé una sorpresa. No sé por qué me tuvieron que poner ese nombre tan idiota. Lo odio.
—Pues a mí me parece muy bonito —dijo Pizco con su voz más amable.
Pero sentía una nostalgia rara. ¿Qué habría que hacer para sorprender a Sorpresa? Él nunca podría ser como aquellos personajes de sus cuentos que hablaban un lenguaje incomprensible y misterioso. Al otro lado del bosque, empezaron a subir culebreando los cohetes que anunciaban la fiesta de la noche de san Juan. Se elevaban por encima de los árboles oscuros y estallaban luego en una lluvia de colores sobre el cielo palidecido.
—¿Sabes que esta tarde voy a la romería de Sietecuervos? —dijo Pizco de repente, mirándola—. Tú no puedes venir, porque eres pequeña. ¿Te gustaría venir?
Ella siguió arrancando hierbajos de la peña, con una expresión reconcentrada y ausente.
—¿A la romería de Sietecuervos? ¡Vaya una cosa! —dijo.
—Sí, claro. Lo dices porque te da envidia.
----De pronto Sorpresa se puso en pie, con los ojos repentinamente animados.
—¿A mí envidia? ¡Como si no tuviera yo nada mejor que hacer esta noche! Venga, vámonos.
—¿Pero no me ibas a contar un cuento? —preguntó Pizco.
—Mañana. Ahora tengo prisa.
Recogió su cuaderno y se lanzó cuesta abajo, sin más explicaciones. Pizco se sacudió el pantalón y la siguió extrañado. Nunca acababa de acostumbrarse a aquellos cambios bruscos de humor de su amiga. Ella sí que daba sorpresas.
—¡Espérame! ¡No bajes tan de prisa, que te vas a matar!
Pero ella, sin hacerle caso, saltaba de peña en peña, canturreando y a toda velocidad. Había evitado a propósito un senderillo de ganado, que daba un rodeo pero era menos peligroso. Fue el que cogió Pizco, tras una breve vacilación, porque no se atrevía a tanta audacia de movimientos, preocupado ante la idea de que el traje nuevo pudiera estropeársele más. De vez en cuando, Sorpresa volvía la cabeza y se reía de irle dejando tan atrás. Otras se perdía de vista, y seguía saltando, veloz como una saeta.
Se encontraron abajo, cuando el sol acababa de esconderse y las nubes parecían las llamas de un incendio. Ella estaba esperándole, sentada sobre un muro del camino, y, en cuanto le vio aparecer, se levantó con un gesto triunfal.
—Bueno, que te diviertas —dijo—. Yo me voy por aquí, que se me hace tarde. Toma tu pañuelo.
Le sonreía con cara de burla. Pizco, desconcertado, cogió el pañuelo que le tendía y se secó la frente con él.
—¿Por ahí? ¿Y dónde vas por ahí?
—A la Casa Grande. Esta noche tienen invitados y mi madre me ha pedido que la vaya a ayudar porque hay mucho trabajo en la cocina.
—¡Mentira! —dijo Pizco, mirándola con ojos muy abiertos—. Lo estás inventando, ¿a que sí?
—No lo estoy inventando. Mañana te lo cuento todo.
—¿De verdad? ¿Cuándo?
—A las siete. Te estaré esperando ahí arriba, en el Perro Dormido. Y acuérdate de lo que te digo: si no vienes, no te vuelvo a hablar en mi vida.
—Claro que vendré —dijo Pizco—. Pero espera, no te vayas todavía. ¿Qué ha pasado? Tu madre no te dejaba ir a la Casa Grande. ¿Cómo es que ha cambiado de opinión?
Sorpresa se encogió de hombros con aire de misterio.
—¡Ah! No se puede contar en tan poco rato. Mañana lo sabrás. A las siete. Adiós.
Y se echó a correr por el camino de la izquierda sin volver la cabeza.
Pizco se quedó un rato parado, hasta que la vio desaparecer en la primera revuelta. Le daban ganas de seguirla, para saber si había dicho la verdad. Pero luego se acordó de los amigos que le estarían esperando en Sietecuervos, y echó a andar perezosamente en dirección contraria.
Cuatro
«Las cosas son más fáciles de lo que parece. Basta con que se decida uno a hacerlas», pensó Sorpresa, al empujar la puerta de la Casa Grande y ver que cedía sin necesidad de hacer esfuerzo, a pesar de lo sólida que era.
Y se detuvo un momento en los umbrales del inmenso parque, recordando las muchas veces que se había quedado clavada delante de aquella verja sin atreverse a empujarla.
Iba a volverse para cerrarla de nuevo, cuando se dio cuenta de que se le había escapado de las manos sin saber cómo y se cerraba ella sola, suavemente y en silencio. Entonces tuvo un poco de miedo y quiso abrirla otra vez desde dentro, pero no fue capaz. Estaba atrancada con cerrojo, aunque no logró ver el cerrojo.
«Mejor», se dijo para darse ánimos. «Ya no puedo pararme. Adelante y siempre más».
Echó a andar por un sendero iluminado por la luz de la luna. A los lados crecían árboles muy corpulentos y tupidos cuyas ramas, al ser zarandeadas por el aire, dejaban en el suelo sombras movedizas, sobre las que ella iba poniendo el pie con cuidado, como si temiera desbaratar aquel extraño dibujo. Y mientras avanzaba mirando para el suelo y procurando pisar de claro en claro, saltando a veces a la pata coja, se preguntaba que cómo habría podido caer la noche tan de repente. Escuchaba el silbido de las lechuzas, el croar de las ranas, el canto de los grillos, y el corazón le latía tan fuerte como si se le fuera a salir por la boca. Pero nunca en su vida se había sentido más feliz.
«Quien pisa raya, pisa medalla. Adelante y siempre más», canturreaba, acordándose de Pizco.
Al cabo de un rato, los árboles se espesaron, formando sobre su cabeza un túnel tan cerrado que la luna dejó de filtrarse por entre el ramaje y ya no veía el camino. Sorpresa continuó casi a tientas, orientada tan solo por un resplandor que se veía allá al fondo y que, poco a poco, se fue haciendo más brillante. Aceleró el paso y, a medida que iba acercándose a aquellas luces, pudo ver que procedían de dos globos enormes de cristal tallado que remataban la barandilla de una escalera de piedra muy ancha. Llegó a una plazoleta circular situada delante de la escalera, donde había parados tres coches negros. Los sorteó con cuidado, agachándose. Al volante de uno de ellos, vio el bulto de un hombre con la cara escondida entre los brazos. Supuso que debía estar dormido.
Luego, sin volverse ni mirar a los lados, echó a correr decidida y subió de dos en dos los peldaños de la gran escalinata. Cruzó por tres descansillos con bancos de piedra, y al remate del último estaba la puerta de la casa. Se paró un momento para atarse el lazo de una de sus trenzas, y empezó a percibir una música muy triste que venía del interior. Entonces se fijó en la puerta. Era grandísima y tenía un llamador de bronce en forma de león con argolla en la boca, situado a una altura muy superior a la de su cabeza. Pero no necesitó empinarse para llegar a él, porque la puerta estaba entreabierta.
Como era muy pequeña, se coló sin esfuerzo por aquella ranura y entró en una habitación tapizada de espejos. Estaba todo bastante oscuro, pero de algún punto de la habitación venía un débil resplandor que rompía la penumbra.
Entonces se fijó en que los espejos reflejaban desde distintos ángulos otra figura humana detrás de la suya. Y que de ella emanaba la luz.
Sorpresa se volvió para buscarla y casi se tropezó con ella, tan cerca la tenía, allí de pie, a sus espaldas. Era una mujer alta, vestida de terciopelo rojo, con el pelo lleno de bucles y unos zapatos plateados de punta fina que le asomaban por el borde de la falda. Estaba inmóvil y miraba al vacío con unos ojos verdes y brillantes, como de gato. Sostenía una antorcha en la mano derecha y una bandeja con vasos en la izquierda. Los vasos eran pequeños y estaban llenos de líquidos de diferentes colores. Parecían bombillitas, porque el líquido que contenían era fosforescente.
—Buenas noches —saludó Sorpresa cortésmente, después de tragar saliva—. Perdone si la he asustado. ¿Podría usted decirme dónde está la cocina?
La mujer no se movió ni contestó nada. Pero ocurrió una cosa muy extraña. Le creció de repente un tercer brazo de dentro del corpiño, y la mano de este brazo, adornada con muchas sortijas, se acercó a los vasos de la bandeja y los fue cogiendo despacio uno por uno y volviéndolos a dejar en su sitio, todo a un ritmo lento y mecánico. Cada vaso que iba cogiendo, lo acercaba durante unos instantes a los labios de la niña, antes de volverlo a posar en la bandeja. De tamaño y de forma eran todos iguales. La única diferencia entre ellos, aparte del color de los líquidos, estaba en que en unos ponía «más», en otros «menos» y en otros «igual», en letras doradas grabadas sobre el cristal. Sorpresa no tardó mucho en entender que estaba siendo invitada a elegir uno para beber, y le pareció una bienvenida muy oportuna. Porque además tenía mucha sed.
Esperó a que volviera a pasarle por delante uno de los va-sitos donde estaba escrito «más» y lo arrebató de la mano de las sortijas, que inmediatamente volvió a desaparecer por entre los pliegues del corpiño. Pero no fue eso lo que más extrañó a Sorpresa, sino el tacto frío y viscoso de aquella mano, cuando rozó la suya. Entonces, sin atreverse a beber todavía aquel licor, levantó los ojos para mirar con más detalle a la mujer que se lo había ofrecido. ¡Qué susto se llevó! Era toda de cera, menos los ojos que eran de cristal y el pelo que estaba hecho de hebras de seda negra.
El licor tenía un color entre azul y violeta. Sorpresa cerró los ojos, se lo bebió de un trago y volvió a dejar sobre la bandeja el vasito vacío. Notó en la boca un sabor fuerte y picante y enseguida un calor muy agradable que le corría por todo el cuerpo y le quitaba el susto y la timidez.
—Adiós, señora de rojo —dijo haciéndole una reverencia burlesca—. Eres muy amable. Pero a ver si cuando vuelva a verte has aprendido a hablar. Mira cómo me despido de ti.
Y se puso a bailar alrededor de ella, mientras canturreaba con vocecita risueña:
Más, más, más, mucho más,
no te quedes donde estás
y a la luna llegarás.
Mira bien por dónde vas,
pero no mires jamás
ni a los lados ni hacia atrás.
Más, más y requetemás.
Los espejos de las paredes se iban pasando uno a otro la imagen menuda y saltarina de la niña, el revoloteo de su falda de cretona, los giros de sus trenzas, el fuego de sus ojos animados.
Hasta que, un poco cansada, se paró para tomar aliento. Luego se puso a dar vueltas por la habitación para inspeccionarla. No tenía ninguna ventana, ni muebles. Era octogonal y no había en ella más adorno ni mobiliario que el de los ocho espejos, separados unos de otros por largos cortinajes del mismo terciopelo que el traje de la muñeca de cera. A Sorpresa no le hacía mucha gracia quedarse allí encerrada con ella, sobre todo porque estaba bien claro que era muda, pero tampoco quería volver sobre sus pasos. Hasta que de pronto reparó en que el espejo de enfrente estaba partido en el centro por una raya vertical, con picaporte a media altura. Era una puerta de espejos. Se paró a mirarse en ella, antes de abrirla.
—¡Qué suerte, chica! —le dijo, guiñándole un ojo, a la niña que la miraba desde dentro del espejo—. Creí que te quedabas encerrada aquí toda la noche con esa. Tú sigue con la misma cara y adelante, ¿me has oído?, veas lo que veas.
Luego se empinó para alcanzar el picaporte, que era también de espejo. Empujó la puerta y salió a un pasillo con baldosines blancos y negros que la condujo a la habitación siguiente.
Cinco
Aquella habitación, en cambio, estaba muy iluminada, era mucho más grande y tenía tres balcones abiertos al jardín. Estaba tan atestada de muebles que era difícil dar un paso sin tropezarse con alguno. Estanterías repletas de libros, butacas, divanes, sillas, consolas, lámparas de pie, esculturas sobre pedestales de hierro y mesas de diferentes tamaños. Encima de estas mesas y también por el suelo había objetos brillantes y muchos libros abiertos. Ahora sonaba muy cerca y con toda claridad la música que Sorpresa había oído al subir por la escalera. Se volvió para ver de dónde salía y reparó en un aparato cuadrado de manivela, con la tapa abierta sobre la pared. Dentro de él daba vueltas un disco negro, muy despacio, como si le diera pereza. Sorpresa pensó que debía ser por eso por lo que la música que salía de allí era tan quejumbrosa. Parecía el llanto de una persona, o mejor todavía el aullido de un animal que se va a morir. Cada vez sonaba más triste y apagada, igual que el disco también giraba cada vez más despacio.
Hasta que se paró y todo quedó en silencio. Pero por poco tiempo, porque enseguida se oyó una voz muy fuerte y enfadada que decía:
—¡Dale cuerda al gramófono! ¿No ves que se para? ¡Daniel! ¡Ricardo! ¿Quién anda ahí?
Sorpresa, que estaba parada delante del gramófono, mirándolo fascinada, porque nunca había visto ninguno, giró en redondo y no vio a nadie, a pesar de que la voz había sonado muy cerca. Seguramente la persona que hablaba había oído sus pasos y la estaba confundiendo con alguien. A tocar la manivela del gramófono no se atrevía. Comprendió que tenía que decir algo.
—Perdone usted, señor —dijo lo más alto que pudo, sin dejar de escudriñar por todos los rincones—. ¿Me puede decir dónde está? No lo veo.
Pero en aquel mismo momento, sus ojos se fijaron en un bulto oscuro que rebullía en el hueco del último balcón y se dirigió hacia allí.
Recostado entre almohadones contra los hierros del balcón había un hombre. Seguramente el mismo que acababa de hablar, porque no se veía a nadie más. Vestía pantalón ancho de raso negro y una blusa de lo mismo, bordada de abalorios de colores. Tenía al lado una botella y una copa y estiraba con indolencia las piernas que eran muy largas. Iba descalzo. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió al oír que Sorpresa se acercaba. Ella se paró en seco a pocos pasos del balcón, al sentir sobre la suya aquella mirada. Nunca había visto unos ojos tan negros y tan al acecho. Parecían los ojos de un lobo. Pero a Sorpresa los lobos le daban pena.
—Yo no sé darle cuerda al gramófono —dijo dulcemente—. Lo siento, señor. Nunca había visto un gramófono más que pintado. Y tengo miedo de romperlo.
El hombre, después de recorrerla de arriba abajo con indiferencia, volvió a bajar los ojos y trató de llenar la copa. Pero solo cayeron unas gotas porque la botella estaba vacía.
—Da igual —dijo, cerrando los ojos—. Tráeme champán entonces. Si sigo bebiendo, la música me viene por dentro y todo se me llena de colores. Ahora no oigo nada, lo veo todo negro, me muero.
Sorpresa le miró preocupada. ¿De verdad se iría a morir? Lo había dicho con una voz tan triste que no parecía la misma del principio; recordaba un poco la música del disco, cuando estaba a punto de pararse. Sorpresa no había visto nunca morirse a nadie. Ahora el hombre estaba de espaldas, muy quieto, con la cabeza metida entre los barrotes del balcón, mirando el parque. Aunque si se había muerto, ya no lo estaría viendo, ni las estrellas, ni la luna llena que brillaba redonda en lo alto. Sorpresa se acercó sigilosamente y le puso la mano en el hombro. Lo que más deseaba en el mundo es que se volviera y la mirara otra vez con aquellos ojos negros como botones de bota.
—Perdone —dijo muy bajito—. ¿Se encuentra mal?
—¡Claro que me encuentro mal! —contestó él furioso—. ¿No te he dicho que me he quedado sin champán? ¡Tráeme otra botella! ¡De prisa! ¿O es que se ha acabado el champán en esta casa? ¿Se lo han bebido todo esos locos?
—No sé decirle. Si quiere, puedo irme a enterar. Pero, por favor, no se muera.
El hombre volvió la cabeza. Le brillaban los ojos como si fuera a echarse a llorar.
—¿Y a quién le importa, dime, que me muera o me deje de morir?
—A mí me importa —dijo Sorpresa con voz firme.
El hombre la miró como si la estuviera viendo por primera vez.
—¿A ti? ¿Y por qué te importa? —preguntó intrigado—. No lo entiendo.
—Porque hemos hablado muy poco todavía —dijo ella—, y aquí se está muy bien en esta habitación, es muy buena para contar cuentos. La otra de los espejos también me gustaba, pero hay una señora que tiene tres brazos y da un poco de miedo. Además no habla. De todas maneras, en esta casa es todo muy divertido. Antes nadie me daba sorpresas, ¿sabe?
El hombre sonrió y a ella se le quitó un peso de encima. Se sentía capaz de ir a buscar la botella al fin del mundo, con tal de que el hombre vestido de raso no se volviera a enfadar.
—Pues, anda. No pierdas el tiempo hablando. Y vuelve pronto.
—Se lo prometo —contestó Sorpresa muy seria.
Y echó a andar decidida entre los muebles hacia una puertecita forrada de seda azul que había visto en la pared de enfrente, junto al gramófono.
—¡Ah, oye! —le gritó el hombre.
Sorpresa se volvió a medio camino.
—Diga, señor.
—Si ves a Ricardo, dile que me deje en paz, que se las arreglen solos, ¿entendido? No tengo ganas de ver la función ni de saber nada. Me han hartado entre todos esta noche. Díselo así.
Sorpresa se quedó dudando unos instantes. Lo más prudente sería pedirle alguna seña sobre Ricardo para poder reconocerlo y darle aquel recado. Pero enseguida se acordó de que, en los cuentos, al héroe nadie le explica nada demasiado claramente y acaba teniendo él solo que resolver los misterios, vencer los peligros y encontrar el camino. Si le ayudan, no hay premio al final.
—Descuide, se lo diré —contestó muy segura—. Enseguida vuelvo. No se mueva de ahí.
Y ella misma se extrañaba de haberle mandado algo a una persona tan mayor y tan importante, la primera persona importante que conocía en su vida. Pero eso mismo la llenaba de orgullo.
Salió sin volver la cabeza por la puertecita forrada de seda azul. Daba a un pasillo semejante al anterior, aunque este parecía más largo. Al final de él, se oía mucho alboroto de voces y de risas. Ahora sí que había empezado la aventura. Había que andar con tiento. Y Sorpresa avanzaba despacio, con el oído alerta a aquella mezcla de ruidos que se iban acercando hasta ensordecerla.
Se detuvo en un arco sin puerta que daba paso a la tercera estancia. Dentro se agitaba un tumulto de figuras desconocidas, que iban a proponerle nuevos acertijos. Antes de fijarse con detalle en ninguna, cerró los ojos muy fuerte y se apoyó contra la pared, como si quisiera concentrarse para reunir ánimos. Estaba muy emocionada. Oyó claramente decir a alguien que debía pasar por allí cerca: «Otra vez jugando al escondite. Es lo que le gusta, ya le conoces. Quiere hacerse el interesante». ¿Estarían hablando del hombre que ella había visto? Ahora se oían muchas carcajadas. Ahora unas palmadas imponiendo silencio, y una voz más fuerte que las demás: «Bueno, ya está bien. ¿Empezamos o no?».
Sorpresa despegó la espalda de la pared y susurró, clavándose las uñas en las palmas de las manos: «Si estoy soñando, da igual, con tal de que dure. Vea lo que vea y oiga lo que oiga, no me puedo entretener. Me está esperando y le he prometido tardar poco». Luego abrió los ojos y entró confiada y tranquila en la nueva habitación.
No daba tiempo a fijarse siquiera en si era grande o chica, a causa de la cantidad de gente que había en ella. Unos circulaban de acá para allá y otros estaban sentados, pero en silencio ninguno. Eran tantos y vestidos de forma tan singular que al principio era difícil pararse a mirarlos uno por uno, porque en medio de tanta algarabía, todos llamaban igualmente la atención. Pero Sorpresa notó enseguida que su entrada, en cambio, no había llamado la atención de nadie, y eso le produjo mucho alivio y una sensación extraña de poder. Se relamió los labios y reconoció todavía rastros de aquel sabor dulce y picante del licor violeta:
—«Más, más, más, requetemás» —canturreó bajito.
Y avanzó, abriéndose paso entre la gente, hacia una mesa redonda que había visto en el centro con manjares y varias botellas. Tal vez alguna fuera de champán.
El camino hacia la mesa era más largo de lo que había calculado, y lo malo es que a medida que lo recorría se iba olvidando de lo que iba a buscar allí y de su propósito de no mirar a los lados. Era imposible hacer otra cosa, no daba abasto a mirar. Y Sorpresa nunca había podido mirar algo sin pararse para verlo bien. Así que también por eso tardaba tanto en llegar a la mesa, porque caminaba en zigzag, como una hoja al viento, según los ojos se le iban quedando prendidos en las diferentes escenas que veía y la gente la empujaba de acá para allá. Sentía una sensación de mareo muy agradable dejándose arrastrar.
De pronto se vio en los umbrales de una terraza muy grande con balaustrada de piedra. Estaba adornada con farolillos de colores y tenía en medio un columpio en forma de sofá. A Sorpresa le dieron muchas ganas de sentarse en él. Desde allí podía dominar lo de dentro y lo de fuera y respirar un poco el aire de la noche. Además estaba muy cansada de tantas emociones y necesitaba una pausa para reponer fuerzas y pensar.
En la terraza solo había dos parejas sentadas en el suelo y abrazadas, pero no la miraron. Llegó al columpio y se reclinó en él, de espaldas a la habitación. ¡Qué bien se estaba! El alboroto de dentro era como una melodía que se acompasaba con el vaivén del columpio. Del parque llegaban ráfagas de viento fresco con olor a eucalipto, y más allá de la masa oscura de los árboles, parpadeaban las lucecitas miserables del pueblo y se dibujaban a la luz de la luna los perfiles de la montaña. Reconoció la cumbre del Perro Dormido y le pareció que habían pasado años desde que estuvo allí sentada con Pizco, mirando con envidia los balcones de esta casa. Y sintió un repentino sobresalto. «¿Habrán pasado años de verdad? —se preguntó—. ¿Habré crecido sin darme cuenta?». Pero no. Se tocó las trenzas, se palpó el cuerpo escurrido y pequeñito, las piernas infantiles, reconoció su falda de cretona, y por primera vez desde que había entrado en la casa notó que las lágrimas se le venían a los ojos.
Pero reaccionó inmediatamente. Se acordó de un pasaje de la Historia Sagrada, que el maestro les leía en el colegio, y que a ella siempre le había gustado mucho: el cuento de la mujer de Lot, que se había convertido en estatua de sal por mirar hacia atrás. Para llorar ya tenía la cama de su casa; ahora estaba aquí, viviendo una aventura maravillosa. Se secó las lágrimas, se bajó del columpio y volvió a entrar en la habitación. Tenía que encontrar la botella de champán y darle el recado a Ricardo. Eso era lo único importante.
Seis
Enseguida notó que se le había pasado el mareo y que ahora podía fijarse en las cosas con más claridad y mirarlas una por una. Con orden y concierto. No como una marea de bultos confusos y vertiginosos. Todo, de pronto, parecía más real. Se apoyó en la pared, decidida a tomar parte en lo que estaba pasando allí, a enterarse.
A la derecha de la terraza, había una tarima alfombrada de verde, con respaldo de madera. Sobre este respaldo, dos muchachos jóvenes en mangas de camisa estaban clavando unos cortinajes con fleco dorado, subidos a una escalera de mano. Parecía una tarea difícil y los cortinajes debían pesar mucho, porque a los de la escalera les tenía que ayudar desde abajo un tercer personaje arrodillado en el suelo, que iba desenrollando los pliegues de la tela, se empinaba para dársela a los otros y ellos la recogían agachándose, a riesgo de caerse. Sorpresa se quedó un rato mirándolos trabajar.
De pronto el de abajo, que estaba de espaldas, se volvió y se puso de pie. Tenía barba, vestía calzas azules y llevaba el pecho desnudo y la cara pintada de blanco. Por encima de la pintura le caían regueros de sudor. Se quedó un rato mirando alrededor, como si estuviera buscando a alguien, con gesto de enfado.
—¡Ricardo! —gritó—. ¿Dónde se ha metido Ricardo ahora? ¡Por favor, queréis callaros un poco!
«Menos mal que manda alguien aquí», pensó Sorpresa, al notar que se apagaban casi por completo los rumores de la habitación. Y, mientras lo pensaba, miraba excitada a todos lados, pendiente de la aparición de Ricardo. Pero además, de paso, veía mejor la habitación, al recorrerla con la vista desde un punto determinado y con un fin concreto.
—¡Ricardo se ha ido a vestir! —contestó muy alto una voz de mujer.
Era una de las personas que estaban sentadas alrededor de la mesa redonda, donde era evidente que acababa de celebrarse una cena suculenta. Sobre el mantel blanco había botellas, ceniceros con colillas, fuentes de fruta y una serie de platos sucios y de copas de vino mediadas, que dos mujeres con mandil iban recogiendo. En una de ellas Sorpresa reconoció a su madre, y el corazón empezó a palpitarle muy de prisa. Allí no podía acercarse por ahora. Menos mal que se le había ocurrido salir a la terraza.
—¡Pues venid alguien a echar una mano aquí! Así no empezamos nunca. ¡Yo también tengo que acabar de vestirme! ¡Sois un hatajo de inútiles! ¿Qué hacen los de los focos?
Varias personas se levantaron de la mesa al mismo tiempo, entre ellas la mujer que había hablado y que llevaba en la cabeza un cucurucho con velo colgando por detrás. Se dirigían hacia acá, congregando con ellas a otras muchas de las que andaban por la habitación. De pronto eran como una procesión de hormigas afanosas, que arrastraban banquetas, agarraban faroles y cortinas y hasta un tablero enorme que traían entre tres con un paisaje de árboles pintado en su superficie.
Pero Sorpresa ahora no podía permitirse el lujo de fijarse en detalles; tenía que aprovechar aquella confusión para escabullirse. Se agachó y se fue escurriendo despacio para refugiarse detrás de la tarima, porque se había fijado en que, entre el respaldo de ella y la pared, quedaba un hueco.
De momento no era mal escondite aquella especie de pasillito oscuro, donde se amontonaban trozos de tela, trajes arrugados, bombillas, cables, herramientas y cajas de madera. Se sentó en una de aquellas cajas hasta que se le fueron apaciguando poco a poco los latidos del corazón. Seguía oyendo al otro lado las órdenes que daba el personaje de la barba a los que habían llegado para ayudarle. Lo malo era si alguno se metía aquí atrás a buscar algo, porque estas cosas seguro que las tendrían que necesitar. Tenía que decidir lo que fuera, pero por lo pronto se daba por contenta con haber salido airosa del segundo peligro. El primero había sido el de las lágrimas; el segundo la visión de su madre recogiendo la mesa. Los dos pertenecían al mundo que el héroe de los cuentos abandona cuando emprende la aventura. Si se quiere crecer, no hay que mirar atrás.
Estaba tan sumida en sus propios pensamientos, que se sobrecogió al oír una voz que venía de lo alto.
—¡Eh, tú, chica! ¿Qué haces ahí?
Levantó la cabeza y vio asomar por el borde del respaldo la cara de uno de aquellos muchachos en mangas de camisa que estaban clavando los cortinajes. ¡Vaya por Dios, la habían descubierto! Como siempre, por mirar atrás, por volver la cabeza hacia los peligros que se han dejado atrás, en vez de disponerse a afrontar los que quedan.
—Nada —dijo—, estaba descansando. Pero ya he cogido fuerzas. ¿Quiere que le ayude en algo?
—Sí, mira a ver si hay clavos por ahí. Allí tienes una linterna. ¿La ves?
—Sí, ya la veo.
La cabeza desapareció unos instantes.
—No vayas, Pedro, no. Ya no hace falta. Me los va a dar una chica que hay aquí.
Sorpresa encendió la linterna y enseguida encontró un paquete de clavos. Estaba mucho más contenta de poder ayudar a montar aquel extraño espectáculo que de haber superado con bien el tercer peligro. Amontonó tres cajas de madera una encima de otra, y en el momento en que acababa de encaramarse a ellas, ya volvía a aparecer al otro lado del respaldo la cara del chico aquel. Todavía tuvo que empinarse un poco para tenderle el paquete de clavos.
—Ahí tiene. ¿Necesita algo más?
—No, muchas gracias, guapa.
Y desapareció. Pero antes le había sonreído.
Sorpresa saltó ágilmente de las cajas al suelo, y al hacerlo, reparó en una puertecita que había en la pared y que no había visto antes. Por si acaso, mejor escaparse por allí.
La empujó y salió a una escalera estrecha de caracol con los peldaños muy gastados. Tardó bastante en bajarla porque estaba aquello oscuro y era larga. Menos mal que según iba bajando se veía cada vez un poquito mejor. La luz venía del piso de abajo, una especie de bodega con las paredes desconchadas y olor a humedad. Estaba iluminada por dos bombillas desnudas colgando de un hilo, que emitían un resplandor triste. En una de las paredes había todo a lo largo una gran estantería de madera con huecos donde se alineaban tumbadas muchísimas botellas. En la parte de la derecha estaban las de champán, de vientre más redondo. Sorpresa las conocía bien porque el día de su cumpleaños su padre traía siempre una y la abría pegando un taponazo. Aquel momento en que el tapón saltaba haciendo ruido hasta el techo y empezaba a salir el surtidor de espuma era lo único alegre de la fiesta, porque luego su padre se emborrachaba y reñía con su madre, que siempre se negaba a beber. Pero no quería acordarse de cosas tristes. Miró a los lados y, al convencerse de que no andaba nadie por allí, se acercó a la estantería y, tras una pequeña vacilación, agarró una de las botellas de champán y echó a correr como alma que lleva el diablo. Era la primera vez que robaba una cosa.
Estuvo corriendo mucho rato por largos y oscuros corredores que daban vueltas y no llevaban a ninguna parte. Le parecía que la iba siguiendo alguien, que se iba a encontrar con ratas, tarántulas o murciélagos. Y cada vez corría más de prisa, jadeando, apretando la botella contra el pecho, como si fuera un tesoro. No había rastro de puertas ni de escaleras por ninguna parte. Hasta que volvió a entrar en la misma habitación de las botellas, pero por el extremo opuesto. Se rascó la cabeza y se paró para tomar aliento. Bueno, menos mal. Siempre podía subir otra vez por la escalera de caracol. Pero hubiera preferido no tener que desandar el camino, porque eso le quitaba gracia a la aventura. En los cuentos nunca pasa.
Y mientras estaba pensando esto, miraba la bodega, porque antes, con la prisa de robar la botella, no la había visto bien. Y se dio cuenta de que, además del pasillo por donde había salido de allí y el otro por donde había vuelto a entrar, había un tercer hueco con una luz al fondo. Estaba dudando si meterse por él o no, cuando ocurrió algo realmente extraordinario. Aunque, pensándolo bien, extraordinario era todo lo que le estaba ocurriendo desde que entró en aquella casa. Pues, bueno, más extraordinario todavía. Se oyó el ruido de una puerta que se cerraba y por el hueco aquel que estaba mirando apareció un rey. Un rey de carne y hueso, con corona en la cabeza y manto rojo bordeado de piel blanca. Como los de la baraja, pero vivo.
Se venía mirando en un espejo redondo con mango de oro y en la otra mano llevaba unos papeles. Avanzaba muy tieso y muy despacio en dirección a la escalera, pero al llegar a la niña dejó caer el espejo, se paró y dijo, mirándola:
—¿Vale tal vez la pena, mi señora, correr tantos riesgos, ganar tantas batallas y afrontar tantas responsabilidades, si no alcanzo el consuelo de recibir una sonrisa de amor de vuestros labios? Oh, no volváis el rostro, miradme al menos.
Sorpresa le miró, aunque no estaba segura de que se estuviera dirigiendo a ella. Sentía mucho apuro. No sabía dónde poner la botella de champán. Pero le miró.
Entonces el rey, después de soltar un ruidoso suspiro, se arrodilló ante ella y trató de coger una de sus manos.
—Espere un momento, señor rey —dijo Sorpresa.
Y dejó la botella en el suelo. Le parecía una descortesía tener las manos ocupadas.
—¡No me gusta que me interrumpan! —exclamó el rey con una voz completamente diferente y echando una mirada furtiva a los papeles—. Así se me olvida todo.
—Lo siento —dijo Sorpresa—. Ya no volveré a interrumpirle.
Y le tendió la mano derecha, un poco avergonzada al pensar en lo sucia que estaría. Pero el rey no debió darse cuenta, porque enseguida la cogió y la cubrió de besos. Luego la miró, pero ahora más de cerca. Así arrodillado, quedaban sus cabezas al mismo nivel, porque él era muy alto. Y muy guapo también. Sorpresa bajó la vista.
—¡Por piedad, mi dulce señora —prosiguió él entonces en el tono majestuoso del principio—, no me neguéis también la luz de vuestros ojos, que en vano se debaten por esconder su fuego! ¡Dejadles hablar el lenguaje divino del amor! ¡Olvidaos de ese disfraz de niña atemorizada que os impuso el capricho de vuestro cruel padre y haced que despierte vuestro corazón de mujer!
Sorpresa sintió que le corría por todo el cuerpo un calor insoportable que subía a encenderle las mejillas.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó en un susurro—. No deseo otra cosa. ¿Qué hay que hacer para lograrlo?
Ahora ya se atrevía a mirarle sin vergüenza, y le salía a la cara todo el raudal de luz que su curiosidad siempre insatisfecha había ido almacenando en su interior como dentro de un cajón cerrado. Era exactamente así, como abrir un cajón del que salían volando pájaros de oro.
Pero, de pronto, el rey la estaba mirando de otra manera y ya también su voz era distinta, cuando dijo, levantándose:
—Me encantaría seguir ensayando el papel contigo, oye, porque veo que te lo sabes. Pero es que debe ser muy tarde. Alárgame el espejo, por favor, que se me ha caído.
Sorpresa obedeció, como si saliera de un sueño. Ahora él se estaba sacudiendo el polvo de las rodillas. Luego se ajustó bien la corona delante del espejo, porque se la había ladeado un poco al arrodillarse.
—¿Qué tal te parece que me sale? —preguntó sin mirarla—. Estoy un poco bebido, ¿a que se nota?
—No, no se nota —dijo Sorpresa con voz apagada—. Lo ha dicho usted todo muy bien.
—Menos mal. Oye, ¿qué hora será?
—No sé. Pero ¡qué importa! —dijo Sorpresa, que en aquel momento se había olvidado por completo del señor vestido de raso y hasta de quién era ella misma—. No se vaya tan pronto, por favor, señor rey. Ha dejado sin contestar mi pregunta. Y todavía tengo que hacerle tantas que si las pongo en fila llenan los pasillos de esta casa y falta sitio.
—¿Qué pregunta? —preguntó el rey entre distraído y fastidiado—. No tengo tiempo, de verdad, otro día. Deben estar impacientes esos arriba. Pero si quieres, sube a ver la función.
—No, gracias —dijo ella secamente—. Prefiero salir por otro lado. ¿No hay ningún sitio más que ese para ir al piso de arriba?
—Sí, por ahí, por donde yo he salido. Hay un cuarto pequeño, y de él arranca una escalera, a la derecha, antes de llegar a la cocina. ¿Conoces la casa?
—Sí, un poco. Pero antes me he perdido.
—Por ahí no te pierdes. Adiós, guapa. Hasta otro día.
Sorpresa sintió crecerle en el pecho aquella rebeldía incontenible contra los mayores, de sobra conocida por ella. La misma que provocaba sus estallidos de cólera cuando le prohibían una cosa o dejaban sin respuesta sus preguntas más queridas.
—¡Es usted igual que todos! —exclamó indignada—. ¡Creí que los reyes serían distintos! ¡Váyase al infierno! ¡Le odio!
El rey, que ya había puesto el pie en el primer peldaño de la escalera, la miró con rostro extrañado y luego pareció humanizarse.
—Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Qué he dicho yo para que te pongas así conmigo, mujer?
—¡No soy una mujer, soy una niña, por desgracia! —exclamó Sorpresa con voz de rabieta—. Pero usted me ha dicho que me iba a explicar lo que tengo que hacer para dejar de serlo. Y ahora se marcha sin más, después de hacerme ilusiones, y encima me sale con que hasta otro día. ¡Mentiroso! ¿Qué día?
El rey volvió sobre sus pasos y se inclinó hacia ella sonriente.
—¿Quieres ser actriz de mayor? —le preguntó.
Sorpresa, que empezaba a arrepentirse de haberle hablado de tan malos modos, bajó la cabeza compungida.
—No sé. Me da igual. Lo que quiero es ser mayor.
El rey le levantó la cabeza por la barbilla.
—Anda, no te enfades —le dijo—. Dame un beso. Eres mayor de lo que te parece.
—¿De verdad? —preguntó ella—. No le creo. ¿Por qué dice eso?
—Porque te enfadas como una mujer de verdad.
Le dio un beso en la mejilla y ella sintió que se le aplacaba el enfado. Al fin y al cabo, la estaba besando un rey. ¿Qué más podía pedir? Además, tampoco ella tenía que andarse entreteniendo con reyes ni con nadie. La estaba esperando el hombre del traje de raso. ¡Dios mío, se acababa de acordar! ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se despidieron? Le había prometido volver pronto. La botella ya la tenía. Pero ¿y el recado? No podía volver sin dar aquel recado.
—Perdone, señor rey —dijo en tono educado—. Yo también tengo mucha prisa, y no me acordaba. Adiós y muchas gracias. Pero antes de que se vaya, quiero hacerle una última pregunta. Estoy buscando a un hombre que se llama Ricardo, pero no lo conozco. ¿Sabría usted decirme dónde puedo encontrarlo?
El rey se echó a reír a carcajadas. Luego hizo ante ella una reverencia ampulosa.
—Lo tenéis ante vos, noble señora —dijo, engolando la voz como al principio—. ¿En qué puedo serviros?
Sorpresa le miró incrédula. No se fiaba de que volviera a hablar en aquel tono tan fascinante, pero tan engañoso. Lo mejor era romper el juego, como él había hecho antes. Así que le contestó, muy seria:
—Si no me estás diciendo otra mentira y eres de verdad Ricardo, hay un señor arriba vestido de seda con cristalitos en la blusa y los ojos negros como carbones que me ha dado un recado para ti.
Y, de pronto, le parecía normal estarle tuteando. Se sentía muchísimo más cómoda.
Ricardo se mostró inesperadamente interesado ante aquella noticia.
—¿No serás tú la que me engaña ahora? ¿Lo has visto? ¿Dónde está?
Sorpresa se sintió muy importante, por lo importante que parecía haber encontrado a aquel señor que no quería ver a nadie y que la estaba esperando arriba. Comprendió que de todo lo que había visto, con lo raro que era, aquello debía ser sin duda alguna lo más importante.
—Sí —dijo—, lo he visto con mis propios ojos. Está asomado al balcón de un cuarto muy grande que tiene muchos muebles y un gramófono que se para cuando no le dan cuerda. Pero está algo escondido y al entrar no se le ve.
Pero enseguida se dio cuenta de que estaba revelando un secreto que debía haber guardado para sí. En los cuentos es fundamental que el protagonista, si quiere salir victorioso, sepa mantener los secretos. Así que añadió, para arreglarlo:
—Pero no se te ocurra de ninguna manera ir a buscarlo, óyeme bien, porque quiere que le dejen en paz. El recado que te tenía que dar es ese, que no le molestéis ninguno ni vayáis allí para nada, y que no tiene ganas de ver la función. Conque ya lo sabes.
—¡Está loco! —exclamó Ricardo—. Completamente loco, cada día más. Le dices de mi parte...
De pronto se quedó mirándola con una mueca de desprecio, como si estuviera viendo a un bicho insignificante.
—Pero bueno, soy tonto. Si no quiere ver a nadie, menos querrá verte a ti. Ya subiré yo luego a ajustarle las cuentas.
—¡A mí sí quiere verme! —dijo Sorpresa desafiante—. Me está esperando.
El rey se echó a reír.
—¿Esperarte? Se ve que no lo conoces. Nunca ha esperado a nadie. Ni espera nada de nadie. Se olvida de todo lo que no es él mismo, los demás no existen, no los escucha. ¡Se quiere comer él solo el pastel del diablo!
Sorpresa se quedó muy intrigada por aquella última frase tan misteriosa, y su primer impulso fue preguntar lo que quería decir. Pero tuvo miedo de hacerlo, le pareció que podía ser otra de esas tentaciones que le salen al paso al héroe del cuento para embarullarlo y meterlo en laberintos, desviándolo de su camino. Ya estaba muy escarmentada.
—Lo siento —dijo—. Me ha pedido que no tarde, así que no puedo entretenerme más.
Y ante la mirada atónita de aquel rey Ricardo de pacotilla, recogió del suelo la botella de champán, hizo ante él una reverencia burlesca como cuando se despidió de la muñeca de cera, y salió corriendo de la bodega por el mismo sitio por donde lo había visto aparecer.
—¡Espera un momento! ¡Espera! —oyó que le gritaba a sus espaldas.
Pero no dio oídos a aquella voz y siguió corriendo sin volver la cabeza. Ahora sí que estaba segura de haber vencido a todos los fantasmas.
Siete
El hombre del traje de raso se había quedado adormecido contra los hierros del balcón y estaba soñando con pájaros negros. Aleteaban sobre su cabeza formando una nube espesa que iba bajando y bajando hasta taparle el aire. Ni era capaz de llamar pidiendo socorro, porque la voz no le salía, ni conseguía despegar los ojos. Hasta que notó que algo se le venía a posar en el hombro derecho y se despertó dando un grito que sacudió su cuerpo. Estaba rígido y miraba al vacío con ojos espantados.
—Perdone —oyó decir junto a sí a una vocecita infantil—. ¿Tenía usted alguna pesadilla?
Con gesto receloso y aturdido, se tocó el hombro y palpó la piel suave de una mano pequeña que no huía al contacto de la suya.
A su lado, de pie, había una niña de poca estatura con trenzas de color trigo y unos ojos enormes llenos de luz. Era suya la mano que había palpado y que ahora mantenía apretada. La soltó y volvió el rostro hacia las sombras del jardín, como buscando entre la espesura el rastro de los pájaros negros. De alguna parte tenían que haber salido. Pero todo era quietud y silencio bajo la luna llena. Suspiró hondo.
—Yo también tengo pesadillas —siguió diciendo la niña, en vista de que él no contestaba nada—. Y se queda uno luego un rato como tonto, ¿a que sí?, porque te da rabia haberte llevado un susto de verdad por una cosa de mentira.
—Es que yo no estoy tan seguro de que sea mentira —dijo el hombre con voz taciturna, sin dejar de escudriñar las sombras del jardín, como si buscara la solución de algún misterio.
Sorpresa miró su perfil pensativo y se quedó sin saber qué contestar a aquello. No le parecía buen momento para intentar distraer a aquel señor tan triste con el cuento de sus aventuras recientes, las cuales, por cierto, de puro raras, no estaba tampoco segura de que le hubieran pasado de verdad. Y eso que traía en la mano la botella.
La dejó en el suelo con cuidado y decidió esperar a que el hombre se espabilara un poco. De todas maneras, estaba deseando romper el silencio para poderle hacer un poco de compañía.
—¿De qué trataba su pesadilla? —le preguntó—. Yo a veces me caigo por un barranco y otras sueño con pájaros negros que se me vienen encima para sacarme los ojos, y por más que hago no los puedo espantar. Es horrible.
El hombre se volvió bruscamente a mirarla.
—¿Sí? ¿Y de dónde vienen, del cielo o de los árboles? ¿Lo sabes tú?
—Claro que sí: del cielo —contestó la niña sin vacilar—. Pero no se ve el cielo, porque lo tapan ellos con sus alas. Me parece a mí que son murciélagos.
El hombre la miraba fijamente, como si estuviera viendo a un fantasma.
—¿Murciélagos? —preguntó con aire ausente—. ¿No serían grajos?
—No, no, murciélagos. Me acuerdo luego muy bien de todo cuando me despierto. Los otros sueños que no son de gritar se escurren como lagartijas y no se dejan echar el lazo. ¡A mí me da una rabia! Pero las pesadillas, al revés, esas se te quedan bien agarradas, quieras que no. Debe ser porque las caza uno con ese grito que da al abrir los ojos; chilla y ¡zas!, todos los pájaros negros ¡presos en la red!
De pronto se calló. El rey había dicho que este señor no le hacía caso a nadie. Y sin embargo a ella la estaba escuchando sin interrumpirla. Y la miraba mucho. Aunque sabe Dios lo que querría decir aquella mirada de lobo. Igual estaba a punto de enfadarse y echarla de allí con cajas destempladas. ¡Como no decía nada!
Lo mejor sería tantear el terreno.
—A lo mejor le estoy aburriendo con tanta tontería —dijo—. Yo es que soy muy charlatana. Sobre todo de noche, de día menos. Pero, claro, lo malo es que de noche todo el mundo está durmiendo ¿y con quién vas a hablar? No te queda más remedio que hablar con la pared o con las estrellas que se ven por la ventana, aunque sea aburrido. La gente es que yo no sé cómo tiene siempre tanto sueño. En cambio esta noche he visto a montones de personas despiertas, y me han pasado cosas tan raras, que me he espabilado muchísimo. ¡Hay que ver la cantidad de gente que cabe en esta casa! Hasta he visto a un rey... Pero, bueno, si le aburro, me callo. No me importa, porque estoy acostumbrada a que me manden callar. Usted dígamelo.
—No, no me aburres nada, al contrario —dijo el hombre, que seguía mirándola absorto—. Pero dime una cosa, ¿de dónde has salido tú?
A Sorpresa, tan aficionada a hacer preguntas difíciles, aquella le pareció peliaguda. Lo mejor era contestar con otra para hacer tiempo.
—¿Quiere usted decir esta noche o desde que nací...? ¡Vaya —añadió extrañada—, menos mal que se ríe! Le veo siempre tan serio. ¿Se está riendo de mí?
El hombre se reía, efectivamente, dejando al descubierto dos hileras de dientes afilados y blancos.
—No, no... Y además, mira, me da igual de dónde salgas. Has aparecido y ya está. Lo que quiero es que no te vayas.
Replegó las piernas, para dejar un espacio libre enfrente de él, y del montón de almohadones sobre los que se reclinaba, eligió dos que lanzó al aire. Al principio Sorpresa creyó que los tiraba al jardín, pero no. Fueron a caer en la parte opuesta.
—Anda, siéntate ahí enfrente de mí, si no tienes sueño.
Sorpresa, muy complacida, se apresuró a obedecer. Los almohadones eran preciosos. Uno de ellos tenía bordado un pavo real y el otro dos gatitos asomando por las tapas de un cesto.
—Muchas gracias, señor. Con su permiso —dijo acomodándose sobre ellos—. ¡Qué a gusto se está en este rincón! Parece un escondite, ¿verdad?
—Claro, es un escondite.
El balcón era bastante ancho y lo suficientemente largo como para que sus extremos dejaran entre la barandilla y la pared aquellos dos espacios que desde dentro de la habitación no podían verse. Acurrucada en el de la derecha, la niña lo ocupaba por completo. Era justo como una casita a su medida. Aunque su madre saliera por el cuarto del gramófono, no la vería. Pero al hombre, aunque había retrocedido, le sobresalían las piernas enteras formando un montículo. Y es que, naturalmente, tenía un cuerpo mucho más grande.
—Su escondite es bastante peor que el mío —reflexionó Sorpresa en voz alta, acordándose del rey—. Si entra alguien a buscarlo a usted, será fácil que lo descubra.
—No viene nadie —dijo él—. No te apures. ¿Estás cómoda o quieres otro almohadón?
—No hace falta, señor; estos son muy mullidos. Nunca en mi vida he estado tan a gusto.
El hombre encendió un pitillo y se puso a fumar en silencio. Ella, aunque seguía pensando un poco inquieta en el rey, no quiso decir nada para no turbar el encanto de aquella situación. Estaba visto que el señor del traje de raso no se acordaba de haberla visto antes ni del recado que le dio. Así que mejor, nadie le pedía cuentas, todo empezaba de nuevo y no hacía falta mirar hacia atrás. Se fijó en que rematando la barandilla del balcón había dos angelitos de hierro. El de la parte de acá miraba hacia lo lejos y llevaba entre las manos un arco y una flecha que disparaba en dirección al jardín; el de allá estaba en cuclillas leyendo un libro y parecía muy abstraído. Bueno, es que el nuevo comienzo, ya más bonito no podía ser. Pedir más sería pecado. Miraba enfrente la brasita del cigarro, muy roja cuando subía hasta los labios del hombre, y casi invisible al venir a posarse entre sus dedos en el pico del monte que formaban sus rodillas. Siguiendo con los ojos aquel itinerario y el que trazaban las volutas de humo hasta desvanecerse en el aire, a Sorpresa le parecía que iba de viaje en un barco entre nieblas hacia rumbo desconocido, y que el ruido de las ramas de los árboles era el de las olas del mar. Casi de puro gusto le estaba entrando sueño. ¡Pero qué disparate dormirse ahora! El balcón era la cubierta de un barco y ella una mujer mayor con traje de seda y zapatos de tacón, que acababa de conocer al capitán del barco. Él había abandonado el timón para venir a sentarse a su lado a la luz de la luna, y le pedía que le contara sus aventuras.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó el hombre de repente.
Sorpresa se sintió cruelmente arrancada de sus fantasías. Era como si a alguien que estuviera subiendo hacia la luna agarrado a la cuerda de un globo, le pincharan el globo. Bajó los ojos a sus calcetines arrugados, a sus sandalias gastadas, y el cuento que estaba inventando se hizo añicos contra el suelo del balcón.
—No es de buena educación preguntar la edad, señor —contestó enfurruñada—. Perdone que se lo diga. Además, ¿le importa a usted saber cuántos años tiene ese árbol? —añadió señalando hacia uno muy corpulento y salpicado de flores blancas, que se veía en primer término, no lejos del balcón, rodeado de una especie de banco de piedra circular—. Y aunque le importara, no lo puede saber, porque el árbol no habla.
El hombre miró en aquella dirección.
—¿Cuál? ¿El magnolio gigante? ¿El del banquito?
—Sí. ¿A que no sabe cuántos años tiene?
El hombre la miraba con cara repentinamente divertida.
—Dilo tú, si lo sabes.
—No lo sé.
—Pues yo sí. Has perdido, te toca pagar prenda. Lo plantó mi bisabuelo en el verano de 1809, al terminar la guerra de la Independencia. Ciento setenta y cinco años tiene.
—¡Está usted haciendo trampa! —dijo Sorpresa, que tenía muy mal perder—. ¡No juego!
—¡Ah! ¿Te da rabia? Pues lo siento. No valen caprichos. Me tienes que dejar que te dé un beso. Luego, si quieres ya no jugamos más, pero esa es la prenda.
Había apagado el pitillo y la miraba muy serio. Luego cogió unos almohadones y, abandonando su escondite, se vino al de ella.
—Hazme un sitio, anda —dijo—. ¿A ti te gusta más dentro o fuera?
—Me da igual —dijo Sorpresa bastante apurada—. Pero es que me parece que aquí los dos no cabemos.
—Sí cabemos —aseguró él con acento autoritario—. No me contradigas.
Sorpresa se corrió hacia la izquierda, pegándose lo más posible a la fachada de la casa, y vio que, efectivamente, quedaba el espacio justo para que el hombre se acomodara a su lado contra los hierros del balcón.
—¿Lo ves? —dijo—. Pero espera, que antes de sentarme te quiero enseñar una cosa. Y te contaré una historia también.
Dejó los almohadones en el suelo y entró en la habitación.
Sorpresa se puso a gatas y asomó un poquito la cabeza al interior llena de curiosidad. Le vio dirigirse, sorteando los muebles y los libros tirados por el suelo, a una mesita donde había posados, entre otros cachivaches, varios retratos. Cogió uno de ellos, todavía de espaldas, y se lo metió en una especie de faltriquera que llevaba colgando en el costado de la blusa, cosida al cinturón. Ahora llegaba a la pared del fondo y se paraba delante de la librería.
Sorpresa se volvió a esconder sin hacer ruido, cruzó las manos sobre el regazo y esperó bien pegada a la pared. Otra vez le parecía que el ruido del viento agitando las ramas del magnolio gigante era el del oleaje de un mar embravecido. El capitán del barco iba a darle un beso. Apenas se atrevía a mirar el hueco que esperaba ser ocupado por su cuerpo allí a la derecha, no se atrevía a moverse ni casi a respirar. Apretaba los dedos de sus manos cruzadas, clavándose muy fuerte las uñas de una en la piel de la otra, hasta hacerse daño. «Ahora viene», pensaba. Como una vez que se hirió en la pierna y miraba, tumbada desde la cama, a su madre empapando algodones en una palangana con alcohol para limpiarle la sangre que le corría, pantorrilla abajo. Tenía miedo, pero había decidido disimularlo.
Pasaba el tiempo y el hombre no volvía. Ahora sí que le latía fuerte el corazón. Pero no era capaz de volver a asomarse dentro. Una fuerza superior a su voluntad la mantenía inmóvil contra la pared. «¿Y si no vuelve?», se preguntaba apretando las manos una contra otra cada vez más fuerte. También que volviera le daba miedo, pero un miedo mucho más emocionante. La idea de que no volviera no la podía soportar. Y, sin embargo, la tenía encima, quitándole el aire, como aquella bandada de murciélagos de sus pesadillas. Podía haber ido a visitar a los personajes del otro cuarto y haberse olvidado de ella completamente. El rey había dicho que se olvidaba de todo, que no le importaba nadie, que se quería comer él solo el pastel del diablo.
Y cuando estaba pensando precisamente en esta frase tan misteriosa y diciéndose que tal vez la solución pudiera consistir en entenderla, se sobrecogió porque una voz potente había dicho a su lado:
—¡Diablo! ¡Esto sí que es una sorpresa!
Sorpresa cerró los ojos y se hizo la señal de la cruz. Luego, cuando los abrió otra vez, el hombre estaba allí de pie en el quicio del balcón. No le había sentido llegar, porque venía descalzo y sus pasos no sonaban sobre la alfombra.
—¡Diablo! —repitió—. ¡Una botella de champán! ¿Quién la habrá puesto aquí? ¡Con lo seca que tengo yo la boca!
La niña notó de repente que también ella tenía la boca más seca que un esparto y que casi no le pasaba la saliva. Así que desistió de decir que había sido ella quien trajo la botella de champán; porque además eso era de otro cuento muy lejano y daba igual ahora.
El hombre se agachó a coger la botella y salió al balcón con ella y la copa.
—Vamos a abrirla, ¿te parece? —dijo—. Supongo que te gustará el champán.
Sorpresa no lo sabía, porque su madre nunca le había dejado probarlo. Así que siguió sin despegar los labios. Desde luego, le apetecía beber lo que fuera. Además, las mujeres que viajan por mar sentadas junto al capitán del barco que les ha prometido un beso, tienen que estar dispuestas a beber aunque sea veneno.
—Ven aquí —dijo el hombre, alargándole la copa—. Sujétala bien en alto, ¿quieres? Lo malo es que no vamos a poder brindar, porque no hay más que una copa.
Sorpresa le miró desde abajo, encogida.
—¿Y luego me va a contar la historia? —preguntó, con voz débil.
Porque empezaba a sentirse un poco mareada ante el ritmo vertiginoso con que se sucedían los acontecimientos de aquella noche, como luces que se encienden y se apagan, sin guardar relación unas con otras.
El hombre la miró con enfado.
—Oye, mira, si empezamos con impaciencias, no puede ser. Las cosas hay que prepararlas bien, ¿no? ¿O es que ya te has aburrido y te está entrando sueño?
—No, no, ¡a mí qué me va a entrar sueño! —protestó ella ofendida.
Cogió la copa y se puso de pie. Las piernas le temblaban un poco.
Él se había apoyado contra la barandilla del balcón y, sacando los brazos hacia afuera, descorchó la botella en el vacío. El tapón subió hasta cierta altura, perdió fuerza, describió una curva y cayó a perderse en la oscuridad. Sorpresa vio el surtidor de espuma blanca y notó que le salpicaba la frente, al levantar la copa para recogerlo. Una vez llena hasta los bordes de líquido dorado, se la dio al hombre.
—¿Te he mojado? Bueno, no importa, eso es suerte. Anda, vamos a sentarnos.
Se acomodaron uno junto a otro en el escondite de la derecha y se pusieron a beber champán, pasándose la copa uno a otro en silencio. Sabía dulce y hacía cosquillas al bajar por la garganta. Cuando se vaciaba la copa, él la volvía a llenar despacio. Era como si no tuviera que pasar ya nunca nada más que aquello, como si no hubiera cosa alguna que desear ni que esperar. Y Sorpresa no tenía ganas de contar cuentos ni de oírlos, solo de seguir allí acurrucada por los siglos de los siglos, atenta a la aparición de aquella mano delgada con anillo de piedra roja que se presentaba a intervalos ante sus ojos ofreciéndole nuevamente el líquido picante y fresco encerrado en la copa de cristal, abandonándose al vaivén del barco. Cuando no le tocaba beber, miraba las estrellas y le parecía que bailaban de un modo raro. Hasta que todo empezó a darle vueltas y cerró los ojos. Las estrellas entonces se desdibujaron y aparecieron el rey, la muñeca de cera, el capitán del barco, el personaje de la barba, la mujer del cucurucho y el chico de los clavos, riéndose agarrados de las manos. Giraban velozmente como enganchados en una rueda que no se podía parar, cada vez más de prisa, «más, más, requetemás», cantaban; y ella quería entrar en aquella rueda, pero su madre la tenía agarrada por la falda y tiraba de ella hacia atrás, sin dejarla. Sintió que el brazo izquierdo del hombre rodeaba delicadamente sus espaldas.
—¿Qué pasa? ¿Te mareas?
—Un poquito —dijo ella con un hilo de voz.
Ahora el brazo del hombre la estrechaba más fuerte. Seguía con los ojos cerrados, pero distinguía claramente el tacto sedoso de la manga contra la piel de su nuca.
—¿Nunca habías bebido champán?
Negó con la cabeza. Las burbujas de champán le subían a los ojos y le escocían dentro de los párpados cerrados.
—Mírame. Estás temblando —dijo una voz más dulce que ninguna del mundo.
Entonces, haciendo un esfuerzo sobrehumano, abrió los ojos y se encontró con los del lobo triste que relucían muy cerca y muy negros estampados en el rostro flaco y arrugado. Hasta entonces no se había dado cuenta de que era una persona vieja. Notó que todo el champán que había bebido le empezaba a resbalar por las mejillas, convertido en lágrimas que ya no era capaz de retener, ni lo pretendía. Porque tampoco le daba vergüenza. El hombre ahora había dejado la copa en el suelo y la estaba besando en la frente, en el pelo, en los ojos, y la abrazaba tan fuerte que casi no la dejaba respirar.
—No llores, Cecilia, mi Cecilia —dijo con una voz estremecida de emoción—. ¿Por qué lloras?
—¡Porque soy muy pequeña! —estalló, como si se arrancara una careta—. Porque solo tengo diez años. Y no entiendo nada, y no soy ninguna princesa ni me llamo Cecilia. Y además no he bebido nunca champán, ni tengo libros, ni amigos, ni una habitación donde no me venga nadie a molestar, ni sé darle cuerda a un gramófono, ni he visto el mar, ni me contesta nadie a lo que le pregunto, ni he hecho ningún viaje de verdad, ni he conocido al capitán de ningún barco, y porque el rey no me ha querido decir lo que tengo que hacer para ser mayor, que es lo que más deseo en este mundo, ni usted tampoco, y porque todos me riñen o me dicen mentiras, y porque quiero contar historias de verdad y ser mala y mayor de verdad. Muy mala y muy mayor. Como usted, eso es. No necesitar de nadie. ¡Comerme yo sola el pastel del diablo!
—¿Quién te ha dicho eso? —se enfureció el hombre que unos minutos antes la besaba llamándola Cecilia.
—Su amigo Ricardo, que iba disfrazado de rey. Pero no lo entiendo bien. Debe ser una adivinanza.
Siguió llorando cada vez más flojo, porque ya no la consolaba hacerlo. Sabía que estaba metiéndose por un camino totalmente equivocado y sin vuelta atrás, de esos por donde el héroe del cuento va a quedar atrapado irremediablemente, por mucho que pida auxilio. Además ya no se sentía héroe de cuento ni nada. Lo había echado todo a perder.
Y la mayor prueba era que el señor de la blusa negra se había quedado mudo como un muerto y había dejado de besarla. Hasta que retiró el brazo de detrás de su espalda y se quedó inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Estaban en la misma postura de antes, pegados uno al otro, pero era como si una muralla invisible de piedra hubiera bajado a separarlos. Ahora el hombre había escondido la cara entre las manos y sus hombros se estremecían. ¿Estaría llorando? Sintió mucho remordimiento y mucha pena. ¿Cómo se le había podido ocurrir llamar malo a un señor tan bueno? No sabía cómo arreglárselas para hacer las paces. Decidida, cambió de postura y se arrodilló delante de él con las manos juntas. De pronto se acordó de una canción que se cantaba cuando la procesión de la Virgen del Cucurucho: «Amable Jesús mío, / ¡oh cuánto te ofendí! / Perdona mi extravío, / y ten piedad de mí..».. Y sintió la tentación de cantarla, porque además ella entonaba bastante bien; pero se contuvo a tiempo. No era propio invocar así a un señor que se estaba comiendo el pastel del diablo, no porque fuera pecado llamarle Jesús mío, que igual lo era, sino simplemente porque no venía a pelo y porque él podía reírse a carcajadas. Por la iglesia jamás se le había visto, y aquellos dos angelitos del balcón ni estaban de rodillas ni producían devoción ninguna... Más bien parecían proponer algún acertijo. Era mejor inventar otra cosa, alguna frase parecida a las que dijo el rey. Pero se le habían borrado de la cabeza aquellas palabras de tanto perifollo.
—No se enfade conmigo, señor —imploró al fin—. Quiero verle la cara otra vez; míreme, ande, por favor. Se lo pido por lo que más quiera. ¿Qué es lo que más quiere?
—Yo ya no quiero nada —dijo el hombre—. Nada de nada. Eso es lo malo, mi querida niña. Alguna vez, cuando te pase esto, que ojalá te tarde en pasar, y te golpees la frente buscando en vano el rastro de todos esos deseos que ahora te consumen, entonces y solo entonces resplandecerá ante ti como un tesoro perdido para siempre la luz de tus diez años. Y habrás logrado lo que querías: crecer, pero pagando un precio terriblemente caro. Nadie podrá ahorrarte ese precio, porque en eso consiste crecer.
A medida que hablaba, había ido dejando resbalar muy despacio las manos que le cubrían el rostro afilado y grave. No había huellas de lágrimas en sus ojos más negros que el betún, más insondables que la noche y que se agrandaban y se agrandaban errantes por el vacío, como si quisieran recoger dentro de sus pupilas todas las sombras del mundo. Era peor que si llorara, mucho peor. Y Sorpresa, aunque estaba sobrecogida de miedo, no podía apartar la vista de ellos ni dejar de desear con ardor que volvieran a fijarse en los suyos. Nunca había visto un rostro tan hermoso. Si era el diablo, quería condenarse.
—Siga hablando, por favor —le pidió—. Dígame más cosas.
El hombre se sirvió la última copa de champán, dejando escurrir bien las gotas de la botella, y se la bebió de un trago. Luego apoyó los codos contra las rodillas y se quedó mirándola como desde muy lejos.
—Los niños sois crueles —dijo—. Es vuestra condición, pero no os dais cuenta. Yo también era así. Ven acá. Mira.
Echó mano a la faltriquera y sacó el retrato que había cogido de la mesa. Sorpresa se enderezó sobre sus rodillas y fue a sentarse en el hueco que él le brindaba entre las piernas, al tiempo que le enseñaba el retrato. Era pequeño, enmarcado en terciopelo gris, y desde dentro del marco, les sonreía un niño de ojos muy negros y dientes muy blancos, subido en un banco de piedra circular y apoyado contra el tronco grueso de un árbol en el que Sorpresa reconoció el magnolio gigante.
—¿Es usted? —preguntó.
—No, hija mía. Era yo, que es cosa muy distinta. Esa foto me la hizo mi padrino, el padre de Cecilia.
—¿Y Cecilia, cómo era? —preguntó Sorpresa, apoyando confiada su espalda contra el pecho del señor vestido de raso, en espera del cuento.
Así, acurrucada entre sus piernas que la resguardaban por ambos lados, no podía verle los ojos, pero veía los de aquel niño descarado y sonriente del flequillo negro. Y, sin embargo, la voz que sonaba a sus espaldas tal vez fuera la misma.
—Pues verás, no sé cómo explicártelo —empezó diciendo—. Desde luego, ahora me parece que era distinta de todos los demás seres que he conocido en mi vida, pero tal vez sea precisamente porque no la volví a ver. Sé que por alguna de las carpetas del despacho debe andar perdida alguna foto suya y que si me pusiera a buscarla la encontraría. Pero no me atrevo. Lo mismo me llevaba una desilusión, si me daba por compararla con los centenares de mujeres hermosas que he conocido después a lo largo de mi vida. Prefiero llevar su imagen guardada aquí dentro y que resucite de pronto, cuando menos lo espero, como un ángel que se posa a mi lado unos instantes, me señala con el dedo a lo lejos y después levanta el vuelo. Justamente como tú cuando te me has aparecido esta noche. Por eso hubo un momento en que te confundí con Cecilia.
—¡Pero yo no he levantado el vuelo todavía! —protestó Sorpresa.
—Estás a punto de hacerlo —dijo él con tono sentencioso—. Pero no hablemos de eso ahora, por favor. ¡Qué bien te huele el pelo! A pinos y a retama. Poco debes parar tú en casa, bribonzuela.
—Muy poco, sí —contestó Sorpresa, más atenta a percibir la caricia casi imperceptible de aquel rostro sobre sus trenzas que a encontrar algo original que decir—. Pero dígame, ¿Cecilia, cuántos años tenía?
—Pues mira, primero cinco, luego seis, luego siete, luego ocho, y así puedes seguir contando hasta diecisiete, un verano tras otro. Porque solamente nos veíamos durante los veranos. Lo que no entiendo, por más vueltas que le doy, es cómo pasaba el tiempo entonces. Parecía que todo iba a durar siempre, a seguir en el mismo sitio, como el magnolio gigante. A mí me ahogaban los veranos metido aquí. Y ella me decía: «¡No hables siempre de cuando seas mayor! ¿Es que no te das cuenta de lo felices que somos ahora?». Aquí, en el hueco de este balcón, nos escondíamos a veces para hablar. Ella decía que aquel angelito que está leyendo un libro era el suyo y el de la flecha el mío.
—¿Por qué? —preguntó Sorpresa.
—Porque ella lo que quería era entender todas las cosas, poquito a poco, estar recogida en un sitio, y yo no la dejaba en paz, me estorbaba el estudio de chico, ¿sabes?, siempre andaba mirando a lo lejos, inquieto. Ahora comprendo que se pierde uno el camino por mirar a lo lejos. Cuántas veces me he acordado luego de las cosas que ella me decía, ¡la hacía rabiar tanto!, y hasta llorar, pobre Cecilia, y eso que era dos años mayor que yo. Pero se había enamorado mucho de mí. Fue la primera novia que tuve. Cuando se murió ya tenía otra, y ni siquiera me di cuenta entonces de lo que perdía. Se recibió un telegrama en casa desde Suiza y mi madre se echó a llorar desconsoladamente. Era invierno, y nevaba. Yo me fui al cine. Tenía quince años.
Guardaron silencio unos instantes, flanqueados por los dos angelitos de hierro y vigilados por la mirada insolente del niño de la foto.
—Anda, trae eso —dijo el hombre luego, quitándosela de las manos a Sorpresa—. Está visto que hoy el champán nos ha sentado mal a ti y a mí. Nos ha dado llorona.
Y diciendo esto, se levantó.
—¡Caramba! —exclamó—. Se me ha quedado dormida una pierna. Habrá que entrar a ver por dónde van esos. ¿Qué hora será?
—No tengo ni idea —contestó Sorpresa, que seguía en el suelo sobre los almohadones.
—¿Qué pasa? ¿Que tú piensas quedarte ahí toda la noche?
—No sé. No he pensado nada. Pero usted antes dijo que sus amigos le aburrían, que no los quería ver.
—Sí, bueno, me aburren, como me aburre todo en general. Pero los he invitado yo, ¿sabes?, y además en el segundo acto tengo que salir disfrazado de diablo. Es el final de la función. Así que hasta ahora.
Se metió en la habitación y Sorpresa, después de dudarlo un poco, se levantó también y se quedó mirando para dentro, de espaldas al jardín. El hombre se había quedado sentado delante de un tocador con espejo ovalado y se estaba pintando la cara a la luz de unas bombillas de luz muy potente.
Se fue acercando despacito hasta quedar detrás de él, a cierta distancia. Sobre el tablero del tocador había varios frascos, tarros y pinceles. El espejo reflejaba la imagen atónita de la niña en segundo plano, pero el hombre, enfrascado en su trabajo, no parecía ahora reparar en ella. Se había puesto a silbar entre dientes una melodía estridente y desafinada, a medida que llevaba a cabo con movimientos rápidos y expertos el maquillaje que iba transformando su rostro. Se pintó unas cejas gruesas y picudas, se sujetó con una goma una barbita de chivo, se colocó un casquete de seda negra con dos cuernos y se embadurnó la cara con una crema gris oscuro. Lo hacía todo tan bien y tan deprisa, que al poco rato no parecía el mismo y hasta daba un poco de miedo. Pero lo peor fue cuando se levantó de allí, descolgó de un perchero lleno de ropas una capa negra de muchos vuelos, se la puso y empezó a describir, agitándola con las manos, una danza muy rápida por entre los muebles de la habitación.
Sin-sin-sin, sin-sin-sin
sin maldad no hay libertad...
—cantaba enardecido, girando a tropezones como un murciélago.
Luego volvió a mirarse al espejo y se dio los últimos retoques.
—Bueno, vamos allá —dijo—. Esto ya está de sobra.
Sorpresa, que había seguido todas sus evoluciones sin despegar los labios, avanzó ahora decidida hasta él y le tiró de la capa.
—¡Señor diablo! —gritó desesperada—. No se puede ir de aquí sin decirme lo que tengo que hacer para ser mayor.
—¿Te atreves, insensata, a invocar al diablo? —bramó él con voz de trueno—. ¡Piensa bien lo que dices!
—Sí, señor. Al mismísimo diablo, si el diablo es usted.
—¿Cómo puedes dudarlo? ¡Además de impaciente y tozuda, descreída!
Y, apretando una especie de pera de goma que llevaba en la mano, hizo brotar entre ellos una nube de humo y de chispas de fuego que obligó a retroceder a Sorpresa y la hizo caer de culo en un diván amarillo, sofocada y tosiendo. Desde allí, cuando se desvanecieron aquellos infernales vapores, vio que el diablo rebuscaba algo en las profundidades de su faltriquera.
—Toma esta piedra de ámbar —le dijo acercándose—, que solo surte efectos, cuando los surte, en noches de luna llena. Te la entrego con la envidia del diablo. ¡Quién fuera tú!
Sorpresa cogió la piedra y la guardó en el puño cerrado. El diablo dijo solemnemente:
—Esa piedra, convenientemente usada, te enseñará a apreciar lo que tienes.
—¿Pero qué tengo que hacer con ella? —preguntó Sorpresa.
—Enterrarla en el lugar de origen. Y después invocarme.
Luego, tapando con sus dedos largos los labios de Sorpresa, que ya se abrían para formular una nueva pregunta, añadió:
—Y, por favor, mi querida niña, no me preguntes cuál es el lugar de origen. Porque eso eres tú sola quien debe adivinarlo.
Sorpresa cerró los ojos para retener bien aquellas palabras, y cuando los volvió a abrir el diablo había desaparecido. Sorpresa pensó que seguramente habría ido a comerse el pastel.
Ocho
Sorpresa llevaba mucho rato corriendo a campo través, sin saber adónde iba, obedeciendo simplemente el impulso de sus pies veloces, que la alejaban de la Casa Grande. Recordaba vagamente haber saltado desde uno de sus balcones agarrada a la cuerda de la persiana al techo de un cobertizo, haberse descolgado después hasta el suelo por el tronco de un árbol, haber cruzado una huerta de maíz perseguida por los ladridos de un perro, y haber trepado por sucesivas tapias que acabaron sacándola por fin de aquel recinto encantado al campo abierto por donde ahora volaba más que corría. Y era como una liberación reconocer de nuevo, por lo menos, los perfiles de un paisaje familiar.
El camino que había tomado, o mejor dicho que sus pies le habían ordenado tomar, no llevaba a su casa, sino que la alejaba también de ella. No debía haber sonado aún la hora de encerrarse. La luna se iba a pique, amarillenta y ojerosa, descendiendo oblicuamente. Seguramente tendría resaca después de los excesos de la víspera de san Juan, noche que, como es bien sabido, ampara milagrerías, borracheras y amores de perdición. Se le notaba en la cara cansada que había tenido mucho trabajo, que había iluminado demasiadas escenas de fiesta y desenfreno manteniendo en alto su farol redondo, y que ya se le caía de las manos, según bajaba dando tumbos, como un borracho que va de recogida.
Pero Sorpresa tenía que hacer uso del talismán de ámbar antes de que la luna se ocultara. El diablo le había dicho que si no, no hacía efecto y era de lo único que se tenía que acordar. No podía esperar casi un mes a que el calendario anunciara el acontecimiento de otro plenilunio. Un mes es mucho tiempo, sabe Dios la de cosas que pueden pasar en un mes, y a qué prisa puede trabajar el olvido, como un duende maligno, borrando sin piedad imágenes de la pizarra. Así que Sorpresa corría y corría sin sentir cansancio, como si le hubieran salido alas en los pies.
Bordeó por un atajo la mole del Perro Dormido y, tomando el sendero que había seguido Pizco para ir a la romería, se encontró de repente a la entrada del bosque de Los Gozos, junto a la cruz de piedra.
Se detuvo en aquel lindero con los ojos brillantes, el pecho alborotado y las trenzas deshechas, y en el mismo momento de pararse, porque era eso lo que sus pies le mandaban, lo entendió todo de modo fulminante, como a través de una revelación. ¡Claro, el lugar de origen! De sobra sabían sus piececitos sabios hacia dónde la estaban conduciendo. Hasta ahora había venido ciega, como una saeta que no sabe dónde va a clavarse, y ahora al fin le tocaba a la inteligencia tomar parte en la función. Y de repente sintió como si el angelito de hierro, que disparaba su flecha mirando con gesto audaz a la oscura lejanía, se hubiera convertido en su compañero sentado en la esquina opuesta, con los ojos pensativos fijos en aquel libro donde todo debía venir explicado.
Obedeciendo a un impulso desconocido, se descalzó y tiró al aire las sandalias y los calcetines, antes de adelantar solemnemente el pie derecho, que blanqueó en lo alto unos instantes. Luego se internó en el bosque, a paso ligero, pero más acompasado. Ya no huía sin rumbo. Sabía dónde se estaba dirigiendo.
No tardó en encontrar el redondel de césped, rodeado de eucaliptos y castaños, donde diez años atrás había tenido lugar la ceremonia de su bautizo. Una vez, siendo muy niña, su padre la había llevado allí de paseo y le había señalado exactamente el lugar donde estuvo colocada durante aquella fiesta la cuna en forma de balancín que permaneció mucho tiempo arrumbada en el taller del alfarero y que por fin un invierno de poco trabajo y grandes nevadas convirtieron en leña para la chimenea. Luego Sorpresa, siempre que iba a la escuela de Sietecuervos, gustaba de sentarse en aquel claro del bosque y fantasear sobre sus orígenes, apoyándose en los diferentes relatos de su padre. Porque era un cuento que contaba mucho y cada vez lo contaba de una manera, según quién le estuviera oyendo y según que hubiera bebido o no. Pero es que además Sorpresa había preguntado siempre por aquello y había escuchado fragmentos de conversaciones a unos y a otros. Y luego ella, colocando las piezas a su manera, como quien compone un rompecabezas, había ido contándose un cuento cruel y terrible, donde el personaje que tenía la culpa de todos sus males se llamaba la bruja Balbina. Era una vieja harapienta de ojos amarillos y nariz ganchuda, tocada con un sombrero puntiagudo hecho de remiendos parduscos, que se había acercado a la cuna para formular una extraña maldición, y poco después había aparecido muerta, rodeada de sapos y culebras. Y en Trimonte, que era un pueblo donde se contaban muchos sucesos de brujas y de muertos, las mujeres decían que la hechicería y el mal de ojo solo los puede conjurar el diablo.
Sorpresa se acercó a aquel lugar con pasos cautelosos. La luna ya iba baja, pero todavía no se había ocultado. Se arrodilló junto al muñón de un árbol y se puso a cavar a toda prisa, horadando la hierba y las raíces, un agujero profundo. Allí metió la piedra de ámbar que le había dado el diablo y enseguida volvió a recubrir el agujero y aplastó la tierra con los pies saltando fuerte encima.
Luego se arrodilló delante de él y se puso a golpearlo furiosamente, primero con los puños cerrados y después con la frente, presa de un rapto sobrenatural y delirante.
—¡Huye, bruja Balbina, a esconderte en el reino de las sombras! ¡Que tu poder retroceda ante el mandato del diablo! ¡Quiero saberlo todo! ¡Quiero crecer, crecer, crecer! —repetía tozuda y excitada entre contorsiones—. ¡Más, más, requetemás!
Y el viento se llevaba retumbando el eco de su voz enfurecida a romperse como un oleaje contra las rocas de una costa invisible: «Crecer-crecer-crecer...». «Más, más, requetemás».
Hasta que, al cabo de un rato, algo más sosegada, se quedó inmóvil, de rodillas y con las manos juntas en actitud expectante. El pecho infantil se agitaba bajo el corpiño de su modesto traje de percal y miraba frente a sí con ojos desorbitados.
Entonces se oyó un lejano redoblar de tambores y cánticos de miserere, como un cortejo fúnebre que se fuera distanciando cada vez más de los linderos del bosque. Luego se apagó por completo y la sombra que proyectaba a sus espaldas el cuerpo diminuto de la niña empezó a alargarse y a alargarse, al tiempo que adquiría otros perfiles.
Un rato más tarde, cuando ya empezaban a asomar sobre los árboles, los montes y las casas los primeros atisbos de luz de amanecer, varios grupos dispersos de vecinos de la aldea, que volvían, entre cánticos y risotadas, de la romería de Sietecuervos, se quedaron mudos y quietos como estatuas ante la extraña aparición que cruzó ante sus ojos absortos.
Era una mujer hermosísima con la parte superior del rostro cubierta por un antifaz de terciopelo. Llevaba un traje de gasa blanco y vaporoso con las mangas en forma de alas de libélula, zapatos de oro con altos tacones y una antorcha en la mano. El cabello rubio y larguísimo, entretejido con lirios, era como una cortina que le cubría enteramente las espaldas y ondeaba flotando al viento al compás de su paso ondulante. Avanzaba por entre los árboles a un ritmo armonioso, rápido y sutil, sin tropezar con ninguno. Y daba la impresión de que no iba pisando realmente en el suelo. Desplegaba las mangas de su traje de gasa a modo de alas y la luz de la antorcha iba proyectando trazos curvilíneos en la sombra del bosque, al subir y bajar.
Unos atribuyeron aquella aparición a los vapores del vino, pero otros juraban y perjuraban al día siguiente que la habían visto con toda claridad.
Epílogo
—¡¡¡Mentira!!! —saltó Pizco, indignado—. ¡No dices más que mentiras! Yo fui precisamente de los últimos que se retiraron, y estuve un rato, por más señas, en ese claro del bosque donde te bautizaron, sentado con Dorita la de la taberna, porque... bueno, porque sí, luego te lo cuento..., y a lo que voy, te digo y te repito que eso es mentira, porque pasó más gente y nadie vio a semejante mujer. Y además también hoy he estado en la taberna hasta que he venido aquí a las siete, y te digo que es mentira, que nadie vio nada. Porque, como tú comprenderás, una cosa así tenía que haber salido a relucir, aunque no la hubiera visto yo ni tampoco los que venían conmigo... Pero bueno, chica, ¡tú eres imbécil!
Sorpresa se había echado a reír a carcajadas.
—¡Inocente! ¡Inocente! ¡Inocente! —repetía con sonsonete infantil, palmoteando gozosa—. Otra vez has picado. Pero ¿a que era precioso?
Y se quedó mirando a lo lejos, transida de felicidad.
Estaban igual que la tarde anterior, sentados en la cima del Perro Dormido, dominando las casas, los prados y las arboledas que se derramaban a sus pies bañados por la luz del ocaso. Pero Pizco, contra su costumbre, no había escuchado el cuento con atención. Rebullía inquieto, jugueteaba distraído con las hierbas y las piedrecitas del suelo, miraba furtivamente hacia el pueblo y había llegado a dar cabezadas y a dormirse en muchos tramos del relato, aunque lo último, lo del conjuro de la niña en el claro del bosque y su transformación en mujer, lo había escuchado ya absolutamente despierto y con los ojos abiertos como platos. Pero Sorpresa esta vez había prescindido por completo de su interlocutor, y no le había mirado hasta el final. Por eso no se enteró de que había estado la mayor parte del rato hablando para nadie. Arrebatada como nunca por el carro de fuego de su delirante fantasía, iba pronunciando las palabras del cuento con los ojos perdidos en el dibujo cambiante de las nubes, como si las fuera recogiendo de un texto escrito allí, un texto caprichoso, fugaz e indescifrable.
—¡Qué va a ser precioso! —estalló Pizco, muy molesto—. Era pesadísimo, para que lo sepas, y más largo que un día sin pan. Como que no lo he podido oír entero, así que ya ves. Bueno, también será porque me estaba cayendo de sueño. Cuando me acosté anoche, o mejor dicho esta mañana, ya cantaban los gallos, debían ser las siete o por ahí. Por cierto, ¿qué hora es? —añadió, mirando con alarma su reloj de pulsera—. ¡Madre mía, casi las nueve! Perdona, oye, me tengo que largar pitando.
Sorpresa le miró francamente asombrada, tanto que se quedó sin reacción durante unos instantes. Pizco nunca acostumbraba a dejarla así con la palabra en la boca. Y menos después de un cuento tan largo y tan complicado como aquel, que bien merecía sabrosos comentarios. Lo había contado tan de corrido que ahora mismo ya no se acordaba de muchas cosas y era horrible que se le olvidaran, porque le parecía el cuento más fascinante que había inventado nunca y hablar con Pizco de él sería como fijarlo, como echarle el lazo. Por eso no podía aguantar la actitud insólita de su amigo, que además no era exactamente indignación lo que le producía. Era más bien como una especie de vaga inquietud.
—Bueno, sí, las nueve, ¿y qué pasa? —dijo mirándole—. Siempre nos quedamos hasta más tarde.
—Ayer no.
—Ayer porque tenías que ir tú a la romería.
—No, perdona; porque tú me metiste la mentira de que tu madre te había pedido que la fueras a ayudar a la Casa Grande...
—¡Ah, por cierto! —dijo Sorpresa con gesto animado—. Te tengo que dar una buena noticia. Mi madre lleva unos días que no me riñe y me quiere mucho, no sé qué le ha pasado, igual me dejan hacer el bachillerato, dice mi padre...
—¡Venga, déjame en paz! —estalló Pizco rojo de ira—. ¿A mí qué me importa lo que haya dicho tu padre? No estoy dispuesto a que me enredes otra media hora. ¡Siempre estás hablando de ti, de ti y de ti, de si estás alegre o triste, de lo que te inventas y de lo que no te inventas! Parece como si no existieras más que tú en el mundo, ya me tienes harto, como si no te ocurrieran cosas más que a ti. Pues a los demás también nos pasan cosas, para que te enteres, y mucho más importantes que todas esas tonterías de reyes y de diablos y de muñecas de cera, que de verdad te digo que estás para que te encierren. Y se acabó. Me voy. ¿No te fuiste tú ayer cuando te dio la gana? Claro que menos mal que te fuiste, menudo imbécil hubiera sido si no llego a ir a la romería, que a punto estuve...
Se había puesto de pie y ya le daba la espalda, dispuesto a bajar la cuesta sin más explicaciones. Sorpresa sintió como si un cuchillo se le clavase en las costillas. Era la primera vez, desde que se conocían, que su amigo del alma le hablaba de una forma tan intemperante y agresiva. Y, por supuesto, la primera vez que se le dormía. Pero incluso esta ofensa, con lo grave que era, estaba dispuesta a perdonársela, con tal de que se quedara con ella otro rato.
—Pero bueno, Pizco, ¿qué te pasa?, ¿qué te he hecho yo? —preguntó con voz humilde y suplicante—. No te puedes ir dejándome así. Espera un momento, hombre; te lo pido por favor.
—No puedo esperar ni medio minuto —dijo Pizco muy nervioso—. Tengo una cita muy importante y no puedo llegar tarde.
—¿Una cita? —preguntó Sorpresa aturdida—. ¿Qué clase de cita?
Entonces Pizco la miró a la cara. Y Sorpresa vio en sus ojos azules sombreados por largas pestañas una expresión soñadora que nunca había conocido en ellos.
—¡Una cita de amor! —dijo con acento desafiante—. ¿No sabes tú mejor que nadie que en la víspera de san Juan ocurren milagros? Pues yo me he echado novia.
—¿Que te has echado novia? ¿De verdad?
—¡Y tan de verdad! ¿Qué pasa? ¿Qué te habías creído, que yo no les puedo gustar a las chicas?
Sorpresa le miraba como entre los vapores de una borrachera, sin acabar de dar crédito a sus oídos.
—¡Es mentira! —gritó—. Te quieres vengar de mí porque te he hecho tragar la bola de la mujer de las alas de libélula. Si fuera verdad, me lo habrías contado enseguida, en cuanto llegaste.
—No pude, enseguida te pusiste a hablar tú como una máquina, ¿es que no te das cuenta de que no le dejas a uno nunca meter baza? Pues ya es hora de que te vayas dando cuenta, si tanto repites que quieres hacerte mayor y enterarte de las cosas. Mal vas a enterarte de nada, si no ves siquiera lo que tienes delante de las narices.
—Bueno, pues perdona, pero cuéntamelo ahora, anda. Pizco volvió a mirar, impaciente, su reloj.
—No se puede contar —dijo—. Solo lo podrás entender cuando te pase. Yo tampoco lo entiendo bien todavía. Nada más te digo que es algo maravilloso. Y te juro por mi novia que no puedo entretenerme ni un minuto más. Igual se enfada conmigo ella. Ya no me quería dejar venir. ¡Dios mío, las nueve y cinco!
Había empezado a bajar la cuesta apresuradamente y Sorpresa le seguía pisándole los talones, poniendo el pie en las mismas peñas y montículos donde él iba poniendo el suyo, describiendo las mismas curvas.
—¿Cómo se llama? ¿La conozco yo?
—Claro que la conoces. Es Dorita, la chica esa tan guapa que sirve en la taberna.
—¡Dorita! ¡Pero si es muy mayor! ¿Cuántos años tiene?
—No sé, dieciocho, déjame en paz. Pero a ella no le importa que yo sea un poco más pequeño. Dice que hace mucho tiempo que está enamorada de mí.
«Bueno, igual que Cecilia», pensó Sorpresa. Pero no dijo nada.
Se despidieron brevemente al llegar a la falda de la montaña y cada cual tomó su camino, lo mismo que la tarde anterior. Sorpresa no podía pensar más que en aquella muchacha pelirroja de caderas cimbreantes que algunas veces venía a su casa a traer garrafones de vino del que bebía su padre y a ella le hacía una caricia casual en las trenzas, como a una niña chica. Solía llevar blusas muy escotadas y esperaba que la madre de Sorpresa volviera con el dinero, parada allí en el zaguán, canturreando con los brazos en jarras. Sorpresa había oído decir que tenía muchos pretendientes, pero que, aunque era muy simpática con todos, no hacía caso a ninguno.
No tenía ganas de volver tan pronto a casa y anduvo deambulando sin rumbo fijo, siempre pensando en la chica pelirroja. Se la imaginaba besando a Pizco a la luz de la luna en el claro del bosque de Los Gozos, mientras ella, mirando esa misma luna, inventaba despierta en la cama aquel cuento tan bonito que Pizco ni siquiera había escuchado entero. A partir de ahora, nadie volvería a escuchar sus cuentos.
Se sentó en una piedra, cerca de la tapia trasera de la Casa Grande, que la noche anterior había imaginado saltar para llegar a tiempo de enterrar la piedra de ámbar bajo la luna llena. No tardaría en volver a salir, porque el sol ya estaba a punto de esconderse, pero hoy le faltaría un cachito. Y se quedó quieta, con los brazos caídos, mirando el paisaje como embobada, hasta que se fue haciendo de noche. Pizco se casaría con la chica pelirroja, tendrían hijos, envejecerían en el pueblo y colorín colorado. ¡Qué cuento tan tonto, pero también qué triste! No lloraba, pero era peor que llorar, porque no deseaba nada tampoco. ¿Sería aquello haber crecido?
Por el camino llegó un hombre alto y delgado, vestido de blanco y con un sombrero jipijapa con cinta negra. Llevaba un bastón con puño de marfil y venía mirando abstraído para el suelo, moviendo los labios, como si hablara solo. Era el señor de la Casa Grande. Sorpresa lo reconoció, aunque lo había visto pocas veces y siempre de lejos, pero era inconfundible. Ahora también pasó a bastante distancia del sitio donde ella estaba sentada. Y, por supuesto, sin fijarse en que alguien le estaba mirando. El primer impulso de Sorpresa fue de levantarse, ir a su encuentro y decirle algo. ¿Pero qué? Era absurdo pedirle que le acabara de contar el cuento de Cecilia o del rey Ricardo, porque ni Cecilia ni Ricardo existían. O mejor dicho, solo ella los podía volver a hacer existir, y para eso no necesitaba al señor de la Casa Grande. Claro que, en cambio, podía presentarse a él como lo que era, como la niña del alfarero. ¿Pero la miraría él entonces como la noche anterior cuando bebían champán acurrucados en el balcón? Y si no la miraba de aquella manera, no valía la pena. Ese final no era digno del cuento. Pero tampoco le daba tiempo de inventar así de repente una conversación que estuviera a la altura de las circunstancias. Las cosas tienen que llevar su preparativo.
El hombre se dirigió a una puertecita pintada de verde que había practicada en la tapia, la empujó y Sorpresa le vio desaparecer en el interior, sin fuerzas siquiera para alzar una mano y hacer un gesto mudo de adiós. No la había mirado.
De pronto alzó los ojos al cielo y se dio cuenta de que estaba completamente sola en el mundo, sin más compañía que aquel motorcito invisible que fabricaba imágenes por dentro de su cabeza. Pero lo pensó con orgullo, y de aquella soledad le brotó un chorro de fuerza dolorosa y desconocida. Más que aquella primera noche, que ahora le parecía ya tan lejos, cuando dibujó por dentro la Casa Grande. Más, más, requetemás. Era una sensación de poder casi diabólico, que la convertía de verdad en la mujer de blanco con la antorcha en la mano. Comprendió que solo ella misma podía darle cuerda a aquel motorcito maravilloso de su cabeza, que de vez en cuando se le paraba, como un gramófono sin cuerda, y la dejaba con el mundo a oscuras. Ahora ya lo sabía: nadie la iba a ayudar a agarrar la manivela, pero tenía toda la vida por delante para aprender a hacerlo. Y el motorcito era suyo, nadie se lo pensaba robar, no había miedo.
Se puso en pie. En aquel mismo momento, estaba apareciendo, por detrás de los montes, la luna rodeada de un halo color naranja. Todavía traía cara de sueño.
—¡Escribiré mis cuentos, te pongo por testigo, reina de la noche! —exclamó Sorpresa, mirándola—. Y algún día los leerá el señor de la Casa Grande. ¡Aprenderé a comerme yo sola, como él, el pastel del diablo!
Pocos minutos más tarde, cuando se encaminaba hacia el pueblo, saboreando aquel conjuro que se le había ocurrido sin saber cómo y que al fin consideraba como digno remate para su cuento, de un árbol que había al borde del camino salió volando un pájaro de regular tamaño. Pero no era negro. Tenía las alas rojas y azules.
Describió varios giros sobre la cabeza de la niña y luego, veloz como una saeta, rebasó la tapia de la Casa Grande y fue a perderse entre las frondas del parque sombrío.