Asumo que el motivo por el cual fui invitado por la profesora Julie Sellers a escribir este prólogo es por mis escritos relacionados con la bachata, partiendo de mi libro biográfico sobre Juan Luis Guerra, de 1993, donde aparecieron mis primeros textos sobre esa música dominicana, y donde detallo las conexiones del artista con ese género musical—incluso la historia de cada una de sus primeras bachatas—en el tono propio de una biografía novelada. Esta fue seguida por mi libro La pasión danzaria, de 2002, ensayo académico en el cual hay un capítulo especialmente dedicado al género, también publicado en forma independiente como fascículo bilingüe con el titulo en español La bachata: Su origen, su historia y sus leyendas.
En este escrito daré algunas ideas que ayuden a comprender la importancia de este libro, en el cual la autora toca los dos tópicos citados, la bachata y Juan Luis Guerra. Su obra se enmarca en lo que desde 2007, en un libro aun inconcluso, denominé bachatología, un concepto que utilizo para designar el hecho de pensar la bachata en el contexto de la cultura dominicana y del Caribe y sus ramificaciones alrededor del mundo, tal como su impacto en Estados Unidos y en Europa a través de las comunidades dominicanas inmigrantes en esas zonas, la primera de ellas estudiada en este texto por Sellers. El interés de la autora en la música dominicana tuvo un primer parto en el libro Merengue & Dominican Identity: Music as National Unifier (2004), y desde entonces ha seguido creciendo. Esta obra es la mejor prueba.
Una vez un periodista me preguntó en una entrevista a qué obedecían mis estudios de la música, pregunta entendible en un país como República Dominicana siempre dado a disfrutar las expresiones musicales casi exclusivamente como sonido, canto y baile. Mi respuesta fue precisa: obedecen al interés de pensar la música, sobrepasando así el hecho de solo oírla, cantarla o bailarla. Por esa razón empecé a hablar de bachatología, describiéndola como un ejercicio de pensar la bachata como fenómeno musical y cultural.
Y efectivamente, de eso se trata, de enfocar la bachata como una cultura. Yo la llamaría la cultura bachatera. Este concepto puede ser engañoso por la misma razón que se desdeñó a la bachata en sus comienzos: por responder a una forma de ser de músicos y aficionados de esa expresión musical, provenientes de las clases sociales más pobres de la sociedad dominicana, y por esa misma situación caracterizados por ser—o casi ser—iletrados (incluyendo carecer de estudios académicos de música o canto), y a menudo también negros o mulatos.
Los bachateros fueron—y son—portadores de una combinación de condiciones económicas, sociales, políticas, raciales y educacionales que definieron su perfil como excluidos o marginados de los sistemas de propiedad, riqueza, poder, conocimiento, estatus y distinción, variables todas atravesados en República Dominicana por criterios clasistas y raciales. En la bachata habla el pobre, el campesino, el negro, el marginado urbano, el olvidado, en fin, el ser oprimido por las desigualdades económicas, sociales, políticas y culturales, el “Pobre Diablo” de Teodoro Reyes, el “Juancito Nadie” de Elvis Martínez.
Ese nadie en los campos dominicanos vestía de jornalero agrícola, de parcelero o conuquero, de peón, y en la ciudad de guardia, guachimán (guardián), chopa (sirvienta), y en el exterior de cadenú (dominican yorks que regresaban exhibiendo cadenas como adornos corporales), seres arrastrados a la indignidad (y muchas veces a la perdición social) por su condición de pobreza, incluyendo una pobre instrucción que los proyectó injustamente como “incultos”. Hace ya más de medio siglo que los estudios del antropólogo estadounidense Oscar Lewis retrataron como pocos las circunstancias existenciales de ese ser sumido frecuentemente en el ocaso de la indigencia y el abandono a su suerte.
De esa múltiple condición de pobre, negro, iletrado, excluido y olvidado—es decir, nadie—se derivó otra aún más pesarosa: su estado de denigrado y discriminado. El bachatero fue víctima del estigma social y el prejuicio cultural, herencia de la antigua pertenencia de ese tipo de personas a la sociedad de segunda o de tercera, jerarquía de poder establecida a su vez por la “gente elegante”, que hasta bien entrado el siglo XX se llamaba a sí misma la Sociedad de Primera.
De aquellos músicos autodidactas—casi sin escuela, ni educación musical ni escolar—brotaron unas letras a menudo procaces, llenas de doble sentido sexual y de simbologías fálicas, cantadas de forma tosca con un acompañamiento musical rústico, y para más, con un ritmo bailado de manera sexualmente instigadora, en la sordidez de los cabarets rurales y los suburbios urbanos. El ojo del pecado se habría posado sobre la bachata, según la mirada vigilante de los dioses de la civilización, enfrentados a esa presunta barbarie. La bachata nació marcada por un signo peyorativo, como lo evidenciaba su propio nombre. Era música arrabalera, como la exhibida en las películas del cine mexicano de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Presos de miedo ante la censura social traída por los estereotipos asociados con la bachata, los propios músicos eran renuentes a aceptar el denominativo puesto por voces adversarias. Y aunque buscaban popularizar otros nombres, no pudieron cambiar el hecho de ser nombrados por la cultura dominante—el mainstream de la nomenclatura anglosajona.
Como Sellers subraya: “La bachata se encontró marcada por un estigma difícil de superar, ya que se asociaba primero con los migrantes rurales a la ciudad, después con los burdeles, y más tarde, con las trabajadoras domésticas de clase baja que la escuchaban mientras trabajaban”. De modo que el gusto musical se convirtió en “una manera de marcar las clases”, según afirma en este libro el músico Vicente García.
La barrera era fuerte. La bachata carecía de reconocimiento social. No tenía aquella cualidad de distinción social observada por Pierre Bourdieu como señal de status privilegiado, vinculado al entramado de poderes en la sociedad. Los bachateros reaccionaron ante esa condición de “nadie” mediante lo que Gramsci denominaría una lucha de posiciones, batallando por puestos de principalía en el género que le sumaran prestigio social. Dejaron atrás aquel tipo de apelativos que los sobrenombraban: el Añoñaíto, el Solterito del Sur o el Chivo sin Ley, títulos que para nada ayudaban a adquirir majestad, y adoptaron otros de mayor relieve. Mientras a José Manuel Calderón se le llamó el Padre de la Bachata, Antony Santos se convirtió en el Mayimbe de la Bachata; Luis Vargas en el Rey Supremo de la Bachata; Raulín Rodríguez en el Cacique; los del grupo Aventura—hasta su desaparición, la más destacada entre las agrupaciones bachateras de la llamada diáspora dominicana en Estados Unidos—se denominó The Kings of Bachata o los Reyes de la Bachata; cuando el grupo se desintegró, su líder vocal, Romeo Santos, devino en The King of Bachata (el Rey, ahora en singular); mientras Frank Reyes fue el Príncipe, y Linar Espinal fue El Chaval. “Debate de 4”, bachata icónica de Romeo Santos analizada por Sellers, refleja esa lucha por la distinción dentro de la bachata entre cuatro de sus principales líderes.
Solo a regañadientes los bachateros asimilaron después su denominación como tales, cuando otros procesos sociales atenuaron su carga negativa y disminuyeron el grado de intolerancia y discriminación que pesaba sobre su música, como registra Sellers. La propia universidad pública le negó la entrada. Las premiaciones musicales jamás la tomaban en cuenta hasta que fue aceptada como una categoría en los Premios Casandra, los más relevantes de la isla, en el año 1995—cuando ya Juan Luis Guerra había ganado varios premios Grammy, había ocupado varias veces los primeros lugares en las listas de Billboard, y había recorrido ambas orillas del Atlántico.
Asombra que todavía existiera una paradoja tan grande en época tan reciente, en pleno período finisecular y finimilenar—como lo he llamado por tratarse también del fin de un milenio: que una música de la mayoría de la población no fuera aceptada porque no representaba a la minoría. La bachata no era marginal a la cultura del dominicano común y corriente, al pueblo llano, pero no había sido legitimada por el mainstream, la cultura dominante, filtrada por los medios masivos de comunicación controlados por las clases dirigentes. En La pasión danzaria establecí que la polarización entre elite y pueblo en la sociedad dominicana es una de las claves para entender su evolución social y cultural.
De manera similar, uno de los quid para entender la bachata es su sistema de polaridades, una de las cuales es justamente esa de elite y pueblo. El contraste arriba/abajo sirve para desvelar el imaginario del dominicano sobre propiedad, riqueza, poder, estatus y distinción, elementos todos mezclados en las nociones de clase social y racialidad; el binomio arriba/abajo dibuja en forma de imagen espacial los extremos de la estratificación social en clave funcionalista. Abajo es donde está la clase baja, arriba está la clase alta: alto/arriba, bajo/abajo. La bachata es una música de los de abajo. Es en ese sentido que emergió como una música de la marginalidad, como la denominó Deborah Pacini Hernandez, pionera en el estudio académico de ese genero musical, en su libro, Bachata: A Social History of a Dominican Popular Music (1995). Mientras esta centró su atención en la asociación de la bachata con la marginación social, en este libro Sellers se centra en su relación con la identidad dominicana.
El auge y la conversión de la bachata en una música identitaria dominicana fueron procesos paralelos y simultáneos al desarraigo de sus tierras de una alta proporción de campesinos minifundistas, convertidos en obreros agrícolas, y su paso a través de la emigración interna a la condición de proletariado urbano, o bien de marginado urbano por medio del chiripeo, un término usado en la isla para designar la condición de subempleado informal: alguien sin trabajo fijo y de ingresos inestables, cuya vida se basa en estrategias de supervivencia. En otras palabras, la bachata fue parte del desarrollo del capitalismo rural en la segunda mitad del siglo XX, que a través del desplazamiento de campesinos conllevó su traslado a las ciudades generando una urbanización de la pobreza. Y allí, con ellos en las márgenes de las ciudades, estaba la bachata, pasando a formar parte del nuevo imaginario urbano, primero barrial y luego incluso transnacional, como evidencia el libro de Sellers que el lector tiene ante sí.
La cultura bachatera tuvo su espacio urbano en el barrio, hábitat de los trabajadores, y su nicho especial en el colmado, equivalente urbano de la pulpería rural. Y como agentes importantes de circulación tuvo a los guagueros de pueblo, que transportaban de la ciudad al campo y viceversa, y los chóferes del concho en las ciudades grandes como Santo Domingo y Santiago de los Caballeros. El colmado suplantó como espacio de primacía musical a la gallera y la enramada, como las ciudades suplantaron en importancia a los campos.
Fue allí, en el mundo urbano, donde la bachata logró finalmente su legitimación por el mainstream, la mentalidad predominante, proceso que se inició en los años ochenta y cristalizó—algo aún inconcluso—en el último decenio del siglo XX. Tres jalones importantes en el trayecto hacia esa legitimidad fueron: primero, la pegada en 1983 de la bachata “Pena” de uno de los pioneros, Luis Segura, que por primera vez abrió las puertas de los centros cerveceros—que por entonces habían tomado apogeo en los barrios populares, para atender a un depauperado público que vio disminuir su capacidad de consumo, además de los cadenuses que bajaban del Norte a celebrar la Navidad; segundo, el surgimiento a partir de 1984, a raíz del experimental álbum Luis Dias amargao, grabado en casete por ese innovador artista, de la corriente denominada tecno-bachata, a la que llamé “neobachata” y a la cual se adscribieron posteriormente, y por distintas vías, Sonia Silvestre, Juan Luis Guerra y Víctor Víctor, escuela que le inyectó al género sofisticación musical y literaria, y cuyos mejores resultados se cosecharon en los años 90, siendo su cúspide discográfica Bachata Rosa, de Guerra; y tercero, la popularidad alcanzada por “Voy pa’ llá,” tema de Antony Santos que se convirtió en un verdadero ciclón bachatero discográfico, expresión que quiere decir que superó todos los record de los bachateros tradicionales, convirtiéndose en un fenómeno de masas.
La conversión de la bachata en música legítima ocurrió a la par con la depauperación de las capas medias en la llamada Década Perdida (así denominada por los organismos económicos de la región), la industrialización de zonas francas, el surgimiento de un nuevo estamento denominado los dominican yorks y su efecto de demostración—especialmente para Navidad y fin de año—que atrajeron hacia la bachata a un público más amplio, fenómeno también estudiado por la profesora Sellers. Así se pudo rebasar la ambivalencia del dominicano hacia la bachata, durante la fase de transición hacia su legitimación como identidad emergente de la nueva dominicanidad urbana y transnacional (y tendencialmente bilingüe, al menos en Estados Unidos).
Con estos cambios se puede entender que la identidad es un terreno de disputa: lo moderno pugna con lo tradicional, lo letrado con lo iletrado, lo elitista con lo popu?lar, para quedarme en el terreno de las dicotomías propias de la cultura bachatera. Esta está empapada de series de relaciones conflictivas. Desde la bachata se puede exponer toda una teoría sobre las ideas del dominicano acerca de la conflictividad intrínseca al ser humano: los conflictos del amor, la intriga, la infidelidad y la traición, los conflictos interiores y exteriores, las disputas entre lo masculino y lo femenino, con la particularidad—en ese caso—de que en general lo femenino se impone: la mujer suele salir victoriosa por la victimización masculina, un efecto inmanente en la bachata que se deriva de uno de sus rasgos distintivos, que es la inversión de la realidad—particularmente, de los roles de género—para convertirla en fantasía. Queda clara la herencia que el movimiento romántico legó a la bachata.
Ese legado del romanticismo quedó impregnado en la temática, las letras y el estilo interpretativo que caracterizan la cultura bachatera: cantar el desengaño, el desamor y el amargue, los lamentos de la opresión o la infelicidad humana con una voz temblorosa, poseída por el sentimiento, llena de tristeza y dolor—incluida una cuota de sado-masoquismo. Como el bolero y la telenovela, la balada y el tango, la bachata es un melodrama, inundado de lloros y lágrimas. La bachata es lacrimógena por naturaleza.
Detallar muchos de los elementos señalados a partir de las voces de los propios bachateros es un gran mérito del libro de Julie Sellers, que desde ya se convierte en un texto imprescindible para el conocimiento interior de esa emergente música caribeña que es la bachata.
Darío Tejeda se graduó de licenciado en ciencias políticas y de maestría en estudios antillanos. Es miembro de la Academia de Ciencias de la República Dominicana y Director del Instituto de Estudios Caribeños (INEC). Su libro La pasión danzaria fue galardonado con un Premio Internacional de Musicología de Casa de las Américas en 2001 (La Habana, Cuba.)